Sergio Boisier Etcheverry
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La dinastía de los Borbones vio con preocupación la perdida progresiva del poder de la Corona en los territorios de ultramar, el avance peligroso de las potencias europeas y el afianzamiento de un poder local lejano a las aspiraciones imperiales. Con la finalidad de superar estos procesos erosivos del poder real, los Borbones impulsaron un programa global de reformas destinadas a acrecentar su presencia en los territorios americanos y afianzar un orden administrativo, económico y legal favorable. Chile experimentó el mismo tipo de medidas impuestas al resto de América. El objetivo de estas políticas era reconquistar los territorios de ultramar. Se pensaba que con una mayor centralización, un fortalecimiento de la presencia militar y una recaudación tributaria más eficiente se lograría un mayor control que, finalmente, se traduciría en una mejor explotación de las riquezas de los territorios americanos. En este sentido, las reformas administrativas persiguieron dos fines fundamentales: dividir territorialmente el imperio y, al mismo tiempo, centralizar su administración. En consecuencia se establecieron dos nuevos virreinatos, se creó el régimen de intendencias y se consolidó una vasta y poderosa burocracia imperial. Hispanoamérica dejó de ser un dominio colonial con administración autónoma, lo que había distinguido al estado Habsburgo, y pasó a ser una mera extensión provincial del poder de España, (Joselyn–Holt; 2001).
Hasta principios del siglo XVIII Chile era un lugar remoto, olvidado, marginal, al cual era muy difícil acceder pues había que trasponer el desierto de Atacama o bien la Cordillera de Los Andes o el Estrecho de Magallanes. En general, como colonia, era improductiva y costosa, pues de ella dependía la defensa de las costas del Pacífico. No obstante, la apertura de la ruta comercial por el Cabo de Hornos benefició a Chile en el siglo XVIII, disminuyendo su carácter periférico. Más impacto tuvo la política de intendencias, población y urbanización implementada por el imperio español. Los proyectos encaminados a desruralizar la población campesina estaban directamente orientados a mejorar el control del territorio y civilizar a la población. Las fundaciones del siglo XVIII no surgieron de manera improvisada y espontánea sino que, por el contrario, responden a una planificación que deriva de las disposiciones de los monarcas. La “política de poblaciones” era promovida, planificada y ejecutada por las autoridades del reino a pesar de la población rural, que era completamente ajena, pasiva y hasta reacia a contribuir a su realización (Lorenzo y Urbina; 1978). Así, en el ámbito donde el Estado borbón manifestó con mayor éxito su intervención, con el objetivo de racionalizar y regular el funcionamiento del imperio, fue en la política urbana. Se fundaron a lo menos 24 nuevas villas durante el siglo XVIII y algunas otras fueron reubicadas o reconstruidas a causa de los terremotos. El transporte entre las ciudades mejoró, los centros urbanos contaron con mejores servicios, hospitales, orfelinatos, hospicios y cárceles. Se empedraron algunas calles, se crearon rudimentarios sistemas de alumbrado público, el servicio postal fue regularizado y se construyeron diversos edificios públicos.
En 1699 el obispo de Santiago, Francisco de Puebla González advirtió la inexistencia de pueblos formalizados, como asimismo la dispersión en que vivían los habitantes de tan dilatado territorio e interpretó ambas situaciones como lesivas a la evangelización y la administración de justicia y como una incitación a que la gente viva en la ociosidad. Propuso, entonces, un plan para aglutinar la población por medio de la formación de un pueblo de españoles en el ámbito de cada curato, en el que debían fijar su residencia todos los habitantes de la jurisdicción. En cada caso el lugar de emplazamiento debía ser el mejor de la comarca, tanto por su localización en el centro del curato, como por su disponibilidad de agua y feracidad del suelo. Cuando el nuevo obispo Luis Romero se hizo cargo del obispado en 1708, insistió en las ventajas del establecimiento de los pueblos de españoles y de indios. Teniendo en cuenta estos puntos de vista y la Real Cédula del 11 de enero de 1713 el gobernante interino del Reino, Santiago Concha, convocó a los Oidores de la Audiencia, al Fiscal y al Obispo a deliberar sobre la conveniencia de formar pueblos, decidiéndose por unanimidad iniciar el proceso fundacional en el valle de Quillota.
Después del fracaso de Quillota transcurre un lapso durante el cual no se intentó fundar nuevas villas. Esta situación cambió radicalmente al asumir la gobernación José Manso de Velasco. Su primera gestión fue ordenar la fundación de Los Ángeles, en 1739, en el área de la isla de la Laja y con el propósito de guarnecer la frontera con los indios. Luego prosiguió con las fundaciones erigiendo San Felipe en 1740, Cauquenes, Talca y San Fernando en 1742, Rancagua y Curicó en 1743 y Copiapó en 1745. En todas estas fundaciones se buscó reagrupar la población que vivía diseminada. Además de concentrar la población, lo que se buscaba con esto, que los contemporáneos definen como política de poblaciones, era articular en torno a los núcleos urbanos la administración, la justicia y la iglesia (Lorenzo; 1986).
Asentar a la población en villas no fue, por cierto, tarea fácil, ni rápida. La pobreza de la población rural y la incertidumbre de que las villas no pudiesen suministrar alimento y vestuario inhibía a los posibles vecinos. Otra dificultad era la considerable distancia entre los lugares de trabajo en las haciendas y chacras y las villas, como también la atracción de la mano de obra por las minas y las haciendas, junto con la vida vagabunda de buena parte de la población de entonces. Los hacendados, por su parte, interpusieron una fuerte resistencia a la política de poblaciones pues consideraron que debilitaba su poder. Pese a las dificultades, el Estado se sirvió de las nuevas ciudades a fin de extender territorialmente su autoridad y de adentrarse en los dominios donde el poder de facto de los hacendados locales era todopoderoso, además de controlar el vagabundaje y el bandidaje desenfrenado que afectaba al mundo rural.
Antes de la fundación de ciudades y de la política de poblaciones, como consecuencia de la escasez de habitantes, del precario comercio interregional y de la falta de ciudades, aparte de Santiago, Valparaíso, Chillán y Concepción, los caminos entre el partido de Quillota y el Bío Bío tenían un escaso desarrollo. Los caminos más importantes conducían desde Santiago a Valparaíso, también a Concepción y a Cuyo. El camino de Santiago a Concepción vinculaba la capital con el “antemural del reino”. A pesar de existir un objetivo estratégico que requería de rapidez, la desolación de las comarcas aledañas a esa ruta y una red hidrográfica que cortaba el país transversalmente hacían que las comunicaciones entre ambos puntos no fueran expeditas. Existía el camino de la costa y el camino del valle central. Este fue el camino que adquirió centralidad con la fundación de ciudades. Las villas constituyeron uno de los motivos del fomento de los caminos, contribuyendo a las comunicaciones, al comercio y entorpeciendo la tendencia aislacionista propiciada desde las haciendas.