Sergio Boisier Etcheverry
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El territorio efectivamente ocupado por los españoles es un territorio de frontera. A nivel nacional, el desierto de Atacama, el océano Pacífico, la cordillera de los Andes y las selvas australes forman barreras naturales que aíslan a nuestro país. No obstante, al interior del territorio la propia geografía formaba fronteras que permitieron, en definitiva, la formación de espacios regionales. La orografía y la hidrografía establecían fronteras naturales. En los tiempos de la conquista, los cronistas destacan los caudalosos ríos que atraviesan el territorio de oriente a poniente y la dificultad que imponen a las comunicaciones y el control del territorio.
Agradezco al historiador Pablo Camus haberme llamado la atención a este importante componente histórico de la cultura chilena, un espíritu parecido a la cultura del Far West en los Estados Unidos.
Más importante aun es, a partir de 1598, la frontera del Bío Bío. Mario Góngora señala que la imagen cardinal de Chile en los siglos coloniales es que constituye “una tierra de guerra”. A ésta se refieren los poemas épicos de Alonso de Ercilla y Pedro de Oña. Los cronistas de los siglos XVI al XVIII escriben fundamentalmente de la Guerra de Arauco.
Con el establecimiento del ejército permanente a lo largo de la frontera del Bío Bío se diferenciaron dos regiones: La Serena y Santiago eran el país pacificado en el cual se producía la riqueza minera y ganadera del reino. Al sur se encontraba la frontera de guerra, que se anticipaba desde el sur del río Maule y se consolidaba en una línea de fuertes que se alineaban en torno a las riberas del Bío Bío desde bahía de Arauco hasta la precordillera.
Chile era el “antemural del pacífico” y por ello había que mantenerlo, a pesar que su aporte financiero al fisco era escaso y a veces deficitario. Más al sur de la frontera y con el propósito de defender las costas del Pacífico de una posible invasión extranjera vivían una vida alejada y separada del resto de Chile los fuertes de Valdivia y Chiloé (Góngora; 1986).
Sergio Villalobos plantea que la lucha con los araucanos fue activa durante el primer siglo de la ocupación y hasta la década de 1650, produciéndose a continuación un apaciguamiento de la guerra que fue roto esporádicamente, dando paso a una intensa compenetración fronteriza y a una ocupación de parte del territorio indígena antes de que se iniciase la intervención oficial. En consecuencia hubo una vida y relación fronteriza más que una lucha constante. La Araucanía y las relaciones que unían a los nativos con los criollos y mestizos fue un mundo de frontera donde tenía lugar los más variados tipos humanos. A la zona de frontera llegaba cuanto vagabundo y mal entretenido producía el país. Se enrolaban en la milicia, la dejaban para dedicarse al tráfico de aguardiente y armas, al robo y a la compra de niños e indias, a traicionar a los indios y a vivir sin ley alguna. En esta atmósfera más que el ánimo guerrero y soldadesco se desarrolló una vida desordenada y licenciosa, la irresponsabilidad, la improvisación, el vivir a salto de mata, la cazurrería y la picardía eran los modos más habituales de asumir la vida. 84 De este modo, indica que el rasgo fronterizo ha tenido en Chile una vigencia muy marcada, que no hemos percibido porque vivimos preocupados de una historia capitalina, oficial y aristocrática (Villalobos; 1995).
El espacio fronterizo tenía una identidad singular: no pertenecía ni al mundo tribal ni al mundo criollo; se mantenía autónomo, con sus propios códigos y estilos, mezclando elementos culturales, económicos y materiales provenientes de ambas sociedades, a pesar de la impronta de la dominación. En la frontera no había aculturación ni transculturación sino que se registraba el nacimiento de una cultura nueva que sin ser síntesis de los elementos que se combinaban, rescataba los aportes de ambos mundos siguiendo los dictados y vaivenes de la vida real derivados del proceso de coexistencia. Sus habitantes no eran ni mapuches, ni chilenos ni argentinos: eran solamente fronterizos. Sus espacios de sociabilidad eran las chinganas, las pulperías, ferias, fuertes y pagos. Allí se podía encontrar a la sociedad fronteriza compuesta por vagabundos, bandoleros, jornaleros, peones y asentados, milicianos y desertores, colonos, misioneros y cautivos. El comercio, el trueque, el contrabando y el cuatrerismo aparecen como las expresiones características del intercambio ilegal y clandestino que surge en el espacio fronterizo. De esta manera, en aquellos territorios se fraguaba la existencia de hombres curtidos por la miseria, la desidia, la corrupción administrativa y la picardía. Eran tipos humanos que se apropiaban de los elementos que más les servían de cada cultura sin reconocer el tutelaje de ninguna. En este sentido se trata de sujetos autónomos, independientes, inclinados a la vida trashumante.
Denominación popular para una mezcla de “casas de remolienda” o prostíbulos, restaurante, cantina y espectáculo, como se diría hoy.
Hombres sin linaje que habitan las tierras de nadie, donde la soberanía se defiende con violencia y balazos (León y Villalobos; 2003).
La frontera, en todo caso, le imprime un sello especial a la fisonomía histórica de Chile: el vagabundaje. Mario Góngora, en Vagabundaje y sociedad fronteriza en Chile.
(1980) señala que de la frontera surgió una sociedad que no es nómada pero que tampoco está profundamente asentada en el territorio. Habría una intima tendencia al vagabundaje en grupos sin estatuto, privilegios ni organización dentro del orden existente. Es común en los grupos “marginales” conformados por mestizos, mulatos, zambos y negros libres. A ellos se unen toda clase de delincuentes, esclavos e indios fugitivos. Más en el trasfondo todavía, está cercano al vagabundaje la llamada “ociosidad popular”, la no participación. Góngora plantea que “existe una afinidad entre la marginalidad social y la geográfica, una atracción de aquella hacia los espacios fronterizos. En Chile se trata de ámbitos de guerra, de pillaje o de comercio de indios... el pueblo campesino del valle central reconoce el prestigio de los montoneros y les ayuda clandestinamente”, (Góngora; 1980).
Las derivaciones sociales y espaciales de estas estructuras históricas son el desarraigo territorial, la disolución de los vínculos y núcleos familiares, y la aparición de la figura del “huacho” en la historia de Chile. Podría aventurarse la hipótesis que el huacho es hijo de la sociedad de frontera al mismo tiempo que del latifundio. Finalmente, para quienes no eran inquilinos y no obtenían granjerías y privilegios de parte del patrón, una alternativa real era vagabundear por los caminos en busca de trabajo, sisa o bien una chingana donde “parar”. La frontera y el comercio con los indios eran un espacio real para reducir aquellos tesoros “pillados” de las casas de los hacendados.