Sergio Boisier Etcheverry
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Diego Portales y la Constitución de 1833 Las constituciones y experimentos federales y liberales de organización republicana, como se les ha denominado, eran utópicos, en cuanto, finalmente, aspiraban a alterar rápidamente la realidad histórica sin adecuarse a las condiciones que imponía el poder político, económico y social del país. Más bien respondían a idearios tomados de otros espacios y latitudes, además de la voluntad de los caudillos regionales que aspiraban a descentralizar las instancias de poder. Las dificultades de estos intentos constitucionales fueron aglutinando a los conservadores o pelucones quienes después del triunfo de Lircay, en abril de 1830, se hallaban lo suficientemente fortalecidos como para formular una Constitución adecuada a sus necesidades e intereses (Gazmuri; 1999).
Superada la agitación de las guerras de la independencia, el sector oligárquico santiaguino se mostró partidario de conservar lo esencial de la sociedad chilena colonial. Si bien podía aceptar las nuevas ideas vinculadas al ideario republicano, éstas debían ser aplicadas a la realidad chilena en forma jerarquizada, autoritaria y conservadora. En este sentido, se aceptaba la modernidad pero sólo en parte. Había desconfianza de las tendencias igualitarias en lo social, el liberalismo político, el laicismo y cualquier idea que significara la destrucción del orden social existente. Este sector fue conocido como los “pelucones”, quienes se contraponían a los “pipiolos” más propensos a aceptar el ideario de la modernidad, cifrado en las ideas de libertad, igualdad y fraternidad.
El grupo de los pelucones fue dirigido magistralmente por Diego Portales, quien es reconocido como el organizador de la República de Chile. Después de Lircay, tras la sombras del poder, Portales se transformó en el artífice de una estabilidad política forjada con mano de hierro. Autoritario y pragmático su objetivo principal fue implantar el orden a cualquier precio, lo cual significó controlar a las tendencias opositoras y a los caudillos militares. Fue inflexible. Dio de baja a los militares derrotados en Lircay sin detenerse frente a quienes habían prestado grandes servicios a la patria como Freire o Pinto. No vaciló en usar las facultades extraordinarias, limitar la libertad de expresión, expulsar del país a los más rebeldes. De este modo, logró la subordinación del ejército que desde la independencia había provocado innumerables sublevaciones, alzamientos, cuartelazos e inestabilidad. Desde que Portales asumió el ministerio del interior ningún intento subversivo consiguió derribar a un gobierno de Chile. Los movimientos sediciosos se repitieron en las ciudades, incluso después de su muerte y hasta fechas tan tardías como 1851 y 1859, pero todos fueron aplastados por el gobierno (Bravo; 1994).
En todo caso, más allá del indudable capacidad política de Portales, el triunfo de los conservadores se explica también por la sangrienta represión y porque los “pelucones” representaban mejor las tendencias profundas y las estructuras geográficas, sociales y culturales tradicionales, heredadas del largo pasado colonial y a las cuales Portales denominó “el peso de la noche” (Gazmuri; 1999).
A pesar del poco aprecio de Portales a los textos constitucionales que consideraba inútiles, la Constitución de 1833 instituyó y legalizó un modelo centralista fundado en una red de intendentes, gobernadores y subdelegados nombrados por el presidente de la República y encargados de velar por los intereses del estado en las distintas provincias del país. En consecuencia, el centro de la vida política se radicó en Santiago. En esta ciudad estaban asentados los representantes más importantes de los tres poderes del Estado. En Santiago también residía la mayor parte de la oligarquía agraria dueña de las más grandes propiedades del país.
La Constitución de 1833 establecía un sistema acentuadamente presidencialista en el cual el presidente de la república pasaba a ser prácticamente un monarca sin corona. Era elegido por una oligarquía y tenía gran autoridad. A través de la administración territorial, organizada en torno al nombramiento de los intendentes, el presidente controlaba el aparato electoral hasta el punto que el parlamento le fue siempre incondicional. Cuando volvió al gobierno, en su segundo período, una de las ocupaciones de Portales fue dictar una ley para delimitar las atribuciones y las funciones de las intendencias. Con no menos atención cuidó el ministro la selección de los parlamentarios al perfeccionar y consolidar el poder electoral del presidente de la república. La subordinación total de los intendentes y gobernadores al gobierno central fue uno de los logros del orden establecido por Portales, quien estableció “una dureza administrativa en que hasta los funcionarios le temían” señala Villalobos, quien se apoya citando una carta donde el juez de Valparaíso, que instruyó la causa por el asesinato del Portales, señalaba a Manuel Montt, entre otras cosas: “¿le parece a usted buen presagio este imperio absoluto en el gobernante y esa obediencia ciega en los súbditos, inclusive los intendentes y gobernadores de toda la republica?” (Villalobos; 1984). Con la muerte de Portales, el gobierno de Prieto poco a poco relajó los mecanismos de represión, hubo libertad de imprenta, cesaron las persecuciones, se reintegró a los jefes militares dados de baja, se modificó el decreto que permitía los consejos de guerra y el ejecutivo renunció momentáneamente a las facultades extraordinarias. Sin embargo, en su esencia el modelo perduró por varias décadas.
En síntesis, el triunfo pelucón y la implementación de la constitución de 1833 permitió el asentamiento de un sistema republicano, pero basado en una democracia restringida y en un régimen político que privilegiaba la autoridad, el orden y la legalidad emanada desde el poder central como valor social fundamental. Con la Constitución de 1833, entonces, se consolidaron las tendencias que aspiraban al control centralizado de la administración del Estado y de sus instancias territoriales, las regiones y provincias del país. Con ello, en el fondo, no se rompía completamente con el régimen de gobierno y el orden establecido por las reformas administrativas implementadas por los borbones en el siglo XVIII.