Sergio Boisier Etcheverry
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La cultura chilena (si es que existe tal cosa) ha generado un ser colectivo de carácter triste, quejumbroso, apagado, “achicadito”, 132 poco asertivo y abusivo del circunloquio en el hablar y profundamente dependiente del alter, del otro, que sociológicamente fue el padre–patrón de la hacienda y después del intenso y relativamente rápido proceso de urbanización y migración rural–urbana, se transformó en el padre–Estado, llevando al mundo urbano/industrial la mentalidad del inquilino.
¿Deseamos realmente la descentralización? ¿Qué dice al respecto la principal autoridad actual de gobierno en materia de descentralización regional? 132 Hay que recordar un famoso discurso de Eduardo Frei Montalva, durante su primera campaña presidencial en el que se refirió al “alma nacional” comparándola con la argentina y para ello dijo que los argentinos publicaban una famosa revista humorística con el título de “Rico Tipo” y que nosotros, los chilenos, los habíamos imitado con otra revista, la que se llamó “Pobre Diablo”. Sobran los comentarios.
Nada más pertinente que reproducir acá un comentario de Dagmar Raczynski y Claudia Serrano (2001, 17), esta última actual Subsecretaria de Desarrollo Regional del Ministerio del Interior, a propósito de algunas dificultades que ambas autoras descubren en “el modo chileno de descentralización”: “Los obstáculos a la descentralización se derivan de características históricas del aparato público, donde se destacan la tradición centralista; una cultura organizacional que prioriza los procedimientos y la legalidad sobre los resultados; la búsqueda de soluciones nacionales únicas y estandarizadas para problemas diversos y complejos ; la subordinación de las decisiones de cada sector a la asignación presupuestaria de la Dirección de Presupuestos; y dificultades de coordinación intersectorial y en el trabajo en equipo. [...] Por último, no se observa en la política de descentralización una preocupación por pasar desde el ámbito institucional al societal y por estimular el encuentro entre ambos estimulando las capacidades endógenas de desarrollo”.
Este autor, como muchos otros ensayistas más importantes, sostiene que la cultura chilena es profundamente centralista y hay muchas y valederas razones para explicarlo y casi todas ya fueron expuestas. La cultura no se cambia mediante una ley y lo que se hace en nuestro país, para dejar a todos satisfechos, es dar un nombre, a algo, a procesos, a decisiones, a instituciones, etc., nombre que sugiere un ideal totalmente distinto de la realidad. Llamábamos hasta hace poco “divorcio” a una farsa inmoral de disolución del vínculo matrimonial, pero en la que todos estaban de acuerdo, “democracia” a una modalidad de convivencia política, llena, hasta hace muy poco, de enclaves autoritarios y en un pasado no muy lejano, “salmón” a un modesto jurel enlatado y etiquetado en plena falsedad (“jurel tipo salmón” fue la etiqueta de un producto muy común). Somos, como colectivo, campeones mundiales en esconder nuestros defectos y nuestros problemas debajo de la alfombra. La cuestión es que tan acomodaticio edificio se derrumba rápidamente cuando alguien, un individuo o un grupo, comienza a levantar la alfombra y deja en desnudo la realidad.
Este proceso, una verdadera catarsis colectiva, comenzó hace algunos años al amparo de la transición y de sus aires libertarios. Entonces, con horror descubrimos que, lejos de la sociedad más o menos perfecta que habíamos construido para el imaginario colectivo, Chile contiene una sociedad enferma, una sociedad profundamente desigual e injusta, machista, racista, clasista, xenófoba, violenta en la intimidad hogareña, sexualmente abusadora (de los menores en primerísimo lugar), retrógrada, autoritaria de siempre, temerosa de la innovación y así destinada inexorablemente a quedar en el andén de la historia, viendo pasar a toda velocidad el tren del progreso y de la modernización, …a menos que… seamos capaces de superarnos. Si lo anterior parece una letanía quejumbrosa, el consuelo está en mirar al vecindario latinoamericano, 134 o en apreciar y emular a España.
Y parte de estas características culturales se reflejan palmariamente en la LOCGAR.
En Chile se muestra con nitidez una situación que también puede verse en otros países. Las políticas públicas, particularmente aquellas de carácter más estructural, no se originan por arte de magia ni por la casualidad lateral (lo que en inglés se denomina como serendipity, expresión tomada del cuento de hadas de Horace Walpole: The Three Princes of Serendip) ni por decisión unilateral de un parlamentario o de un alto funcionario del Ejecutivo; en general responden a una cierta racionalidad enmarcada en la función del Estado para hacerse cargo de demandas sociales, o en la de arbitrar conflictos de intereses o, finalmente en su capacidad endógena para diseñar formas autónomas de intervención, muchas veces producto weberiano de su propia tecnocracia, como ya fuera comentado. La política de desarrollo regional nace, bajo la forma de una proto política territorial, como consecuencia de desastres naturales, los terremotos de 1939 (Chillán) y 1960 (Valdivia). El primero de ellos generó las condiciones políticas para la creación de la Corporación de Fomento de la Producción, CORFO; el ente industrializador de Chile y que, dirigiendo su acción a la promoción de sectores energéticos, infraestructura, agrícolas, industriales, turísticos y de transportes, modificó profundamente la geografía económica del país; el segundo, ya se comentó, introdujo la función de planificación regional moderna en el gobierno nacional. Más tarde, en los años ochenta, años de poder omnímodo, el General Pinochet, solía decir: “La administración se descentraliza; el poder jamás”, una frase ominosa cuando se la decodifica adecuadamente. Pinochet no sólo verbalizaba su personal vocación autoritaria (si fuese sólo eso no se justificaría citarlo ahora); a través de ella expresaba en toda su dimensión la doctrina militar del poder, totalmente legítima en sí misma (no se ganan guerras si cada capitán o sargento es autónomo para tomar sus propias decisiones) e igual a su homóloga de la Iglesia Católica, por lo demás. Pero lo peor es concluir que Pinochet se hacía vocero de la cultura política y administrativa chilena, que predica exactamente lo mismo. Pruebas al canto.
Para comenzar hay que referirse nuevamente al Ministro Diego Portales, considerado el factótum de la consolidación del Estado chileno en la tercera década del Siglo XIX, quien decía, como ya fuera citado, en una carta a su amigo y socio J. Manuel Cea: “Un gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y las virtudes.
Cuando se hayan moralizado, venga el gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos. Esto es lo que yo pienso y todo hombre de mediano criterio pensará igual”. Obsérvese, un gobierno fuerte y centralizador...
Estos no son juicios personales. El periódico LA TERCERA (Santiago de Chile, 17/09/06, pg. 37) comenta una encuesta hecha por el Centro de Opinión Ciudadana de la Universidad de Talca, referida a la autopercepción de los chilenos. Éstos apuntan a cinco defectos culturales chilenos: a) flojos y “sacadores de vuelta”; b) arribistas; c) chaqueteros (siempre apocando al que sobresale); d) machistas, y; e) envidiosos. El 70 % de los encuestados opinan que los chilenos son conservadores.
En el caso del Perú y también en Ecuador otros terremotos (Callejón del Huaylas, provincias de Azuar y Cañar) originarán en los sesenta, organismos de planificación regional orientados a la reconstrucción.
El mismo Ministro escribe de su puño y letra el artículo de la Constitución de 1833 (reproducido idénticamente en todas las versiones posteriores) que define a los Intendentes (creación de la Corona en el Siglo XVIII) como agentes naturales e inmediatos del Presidente de la República. Así se va modelando el régimen político unitario, presidencialista al extremo, de Chile.
Como es de sobra conocido y ya comentado más atrás, la Constitución de 1925 estableció la existencia de las Asambleas Provinciales, pero, como lo anota Luz Bulnes: “...la Constitución quedó en esta parte como una simple expresión programática, porque no se dictó la ley que viniera a establecer la organización de las Asambleas Provinciales...” (Bulnes; op.cit., 7).
En 1927 el gobierno del General Carlos Ibáñez intentó llevar a cabo una descentralización administrativa con el propósito de reorganizar la división territorial atendiendo a características regionales y conformar unidades más vastas que permitiesen una mejor administración y el desarrollo de la cultura y el progreso.
La intención del proyecto era más que nada fiscal y no había una preocupación por el desarrollo de las fuerzas regionales de ningún tipo y, de acuerdo a Villalobos, bien se comprende que fuere así en un gobierno obsesionado por el autoritarismo, derivado después en dictadura.
Las acciones tomadas por los gobiernos de Jorge Alessandri y Eduardo Frei, reseñadas más atrás, contenían un germen de descentralización, pero sus objetivos principales eran otros–más desarrollistas (en un sentido preterido de crecimiento) que descentralizadores–y además, los propios conceptos teóricos eran escasamente entendidos y menos, difundidos.
El gobierno dictatorial de Pinochet intentó, con aparente seriedad, ir hacia la descentralización real del país, sin percatarse inicialmente de la insuperable contradicción lógica entre autoritarismo (no importa si de derecha o de izquierda) y descentralización, cuando ésta se entiende como un proceso político que abre espacios a la disputa política a través de la cual sectores no “oficialistas” pueden copar tales espacios. ¿Qué dictadura permitiría esto? Por ello, el proyecto amplio de descentralización llegó a “punta de rieles” más temprano que tarde y de ahí que el miembro de la Junta Militar, General Fernando Matthei, dijese al diario El Mercurio en 1984 que “la regionalización está estancada”.
Pinochet intentó convencer al país que su decisión de construir el nuevo edificio del Parlamento en Valparaíso era la mejor demostración de la voluntad del régimen de avanzar en la descentralización; por ignorancia o por abuso, se eludió la diferencia entre deslocalización (que nada tiene que ver con una descentralización) y descentralización (que perfectamente puede avanzar sin traspasar las murallas citadinas de la capital).
El proyecto descentralizador se acomodó entonces a la “doctrina” de... ¿quién?...¿de Pinochet?, ¿de las Fuerzas Armadas?, o como se sostiene acá, de la cultura política chilena.
Villalobos S., “Conformación histórica del centralismo”, en VV.AA., La regionalización, Editorial Jurídica de Chile/Editorial Andrés Bello, 1988, Santiago de Chile El General Matthei no estaba en la Junta Militar para hacer filigranas intelectuales, de manera que para él “regionalización” y “descentralización” eran una y la misma cosa.
La CONARA sostenía entonces ya en 1976: 138 “ En cada región se establece una nueva institucionalidad homogénea y equivalente, basada en el principio de la desconcentración del poder y la descentralización administrativa, debidamente integrada al sistema nacional de planificación y al proceso de toma de decisiones” (énfasis del autor).
El Presidente Patricio Aylwin en el discurso que pronunciara en Concepción (05/11/92) con motivo de la promulgación de la LOCGAR señaló textualmente: “...El gobierno regional sigue residiendo en el Intendente, puesto que Chile es un Estado unitario, pero la administración de la región se ejerce por el Intendente en conjunto con el Consejo Regional”.
Hay que observar cuidadosamente la fina distinción que el Presidente–un experto en la materia–hacía entre gobierno y administración, el primero no sujeto de descentralización, sólo de desconcentración, en tanto que la segunda sí, descentralizada, el mismo predicamento de Pinochet.
Durante toda la década de los años noventa, los varios intentos de poner en discusión, en la opinión pública y en el Parlamento, una modificación a la LOCGAR que permitiese–a lo menos–la elección directa de los Consejeros Regionales, encontró una sólida, a veces explícita y a veces implícita oposición de una suerte de “bancada transversal” de parlamentarios de gobierno y de oposición que se han opuesto a tal reforma.
¿La razón? No otra que el cálculo electoral que podría mostrar que algunos Consejeros fuesen elegidos con más votos que los parlamentarios de esa región.
Definitivamente se puede decir que la clase política chilena jamás ha estado a favor de la descentralización política, es decir, del poder. Y el Estado ha dispuesto gratuitamente entonces de una plataforma en la cual apoyar su sistemática negativa a la descentralización.
CONARA: Chile hacia un nuevo destino; 1976, Santiago de Chile.
Por supuesto, ello no excluye posturas personales.
LA RESPUESTA ESTATAL : HAY MUCHAS FORMAS DE DECIR NO, POR EJEMPLO: La necesidad de establecer el orden interior y poner fin a la anarquía.
La situación de guerra permanente con los araucanos.
Las guerras externas.
La secularización de la sociedad: separación de la Iglesia del Estado, ley de Cementerios, ley de Educación Primaria.
La cultura cívica: sin capacidad de ejercer la autonomía como se había probado en 1826.
La cultura social: el “gusto” por el Padre-Patrón y por el Padre-Estado.
El discurso modernizador decimonónico: democracia=igualdad=homogeneidad. ERGO: centralismo El Estado de Bienestar y Desarrollista a partir de la década de los 40.
El título anterior evoca el más famoso afiche de la campaña opositora en el plebiscito de 1988.
No obstante, un lector poco prevenido se podría dejar “encantar”, como en la tradición náutica de los cantos de sirena, por los discursos oficiales, siempre pletóricos de promesas. Como ejemplo de ello se puede leer la publicación del Gobierno de Chile que da cuenta de las deliberaciones y promesas del Congreso de la Descentralización, realizado en Concepción el 7 y 8 de Junio de 2001. Pero “obras son amores y no buenas razones”. Muy pocas de las promesas han llegado al Parlamento.