Jorge Alfredo Blanco Sánchez
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Cuando se explicó el término cultura, se decía que dicho concepto obedecía a referentes complejos, diversos, entremezclados y traslapados, se hacía referencia al aspecto general de lo que el hombre ha creado a partir de la simbolización interpretativa de su mundo natural. Ahora se trata de deslizar esos conocimientos al ámbito personal y grupal para manifestar que la identidad individual y colectiva son una dimensión imaginaría, simbólica pero crucial para el ser humano.
Si la pregunta guía de la investigación es describir el impacto de las TIC en las culturas juveniles, no cabe duda que tratar el tema identitario se convierte en una forma de poder acercarse a la influencia que puede sufrir el joven tanto interna como externamente por su constante exposición a la tecnología. Es ineludible aclarar que la discusión sobre la identidad se convierte en un cuestión fundamental al momento de entender la necesidad humana de responder a las preguntas ¿Quién soy? y de ¿Dónde vengo? Asunto que el hombre se ha planteado de diversas formas y en múltiples ocasiones. De esta manera, la primera pregunta alude a la noción de identidad ontológica y la segunda a la identidad histórica.
Cerutti (1993) indica que la identidad ontológica es excluyente, tajante, tradicional y estática. En cierto sentido trata de encontrar diferencias que sean observables para que el individuo pueda descubrir cuál es su verdadera esencia. Pero ese razonamiento conduce a la alteridad, es decir, a aceptar al otro como referencia para saber quién soy yo. La referencia de identidad, en este sentido, se halla en el encuentro con el otro y a partir de reconocerlo, en primera instancia, puede definirse uno así mismo en un segundo momento.
Pensar en el otro también se puede interpretar como tratar de entender al otro, de ponerse en su lugar y de ahí como observador externo se alude a la definición de uno mismo a partir de la interpretación en la alteridad. Este sentido también puede referirse al carácter simbólico, al interpretarse así mismo, pero desde lo que se cree que se quiere ser. Este diálogo filosófico puede ayudar tanto para definirse como para su inclusión en un imaginario colectivo de similares o parecidos. El reconocimiento del otro también parece importante porque permite la inserción del sujeto dentro de una comunidad, la cual también ayuda a la propia autodefinición.
Taylor (1996) reconoce que la identidad se moldea en parte por el reconocimiento o por la falta de éste. El sentirse incluido proporciona un bienestar y una cierta tranquilidad, ya que eso indica que el individuo no está solo. Según el mismo autor, el reconocimiento es una “necesidad humana vital” cuyos momentos claves los sintetiza en la evolución hacia una identidad descubierta por uno mismo, y por tanto, particularmente suya con fidelidad y validez para la plena realización. De esta manera el reconocimiento por los demás, junto con la construcción de la propia identidad forman esa imagen simbólica tan apreciada por el ser humano porque otorga tranquilidad, llena los vacíos del pasado, presente y futuro. Pero también no debe olvidarse de la noción moderna de identidad, que alude a la dignidad como sentido universalista de igualdad, originalidad y fidelidad de los pueblos a su cultura y a su persona, son parte importante de esa identidad colectiva, compartida que permite la unión con los otros en grupos, comunidades, localidades con características muy propias y distintivas.
El desafío identitario se convierte en tratar de definirse el sujeto a partir de él mismo, para poder comprenderse lo mejor posible y de esta forma poder defenderse de influencias externas no deseadas o potenciales dependencias que afectarían su dignidad o autonomía.
Tomando en cuenta lo anterior, la identidad depende de las relaciones del sujeto con los demás. Descubrir la identidad, significa construirla, pero no en el asilamiento sino en reciprocidad con los otros, en una especie de diálogo mediador que incluye tanto la interioridad como la exterioridad. En este sentido el carácter simbólico adquiere relevancia ya que el plano interpretativo conduce a la construcción de la propia identidad, influida no sólo por lo que el sujeto percibe sino también por la interacción con los similares. Por otra parte, la identidad histórica se caracteriza por estar en constante construcción y reconstrucción, se concibe como un proceso no terminado, en permanente modificación. Es un concepto abierto a las diferencias valiosas y enriquecedoras, no excluyentes, más bien tendientes a la integración.
La identidad histórica, Olivé (2003) la denomina “identidad social”, considera que su construcción no depende solamente de las relaciones de sus integrantes sino de todo un entorno que requiere interpretación y validación. El pasado muestra que las culturas han sido influidas por diversas circunstancias y que todas ellas han conformado de alguna manera lo que ahora es un conjunto de creencias, valores y costumbres adaptadas a la nueva realidad. La memoria histórica es indispensable para construir la identidad tanto individual como colectiva. Sin embargo no se considera que la historia sea solamente un recuento de hechos concatenados en el tiempo, el valor real de los acontecimientos históricos para la identidad, es la interpretación que de ellos hace la cultura y la importancia que representa para el individuo que hereda todo ese bagaje acumulado. Entonces los sucesos históricos interpretados bajo ciertos parámetros adquieren una relación simbólica para la propia identidad histórica construida a partir de los valores primordiales.
La misma historia puede ser contada de diversas maneras por las culturas involucradas y para cada una de ellas su valor será el más apropiado y congruente con su estructura tradicional. Pero también los hechos históricos pueden ser reinterpretados a la luz de nuevas ideas que cambiarán la propia interpretación y el valor cultural que antes poseía, puede ser sobrepuesto uno nuevo, acorde con las ideologías vigentes, gracias a la posibilidad histórica cambiante que la identidad tiene al definirse ante las recientes oportunidades de desarrollo y progreso.
Margaret Mead (2002) señala que la cultura postfigurativa, tradicionalista favorece la identidad ontológica, en la que los antepasados son bien conocidos por las nuevas generaciones al igual que sus actos. Mientras que la cultura prefigurativa no tradicionalista, favorece la identidad cultural en construcción, es decir, el pasado se considera caso cerrado, el presente y el futuro es lo relevante y por tanto hay que construirlo sin ataduras. Ese podría ser el caso de las culturas juveniles que posteriormente será tratado y que representa un ideal del nuevo progreso, diferente, proyectado hacia el futuro, con brecha generacional para no regresar a los viejos modelos del pasado.
Por su lado Castells (2001) aborda el tema de la identidad como un proceso de construcción de sentido, el sentido es la identificación simbólica con algo valioso para el individuo, más que aceptar una identidad como tal, es crear o construir el proceso identitario a partir de lo esencial y valedero. El propio autor identifica tres orígenes de la construcción de la identidad, los cuales permiten conectarlos con los procesos culturales. La identidad legitimadora es la propuesta por las instituciones, es el resultado de la cultura dominante y se basa en la teoría de la autoridad y la dominación. La identidad de resistencia es aquella en que los actores proponen otra opción diferente a la que sustenta la cultura dominante y por tanto puede llegar a entenderse como una contracultura. La identidad de proyecto la constituyen los sujetos que pretenden transformar la estructura existente, desde una perspectiva nueva y diferente a la impuesta o la vigente, este también podría ser la propuesta de las culturas juveniles que a partir de una identidad de resistencia evolucionan a una identidad de proyecto. El hecho es que la identidad cultural, individual o colectiva requiere de una buena dosis de interpretación, de simbolismo que dé congruencia al proyecto identitario. No basta entonces con tomar conciencia de la identidad, se requiere crear la identidad como un imaginario compartido, colectivo que refuerce consistentemente a la cultura propuesta, y eso sólo se logra en el constante interactuar con los demás, en el constante diálogo comunicacional que cada individuo emprende a diario con sus semejantes, desde sus peculiaridades construidas y reconstruidas.
Por el lado del interaccionismo simbólico, Herbert Blumer (1969) indica que las personas crean significados compartidos a través de su interacción con los demás y de ahí deviene la interpretación de la realidad. De esta manera el interaccionismo simbólico (IS) no estudia las cualidades del individuo sino su relación con sus semejantes. El aporte fundamental del IS es el reconocimiento de la existencia de un sujeto activo, que decide, elige sus propios actos a partir de determinadas circunstancias y experiencias que rodean su relación social, con la posibilidad de distanciarse de sí mismo para tomar conciencia de su individualidad y de su cultura.
Ritzer (1988) afirma que los significados aprendidos, permiten a la gente ejecutar acciones humanas distintivas e interactuar con sus semejantes, pero también es capaz de modificar los signos y símbolos vigentes con el fin de responder a cambios evolutivos o a nuevas circunstancias antes no existentes, como puede ser el caso de la tecnología que modifica las costumbres actuales, al grado de aceptar que el desarrollo tecnológico proporciona otra forma de observar la realidad, o la interpretación de la misma. Este aspecto de la interpretación a nivel cultural, también tiene una conexión directa con el concepto de “hibridación cultural” acuñado por Kroeber (1963) y desarrollado por varios autores entre ellos García Canclini (2003), al referirse a la hibridación cultural y la modernización, propone que las culturas en su constante interacción, tratan de igualarse en los aspectos o situaciones que creen convenientes, podría ser el caso de la globalización, la homogeneidad y la tecnología, pero igualmente no se deja de reconocer que cada cultura trata de mantener sus propias peculiaridades. Es un ir y venir constante entre divergencias e hibridaciones.
Por otro lado, Cuche (1996) señala una diferencia interesante al indicar que la cultura deriva gran parte de sus procesos de manera inconscientes, mientras que la identidad se basa en normas de pertenencia que necesariamente deben ser conscientes. La idea resulta provechosa ya que el entorno cultural también se encuentra en un ir y venir de aspectos que pasan del plano inconsciente al consciente, mientras que otros no. Tal sería el caso de algunas costumbres y tradiciones dadas de “facto”, no cuestionadas porque ya vienen dentro de la herencia, mientras que en otras, refiriéndose a la identidad, el sujeto se convierte en ente reflexivo que analiza posibles consecuencias, acepta verdades culturales como parte de su identidad sin estar plenamente convencido de ellas.
Para Abou (1995) la identidad es un concepto elaborado en relación a los límites o fronteras entre los grupos que entran en contacto. No deja de ser en este aspecto, una manifestación relacional de interacciones. De esta forma, el imaginario colectivo del que se habla con relativa frecuencia, marca la delimitación por ejemplo entre los jóvenes, por edad, sexo, clase social, barrio o vecindario, escuela, etc. Cuche (1996, pp. 91-92) dice que la identidad es una construcción social y por tanto su complejidad es innata y heterogénea. De hecho no puede ser considerada monolítica, ya que se encuentra en constante construcción y reconstrucción por el proceso de interrelación con otras culturas y sus miembros en persistente comunicación con otros iguales. Tratando de ampliar el enfoque aquí mencionado, se puede decir que los jóvenes transitan por varias culturas o por diferentes contextos culturales durante su actividad diaria. Por un lado, son individuos que reciben una instrucción formal en la escuela y que su responsabilidad es prepararse lo mejor posible para la vida adulta, en contraposición se encuentra la intención de vivir intensamente el presente, de buscar diversión y entretenimiento, asunto que la tecnología proporciona a raudales.
Enfrentando tal dilema, los grupos juveniles transitan de un campo a otro constantemente, saltando de un lado al otro, para cumplir tanto con sus expectativas personales como las de sus padres, y en esa heterogeneidad se estimula la complejidad de asunción de roles y posturas, algunas conscientes y otras no tanto. En ese tránsito se construye la identidad y dependiendo de su propia concepción, serán las guías que lo ayuden y orienten a lo largo de su existencia. Esa es la importancia de la tan manejada discusión conceptual sobre la identidad juvenil. Lévi Strauss (1981, pp. 368-369) explica que la noción de identidad es puramente teórica, no corresponde en realidad con ninguna experiencia. Pero sirve para caracterizar a un grupo o ciertos grupos de elementos comunes entre ellos que los diferencian de los demás.
Este sería el sentido que prevalecerá en el presente estudio, ya que la identidad desde el interaccionismo simbólico sirve para caracterizar a las culturas juveniles y a sus miembros como un grupo que se encuentra construyendo su identidad, de manera consciente y que la tecnología es una de sus herramientas para tal efecto. No es el único medio, pero sí uno de los más importantes para influir en su proyecto identitario.
Si se acepta la propuesta de Lévi Strauss de la identidad como concepto únicamente teórico, se cerraría la posibilidad de medir lo característico de las diversas identidades, por tal motivo, el siguiente apartado proporciona las bases empíricas necesarias para diferenciar los aspectos objetivos (mesurables) de la propia identidad y sus elementos subjetivos que lo conforman y lo definen. Para el presente estudio el concepto del interaccionismo simbólico es indispensable reconocerlo como medida definitoria de la conformación de identidades culturales de los jóvenes que utilizan la tecnología como medio de expresión.