Julio Olmedo Álvarez
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En los últimos años parece que va perdiendo relevancia la dimensión pública en el urbanismo, mientras la ganan el mercado y sus agentes económicos. Inclusive la introducción del agente urbanizador ha sido entendida por LORA-TAMAYO como una “profunda privatización de la iniciativa urbanizadora en el sentido económico, puesto que eleva al sujeto privado que promueve la urbanización a la calidad de agente público concesionario”. También hemos reparado en las contradicciones de un sistema de actuación que no siempre permite superar de un modo razonable para la comunidad el conflicto entre interés público e interés privado del agente urbanizador y de la extensa serie de figuras concesionales derivadas.
Siendo positiva como es la participación de los particulares en todos los ámbitos que les atañen, sin embargo existen límites que no deberían sobrepasarse de ninguna manera. Resulta totalmente legítima la defensa de intereses individuales y es necesario su respeto en la medida que pueda compatibilizarse con los fines públicos a los que debe estar sujeta la actividad urbanística. Pero esta participación no puede conllevar ventajas de ningún tipo ni condicionamientos que graven los intereses colectivos.
El diseño de una ciudad, su ordenación, el desarrollo de sus dotaciones públicas y la ubicación de las mismas, así como la de las zonas de expansión urbana, son facultades públicas tras de las cuales se hallan derechos individuales y colectivos de diversa naturaleza (ya tengan un reconocimiento directo constitucional, ya puedan deducirse mediante interpretación del texto constitucional), como el derecho a la vivienda, a un medio ambiente en buen estado, a la conservación del patrimonio histórico y natural, a la eficiente utilización de los recursos o a una ciudad estructurada que ofrezca los servicios elementales que debe brindar una comunidad con el nivel de desarrollo que ya tiene nuestro país.
La función del agente urbanizador y del resto de iniciativas llevadas a cabo por particulares debe colaborar al cumplimiento de los objetivos públicos en la medida en que aporte capacidad de gestión profesionalizada, es decir, si supone una ejecución más flexible, rápida y económica para la comunidad y con ello los fines públicos se logran en mayor medida y con más beneficio colectivo. Este es sin duda el mejor camino para la legitimación social de cualquier sistema de actuación y la única vía para que otros intereses, como los de los propietarios, se limiten en aras a un fin común de mayor amplitud.
Desde luego, si no conseguimos que el punto de partida de toda actuación urbanística sea el cumplimiento de esos fines públicos tan reiterados en estas páginas, seguirá existiendo contestación a normas urbanísticas incapaces de satisfacer las necesidades colectivas que se dan en nuestra sociedad. En este camino la progresiva acomodación del agente urbanizador a los fines comunes que se está produciendo en diversas legislaciones autonómicas, pese a que no se haya resuelto en la Comunidad Valenciana, puede contribuir en esa dirección.
Difícilmente, se variará esa tendencia a la privatización urbanística si no se asume que la ejecución urbanística no es un negocio para los particulares, sino una función creadora de vida urbana y colectiva entre cuyos beneficios, después de asumir muchos costes, puede darse un beneficio para los particulares, como también debe producirse para la sociedad. Resulta evidente que se el tejido urbano se desarrolla, si se acrecienta la actividad y se administran de modo racional los recursos se produce un beneficio del que todos seríamos partícipes.
He aquí la línea que deben seguir las actuaciones privadas y en especial las del agente urbanizador, por supuesto demasiado lejana a la que pretenda una mera oportunidad de beneficios rápidos a costa de oscuras decisiones administrativas y apresurados planes urbanísticos sin otro interés que la venta final de los edificios resultantes. Pero entendemos que esto resulta aplicable también a cualesquiera de los sistemas de actuación tradicionales en nuestro ordenamiento, así como a los que posteriormente están surgiendo en las regulaciones autonómicas.
El agente urbanizador ha de asumir en la práctica su función de ejecutor de las responsabilidades públicas urbanísticas. Debe conseguir separar con nitidez el compromiso social que adquiere tras la adjudicación del titulo de agente de las presiones a que como empresa puede verse sometido, por un accionariado deseoso de dividendos. Ambas posiciones son compatibles para cualquier empresa que pretenda dedicarse con rigor a un sector de actividad, puesto que esta cualidad supone la búsqueda de intereses armónicos tanto para la propia empresa como para el destinatario final, ya sea un cliente individual, como sucede en la mayoría de los casos, ya una sociedad como la nuestra llena de expectativas de mejora y necesitada de que se le brinde una ejecución urbanística que permita suelo y viviendas asequibles y ubicados en un buen entorno.