Julio Olmedo �lvarez
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La participaci�n de los particulares en el urbanismo es una constante a lo largo de nuestra historia, aunque no pueda decirse que se hayan mantenido funciones homog�neas. Se ha dado una caracter�stica fundamental en todos los momentos, consistente en que el hecho de construir ciudad se ha visto sujeto a unas normas p�blicas y a determinadas autorizaciones. Ni siquiera el acto individual de la edificaci�n como manifestaci�n de una potestad demanial ha escapado al control de los poderes p�blicos, cuando la obra se desarrollaba en un n�cleo habitado.
Tomada en sentido gen�rico, la participaci�n de los particulares resulta imprescindible porque constituye uno de los ejes fundamentales de nuestra democracia, que se reconoce en el T�tulo Preliminar de nuestra Constituci�n (art. 9) cuando se�ala que corresponde a los poderes p�blicos �... facilitar la participaci�n de todos los ciudadanos en la vida pol�tica, econ�mica, cultural y social�. Los ciudadanos individualmente considerados o a trav�s de formas asociativas deben implicarse aportando perspectivas que contribuyan a la mejora del bienestar com�n, pero esto es posible si la Administraci�n establece cauces apropiados en todos los sectores, en nuestro caso la actividad urban�stica.
Esta capacidad en abstracto de participaci�n se concreta sobremanera en el plan general, como instrumento planificador y normativo de cada ciudad. Si se quiere que la ciudad sea asumida como propia por todos sus habitantes, �stos deben tener abierta una v�a de intervenci�n para poder aportar sugerencias o para defender intereses leg�timos. Adem�s, conforme se va concretando la actividad urban�stica van a surgir nuevas posibilidades de participaci�n, tanto en lo referido a planificaci�n m�s detallada, como respecto a la ejecuci�n urban�stica.
Ci��ndonos a la gesti�n y ejecuci�n, encontramos dos grupos espec�ficos de particulares llamados a una participaci�n m�s intensa. Por un lado los propietarios del suelo, como depositarios de intereses que se incardinan en el propio terreno sujeto a transformaci�n. Cualquiera que sea la teor�a que se sustente respecto a quien corresponde el derecho a urbanizar y a apropiarse de los beneficios que genera la actividad, lo cierto es que siempre habremos de hacer referencia al suelo como base de todo lo dem�s. Aun llevando los razonamientos a una completa titularidad p�blica del derecho a urbanizar, �ste no puede ignorar que hay unos propietarios de terreno que por esa decisi�n se ven afectados.
Si por una actuaci�n p�blica se generan derechos y deberes en un administrado, inmediatamente se presume una legitimaci�n activa para participar en el proceso. Pues bien, este principio si lo aplicamos al propietario de suelo no se desvirt�a de ninguna manera, sino que puede ir increment�ndose en la medida que las leyes reconozcan un mayor n�mero de facultades derivadas de su t�tulo dominical. Cuando las plusval�as puedan ser apropiadas en parte por el particular, o cuando se haga posible la iniciativa urbanizadora por los propietarios, ser� m�s intensa la participaci�n que en aquellos ordenamientos en que est� reducida a negociar el precio de un bien que debe pasar a la esfera p�blica para su transformaci�n. Obviamente, en el caso espa�ol el propietario debe estar llamado a una relaci�n intensa, derivada de la amplitud de posibilidades que se le atribuyen.
En segundo lugar, debemos considerar la participaci�n de aquellas empresas que puedan brindar profesionalidad derivada de una actividad que constituya la base de su negocio. A priori, esta profesionalidad puede ser atribuida tanto a entidades empresariales p�blicas como a formas mercantiles de naturaleza privada. Sin embargo, por la ideolog�a dominante la proporci�n de urbanizaci�n que se realiza de modo directo por la propia Administraci�n o por organismos o sociedades de titularidad p�blica ha ido decreciendo hasta alcanzar dimensiones de cierta marginalidad en muchas regiones. En cambio, la actividad de empresas privadas urbanizadoras no para de incrementarse, bien se realice por iniciativa y proyectos propios, como sucede con el agente urbanizador y otras formas concesionales, o bien como meros ejecutores de obras, de acuerdo a otros sistemas de actuaci�n. Tambi�n es posible que haya una coincidencia absoluta entre propietarios y empresa, dentro del �mbito privado, cuando son los propios titulares dominicales quienes asumen la actuaci�n empresarial urbanizadora. Cabe, por �ltimo, la constituci�n de empresas mixtas entre Administraci�n y particulares para llevar a cabo la ejecuci�n urban�stica.
La actividad de estas empresas puede responder a un proyecto en com�n con la Administraci�n, tal y como se da en el sistema de expropiaci�n; tambi�n puede haber una dependencia de la iniciativa tomada por los propietarios, algo visible en el sistema de compensaci�n tradicional. Sin embargo, es posible que la empresa goce de mayores atribuciones hasta alcanzar la condici�n de agente p�blico tras hab�rsele atribuido este t�tulo por la Administraci�n de acuerdo a un proyecto que puede haberse elaborado por iniciativa de la propia empresa o tambi�n de la Administraci�n.
Resulta posible, de acuerdo al �ltimo supuesto, que la comunidad de intereses Administraci�n- empresa urbanizadora (salvo en la b�squeda de lucro para est� ultima), suscite una posici�n dependiente en los propietarios, de manera que estos puedan verse compelidos a transigir sobre la ejecuci�n urban�stica, sin otro margen de actuaci�n que la defensa de sus derechos subjetivos. Estar�amos refiri�ndonos a modelos urban�sticos como el antiguo de obra p�blica o al m�s reciente del agente urbanizador en sus diversas variantes, pero sobre todo en las que aparece como sistema �nico y donde el acceso a la propuesta urbanizadora resulta m�s factible a grandes empresas consolidadas que a proyectos promovidos por propietarios, en principio de peque�o tama�o y bastante dispersos.
Cualesquiera que sean las condiciones en que se produzca la intervenci�n de estas empresas, habr�a que considerar la puesta en aplicaci�n de dos condicionantes espec�ficos que deber�an establecerse como criterios determinantes para modular la participaci�n de las empresas privadas no propietarias de suelo en la actividad urban�stica: en primer lugar, una sujeci�n real y efectiva al control y supervisi�n que ha de llevar a cabo la Administraci�n. El cumplimiento de los fines p�blicos no debe quedar de ninguna manera al arbitrio de quien aspira a la consecuci�n de intereses particulares de lucro. Por encima, de los sistemas de ejecuci�n espec�ficos, estimamos que el papel de la Administraci�n, especialmente el referido a los ayuntamientos, resulta vital para que sea posible garantizar una planificaci�n sin presiones y para que se logre despu�s que esos proyectos se conviertan en obras ejecutadas estrictamente conforme a los mismos. Para ello ser�n precisas t�cnicas de control previo, pero as� mismo otras que garanticen la ejecuci�n adecuada durante su desarrollo En segundo lugar, el objetivo del beneficio privado inherente a toda actividad mercantil debe ceder ante la consecuci�n de los fines colectivos que se encomiendan a la Administraci�n. Esa interpretaci�n de la actividad urban�stica, extensible al sector inmobiliario en general, que se vincula a la obtenci�n de m�rgenes exagerados y de ganancias especulativas no parece muy en consonancia con la garant�a de necesidades b�sicas reconocidas constitucionalmente. Es una cr�tica que debe servir de fundamento para planteamientos radicalmente diferentes, extensibles tambi�n a la propia Administraci�n, puesto que ciertas actividades de la Administraci�n denotan que esta tambi�n viene entendiendo la creaci�n de suelo urbano como negocio que genera liquidez de modo prioritario.