Julio Olmedo Álvarez
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El modelo de ensanche va a surgir tras el vuelco que da el concepto de propiedad a partir del gobierno de Mendizábal en los años treinta de la centuria decimonónica. La desamortización supuso en el orden jurídico la desaparición de antiguas limitaciones sobre la propiedad, mientras que en el socio-económico produjo la movilización de enormes extensiones territoriales en beneficio de la nueva clase burguesa. Muchas de estas propiedades estarían llamadas en breve plazo de tiempo a las nuevas utilidades de industrialización y urbanización que iban a ser puestas en marcha especialmente en los núcleos que ya apuntaban como ciudades importantes.
Los ensanches van a ser modelo para la urbanización de nuevos espacios, algo que contrastaba con las tendencias europeas centradas en la reforma integral de nuevas ciudades. Si bien la Ley de Ensanche de Poblaciones aparece el 29 de junio de 1864, previamente se habían aprobado proyectos para Madrid y Barcelona , con resultados diferentes. Aunque ambas ciudades compartían problemas como el incremento de población o la escasez y carestía de los alojamientos, el resultado iba a ser muy diferente, por cuanto la estructura física de las ciudades no era igual, ni tampoco los promotores .
Este concepto de ensanche tuvo a CERDÁ y CASTRO como sus máximos impulsores en España . Hombres dotados con una visión de futuro muy amplia, previeron la ordenación urbanística de espacios territoriales suficientes para albergar la población futura, con fijación de volúmenes y espacios libres adecuados a las prescripciones de una vida higiénica y humana.
Pero, lamentablemente, estos planes no se llevaron en la mayoría de los casos conforme a lo previsto, con lo que, como señala BASSOLS, “el resultado fue que la legislación de ensanche limitó su acción a unos sectores limitados del término municipal; sociológicamente cumplió la función de ordenar los asentamientos de las clases burguesas, pero fue incapaz por la propia naturaleza de sus postulados de encauzar la urbanización de los nuevos espacios que se formaron a raíz de las primeras emigraciones del campo a la ciudad”.
La iniciativa privada empresarial va a tomar mayor auge a partir de las teorías y de las normas derivadas del ensanche. Por un lado, la gestión pública va a asumir los costes de la urbanización en la Ley de 29 de junio de 1864. Por otro, los propietarios por mor de las doctrinas liberales imperantes en el momento van a quedar al margen de los deberes urbanizadores, obteniendo indemnizaciones en caso de expropiación y el derecho al aprovechamiento urbanístico. Van a aparecen de este modo empresas que se adjudicarán mediante subasta los terreno expropiados y que llevaran a cabo por su cuenta y riesgo las obras de que se trate.
Los inspiradores de las normas habían argumentado a favor de la iniciativa privada previamente. Así CERDÁ, en su Pensamiento Económico del Ensanche , postula que no haya actuación pública directa en el sistema de expropiación por zonas laterales. Muestra para ello como argumento una enorme desconfianza hacia la gestión pública. Según él “La administración no debe ser constructora, no le conviene, no puede serlo. Es una verdad probada por los economistas de todas las escuelas que, la administración pública es la peor administradora (...) de puro entregada a muchas personas, llega a hacerse impersonal, y no tiene, ni puede tener nunca, aquella exquisita vigilancia que la gestión de los negocios en justa proporción de su complicación y gravedad exige”.
CERDÁ defendió que fuesen los particulares quienes asumieran la realización de la obra, en virtud de adjudicación mediante subasta. De hecho, el mismo intervendría como asesor de una de las muchas sociedades mercantiles para la urbanización (compra de terrenos) y ulterior edificación, que se constituyeron en España especialmente a lo largo del periodo que medió entre 1860 y 1866.
Se apoyaba CERDÁ en el símil del ferrocarril para defender la concesión mediante subasta de la obra urbanizadora a las empresas privadas. Su propuesta permitía liberar a la Administración de las costosas inversiones de capital, al tiempo que podría permitirle el anticipo de las plusvalías urbanísticas.
PARADA recoge acertadamente las teorías de CERDÁ al respecto: “De la misma forma que los propietarios de terrenos que atraviesa el ferrocarril son ajenos al proyecto y concesión ferroviaria, también deben serlo, a su juicio, de la explotación de la obra urbanizadora, porque la Administración o su concesionario expropiará los terrenos, hará las obras necesarias y venderá los solares resultantes...” Estas teorías no tardaron en incorporarse a las normas urbanísticas. En la Ley de 22 de diciembre de 1876, de Ensanche de las Poblaciones, el artículo 15 permitía a los ayuntamientos acordar la apertura de plazas, calles o paseos. Esto suponía el derecho a expropiar la totalidad o parte de las fincas que hubieran de tener fachada a estas nuevas vías, al tiempo que introducía un sistema de participación en las plusvalías, dependiendo del beneficio singular obtenido por cada una de las fincas.
En lo que atañe al tema de la iniciativa privada empresarial, lo importante es, en palabras de BASSOLS que “se apunta de forma confusa, por una parte la figura del concesionario de las obras de urbanización, y, por otra, la institución del beneficiario de una expropiación en la que se opera un cambio de titularidad entre sujetos privados, motivada por la asunción por uno de los sujetos de un deber u obligación de hacer o dar que el otro ha incumplido”.
Vemos, pues, que no se considera el derecho a edificar como facultad propia del propietario inicial del solar, ni que una vez hecha la expropiación deba ser gestionada directamente por la Administración, aunque cabe esta posibilidad si esta decide obrar por sí misma. Es un tercero, una empresa privada quien va a poder tomar los solares mediante concesión a cambio de un precio y ejecutar las obras previamente planificadas por los ayuntamientos. Para ello, cederá el aprovechamiento que corresponda a la Administración y se apropiará de una parte de los beneficios que se obtengan en todo el proceso.
Este sistema se desarrollará mediante la Ley de 10 de enero de 1879, de Expropiación Forzosa por causa de utilidad pública, así como por su Reglamento, aparecido por Real Decreto de 13 de junio de 1879. Hemos de aclarar, no obstante, que estas normas iban destinadas a expropiaciones urbanas realizadas en poblaciones mayores de 50.000 habitantes, con lo que dada la población rural existente por entonces, así como el reducido tamaño de las localidades más significativas, su aplicación no se perfilaría inicialmente como mayoritaria en el territorio nacional.
Es en el artículo 9, 4 del Reglamento donde se regula la figura del concesionario, que podía subrogarse respecto a los ayuntamientos en todos los derechos y obligaciones que les correspondiesen. Dicha concesión comprendía una sería de obligaciones, como llevar a cabo las expropiaciones y abonarlas; realizar las demoliciones necesarias, así como establecer los servicios públicos de todas clases y regularizar los solares resultantes conforme al proyecto.
Como contrapartida, el concesionario obtenía la propiedad de los terrenos que no eran destinados a la vía pública, pudiendo enajenarlos libremente sin más condiciones que ajustarse a las normas urbanísticas fijadas en el proyecto . Esto es, debería respetar estrictamente la regularización de manzanas y solares, así como todo lo estipulado en relación a nuevas edificaciones.
En cuanto al procedimiento para la concesión, se establecía una licitación en relación directa con el valor que se habían atribuido a los solares, una vez regulados tras ejecutar las obras del proyecto. Sobre esto se producía el descuento por el valor de los costes necesarios para terminar completamente todas las obras que previamente se habían fijado en el mencionado proyecto.
PARADA señala que el importe de la licitación debía ser abonado al ayuntamiento por el particular o compañía a quien se adjudicara el remate. Además, debía sumarse a lo anterior la partida que en el cálculo antes mencionado se contuviese para gastos relacionados con la realización del proyecto.
Este modelo de colaboración de la iniciativa privada correría desigual suerte, debido fundamentalmente a la tensión suscitada respecto a las garantías de la propiedad. El sistema implantando, deseoso de una ágil y eficaz actuación administrativa, suscitó amplias protestas en quienes pretendían la máxima protección judicial, partiendo para ello de una interpretación extensa del haz de facultades extenso que debe corresponder al propietario. Ese descontento se tradujo en numerosos recursos a los proyectos que se intentaron poner en ejecución, así como en borradores de normas, como la de Montero Ríos de 1886, que pretendía una mayor garantía de la propiedad y la fijación del justiprecio por vía judicial.
A estas dificultades se añadía la obligación por parte de concesionarios y de particulares que hubiesen adquirido los solares de edificarlos en un plazo determinado, de modo que, si no se cumplía con el plazo, revertían al ayuntamiento respectivo con pérdida de las cantidades abonadas por el titular de la concesión. Además, se prohibían las prórrogas, las dispensas o perdones de alguna de las condiciones previstas para la edificación.
Todo esto permite explicar la desigual suerte de diversos proyectos emprendidos por concesionarios, como destaca BASSOLS . Así, vemos que el proyecto de Reforma Interior de Barcelona (1881-1908) fue impulsado por Baixeras, senador, arquitecto, quien participó en la elaboración de la norma, obteniendo luego la adjudicación como único postor.
La ejecución se suspendió tras el recurso de los propietarios que se consideraron perjudicados por la expropiación. Con posterioridad, a la muerte el concesionario, el Ayuntamiento de Barcelona adquirió el proyecto. Sin embargo, no sería desarrollado mediante gestión directa, sino que en 1907 se recurriría a otra empresa – El Banco Hispano Colonial – para que asumiese el monto de las inversiones y el riesgo de la ejecución.
En el caso de la Gran Vía de Madrid, en 1901 se aprobó el proyecto, pero quedó desierta la concesión. Ello obligó a negociar con el financiero Siller, de modo que el Ayuntamiento accedió a asumir el coste de las expropiaciones, otorgando después la realización de las obras por concurso, las cuales fueron adjudicadas en 1909 al citado financiero.
La Reforma Interior de Granada (1890-1925) desarrollaría otro modelo de emprendedor. Para la financiación de las obras, la Cámara de Comercio promovió la constitución de una sociedad anónima – Reformadora Granadina, S.A. – que asumió la concesión para la realización de las obras, contando con una subvención periódica del municipio.
Ya hemos visto la enorme presión que ejercieron los grandes propietarios de solares, pero tampoco debe pasar desapercibido el riesgo de los concesionarios en unas obras de gran volumen, sujetas a plazo y con posibilidades de ser interrumpidas por requerimientos judiciales. Si a ello se añade las suspicacias que puede despertar el que las concesiones se hicieran a personas muy influyentes en la época y con capacidad para hacer valer sus intereses personales, no extraña que, al final, en la mayoría de los casos el modelo de riesgo empresarial privado terminara en manos públicas, o al menos financiado por los ayuntamientos.
Se comprenderá que este sistema, especialmente en el caso del ensanche de pago municipal sin apenas contraprestaciones, iba a devenir inviable con el paso del tiempo porque alguien debería contribuir. Harían falta todavía dos décadas y varias reformas legislativas hasta que se recurre efectivamente a dar cabida en la financiación a los propietarios de los solares.
Pero, antes de llegar a ese punto, deberíamos señalar la ley de 26 de julio de 1892, por la que se reforma el Régimen General de Ensanche de las Poblaciones de 1876 para Madrid y Barcelona. En ella se va a introducir un órgano de representación de los propietarios. La Comisión de Ensanche irá evolucionando en la adquisición de cada vez mayores cuotas de poder, hasta operar fuera de las estructuras municipales.
Con la categoría de comisión interna de los propios ayuntamientos, como señala BASSOLS , su papel de órganos de colaboración especializada y de instrumento de ejecución colectiva de las obras de urbanismo derivó hacia auténticos grupos de presión frante al municipio, de tal modo que acabarían condicionando la política urbanística de los ayuntamientos hasta convertirse en ayuntamientos paralelos. Para este autor, la situación crítica de los ensanches podría resumirse en lo siguiente: “...instrumentación de los mecanismos públicos, administrativos y financieros por los intereses privados de los propietarios: expropiación de los terrenos con mínimas cesiones gratuitas; implantación de los servicios de urbanización a cargo de la afectación de los impuestos, apelación a los empréstitos municipales para superar los desfases en la financiación y, finalmente, administración separada de los ensanches respecto al resto de la Administración y Hacienda municipales, lo que a la comisión de ensanche le permitía controlar los ritmos y fases de la urbanización y posterior edificación...” Vemos, pues, que el modelo planteado en el ensanche, pese a sus virtudes innegables de impedir la especulación, ya que sólo podía urbanizarse por un proyecto público que no reconocía aprovechamientos urbanísticos, y a la exigencia a los concesionarios de edificar en los plazos previstos, no terminó por mostrar completamente su eficacia.
Finalmente, sería por Real Decreto de 31 de diciembre de 1917 cuando se introduzcan las contribuciones especiales, como corrección por la desmesura en el aprovechamiento de los propietarios de los ensanches. Esta medida se consolidaría en el Decreto Ley de 8 de marzo de 1924, el Estatuto Municipal, al que haremos una breve referencia más adelante.