Julio Olmedo Álvarez
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La validez de un instrumento jurídico como son los convenios urbanísticos para ordenar las relaciones entre Administración y empresas urbanizadoras, no puede ocultar su deficiente regulación legal. El uso creciente que se hace de los mismos, permite plantear un mayor ajuste normativo que sirva de referencia a los particulares dispuestos a urbanizar, pero también como límite claro a sus intenciones y a las posibilidades de negociar (aunque éste no debería ser el término adecuado) que se ofrezcan a la Administración. Con demasiada frecuencia, el uso por ésta de sus facultades discrecionales sirve para dar salida a un problema de fondo como es la falta de previsión real sobre el desarrollo urbano de muchos pueblos y ciudades.
Estas circunstancias han conducido a un abuso de prácticas convencionales que de hecho suponen drásticas modificaciones de planeamiento, llevadas a cabo por una vía muchas veces cercana a situaciones fraudulentas, como ha puesto de relieve un informe reciente del Defensor del Pueblo. En él se señala que pese a que formalmente se están respetando las normas, “sin embargo, la decisión puede estar ya tomada de antemano y es posible que, a pesar de la cumplimentación del procedimiento, sin embargo no se atienda a otros intereses que aquellos que impulsa el convenio”.
El respeto a estos intereses puramente privados nos lleva a planeamientos inestables, susceptibles de modificaciones bajo la cobertura de la necesaria flexibilidad que deben tener las normas a las circunstancias concretas, pero acercan el urbanismo a una concepción arriesgada de supeditación a intereses particulares en detrimento de un plan concebido para brindar una ordenación lógica y global de todo el territorio que se haye afectado.
En ocasiones, el planteamiento es aparentemente distinto puesto que no se da el primer paso a impulsos de un convenio urbanístico, sino que los propios ayuntamientos acometen modificaciones parciales del planeamiento general que sirven para ulteriores convenios o para la presentación de iniciativas de agentes urbanizadores o figuras afines. Dichas modificaciones a veces suponen una ruptura en el equilibrio fijado en el plan general, de manera que en el fondo se realizan variaciones muy drásticas aunque sin el rigor en el procedimiento, gracias a lo que se presenta como una simple modificación puntual.
No pretendemos que se coarte la necesaria discrecionalidad municipal. Esta es precisa si deseamos que haya una regulación autónoma del territorio, conforme a las exigencias que demanda cada comunidad. Para ello, como señala PONCE SOLÉ, debe desarrollarse una competencia que permita a los ayuntamientos la posibilidad de valorar qué regulación del uso del suelo es la más adecuada al interés general y eso requiere indefectiblemente el empleo de facultades discrecionales como instrumento para lograr la ordenación del suelo.
Lo que se busca, por el contrario, es que el empleo de ese poder discrecional se lleve a cabo de conformidad con el ordenamiento jurídico, pero también con las líneas maestras que deben marcar la concepción del urbanismo como función pública destinada al logro de fines sociales cuyo ámbito no ha de restringirse ni siquiera al marco urbano donde se desarrolla. Existen unos objetivos con reconocimiento constitucional que deberían inspirar directamente cualquier tipo de actuaciones de gestión y ejecución, y que, por supuesto, incluyen los ámbitos de actuación discrecional por parte de la Administración.