Julio Olmedo Álvarez
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La década de los noventa va a traer el inicio de cambios notables para el Derecho Urbanístico español. No tanto por modificaciones drásticas de carácter sustantivo, como por la puesta en práctica, de modo efectivo, del reparto competencial suscitado en la Constitución Española de 1978. Pese a leves intentos, se venía considerando de hecho que la regulación urbanística era la adoptada por los reguladores estatales, correspondiendo a las autonomías pequeñas modificaciones.
Sin embargo, los recursos suscitados frente a la Ley 8/1990 de 25 de julio y al posterior Real Decreto Legislativo de 26 de junio de 1992, texto refundido de la Ley sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana, concluyeron en la sentencia del Tribunal Constitucional 61/1997 que, además de reconocer la potestad autonómica exclusiva en materia urbanística, declaró inconstitucional la legislación estatal que se excedía de las competencias atribuidas al Estado, con el efecto sorprendente de restablecer la vigencia de normas preconstitucionales, derogadas por la Ley 8/1990.
Antes de 1997 sólo algunas comunidades, como Cataluña o Valencia, habían emprendido la tarea de aprobar unas normas propias en el ámbito de su competencia. Pero lo cierto es que, con posterioridad a esta Sentencia, poco a poco, todas las autonomías han ido legislando (bien es verdad que de manera bastante continuista) respecto a la legislación estatal precedente, y estableciendo un ordenamiento propio adecuado a su marco competencial.
Quizá la novedad más importante de esta legislación autonómica haya sido el surgimiento del agente urbanizador. Esta figura trata de dinamizar la ejecución de los programas urbanísticos, demasiado esclerotizados en manos de propietarios a veces incapaces de ponerse de acuerdo, o de una Administración no siempre con el grado de cualificación técnica en sus funcionarios – poblaciones de pequeño tamaño – ni con recursos bastantes para corregir las inercias de la actividad privada.
Esta nueva institución es el elemento central del trabajo que nos ocupa. Por ello será objeto de un tratamiento más amplio en los siguientes capítulos. Podemos adelantar, no obstante, la notoria repercusión alcanzada por la figura del agente urbanizador, no solamente en las legislaciones autonómicas posteriores, sino también en la doctrina, en la jurisprudencia, en la discusión de proyectos de normas estatales y, por su puesto, dentro del sector de construcción.
Especial también ha sido la relación, allí donde está regulado el agente, con los ayuntamientos y los propietarios, las dos figuras esenciales del urbanismo tradicional, que han visto añadirse un tercer elemento, no siempre con la mayor armonía. El hecho de que actúe un operador privado, que debe buscar la consecución de intereses públicos a la vez que su lucro de empresa mercantil privada, ha suscitado posiciones encontradas especialmente con algunos propietarios, que han dado lugar a numerosos recursos administrativos y ante los tribunales, así como a multitud de recursos administrativos.
Dejando, pues, lo antes apuntado para más adelante, nos corresponde ahora estudiar la iniciativa empresarial de los no propietarios, en lo referido a la ejecución de los programas urbanísticos. Para ello deberemos examinar fundamentalmente la Ley 8/1990, así como el T.R.L.S. de 1992, anteriores a la sentencia del Tribunal Constitucional, y elaborada por un gobierno de ideología socialista, y la Ley 6/1998, como respuesta a la situación creada por la sentencia, y a la vez como expresión ideológica del gobierno conservador, surgido a partir de las elecciones generales que se llevaron a cabo en 1996.
A raíz de los cambios surgidos en el país y en el gobierno desde 1982, pero también por la persistencia de muchos problemas (escasez de suelo aparente o real, carestía del suelo y de las viviendas, desarrollo de ciudades en su área metropolitana y rehabilitación en su interior...) que vienen caracterizando el urbanismo y lo relacionado con la vivienda a lo largo de casi todos los periodos estudiados, va a surgir la Ley 8/1990 de 25 de julio, de Reforma del Régimen Urbanístico y Valoraciones del Suelo.
Básicamente, esta norma plantea una mayor participación de los ayuntamientos en las plusvalías del proceso urbanizador, que pasan del diez al quince por ciento; reduce los justiprecios expropiatorios en suelo urbanizable no programado e incluso al urbanizable cuando no se haya desarrollado el planeamiento; potencia los patrimonios municipales de suelo como generadores de recursos de suelo destinados a viviendas de protección oficial y otras finalidades de interés social y potencia las facultades interventoras de la Administración.
Por lo que se refiere a las posibilidades de actuación para la empresa no propietaria, ha de señalarse el cambio de perspectiva que se introduce en lo que respecta a la propiedad del suelo. A partir de ahora el propietario no goza automáticamente del haz de facultades relacionadas con el suelo y las surgidas por el proceso urbanizador. Como señala PARADA , a partir de ahora se temporalizan y descomponen los derechos que forman la propiedad de los propietarios de suelo calificado como urbano y urbanizable. Va a surgir una serie de derechos menores, las facultades de contenido urbanístico, cuyo logro está vinculado al cumplimiento de los requisitos previos fijados en cada caso. Así, por ejemplo, el derecho a urbanizar surge tras el planeamiento; el derecho al aprovechamiento urbanístico tras la cesión, equidistribución y urbanización, o el derecho a edificar tras haber obtenido la correspondiente licencia.
En el Texto refundido de 26 de junio de 1992, si bien la iniciativa privada del no propietario carece de un reconocimiento mucho mayor al precedente, sí hemos de señalar que se mantienen parte de las posibilidades que se han ido incorporando a lo largo de las paulatinas reformas. Este es el caso de la posibilidad que recoge el artículo 104, que permite a los particulares que puedan redactar y elevar a la Administración competente para su tramitación los instrumentos de planeamiento en desarrollo del Plan General. Quizá por esta línea, en cierta medida continuista con la iniciada a partir de 1956, sea posible que algunos autores consideren esta norma “coherente con la tradición que le precede”, como expresa BERMEJO. .
La iniciativa privada va a encontrarse con las nuevas vías de actuación que señala el Texto Refundido en su artículo 4, precepto que posteriormente se declaró inconstitucional en la sentencia 61/1997 del Tribunal Constitucional. Se dice en el párrafo 2 de este artículo que la gestión urbanística podrá ser asumida por la Administración o también encomendarse a la iniciativa privada o a entidades mixtas.
Dicho párrafo, puesto en relación con el también anulado artículo 148.1 TRLS. ´92 también expresamente declarado inconstitucional por la STC 61/1997, que suprime la preferencia por los sistemas de actuación impulsados por los propietarios, pone de manifiesto el incremento, aunque sea tácitamente de las posibilidades que va a tener la empresa no propietaria en la ejecución del urbanismo.
Tal planteamiento se confirma en el párrafo 3 del artículo 4, donde se dice que para el mejor cumplimiento de los fines propugnados en esa norma se suscitará la iniciativa privada a través de los sistemas de actuación, o bien mediante concesión. Sin duda alguna, en un periodo inmediato al surgimiento del agente urbanizador, el Texto Refundido apunta hacia la apertura de los límites que confinaban al concesionario en un reducto casi marginal, vinculado al sistema de expropiación. Sin embargo, todavía no cabe deducir la preeminencia que se le iba a otorgar poco tiempo después en la ley valenciana, ni se adivinan las atribuciones con las que dicho texto desequilibraba el anterior estatus atribuido a los propietarios.
Es difícil valorar los resultados de esta reforma, por lo efímero de su vigencia. Como sabemos, en su mayor parte fueron frenados por el recurso al Tribunal Constitucional. Aún así, algunos postulados fueron continuados gracias al ejercicio de la competencia reconocida con más fuerza, si cabe, por la STC 61/1997. En este sentido, por lo que a la intervención de los particulares se refiere, las normas autonómicas posteriores han ido concretando su participación tanto respecto a los sistemas de actuación reconocidos como en lo que se atañe a la intervención por no propietarios, en aquel momento sólo considerada como posible para la concesión.
En cambio sobre otras cuestiones, parte de las posteriores regulaciones,sí se apartaron de aquella Ley de 1990, urgidas por nuevas fuentes ideológicas, y también por el cariz de unos problemas con una compleja resolución de fondo que, sin embargo, fueron abordados con medidas divulgadas en un tono demasiado grandilocuente, sobre todo si se las compara con el resultado efectivo que han producido.
Hay que pensar en el Decreto Ley 7/1996, de 7 de junio, sobre Medidas liberalizadoras en materia de suelo, luego tramitado y promulgado como Ley /1997 de 14 de abril. En estas normas se puso el énfasis en reducir la participación en las plusvalías para los ayuntamientos, que pasa del 15 al 10 por ciento, con la correlativa mayor adquisición para los propietarios; se redujeron las competencias de los plenos municipales, a favor de los alcaldes y se unificó el suelo urbanizable programado y no programado en un único tipo de suelo urbanizable, aun a costa de cierta pérdida en el control urbanístico por la Administración.
Pese a que no sea el objetivo central de este trabajo el examen del panorama urbanístico nacional y de su máximo exponente – la vivienda –, si cabe ahora un breve comentario por nuestra parte: el recurso a medidas de choque, que pretenden resolver el problema urbanístico olvidando su carácter de sistema complejo, viene revelando su inoperancia reiterada.
Pensar que por la exclusiva voluntad de un legislador nacional en materia urbanística se obviarán comportamientos inversores de los particulares determinados desde mercados internacionales, puede resultar de cierta ingenuidad. La demanda, ese eje básico en el modelo liberal, se ve determinada por diferentes contextos que no puede simplificarse con términos como más suelo urbanizable o menos participación de suelo para los Ayuntamientos. ¿Acaso es idéntica la demanda en Mallorca o el entorno de Marbella que en los pueblos a medio despoblar de Castilla? Por otra parte, los principales elementos de corrección pretenden, si no culpabilizar, sí al menos rectificar el papel de la Administración. Sin ánimo de exonerar la responsabilidad administrativa en este problema –evidente y quizá amplia -, la panacea tampoco reside en adoptar medidas liberalizadoras, en la confianza de que será el mercado quien proporcione la solución, o al menos la solución más conveniente. Pueden alegarse muchas razones, pero expondré quizá la más evidente: si no brindamos las condiciones necesarias para que haya competencia perfecta, difícilmente funcionara el modelo liberal. Quizá pueda perder peso la Administración, pero quizá también pueda suceder -y está ocurriendo- que potentes grupos privados acaparen el mercado y se conviertan en oligopolistas en busca de su lucro particular.
En este sentido, queremos recoger la crítica contundente de ROCA CLADERA quien, refiriéndose al proceso liberalizador de los últimos años, concluye que sus resultados no pueden delimitarse de otra manera que señalando las nefastas consecuencias respecto a la exclusión social que ha provocado, así como al excesivo endeudamiento en que está sumiendo a muchas familias, mediante hipotecas a largo plazo, como único medio para la adquisición de una vivienda.
Con igual dureza se refiere a la liberalización del suelo, que a su juicio “ha representado la más antisocial de las privatizaciones que han tenido lugar en la España contemporánea. Más de 30.000 millones de euros han pasado sin contrapartida alguna de las arcas públicas a las privada, al reducir la Ley del Suelo el aprovechamiento urbanístico perteneciente a la colectividad. Una privatización sin parangón en el marco de la Unión Europea...” Otras consideraciones también vienen siendo tratadas por los autores. Como advierte ARIAS GOYTRE, dar un tratamiento generalizado a todo el territorio supone ignorar que “la nueva inversión empresarial se concentra en ciertas zonas de la ciudad, mientras otros barrios pierden su actividad económica y, poco a poco, van concentrando todas las consecuencias negativas de los procesos de globalización”.
En palabras de FERNÁNDEZ FERNÁNDEZ “ el problema no está tanto en que se produzca suficiente suelo urbanizado, que también, sino que se produzca en las localizaciones idóneas desde la óptica de la racionalidad territorial, de la eficacia económica y de la tradición urbanística mediterránea, y que, simultáneamente, responda satisfactoriamente a las demandas sociales en lo que se refiere a tipologías, calidad ambiental y precio del producto”.