Julio Olmedo Álvarez
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Ha de señalarse, en primer lugar, que la intervención puesta en marcha por la Administración debe surgir en atención a unas necesidades colectivas. Como indica SEGURA SANZ ha de estar basada en un buen plan que “sabe reconocer la dinámica real de la ciudad, los deseos y preferencias de sus habitantes, las demandas de la sociedad y sabe encajarlos en una ordenación que constituya la trama de referencia para su evolución y desarrollo”.
RUIZ OJEDA sospecha de la intervención pública y considera excesivo el protagonismo municipal en el que ve reflejado un interés de acaparación, cuando señala “la Ley del 56 de la que los textos refundidos de 1976 y 1992 son sucesivos pasos de ahondamiento en la misma lógica, confiere en definitiva a la Administración la condición de protagonista exclusiva del urbanismo a título de propietaria virtual o tendencial de todo el suelo susceptible de aprovechamiento”. Según él, estaríamos ante unas facultades que le permitirían convertirse en el único especulador legal, algo que le permitiría aprovechar el suelo como instrumento recaudatorio. Son estos unos argumentos tan radicales en su liberalismo que, a nuestro juicio, parecen saltarse consideraciones elementales sobre las que se basa incluso el Derecho Administrativo. Si reconocemos la existencia de un interés público al urbanizar, es decir, al construir ciudad, parece congruente que sea la Administración quien actúe para verificar el correcto cumplimiento de ese interés. La presencia administrativa no debe interpretarse como coartada para poder acaparar todo lo que se refiera a la actividad urbanística y, por ende, también parte del lucro referido a ella. Es algo superior e independiente a cualquier consideración recaudatoria, sin negar tampoco el escaso celo de muchos ayuntamientos para ver más allá de unos suculentos ingresos con ocasión de la actividad urbanizadora, pero también sin que eso sea regla general en las corporaciones locales, ni que en muchas de estas haya seria preocupación por el cumplimiento del servicio público al que están obligadas.
Esta intervención no sólo será un derecho para la Administración, sino que, en palabras de MEDINA DE LEMUS, urbanizar se convierte en un deber, “pues en eso consiste la facultad de dotar a un terreno de los servicios e infraestructuras fijados en el planeamiento o, en su defecto, en la legislación urbanística para que adquiera la condición de solar (...), que se traduce, en definitiva, en la facultad de modificar físicamente el terreno y prepararlo con todas las infraestructuras que permitan su posterior edificación con las aptitudes necesarias”.
Parece evidente que la primera intervención ha de ser pública, a través del planeamiento que refleje las demandas sociales y también las expectativas de crecimiento urbano y de servicios que se producen en cada núcleo urbano. Difícilmente puede ser encomendada a los particulares la selección de prioridades, y su plasmación en un plano, que representa el estudio y planificación posterior, de acuerdo a los principios que señalan las normas estatales y regionales.
Retomando a PAREJO , esta fase de intervención pública que, por otra parte delimita la función social de la propiedad en el sentido apuntado páginas atrás, puede ampliarse en varias etapas, aunque dentro de la misma función pública. Dicho autor señala, además del planeamiento, la ejecución del plan, la intervención del ejercicio de las facultades dominicales relativas al uso del suelo y la edificación, añadiéndose la regulación del mercado del suelo.
Si bien la iniciación parece que ha de tener una intervención pública ineludible y exhaustiva, en el resto de etapas puede variar el grado de esa intervención pública, y consiguientemente de los particulares, dependiendo también del modelo seguido, cuya base vendrá dada por la mayor o menor consideración pública o privada de la etapa.
Esto dependerá, como resalta GONZÁLEZ PÉREZ, de la configuración que tenga la actividad, pues si se considera como pública corresponderá a la Administración, y a lo sumo a los particulares, no como tales, sino sustituyendo al ente público competente. En caso contrario, cuando la actividad urbanística, globalmente considerada, se considere que no toda ella es administrativa, entonces los particulares podrán adoptar una situación jurídica distinta, según el tipo de función administrativa que en cada caso se realice.
A su vez esa consideración pública o privada que determina el carácter amplio o restringido de la intervención pública y, ulteriormente, de la privada, vendrá determinado por los criterios de actuación que surjan conforme al modelo que se deduzca del ordenamiento vigente.
Respecto a ello, podemos encontrar diversas sugerencias en la doctrina que surgen de aportaciones teóricas, pero también del análisis de las normas vigentes. Este es el caso de TEJEDOR, que concreta dos modelos fundamentales que surgen de las dos tendencias observadas en nuestro ordenamiento en la última década. En esencia, serían la que propugnan con mayor denuedo la idea de un urbanismo como función pública, y, por el contrario, la que ve el urbanismo como una parcela privada en la que cabe la intervención pública.
El Urbanismo como función pública, el primero de estos modelos que distingue TEJEDOR, sería concebido como aquel donde la idea de creación de la ciudad es una misión administrativa. En él la actividad urbanística quedaría reservada al sector público, que podría fijar estándares de calidad y gestionaría mediante técnicas ordinarias. A partir de aquí, surgiría la intervención de los particulares, primero los propietarios, al mantenerse la vinculación entre propiedad del suelo y derecho a edificar (pensamos nosotros que no en términos absolutos, tras lo señalado en la sección anterior).
Para adquirir el ius edificandi, el propietario podría afrontar la urbanización y edificar posteriormente y, si éste no lo hiciese, quedaría expedito el camino para la intervención de empresarios urbanizadores que tuviesen interés en la promoción, pudiendo intervenir motu propio la Administración en caso de ausencia también de empresarios urbanizadores.
Todas las alternativas suponen el carácter público de la urbanización, no únicamente la actuación directa, puesto que el urbanizador privado, sea o no propietario, actuará de acuerdo a una relación concesional. Es decir, habrá tenido que concursar, haciendo valer su capacidad para llevar a cabo el proyecto, y demostrando su compatibilidad respecto a las normas de planeamiento general o particular que se hayan desarrollado en el municipio correspondiente. Tal es el modelo que cabe encontrar en la Ley Reguladora de la Actuación Urbanística en la Comunidad de Valencia, o los criterios sostenidos por el Partido Socialista en las últimas propuestas de modificación legislativa estatal.
Por el contrario cabría un modelo de urbanismo concebido como actividad privada empresarial a todos los niveles. Este modelo fue propugnado por autores como SORIANO GARCÍA o el Tribunal de Defensa de la Competencia de 1993. En el momento de publicarse su obra, TEJEDOR encuentra similitudes respecto a los borradores de lo que luego fue la Ley Reguladora del Suelo de 1998, aunque personalmente, nosotros encontramos que dicha Ley no es un referente suficientemente nítido como para servir de ejemplo al citado modelo.
La intervención pública en el modelo de urbanismo como actividad privada quedaría restringida a un planeamiento en el que la Administración se limitase a señalar los elementos estructurales fundamentales de la ciudad y los usos incompatibles por razones de protección del territorio. En última instancia, el nivel de intervención vendría determinado por la existencia del plan, así como por el alcance de la vinculatoriedad material y temporal de sus determinaciones. En cualquier caso, el papel de la Administración no llegaría mucho más lejos de limitarse a comprobar que la intervención administrativa se adecua a las premisas establecidas en el planeamiento correspondiente.
Cabe, avanzando un poco más, que estos modelos se difuminen tomando uno algo del otro, y es posible que intervengan más sujetos, aun permaneciendo en todos la titularidad pública respecto al establecimiento de unas reglas y un planeamiento que brinden criterios al resto de sujetos. Pero al tener en cuenta a éstos, ha de pensarse en la capacidad no sólo municipal, sino también autonómica y estatal, así como de otras entidades con capacidad financiera, sin ánimo de lucro, que podrían ser determinantes en caso de intervenir.
DE LARA CARVAJAL propugna un modelo como este que acabamos de perfilar, postulando un modelo en el que tras garantizar la titularidad pública la ausencia de fuertes plusvalías en la acción urbanizadora, se estableciesen asociaciones o acuerdos entre urbanizadores privados y entidades públicas de suelo. Unos aportarían parte de la financiación y su capacidad de gestión – empresas urbanizadoras no propietarias -, mientras que la Administración garantizaría con su presencia la moderación en las plusvalías, aparte de procurar en uso de sus competencias, el logro de la financiación restante por los otros afectados en el proceso.
DE LARA propone facilitar la iniciativa privada propiciando acuerdos empresas privadas-Administración, o mediante la entrada en el capital de las entidades públicas promotoras de suelo, tal como ya existen ejemplos en algunas autonomías, v. gr., la Sociedad Mixta de Gestión y Promoción del Suelo del Principado de Asturias, SOGEPSA.
Concreta la participación de socios financieros en la actividad pública, dada la cuantía de recursos y la amplitud en los plazos de recuperación que suponen algunas operaciones urbanísticas. En especial, se refiere al papel de las cajas de ahorros, como instituciones que aun sin formar parte de lo que ha venido en llamarse banca pública, si obedece en el cumplimiento de sus fines a intereses sociales, aparte de estar caracterizada su gestión como entidad sin ánimo de lucro.