Julio Olmedo Álvarez
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La empresa privada sin vínculos con la propiedad de los terrenos ha quedado históricamente un tanto postergada en el proceso urbanizador, desempeñando el papel de contratista en nombre de la Administración como mero ejecutante de obras, o como actuante en el caso último de que los propietarios (por las causas ya conocidas) no hubieran hecho posible el proceso. Al menos así ha sido hasta la década de los noventa, en etapas previas a la irrupción en varios ordenamientos autonómicos del agente urbanizador.
Ya antes, en la Constitución de 1978 era posible encontrar un apoyo legal para la intervención del sector privado en el desarrollo de la actividad de desarrollo urbano, como señala TEJEDOR . Esta sustentación normativa se basaba en el principio de la libertad de empresa recogido en el artículo 38: “Se reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado...” Aparte, fueron tomando poco a poco relevancia algunos factores que, más allá de planteamientos sobre papel, veían en la realidad un modelo en el que la propiedad privada no tenía realmente el papel pretendido, pues no era posible compeler al propietario para que se reconvirtiera en empresario urbanístico, cumpliendo además unos plazos y empleando unos medios que, por otra parte, le desbordaban.
Muchos de los propietarios del suelo rústico inicial, una vez conseguidas importantes plusvalías por el simple hecho de la expectativa incorporada, vendían sus terrenos, quedando fuera del proceso urbanizador cuando apenas estaba comenzando. La carga urbanizadora a largo plazo y la obtención de jugosos rendimientos a corto lograban por la vía de hecho, algo que en los textos jurídicos no se recogía: el débil papel de muchos propietarios en la ejecución urbanística.
Las empresas urbanizadoras no propietarias se veían obligadas, por el contrario, a camuflarse de propietarias, una vez comprados los terrenos con un premio de plusvalías jugosas reconocido más o menos tácitamente por las normas. Pero aún así era rentable para las empresas, que de este modo iban formando oligopolios llamados a obtener beneficios incontestables, bien con la transformación y ulterior venta del suelo urbanizado, bien repercutiendo todo el proceso en las viviendas obtenidas gracias al aprovechamiento urbanístico, tras la carga de haber urbanizado los terrenos sobre los que se habían construido.
Eran intereses distintos a los regulados, como bien sintetiza TEJEDOR: “en la mayoría de las ocasiones no son, en las grandes ciudades –este es el urbanismo que más preocupa -, los de los propietarios, sino de los promotores. Siempre que hay posibilidad de obtener un lucro urbanístico existirá un promotor, o un propietario transformado en promotor, un empresario en definitiva, que tenderá a utilizar su sacrosanto derecho de propiedad como argumento para la obtención de un mayor beneficio empresarial”.
Por estas vías de hecho se ha ido introduciendo la necesidad de regular la actuación empresarial de los no propietarios, máxime en un país como el nuestro que carece de reservas públicas para garantizar el desarrollo urbano, lo que lleva a dejar en manos de la iniciativa privada la acumulación de terrenos antes y después del proceso urbanizador, así como su transformación. En definitiva, se trata de reconocer una situación de mayor relevancia frente a propietarios y la propia Administración que la regulada hasta nuestros días.
Esa regulación ha entrado en nuestro Derecho estatal a través de la LRSV, que en su artículo 4, 3, como ya hemos señalado, dispone que “en los supuestos de actuación pública, la Administración actuante promoverá, en el marco de la legislación urbanística, la participación de la iniciativa privada aunque esta no ostente la propiedad del suelo”. Se trata de una concreción mayor, aunque ya había sido abierta, con anterioridad, una posibilidad a través del modelo de concesionario.
Sin embargo, la doctrina no llega a coincidir sobre el alcance de este apartado 3º del artículo 4. Así, encontramos una posición abierta, que intuye la presencia del agente urbanizador en este reconocimiento de la iniciativa privada. Es el caso de SÁNCHEZ-CIA , quien advierte el reconocimiento de tal figura recurriendo no sólo al contenido literal del texto, sino a una interpretación que alcanza a una versión anterior del artículo, cuando se encontraba en fase de proyecto. Según este autor, el artículo 4, apartado 3º en su versión actual, surgió tras un debate parlamentario que se originó acerca de la inclusión en el texto legal de la figura del agente. Y esto provocó la adición de dicho párrafo que no estaba incluido en la versión originaría como Proyecto que había remitido el Gobierno.
SÁNCHEZ-CIA llega más lejos, interpretando que el citado párrafo, supone no meramente un reconocimiento de la actividad privada empresarial, sino incluso una imposición hacia Comunidades Autónomas y Ayuntamientos, para que fomenten la intervención por medio de delegación en favor de terceros (promotores) no propietarios o de los mismos propietarios, de intervenir en la gestión pública indirecta de la actuación urbanística.
Mucho más restrictiva es la opinión de otro sector, personalizado en GONZÁLEZ-BERENGUER , quien comentando el libro del anterior autor afirma taxativamente que “ con esta norma queda sin regularse expresamente la figura del Agente Urbanizador”, entendido esto en la Ley estatal. Por supuesto que ello no impide su existencia en aquellas comunidades autónomas cuyas normas urbanísticas promuevan o reconozcan la participación de la iniciativa privada, aunque sea llevada a cabo por no propietarios del suelo afectado.
Apostilla este autor que en este caso, la regulación separada de las diversas autonomías provocará diferentes tipos de agente urbanizador, por cuanto cada una de ellas tendería a crear un modelo ajustado a sus necesidades peculiares. Quizá, entendemos, fuera más correcto sostener que, en vez de diversos modelos, podría existir uno con variantes y aparte otras figuras tradicionales en nuestro ordenamiento como la del concesionario clásico, aunque pueda denominársele de otra manera.
Con posterioridad a estas consideraciones doctrinales, ha surgido la Sentencia del Tribunal Constitucional 2001/164, de 11 de julio, que en su Fundamento Jurídico 9º matiza las posibilidades del artículo 4 y de su párrafo 3º más en concreto , resolviendo una impugnación de este precepto. Sostiene el Tribunal que el reiterado párrafo “no regula ninguna concreta forma de participación”, si bien añade que “estamos ante una condición básica para la igualación de los empresarios y propietarios urbanísticos de España”.
En definitiva, estaríamos ante un reconocimiento de la iniciativa privada que se hace explícito en los modelos de actuación pública y que vincula a los ordenamientos autonómicos en esta medida. Sin embargo no se concreta en figuras determinadas de intervención privada, como podría suceder con el agente, y ni siquiera otorga una exclusividad a la participación por parte de los propietarios , sino que por actuación privada también queda incluida la de los propietarios, algo que por otra parte venía sucediendo desde largo tiempo atrás. Como no podía ser de otro modo, las tesis del Tribunal Constitucional han sido recogidas por algunos autores. Es el caso de CABRAL , para quien si dicho precepto impone el fomento de la participación privada, “siendo incuestionable la coexistencia de las actividades de unos sujetos y otros – públicos y privados - , lo que no es tan incuestionable es la condición en la que intervienen los particulares, lo que dependerá de la configuración de la actividad urbanística”.
La participación de los particulares no propietarios en la actividad urbanística surge en las legislaciones autonómicas, a partir de 1994, cuando el modelo de agente entra en la Ley Reguladora de la Actividad Urbanística de la Comunidad Valenciana, y se extiende después a otras autonomías, empezando, en 1998, por la de Castilla.-La Mancha. Además, han surgido alternativas de gestión privada en otras autonomías, que tendremos oportunidad de examinar en un capítulo posterior.