Julio Olmedo Álvarez
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Pese a que ya hemos trazado una panorámica general sobre la evolución de nuestro Urbanismo, vamos a recoger aquí el contexto inmediato a la aparición de las variantes concesionales en torno al agente. Se trata de una situación todavía reconocible en la mayoría de los casos, porque pervive debido a una gran inercia histórica que ha marcado la cultura jurídica al respecto. Ciertamente, era precisa una evolución que rompiera - o tratara de hacerlo – las numerosas trabas que dificultaban la ejecución urbanística desde el ámbito normativo.
Aparte, coexistían elementos interrelacionados, como los movimientos de inversión propiciados por la situación de otros mercados, la cantidad de dinero en circulación, las ventajas fiscales a la compra de vivienda, la reducción a mínimos históricos en los tipos de interés para los créditos hipotecarios, las medidas correctoras que pudieran poner en marcha las Administraciones para facilitar la urbanización de suelo y la posterior adquisición de la vivienda... En fin, un sinnúmero de factores de complicada regulación conjunta, pero de clara repercusión en el mercado inmobiliario en general.
Ninguna de las características mencionadas sirven para justificar la búsqueda de un modelo urbanístico diferente para la Comunidad Valenciana. Su estructura urbana y de población ciertamente puede encuadrarse en el llamado arco mediterráneo que dibuja una España en crecimiento demográfico y urbano en una línea imaginaria que discurriría desde Navarra hasta Murcia. Este crecimiento se centra en la Comunidad Valenciana en 29 poblaciones mayores de 25.000 habitantes, aunque la zona litoral registra considerable desarrollo urbanizador, debido a la construcción de segundas residencias para españoles o para extranjeros que buscan una zona de esparcimiento o de tranquila jubilación.
No obstante, los crecimientos de población hasta los 4.326.708 habitantes de 2003, o la expansión acelerada de urbanizaciones para la inmigración laboral o de placer, no parecen aportar una diferencia clara que resultase determinante para el origen y desarrollo de empresas urbanizadoras capaces de generar extensas superficies de suelo urbanizado. Estas características entiendo que no resultaban diferentes a las de otras zonas de España en el año 1994 y tampoco lo son ahora.
Por otra parte, la Comunidad Valenciana cuenta con una extensa relación de pueblos cuyo principal problema es el inverso, esto es, el retroceso de población, si no el total abandono, debido por ejemplo al imparable retroceso que sufren en toda España las zonas montañosas. La Comunidad Valenciana cuenta con 158 núcleos inferiores a los 5.000 habitantes, muchos de las cuales están abocados a la desaparición. Tampoco en esto existen diferencias, salvo en el número, con otras zonas de España.
Siguiendo a ROGER FERNÁNDEZ podemos comprobar cómo se fue propiciando la necesidad de que surgiera una figura jurídica que impulsara la acción urbanística, sacándola de muchas de las restricciones en que por diversas razones históricas había quedado constreñida. Fundamentalmente, la prioridad casi absoluta para llevar a cabo la urbanización por parte de los propietarios, y la falta de iniciativas de la Administración, debido a que la escasez de recursos humanos y económicos dedicados, a un planteamiento burocrático de una actividad económica caracterizada por su dinamismo, así como a una falta de visión sobre la importancia del urbanismo y la ordenación territorial en la calidad de vida de los ciudadanos, lastraron seriamente el desarrollo urbanístico de nuestros núcleos urbanos. Y, sin embargo, el proceso por ser imparable iba a determinar que, pese a todas esas trabas, se llevara adelante la ejecución urbanística, aunque no del mejor modo.
Vamos a ir analizando los diferentes aspectos que ponían en evidencia la necesidad de nuevos modos, o al menos de nuevos enfoques respecto a los sujetos que intervenían en la actividad urbanística: a) Respecto a los propietarios de suelo. La actividad urbanizadora se concebía como mero requisito jurídico del derecho a edificar basado en la propiedad del terreno. Por esta razón era señalado de modo prioritario para acometer la tarea urbanizadora. Sin embargo, más allá del debate doctrinal sobre hasta dónde podía llegar el alcance de las facultades que componían el derecho de propiedad, se hallaban presentes una serie de factores distorsionantes, entre los cuales no era el menor, como apunta FERNÁNDEZ FERNÁNDEZ, el hecho de que los propietarios en su mayoría carecían de inquietudes empresariales. Por ello, su tendencia natural se inclinaba a mantener ociosos los terrenos o a solicitar por ellos precios que anticipasen los futuros aprovechamientos, si recibían ofertas adecuadas.
La venta en estas condiciones era posible porque el sistema venía permitiendo que las plusvalías derivadas de la transformación del suelo se anticipasen a la carga sin el compromiso, como parecería obvio, de asumir ninguna inversión para el desarrollo de la ejecución. Por ello el mero anuncio de un nuevo planeamiento en el que podrían integrarse determinados suelos en una perspectiva de urbanización futura suponía por sí solo el que sus precios se disparasen considerablemente, bien a favor de los propietarios, bien por qué no decirlo, a favor de quienes utilizando descaradamente información privilegiada habían adquirido “generosamente” de sus propietarios un suelo rústico, sabedores de que inmediatamente después el municipio iba a integrarlo en otra clasificación, que era como decir que pasaba a tener un precio sustanciosamente más elevado.
b) El papel de los promotores tradicionales estaba condicionado por el casi absoluto monopolio de los propietarios a la hora de la iniciativa urbanística. Esto les obligaba a desarrollar su actividad urbanizadora, convirtiéndose previamente en propietarios de al menos el sesenta por ciento del terreno afectado, lo que hacía posible una ejecución sin contratiempos en el sistema de compensación, pese a que la duración total del proceso pudiera sobrepasar los cuatro años. Pero la compra previa de terrenos suponía unos recursos que no estaban al alcance de pequeñas empresas, y contribuía más a la escalada de precios en suelos sin transformación alguna.
Un segundo recurso era la intervención como concesionario de la Administración, concurriendo para obtener la condición de beneficiario en los reducidos casos en que se plantease el sistema de expropiación. También podía ser contratista en los sistemas de cooperación o a través de las juntas de compensación ejecutar las obras de transformación de suelo necesarias para convertir el suelo rústico en idóneo para el uso como urbano.
Cualquier empresa promotora que desease llevar a cabo una actividad estable a lo largo del tiempo y protegerse de los riesgos de excesiva dilación en los procedimientos de urbanización o de falta de terrenos en zonas de interés por su desarrollo se veía obligada a ir acumulando amplias cantidades de suelo en espera de llegar a ser edificadas. En dirección contraria a todos los procesos industriales, la tendencia se situaba en crear stocks de suelo, aunque había una notable diferencia respecto al resto de los procesos como el de justo a tiempo, que buscaban la reducción al mínimo en los stocks: en este caso, al estar limitada la oferta del factor productivo, la revalorización del suelo compensaba los amplios recursos necesarios para mantener un amplio inmovilizado en la estructura patrimonial de la empresa.
c) La actividad limitada de la Administración en materia de Urbanismo, debida a los pocos recursos económicos que tradicionalmente se han dedicado por los municipios a esta tarea. Si a ello se añadían los altos valores expropiatorios, en consideración a las expectativas a las que nos hemos referido, el que la Administración pudiera llevar a cabo por sí misma la ejecución quedaba reducido a una posibilidad muy remota, al contrario de lo que ocurre en países como Alemania y Holanda, a los que ya nos hemos referido.
El resultado final de todas estas circunstancias podría aproximarse al que describe ROGER FERNÁNDEZ, donde los promotores preferían operar en la ciudad ya urbanizada, por la comodidad que suponía encontrar terreno listo para edificar, aunque sirviese para encarecer todavía más los precios del suelo urbanizado. Primaba la comodidad, la seguridad en los plazos y la certeza de llevar a cabo el proyecto planteado sobre una ejecución urbanizadora insegura y muy dilatada en los plazos.
Consecuentemente se ahondaba en ciertos problemas como la sobredensificación de ciertas partes de la ciudad (otras de más difícil y costosa rehabilitación iban a ir quedando en paulatino abandono), la destrucción del patrimonio y de la memoria histórica, el deterioro medioambiental, que terminarían provocando un desarrollo algo irracional en que la ciudad no respondía a las necesidades de la población en su conjunto, sino a intereses concretos de agentes económicos o de sectores concretos de la sociedad. Podían encontrarse grandes aglomeraciones urbanas sin servicios básicos, mientras que dotaciones públicas elementales, por actuaciones no sólo urbanísticas, parecían distribuidas al azar allí donde podían ubicarse.
d) Esto nos conduce a otro problema como era la discrepancia entre demanda y oferta de suelo, propiciada por esa tendencia de los promotores a ir sobre seguro. De este modo se producía una concentración de la demanda sobre ciertas zonas concretas, mientras que otras apenas se utilizaban. Paradójicamente, había suelo urbanizable que sobraba en ciertas zonas, mientras que al faltar en otras parecía que no existía en ninguna parte.
FERNÁNDEZ FERNÁNDEZ pone esto en evidencia al señalar con datos oficiales (Ministerio de Obras Públicas, en 1996) que, mientras se proclamaba por todas partes la necesidad de ingentes cantidades de terreno para suplir el déficit de suelo urbanizable, éste se hallaba disponible en un volumen de 185.000 hectáreas. Esto es, había suelo equivalente al setenta por ciento de la superficie nacional urbanizada a lo largo de toda la historia, pero este suelo no estaba allí donde más demanda había y ese era el problema.
En muchos casos, más que suelo, lo que se echaba de menos era quien tuviera capacidad para poner en marcha instrumentos de transformación de suelo allí donde era preciso, no únicamente por razones de mercado. Quizá ya se habrá reparado en ello, pero si no sucede así lo anticipamos ahora. Tratar de satisfacer únicamente la demanda de tipo económico que pudiera darse puede crear situaciones problemáticas, así como ciudades desbocadas hacia el impulso que les marca el dinero, olvidando lo que nos recuerda DRIARD: “ hacer una ciudad, ordenar una ciudad, exige tener en cuenta la dimensión social. El urbanizador debe prever las necesidades futuras en equipamiento. Debe paliar las carencias y crear los equipamientos deficitarios. Del mismo modo, el urbanizador se debe anticipar a los cambios sociales posibles y tratar de solucionarlos sobre la marcha”.
Las variantes concesionales entre las que aparece el agente urbanizador surgen también en un momento apropiado para la iniciativa privada en general y también para un tipo concreto de empresas como las que desarrollan la actividad urbanizadora. Coincide con un movimiento ideológico basado en postulados ideológicos liberales que tiende a poner en un segundo plano la actividad directa de la Administración. Esta debería regular adecuadamente para que las empresas asuman tanto el riesgo como la gestión económica de las tareas urbanizadoras. Por supuesto, ello implica también facilitar de algún modo el logro del beneficio económico al que aspira toda empresa, pero, ¿ a costa de quién? Esta es la cuestión a la que tampoco se ha sabido responder adecuadamente en la práctica, con riesgo de intereses públicos y también de los propietarios, como habrá ocasión de comentar.