Julio Olmedo Álvarez
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Podemos concluir este examen de la Ley sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana, de 12 de mayo de 1956, valorando la concepción amplia que da al urbanismo, considerando por vez primera el territorio completo y estableciendo una planificación sobre él con arreglo a unas prioridades sujetas a control administrativo y a sanciones en caso de incumplimiento.
Cabe echar en falta una carencia de recurso económicos que imposibilitó el cumplimiento de muchos de sus preceptos, como lo relativo a expropiaciones, así como la ausencia de coordinación entre órganos diferentes, que dependían de diversos ministerios, por lo que respecta a la Administración central. En lo que se refiere a los ayuntamientos, la falta de recursos se sumó a otros problemas que PARADA, quizá con cierta radicalidad, atribuye a la desidia e ignorancia de funcionarios y arquitectos, la presión de los especuladores y la corrupción de los políticos.
Ello se debió a un modelo de segmentación del suelo que estableció la desigualdad entre los propietarios del término municipal, beneficiando a los tenedores de suelo urbano y de reserva urbana, pero a la vez, desatando una pugna por lograr una calificación así en los suelos que no la tenían. Y, ciertamente, el recurso a la corrupción sobre los órganos de planificación ha estado rondando durante demasiadas décadas y llegado hasta nuestros días.
Una vez alcanzado el estatus de suelo con potencialidad para edificar, se encomendaban las posibilidades de gestión urbanística a los propietarios, fundamentalmente a través del sistema de compensación y de las juntas, cuyas reglas de actuación, por lo general, resultaron muy distantes de lo que se supone a una gestión no ya de empresa privada, como ahora se califica, sino eficiente, con independencia de cual pudiera ser su titularidad.
Las nuevas garantías del propietario, ya comentadas, resultaron un magnífico acicate para la especulación, al derecho a la especulación, en palabras de PARADA . Como indica este autor “ a partir de la Ley del Suelo de 1956 la retención de los solares sin edificar en los plazos previstos y consignados en el proyecto de urbanización no origina ya la pérdida misma de la propiedad, la confiscación del solar pura y simple, como establecieron los liberarles decimonónicos, ¡Cuando no se hablaba de la función social de la propiedad! La sanción por la retención de los solares sin edificar va a consistir ahora en la expropiación, ¡pero por el valor urbanístico de los terrenos!, previa la inscripción en el Registro de Solares sin edificar (arts. 142 y 151)”.
Más llanamente, al desaparecer de hecho la posibilidad de expropiar los solares sin edificar, dada la carencia de recursos públicos para satisfacer indemnizaciones ahora más cuantiosas, se hacía posible la acumulación de terrenos con un título de edificabilidad, sin riesgo alguno a sanciones. La constancia de que los procesos de expropiación por solares sin edificar dejaron de producirse, provocó movimientos de acaparación en mayor volumen y una distorsión en los mecanismos de oferta y demanda de suelo que acabaría por afectar a todo el sistema de urbanización, condicionando incluso los planes y la ejecución.
Por su parte, el modelo empresarial de urbanización no vinculado a la Administración, ni a los propietarios, apenas mostró su potencialidad, sometido como estaba a las férreas reglas de un sistema en el que primaba la propiedad en la tenencia de cierto suelo. Esto no significa ignorar las muchas actuaciones que llevaron a cabo las empresas en las décadas posteriores, pero señalando que fueron fundamentalmente edificatorias, sobre un suelo puesto en el mercado a través de la planificación administrativa (como quiera que surgiese) y de la iniciativa más o menos espontánea o forzada de los propietarios del suelo.
Cabe concluir que el resultado no fue halagüeño, pues a lo comentado se unieron las fuertes corrientes migratorias hacia los grandes núcleos industriales y de servicios, lo cual creó una situación grave en las políticas urbanísticas en general, aunque destacase más en el factor cuya repercusión resulta más sensible para la sociedad, como es la vivienda. Tal situación es objeto de análisis por los historiadores contemporáneos más destacados y puede servirnos como colofón en el análisis de esta época tan importante para nuestro Derecho Urbanístico y como elemento de reflexión para iniciar el estudio de la evolución normativa posterior.
He aquí la valoración de FUSI: “Además del trabajo, el drama de los inmigrantes era la vivienda, cuya insuficiencia y carestía fueron enfermedades crónicas de la posguerra no corregidas ni por la creación de un ministerio específico en 1957, ni con el Plan Nacional de 1961 ni con el desarrollo. En 1961 se cifraba el déficit en un millón de viviendas; la natalidad y los movimientos migratorios de los años 60 triplicaron el problema. De ahí que, aunque entre 1961 y 1968 se construyeron 1,7 millones de viviendas y otro millón largo hasta 1971, el esfuerzo resultara insuficiente...” Como vamos a ver, por estas razones y por otras, a partir de los años 60 empezó a perfilarse la idea de una reforma a la Ley de 1956. Pero no sería hasta mediada la década de los setenta cuando, ante la evidencia de unas demandas desaforadas y la incapacidad para hacerles frente se lleve a cabo una reactualización de la norma, pues en la propia exposición de motivos de la Ley de 1975 se adivina la pretensión continuista que alienta a los redactores.