Julio Olmedo Álvarez
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El contrato de obras se define legalmente en el artículo 120 del Real Decreto Legislativo 2/2000, de 16 de junio, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas, como “el celebrado entre la Administración y un empresario, cuyo objeto sea: a) la construcción de bienes que tengan naturaleza inmueble (...) b) La realización de trabajos que modifiquen la forma o sustancia del terreno o del subsuelo(...) actuaciones urbanísticas u otros análogos. c) La reforma, reparación, conservación o demolición de los definidos en las letras anteriores. ”Por el objeto material de este artículo, indudablemente que pueden tener cabida en el contrato de obras las “actuaciones urbanísticas”, como expresamente se menciona. Ahora bien, nos resulta bastante distante éste respecto al agente, ya que en el contrato de obras, si bien es cierto que va a existir un compromiso del contratista particular para realizar, entre otras, una actuación urbanística, y que quien la lleve a cabo sin ser propietario va a asumir muchas prerrogativas de la Administración, no es menos cierto que el precio de la obra va a ser el elemento diferenciador claro.
El contrato de obras supone que es la Administración quien al final de la misma o en los periodos que se hayan podido establecer va a pagar los costes de ejecución al contratista. Este es, en palabras de LLISET, “un constructor”, alguien que pone los medios empresariales con un objetivo delimitado como es la realización de una obra. Sin embargo, no va a existir en él ninguna preocupación sobre la comercialización del producto final, porque se entiende que éste pertenece a la Administración, y como consecuencia de esto es la encargada de abonar el precio, una vez cumplidos los requisitos que se hayan establecido en el contrato.
Pensamos que, evidentemente, el agente o las figuras similares realizan una obra al llevar a cabo la ejecución del Programa, lo que da lugar a la obtención de solares, con la creación previa de las infraestructuras correspondientes. Pero no podemos llegar más lejos, porque ni el medio de retribución, ni el modo de gestionar la obra y ni siquiera la relación con los propietarios, van a tener alguna similitud con lo que realmente ocurre en un contrato de obras.
PARADA va a encontrar correspondencia en lo que se refiere a las relaciones con la Administración, ya que ésta ejercerá las potestades públicas, como la expropiación o la reparcelación forzosas, cuando resulte necesario para desarrollar la actuación, siempre a propuesta del agente urbanizador, que habrá redactado el programa y financiará, posteriormente, los gastos que implique la mencionada expropiación de terrenos.
El incumplimiento del plazo de ejecución o del resto de obligaciones pactadas, puede dar lugar a penas contractuales recogidas en el propio programa y ser en casos graves motivo para la pérdida de la condición de agente urbanizador. Recíprocamente, el agente urbanizador tendrá derecho a las contraprestaciones que se deriven del propio Programa. En caso de que las potestades públicas impidiesen el normal desarrollo de su actuación o cuando se produzca rescisión administrativa anticipada, surgirá el derecho a recibir indemnizaciones, de acuerdo al propio Programa o a la legislación general sobre contratos administrativos, que cubriría las posibles lagunas acerca de este tipo de actuación. Tal es el caso de la LRAU que llama a la legislación de la contratación administrativa para completar las relaciones entre la Administración y el agente urbanizador.
En cambio, PAREJO y BLANC descartan que sea un contrato de obra pública, desde el examen mismo de la prestación, que no consiste estrictamente en realizar una obra para la Administración. La tarea del agente urbanizador se muestra mucho más ambiciosa por cuanto abarca también gestionar la cesión de terrenos, la parcelación, garantizar la equidistribución, etc. Ello lleva a plantear que son muchos los aspectos determinantes que trascienden, desde luego, mucho más allá de lo que sería la mera realización de una obra.
Dichos autores plantean la imposibilidad de aislar este último elemento de la obra pública de urbanización dentro de los múltiples que componen la actuación integrada. Encuentran impedimentos para separar la obra pública, desde el momento en que el régimen legal que regula al agente urbanizador precisamente lo que persigue es la gestión interdependiente y conjunta de todos ellos. Además, ni siquiera se trata de la función principal dentro del conjunto de tareas que ha sido encomendado al agente urbanizador, por lo que parecería de poco sentido destacar en un conjunto una cualidad, pero de las menos relevantes.
También reparan en que mientras en el contrato de obra pública existe una contraprestación que va a ser abonada por la Administración, en el caso del agente urbanizador, aunque éste haya sido seleccionado administrativamente a través de un concurso, la Administración no va a quedar obligada en el pago frente al agente. Tendrá facultades de control para verificar que la ejecución corresponde a lo previsto en el programa, podrá incluso sancionar al agente y poner término a la concesión, pero en lo que corresponde al pago serán únicamente los titulares de los terrenos afectados quienes deban compensar al agente urbanizador, ya sea en solares, ya en una cantidad en metálico.
En sus propias palabras, “... no se le paga a cuenta del erario público, ni se le transfiere temporalmente el derecho a explotar la obra pública (ya que esta ha de ser entregada gratuitamente y libre de cargas a la Administración tan pronto esté concluida). Su retribución es por cuenta de los aprovechamientos lucrativos privados y ordinaria y primariamente se sustancia en solares edificables (art. 29.9 B LRAU), de dominio privado, que el agente urbanizador explotará intra commerciun, en régimen de derecho privado. El agente urbanizador es el verdadero promotor de la actuación, quien la financia y quien gestiona el capital que invierte a su riesgo y ventura”.