Tesis doctorales de Economía

UN MODELO NACIONAL DE ORGANIZACIÓN TERRITORIAL

José María Franquet Bernis

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3. LA DIVISIÓN PROVINCIAL

3.1. ANTECEDENTES

Casi ningún país del mundo tiene hechas sus divisiones administrativas, ni siquiera trazados sus límites estatales, con arreglo al criterio de la región natural, por lo que la arbitrariedad es la norma común en este terreno. Recordemos el caso de los Estados Unidos de América, o el del continente africano, donde las más de las veces sus fronteras son puramente astronómicas (meridianos y paralelos).

Pues bien, lo mismo podemos decir respecto a las provincias. Lo que sucede es que con más de un siglo y medio de convivencias "provinciales", se ha engendrado una larga serie de vínculos económicos, culturales, administrativos y de relación social que no pueden sustraerse, en modo alguno, al estudio geográfico. Fijémonos, por ejemplo, en las comunicaciones terrestres y aéreas que, en configuración radial, salen con frecuencia de las capitales de provincia, así como su capitalidad político-administrativa (Delegación del Gobierno Central o Autonómico, Diputación provincial, Delegaciones Ministeriales o Administración Periférica del Estado, Delegaciones Territoriales de las diferentes Consejerías autonómicas, ...).

En definitiva, la división administrativa provincial trató de reflejar -con mayor o menor acierto-, en un momento determinado, lo que se consideraba como "región natural", y esta atrevida afirmación queda justificada si se tiene en cuenta que los caracteres que determinan una región natural no son sólo estrictamente geográficos, sino que lo son también históricos y económicos.

La actual provincia española, que se gesta en las Cortes de Cádiz de 1812, es de importación francesa. No deja de ser paradójico el hecho de que, así como se combate encarnizadamente a los ejércitos napoleónicos en diversos campos de batalla de la piel de toro, en el orden intelectual, por el contrario, las ideas francesas, mucho más progresistas, invaden el tejido social español y se adueñan del pensamiento intelectual de la época. Y si como decía aquel judío de Carrión que “no es peor el consejo porque de hebreo venga”, tampoco el hecho de que las provincias españolas sean copia de la división departamental francesa nos debe inducir a un menosprecio apriorístico de las mismas. Antes, al contrario, su creación obedeció a la necesidad perentoria de racionalizar el antiguo régimen en el cual, al convergir autoridades señoriales, municipales y reales sin orden ni concierto, con circunscripciones superpuestas e incomunicadas entre sí, ofrecían un espectáculo caótico, de ineficacia e incoherencia absolutas.

En España se llegó a un primer avance de división provincial a fines del siglo XVIII y principios del XIX. Según ya nos hemos referido con anterioridad, con la subida al poder de los liberales, y después de algunas tentativas infructuosas, el ministro Francisco Javier de Burgos lanzó oficialmente, el 30 de noviembre de 1833, el decreto estableciendo la actual división provincial, atendiéndose también al aspecto económico, de tal modo que cada provincia participase, en lo posible, de la llanura y de la montaña, del terreno fértil y del agronómicamente pobre, de comarcas ganaderas y de otras esencialmente agrícolas, con la vista puesta en que cada provincia pudiera abastecerse a sí misma y desenvolverse económicamente con sus propios medios (J. TERRERO Y E. HERNÁNDEZ PACHECO, 1934).

Pese a cuanto se ha dicho de aquella división pionera, sobre todo la estereotipada acusación de “artificiosidad”, los mejores tratadistas de Derecho Administrativo coinciden en señalar que las provincias nacieron superpuestas sobre las regiones naturales existentes en España y que supieron respetar las razones de tipo histórico en la medida de lo posible. En cualquier caso, parece que, inspirándose en el departamentalismo francés, se atendió primordialmente al deseo de abolir o atenuar el espíritu particularista de las regiones, fusionándolas en un molde igualitario basado en conveniencias administrativas, prescindiendo, algunas veces, de las condiciones geográficas, filológicas e históricas del país: de ahí su defectuosidad inicial.

Desde luego, en Cataluña ha podido constatarse que dicha división resulta estéril para la fusión de los sentimientos nacionales en una aspiración común, pues no se ha creado el "espíritu provincial" y diversas comarcas se hallan divorciadas con sus capitales o cabeceras provinciales respectivas en su aspecto comercial, comunicaciones, simpatías o relaciones sociales, culturales y recreativas, etc. Se observa que sólo en aquellas nacionalidades o regiones de característica geográfica uniforme, como por ejemplo Galicia, la distribución político-administrativa se acomoda a lo que determina la naturaleza; pero, salvo contadas provincias del interior, lo general es que las provincias españolas pertenezcan a regiones naturales muy diversas y comprendan comarcas harto diferentes en el carácter fisiográfico.

Puede afirmarse, en fin, que dicha división territorial no hizo más que acentuar los desequilibrios económico-espaciales, al aumentar desproporcionadamente el peso específico de la capital provincial frente al de los restantes pueblos y ciudades, centralizando en demasía las comunicaciones y las bases económicas y culturales.

La primera Constitución española ordenó que en cada provincia hubiera una Diputación presidida por el Jefe Superior y con funciones de control y vigilancia de la administración de los pueblos. Posteriormente, la Ley de 1823, al lado de esas facultades de control y fiscalización de los Municipios, les atribuyó competencias propias; en 1845 llegaron a aprobarse hasta tres leyes sobre las Diputaciones que rigieron hasta el año 1863, en que se dicta una nueva Ley que les atribuye auténticas funciones de gestión. En 1882 surge una nueva Ley, fruto del compromiso político que dio lugar a la Constitución de 1876. Por consiguiente, la evolución de la Provincia en el Derecho español, durante el siglo XIX, sufrió el flujo y reflujo de los vaivenes propios de la época.

Es necesario esperar el Estatuto Provincial de 20 de marzo de 1925, para que se dé a la Provincia lo que viene a ser su concepción actual, que se mantiene en las Leyes de 1935 y 1945 y, prácticamente igual, en la última Constitución española de 1978.


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