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José Luis Prada Fernández de Sanmamed
Conclusiones de la parte quinta
1. Desde esta parte hemos podido concentrarnos exclusivamente en la determinación de la categoría dogmática de ley correspondiente al Ordenamiento español en las diversas fases de evolución de su Estado de Derecho. La quinta parte, que dedicamos a la identificación de la categoría de ley y a la detección de sus más importantes implicaciones en nuestro constitucionalismo histórico, la hemos dividido en dos grandes apartados bien diferenciados. En el primero, separamos el objeto correspondiente al constitucionalismo decimonónico, porque responde esencialmente al Estado legislativo parlamentario, y en el segundo se trata del Ordenamiento de la II República, que viene a representar ya una ordenación jurídica de transición que anticipa los rasgos estructurales del Estado constitucional de Derecho contemporáneo.
2. La precisión del concepto de Constitución y de la significación efectiva de la garantía de su supremacía y de su observancia supone para nosotros una ineludible cuestión previa a la aproximación a la determinación de la categoría de ley dominante en nuestro primer constitucionalismo histórico.
2.1. En lo que se refiere al examen de la evolución de nuestro constitucionalismo, consideramos que el primer aspecto a dilucidar ─pues condiciona a casi todos los demás─ es la significación de la dispar interpretación jurídico-política de la Constitución y de su garantía por el moderantismo doctrinario y por el liberalismo progresista.
2.1.1. Los progresistas, inmersos sin reservas en el movimiento constitucionalista, exaltan el dogma de la soberanía nacional atribuyendo a dicha soberanía el Poder Constituyente, con la posibilidad de establecer reflexivamente las bases de toda la organización estatal, y la potestad de revisión constitucional, que lleva inherente la facultad de renovar el contrato social. Por ello, el constitucionalismo progresista confiere a las Cortes generales y extraordinarias, como representación de la Nación, la competencia exclusiva de sancionar y decretar la Constitución, y excluyen cualquier intervención del Rey en la operación constituyente o de revisión.
2.1.2. Los moderados doctrinarios, apegados a la noción tradicional de las «leyes fundamentales», anteponen a la soberanía nacional la «constitución interna española», que se define por la soberanía compartida del Rey y las Cortes, que son unos Poderes concebidos como preexistentes y preconstituidos a la Constitución externa y formal. De este modo, al tiempo que se asigna al Rey un cometido esencial e insustituible en la operación constituyente, se niega la idea de un Poder Constituyente y la necesidad de una potestad diferenciada de revisión ( y ), de lo que tiene que deducirse la imposibilidad dogmática de una distinción entre Constitución y ley ordinaria .
2.1.3. Interesa destacar que, aunque nuestro doctrinarismo parece llegar a una conclusión muy semejante al jacobinismo extremado de , al difuminar las fronteras dogmáticas entre Constitución y leyes, su propósito es muy diferente, puesto que si los moderados pretenden rebajar la Constitución formal al nivel de las leyes ordinarias, el autor francés se proponía ensalzar la ley a un mismo rango de soberanía que el de la Constitución.
2.2. El recorrido por la historia de nuestro constitucionalismo nos ha permitido comprobar nuevamente alguna de las observaciones efectuadas en la segunda parte sobre el origen y la evolución de las garantías de la Constitución, porque en nuestra historia constitucional se dieron las mismas técnicas de garantía de la Constitución que estuvieron presentes en el Estado legal de Derecho eurocontinental. Efectivamente, por recordar un ejemplo ilustre, rememoramos que ya en la Constitución de Cádiz se designó como defensores de la Constitución a los ciudadanos y a la Diputación Permanente, que debían velar por su observancia, y se singularizó a las Cortes como garante directo de la Constitución, encomendándoles la función de sancionar todo tipo de infracciones de la Constitución.
2.2.1. No obstante, si la cuestión de las garantías de la Constitución en nuestro constitucionalismo histórico se enfoca desde la oposición entre moderantismo y progresismo, es posible observar algunos interesantes matices diferenciales, dado que la disparidad de las respectivas versiones se proyecta incluso en los elementos más esenciales de definición de la Constitución. Exceptuando la Constitución de 1837 ─por sus conocidas anomalías que, en nuestra opinión, permiten su calificación como un texto moderado─, resulta que las concepciones doctrinaria y progresista se traducen y bifurcan, respectivamente, en la flexibilidad de parte de nuestras Constituciones (Estatuto Real de 1834 y Constituciones de 1845 y 1876) y en la rigidez de las demás (Constituciones de Cádiz y de 1869).
2.2.2. En el constitucionalismo moderado se nota la ausencia de preocupaciones jurídicas garantistas, tanto de las modalidades de conservación como de las de observancia. Con todo, fueron las Constituciones de este tipo las de mayor duración en su vigencia, y sólo pudieron ser abolidas por movimientos insurreccionales.
2.2.1.1. La particularidad de esta estabilidad constitucional pese al carácter flexible de los textos moderados no puede explicarse, sin embargo, como una fructificación entre nosotros de la semilla del constitucionalismo británico, pues tiene su causa en la poderosa prerrogativa del Rey. En efecto, en la historia del primer constitucionalismo español el principio monárquico, revestido de las manifestaciones heterogéneas de una prerrogativa regia constitucionalizada, funcionó eficazmente como una garantía implícita de la Constitución. Una garantía orientada predominantemente a la conservación de la Constitución, que hacía innecesario el despliegue de los escasos dispositivos garantistas de tipo directo (como, por ejemplo, el veto), pero que logró evitar cualquier introducción de elementos progresistas en el esquema constitucional moderado, y consiguió que nuestro régimen parlamentario se mantuviera durante demasiado tiempo como un primitivo parlamentarismo dualista.
2.2.2.2. En lo que se refiere a la observancia de las Constituciones moderadas, puede destacarse que, según esta concepción, el texto constitucional no debe contar con eficacia normativa directa en materia de derechos fundamentales, pues éstos sólo pueden ser realizados a través de la mediación de una ley, que es la que debe regular con detalle tales derechos, sus límites y condiciones de suspensión.
2.2.3. El constitucionalismo progresista puede caracterizarse, por el contrario, por unos evidentes afanes garantistas, que se manifiestan tanto en las técnicas de garantía de la conservación (rigidez constitucional) como en las técnicas de garantía de observancia de la Constitución. Esta característica no entraña ninguna contradicción con la mayor proximidad del constitucionalismo progresista a la tradición jacobina, desde el momento en que el protagonismo de las Cortes es manifiesto en los cometidos garantistas, dada su función privativa de reforma y sus otras tareas de protección de la Constitución.
2.2.3.1. Justamente por su papel central en el sistema, a pesar de la separación de poderes, las Cortes podían intervenir en garantía de la Constitución en sus tareas asociables, por ejemplo, a las restricciones y a las autorizaciones con respecto a los actos del Rey, o al papel de las Cortes en la exigencia de responsabilidad penal a los Ministros en las hipótesis de actividades inconstitucionales e ilegales.
2.2.3.2. Debe destacarse, además, que en el constitucionalismo progresista también puede apreciarse de modo ostensible una mayor preocupación por el aseguramiento de la aplicación directa de la Constitución en materia de derechos fundamentales, preocupación que se expresa en la mayor concreción y determinación de los elementos normativos necesarios para la definición del derecho subjetivo constitucional, sus condiciones de ejercicio e incluso las técnicas de su protección.
2.2.3.2.1. Esta particularidad ha podido comprobarse tras las aportaciones de y en nuestra primera Constitución a partir del significativo «asunto Fitzgerald», asunto en el cual se dio una atípica colaboración entre Cortes y jueces ordinarios en garantía de los derechos fundamentales. Es más, como consecuencia de dicho caso, las Cortes decretaron un procedimiento preferente para la protección judicial de los derechos constitucionalmente reconocidos.
2.2.3.2.2. Es verdad que, dada la ausencia de leyes sustantivas de sello liberal, podría cuestionarse el valor de precedente de este interesante caso; no obstante, esta tendencia manifiestamente garantista se confirma en el constitucionalismo posterior del mismo signo. Así, en la Constitución de 1869, además del reconocimiento de los «derechos ilegislables», se erradican obstáculos, como el fuero administrativo, que pudieran impedir el disfrute efectivo de los derechos fundamentales, e incluso se fijan penas para las autoridades administrativas y jueces que conculcasen los derechos fundamentales. Esta orientación protectora se acentuaba notablemente en el Proyecto de Constitución de 1873, que incorporaba un interesante eclecticismo garantista euro-norteamericano, pues si, por un lado, encomendaba al Senado velar por la constitucionalidad de las leyes, por otro, autorizaba al Tribunal Supremo para la suspensión de las leyes inconstitucionales.
2.2.3.2.3. Como resultado de la mayor preocupación garantista del constitucionalismo progresista, ha constatado que entre 1870 y 1883 se aprecia en la jurisprudencia del Tribunal Supremo la aplicación directa de la Constitución en materia de derechos fundamentales, llegando incluso en algunos casos a la estimación de la derogación de leyes anteriores.
2.2.3.2.4. En la interpretación de este fenómeno, que, como se notará, supone remontar la sima de separación entre Constituciones progresistas y moderadas, se suscitan, al menos, las siguientes reflexiones: a) se aprecia una escasa repercusión inmediata de la Constitución en una nueva configuración del Ordenamiento; b) la realidad histórica de la jurisprudencia continuada no desmiente la oposición entre constitucionalismo progresista y moderado, dado que lo que sucede es que la Constitución de 1869 generó una práctica judicial que resiste los cambios de Constitución, aunque esa práctica terminó agotándose, justamente por la despreocupación de la Constitución moderada de 1876 por la aplicación directa de sus normas relativas a los derechos fundamentales; c) este fenómeno histórico explica, por un lado, el papel que tendrá que asumir el Tribunal de Garantías de la II República en la efectiva protección de los derechos fundamentales, y, por otro, justifica la encomienda a nuestro Tribunal Constitucional del recurso de amparo constitucional como medio de aseguramiento de la eficacia normativa de la Constitución en materia de derechos constitucionales fundamentales; d) de todos modos, la jurisprudencia que comentamos confirma definitivamente que, al menos por un tiempo, sí se produjo la aplicación directa de la Constitución en nuestro pasado histórico; e) y, por último, la realidad de nuestro pasado judicial está en consonancia con una reiterada afirmación que aquí se ha mantenido, y es que la práctica frecuente de la suspensión de garantías constitucionales confirma la efectiva presencia de éstas, lo que, a su vez, demuestra el funcionamiento de garantías de la Constitución.
2.2.4. A pesar de estas notables diferencias de las preocupaciones garantistas entre las Constituciones moderadas y progresistas, es lo cierto que, como en el resto de Europa, hacia la segunda década del siglo ya se había generalizado entre nosotros la desconfianza hacia el primitivo garante parlamentario, porque el Legislativo había dado pruebas suficientes de omisiones o restricciones en el desarrollo legislativo de los derechos fundamentales, así como de perpetrar atentados contra la propia Constitución, especialmente ostensibles en el ejercicio y distribución de funciones entre las Cortes y el Rey y sus Ministros, o consentir las violaciones por parte de estos últimos.
2.3. Para determinar la categoría de ley dominante en nuestro constitucionalismo decimonónico se hacen precisas algunas referencias preliminares y ciertas puntualizaciones respecto a las definiciones constitucionales sobre la distribución orgánica del ejercicio de funciones normativas.
2.3.1. En la distribución constitucional de la función normativa merece un tratamiento aparte la Constitución de Cádiz, no sólo por sus singularidades jurídico-positivas y por su especial significado jurídico-político, sino, sobre todo, porque el conocimiento de sus especificidades es la base que permite obtener interesantes inferencias jurídico-dogmáticas sobre el devenir de nuestra historia constitucional.
2.3.1.1. Un dato de interés relevante de esta Constitución y sus Reglamentos parlamentarios es que ─al igual que en la Constitución francesa de 1791─ se determinaban dos formas de exteriorización de la actividad normativa parlamentaria: la Ley y el Decreto de Cortes. Es cierto que en este dimorfismo late el concepto dualista de ley, pero aunque el dimorfismo puede representar un rescoldo de recepción de las precisiones dogmáticas de , nos parece que más bien obedece a las peculiarísimas condiciones políticas que ─como las que se dieron en Francia en 1791─ habían conducido a las Cortes a asumir no sólo la soberanía sino, además, a absorber gran parte de las tareas propias del Ejecutivo, con lo que se delimitaba una amplísima y heterogénea «reserva parlamentaria». Especialmente este último extremo condicionará de modo muy peculiar el sentido de la reserva de ley en la posterior evolución de nuestro constitucionalismo decimonónico.
2.3.1.2. De la lectura de la Constitución de 1812 se desprende que el ejercicio de una potestad reglamentaria ya había sido reconocido al Rey en nuestro Derecho por la Constitución de 1812, aunque su ámbito normativo estaba muy mermado, dado que se asignaron a una amplia «reserva parlamentaria» de las Cortes muchos de los cometidos que, con el paso del tiempo, serían genuinamente parlamentarios (como, por ejemplo, los de autoorganización del Ejecutivo).
2.3.1.3. Por lo que a la distinción entre leyes y decretos de Cortes se refiere, por ahora baste señalar que duró prácticamente lo mismo que la vigencia de la Constitución de 1812. A partir de la Constitución de 1837, nuestras Constituciones encomiendan a las Cortes la potestad legislativa y otras materias que podrán exteriorizarse por medio de resoluciones de las Cámaras. Desde esa misma Constitución los Decretos se reservarán exclusivamente para la exteriorización de la potestad reglamentaria.
2.3.2. Antes de aludir a la sucesiva regulación constitucional de la distribución de facultades normativas, conviene destacar cierta singularidad de la relación entre Ejecutivo y Legislativo en nuestro constitucionalismo histórico. Hemos hablado de la presencia de una poderosa y polifacética prerrogativa regia, pero debe advertirse que esta prerrogativa española no llega a los extremos radicales que adquirió el principio monárquico en el Imperio alemán. Si en Alemania el constitucionalismo evoluciona a partir de una Carta otorgada o de una Constitución, de tal modo que el Rey o el Emperador no estaban sometidos a sus preceptos, en nuestro Derecho, en cambio, el arranque es prácticamente inverso, ya que el punto de partida es una Constitución como la de Cádiz, que configuraba una monarquía constitucional vigilada. Ello explica que entre nosotros la paulatina restauración de las atribuciones inherentes a la prerrogativa regia se logre por sucesivas y coincidentes rectificaciones de la planta básica constitucional del modelo doceañista. Esta particularidad en la evolución de nuestro Derecho arroja luz sobre dos extremos que en diversas ocasiones se han mostrado oscuros.
2.3.2.1. Ha de subrayarse, en primer lugar, que la prerrogativa del Rey no se manifestaba en la dimensión funcional de la separación de poderes; por eso puede mantenerse, como ha hecho , que nuestro principio monárquico fue compatible con el temprano asentamiento de modalidades genuinamente parlamentarias de distribución de funciones; y ello permite que también pueda considerarse el Estado español de nuestro pasado histórico como un Estado legislativo parlamentario, lo que se demuestra palmariamente porque en nuestro Derecho nunca llega a consolidarse una reserva de reglamento en favor del Ejecutivo.
2.3.2.2. Debe retenerse, en segundo lugar, que en el modelo inicial del parlamentarismo el Rey conservaba efectivas atribuciones colegisladoras; de ahí que en la sucesión de Constituciones moderadas el Rey se sirve de la ley para extender su reconquista de atribuciones arrebatándoselas a las Cortes, que hasta ese momento las desempeñaban en exclusiva; por eso tiene razón al destacar ese peculiar significado entre nosotros de la reserva de ley en los periodos moderados para servir a los intereses y propósitos del Rey.
2.3.2.3. Hay que matizar, con todo, que la característica «pendular» de la evolución de nuestro constitucionalismo histórico también permite a la reserva de ley, en los periodos progresistas, mostrarse como un medio de ampliar y asegurar la competencia parlamentaria. Ello fue posible porque a lo largo de la evolución histórico-política el Rey fue perdiendo de modo efectivo sus facultades colegisladoras; y a esto debe añadirse que con la Constitución de 1869 el Rey perdió, incluso jurídicamente, cualquier facultad de este carácter.
2.3.3. La potestad reglamentaria se reconoce al Ejecutivo en todas nuestras Constituciones, aunque en la Constitución de 1869 se pone de manifiesto el propósito de tolerar únicamente reglamentos ejecutivos. No obstante, debido a la efímera vigencia de esta última Constitución, cabe mantener que a lo largo de la mayor parte de nuestro constitucionalismo se dieron reglamentos autónomos o independientes, de tal modo que el sometimiento de nuestro reglamento a la ley era, en realidad, del tipo de una vinculación negativa.
2.3.4. El examen del ejercicio de las funciones normativas en la práctica de nuestro Derecho histórico también demuestra que se desenvolvieron de acuerdo con los cánones de colaboración propios del parlamentarismo; y es más, esa misma práctica pone de relieve dejaciones parlamentarias e invasiones gubernamentales sumamente anómalas que se produjeron tanto en los sistemas dotados de Constituciones flexibles como de Constituciones rígidas.
2.3.4.1. En efecto, la observación teratológica de nuestro Ordenamiento histórico permite detectar: una reforma de la Constitución por medio de Real Decreto, alguna derogación de ley por Decreto, frecuentes suspensiones de aplicación de leyes por Decretos, y una relativamente constante sustitución de la ley por el decreto en materia presupuestaria y en los acuerdos de suspensión de garantías constitucionales; tales sustituciones, en muchas ocasiones, tenían su origen en delegaciones o deslegalizaciones parlamentarias.
2.3.4.2. Ante semejante cuadro, no puede extrañar la pronta aparición praeter Constitutionem de atribuciones normativas del Ejecutivo con fuerza de ley, las cuales pueden reconocerse, sin ninguna dificultad, como el producto de la operatividad del principio monárquico rescatando atribuciones que en un tiempo formaban parte de la prerrogativa del Rey con el consentimiento del Legislativo. Por eso, a partir de la Revolución de 1868 comienza a generalizarse la práctica de los decretos-leyes (que son subsanados mediante la técnica del bill of indemnity).
2.3.4.3. Otra fuente de generación de atribuciones del Ejecutivo para emanar decretos con fuerza de ley es la posibilidad de aprobación de lo que hoy conocemos como decretos legislativos; esta práctica, cuyos precedentes pueden rastrearse bajo la vigencia de la Constitución de 1837, se desata y prolifera a lo largo de la Restauración.
2.3.5. Estos breves apuntes demuestran por sí solos que, con independencia del carácter flexible o rígido de las Constituciones, y sin poner en cuestión la presencia de dispositivos aptos para la garantía de la Constitución, en el desenvolvimiento de nuestro pretérito Ordenamiento nos encontramos con una nueva confirmación de la insuficiencia de los medios garantistas de la Constitución, lo que es una de las grandes experiencias deducibles de la realidad jurídico-constitucional del Estado de Derecho europeo del siglo . De ahí que la determinación de la categoría de ley adecuada a nuestro constitucionalismo decimonónico no suscita ninguna particularidad con respecto a lo que ya se ha visto en el derecho comparado, a no ser ciertas obligadas puntualizaciones referidas a la primera de nuestras Constituciones.
2.3.5.1. había indicado hace tiempo que en nuestra Constitución de 1812 se produjo la recepción del concepto material de ley, y que por eso el Constituyente de Cádiz reservó la forma de Ley para las materias propiamente legislativas y la forma de Decreto de Cortes para los actos materialmente administrativos cuya competencia se atribuía al Parlamento. Con posterioridad, criticó con bastante acierto semejante interpretación, y efectuó unas interesantes precisiones sobre la relación de competencia entre Leyes y Decretos parlamentarios. Por nuestra parte, estimamos que, aunque el dimorfismo denota que en las Cortes de Cádiz está presente un concepto de ley al tiempo formal y material, eso no supone que llegara a configurarse de modo riguroso una categoría de ley formal-material. Prueba de ello son la difuminación de los contornos materiales propios de la Ley y del Decreto de Cortes y heterogénea absorción de cometidos por las Cortes. Todo lo cual apoya la idea de que también en esta Constitución estamos en presencia de una mera categoría formal de ley (: es ley el acto parlamentario sancionado por el Rey).
2.3.5.2. Aunque pueda ser discutible la identificación de la categoría de ley en nuestra primera Constitución, a partir de la Constitución de 1837 resulta incuestionable la imposición de una categoría de ley exclusivamente formal. Esta categoría formal se consolidaba a medida que se impulsaba la propagación de la reserva de ley, lo que, por paradójico que pueda parecer, fue fomentado tanto por las Constituciones doctrinarias (para mermar las atribuciones exclusivas de las Cámaras) como por las Constituciones progresistas (para sustraerle al Ejecutivo competencias desempeñadas anteriormente por él).
2.3.5.2.1. Consideramos como factores determinantes de la existencia de una categoría de ley exclusivamente formal los cuatro siguientes: a) la presencia de Constituciones flexibles y la insuficiencia de la garantía de su observancia, en los casos de vigencia de Constituciones rígidas; b) el reconocimiento de una potestad reglamentaria al Ejecutivo y el desempeño por éste de diversas modalidades de facultades normativas extra ordinem no implica en ningún caso ninguna restricción o límite al despliegue de la potestad legislativa; c) la ley se distingue de los demás actos normativos únicamente por criterios orgánicos (acto de las Cortes) y formales (aprobado según el procedimiento legislativo y exteriorizado mediante forma de ley, por lo que requiere la sanción regia para su perfección); d) estos criterios orgánico-formales son, a la vez, los únicos requisitos de validez necesarios para que las leyes puedan desplegar la fuerza y eficacia que les son propias, dado que las garantías de la Constitución no llegaron a originar un eficaz mecanismo de heterocontrol de la legislación.
2.3.5.2.2. Sobre el primero de los factores se hacen necesarias algunas matizaciones adicionales. En el caso de las Constituciones flexibles, parece que no plantea ningún reparo la mera significación política de la Constitución, pero en el supuesto de las Constituciones rígidas su calificación suscita algún titubeo una vez reconocida su pretensión de obtener una mayor eficacia normativa. Sin negar esta pretensión, hay que insistir en que es patente que el principio de separación de poderes estaba insuficientemente garantizado; es verdad que se aprecia una mejor protección de los derechos fundamentales, aunque en la práctica el disfrute de los mismos se vio impedido por las frecuentes suspensiones de garantías constitucionales. Por eso podemos concluir indicando que, si en las Constituciones flexibles moderadas es manifiesto el propósito de lograr la difuminación de las distancias entre Constitución y leyes, en las Constituciones rígidas la preocupación por la distinción entre ambos tipos de actos normativos es innegable, aun cuando se trate de una diferenciación primordialmente política basada en la concepción de la Constitución como acto de soberanía. A pesar de todo, no cabe negar que también existía el propósito consecuente de distinción entre Constitución y leyes en términos jurídico-positivos y, por ende, jurídico-dogmáticos, aunque, eso sí, todo ello se asentaba en una confianza taumatúrgica en que la Constitución podría garantizarse por sí misma y, si ello no bastaba, aún quedaría el Parlamento, órgano que se suponía que no podría atentar contra ella y que sí podría remediar otros atentados de distinta proveniencia.
2.4. En el Derecho constitucional histórico español también se dieron las demás implicaciones conducentes a la homogeneidad de la categoría de ley, es decir, la existencia de un único legislador, una sola ley, un único procedimiento, y la unidad de fuerza formal típica de la ley.
2.4.1. Es verdad que en nuestra historia constitucional se registra la presencia ocasional de unas «leyes orgánicas», pero tal calificación responde a un mero nominalismo diferenciador de cierta especialidad material de algunas leyes orientadas a la regulación de ciertos órganos constitucionales o de relevancia constitucional.
2.4.2. Puede destacarse asimismo, a modo de precedente, que el primer supuesto vigente en nuestro constitucionalismo de ampliación instrumental de la Constitución con elementos no pertenecientes a la Constitución en sentido restringido se dio con el reconocimiento de rango constitucional a la Ley para la elección de la persona del Rey en la Constitución de 1869.
2.4.3. Debe comentarse igualmente la «Ley paccionada» de 16 de agosto de 1841, que parece desmentir uno de los dogmas enunciados por sobre la ley soberana; sin embargo, este supuesto no era más que un pacto previo entre operadores políticos que posteriormente fue ratificado por las Cortes mediante su conversión en ley.
2.4.4. También son dignas de mención ciertas especialidades procedimentales asociadas con la aprobación de la Ley de Presupuestos, pero que en la práctica no entrañan ninguna especialidad de fuerza y, por lo tanto, no generan ninguna anomalía con respecto a la calificación dogmática de la ley.
2.4.5. De todos modos, a pesar de esta casuística, puede afirmarse rotundamente que en nuestro Estado legislativo parlamentario no se dio ningún tipo de legislación atípica ni de leyes reforzadas. De ahí que, en razón de la innegable homogeneidad de la categoría de ley, el único principio operante en las relaciones entre leyes fuera el cronológico, y el único principio determinante de las relaciones de las leyes con los demás actos normativos fuera el de la superioridad jerárquica de las leyes.
2.5. Es de resaltar una particularidad del Derecho español, inusual en otros Derechos, como es el reconocimiento en nuestra tardía Codificación de un derecho foral, lo que va a dar lugar a una temprana aparición del principio de competencia. La resistencia del derecho foral a la Codificación demuestra que, en términos cuantitativos, nuestro legislador no era tan omnipotente como pudo serlo el francés; hay que matizar, sin embargo, que el derecho foral no implicaba ningún tipo de limitación a la validez de las leyes, sino ciertas especialidades en la aplicación de las normas legales, por lo que la aplicación preferente de la norma foral debe explicarse como una manifestación del principio de competencia en relaciones de eficacia entre normas. Por lo tanto, la presencia del derecho foral no afecta decisivamente a la categoría de ley, como tampoco afectaba en otros Ordenamientos la aplicación preferente de la norma de la legislación especial y la inaplicación de la norma de la legislación general.
2.6. En nuestra literatura jurídica del pasado no consta una preocupación doctrinal monográfica acerca del tema que nos ocupa hasta la obra de centrada en el Derecho constitucional histórico, y la más reciente de , que prolonga el objeto de estudio hasta el Derecho vigente. Ello no significa que nuestra doctrina no se haya ocupado de la cuestión.
2.6.1. Centrándonos en la literatura jurídica que se desarrolla en el largo periodo de la Restauración, es perceptible la recepción de la concepción bipartita de ley alemana, aunque nos parece que la mayoría de nuestros autores, después de algunos pronunciamientos sobre el deber ser eunómico, se inclinaba por una simplificada caracterización de la ley atendiendo exclusivamente a criterios formales.
2.6.2. En esta doctrina queremos destacar la aportación de , que ya diferenciaba la diversa significación del concepto teórico y lo que nosotros denominamos categoría de ley. también caracterizó a la ley de la Restauración en los términos de una categoría formal, y resaltó alguna de sus más relevantes implicaciones, como por ejemplo la ausencia de limitaciones ante la ley.
3. Con la aprobación de la Constitución de 1931 se introducen en nuestra historia jurídica dos importantísimas innovaciones de la política del Derecho, como son el reforzamiento de la intensidad de la garantía de la Constitución mediante la implantación del Tribunal de Garantías Constitucionales y la inflexión del proceso de centralización jurídica mediante la regionalización. Ya hemos visto hasta qué grado la primera de estas transformaciones también tiene su correlato dogmático con relación a la descentralización de la potestad legislativa, aunque nosotros trataremos más de esa transformación en el primero de los puntos por el que nos interesamos, que, como es de suponer, no es otro que la apreciación del régimen de la ley de las Cortes en el marco del Ordenamiento común.
3.1. La Constitución de nuestra II República puede definirse como un acto de soberanía y, por tratarse de un texto constitucional progresista, se configuró como una Constitución rígida. Enlazando con esta tradición, tanto el proceso constituyente como el proceso de reforma constitucional se atribuían exclusivamente a las Cortes, descartando cualquier intervención del Jefe del Estado.
3.1.2. El proceso de reforma de la Constitución era un procedimiento agravado o ultrarrígido, aunque en él no se admitía la intervención popular directa. A pesar de ello, puede considerarse la Constitución, como hacía , un producto de la soberanía popular, y caracterizarla, como , como la «ley suprema».
3.1.3. Debe señalarse que el estrato constitucional republicano no era monolíticamente uniforme, pues ese estrato estaba formado por tres elementos instrumentalmente diferenciados: a) la Constitución formal propiamente dicha; b) la Ley constitucional de 1 de abril de 1933 sobre la responsabilidad criminal del Presidente de la República; c) la Ley que determinaba la competencia de la Comisión de Responsabilidades, y la Ley de Defensa de la República, Leyes estas últimas que, en virtud de la Disposición Transitoria segunda de la CRE, asumieron un rango constitucional con carácter transitorio.
3.1.4. Contando con estas precisiones, podemos afirmar que en el Ordenamiento republicano ya se dan las condiciones para la distinción formal entre la Constitución y las leyes ordinarias. La diferenciación jurídico-positiva y jurídico-dogmática se completará mediante la nueva efectividad de las garantías reforzadas de la Constitución, pues, como indicaba , el Tribunal de Garantías Constitucionales suponía el remate del Estado de Derecho y la expresión más directa de la soberanía de la Constitución.
3.2. La instauración del Tribunal de Garantías Constitucionales entrañaba un reforzamiento de las garantías de la Constitución, aunque debe subrayarse que su aparición implicaba una superposición ─y no una sustitución─ del sistema garantista precedente, pues con la incorporación del Tribunal de Garantías no había ningún tipo de reasignación de atribuciones que condujera al monopolio de los cometidos de garantía de la Constitución por el nuevo órgano; de ahí que los demás órganos constitucionales también podían desempeñar funciones genéricas de garantía de la Constitución.
3.2.1. Las Cortes tenían, por lo menos, evidentes competencias garantistas de carácter objetivo, ya que controlaban la juridicidad de los decretos-leyes y de los decretos legislativos, e incluso, a solicitud del Presidente de la República, también podían enjuiciar la legalidad de los reglamentos.
3.2.2. En el periodo de entreguerras se registra un fortalecimiento general de la figura del Presidente de la República, pero en la española no es tan acusado. El Jefe del Estado no estaba legitimado para interponer recursos ante el Tribunal de Garantías Constitucionales, pero sí podía oponer un veto suspensivo a la aprobación de las leyes (lo que hizo en alguna ocasión), y también podía negar la firma de los decretos aprobados por el Gobierno, o bien someterlos al enjuiciamiento de las Cortes.
3.2.3. Por otra parte, también el Gobierno podía desempeñar cometidos garantistas, por su potestad de refrendo de los actos presidenciales, potestad de refrendo que terminó incluyendo su efectiva participación en el veto de las leyes.
3.2.4. Sin embargo, el Tribunal de Garantías Constitucionales, como portador institucional de la función de garantía de la Constitución, era su garante específico, y con su incorporación se asiste a un reforzamiento de las garantías de la constitucionalidad, aunque con algunas notables particularidades con respecto al modelo kelseniano.
3.2.4.1. En un breve repaso de sus atribuciones, puede indicarse que el Tribunal controlaba la constitucionalidad de las leyes de la República y de las Regiones, de los decretos-leyes y de los decretos legislativos; resolvía los conflictos de competencia entre el Estado-persona y las Regiones; previa acusación por las Cortes, podía enjuiciar la responsabilidad penal derivada de infracción de la Constitución y las leyes del Presidente de la República, del Presidente del Consejo de Ministros, de los Ministros y del Presidente de las Cortes; y, finalmente, el Tribunal conocía del recurso de amparo frente a actos concretos de la Administración o de los jueces que conculcasen alguno de los derechos fundamentales.
3.2.4.2. En lo que concierne al control de constitucionalidad de las leyes, hay que destacar la ausencia de un dispositivo de impugnación directa de las leyes de la República por los entes y órganos constitucionales o por sus fracciones, puesto que sólo los operadores jurídicos intervinientes en un proceso ordinario podían elevar el recurso de inconstitucionalidad. A ello ha de sumarse que, como otros Tribunales Constitucionales de la época, no tenía encomendada la resolución de conflictos entre los órganos superiores del Estado. No obstante, al igual que esos otros Tribunales coetáneos, sus decisiones sobre la invalidez de las leyes tenían efectos erga omnes en parte de los casos, por lo que su mera actividad entrañaba una quiebra de los presupuestos e implicaciones de la categoría de ley exclusivamente formal.
3.2.4.3. Nuestro Tribunal republicano también rompía con el modelo kelseniano por la amplitud proteccionista del recurso de amparo constitucional. Esta nueva desviación subjetivista estaba suficientemente justificada, pues, a pesar de las preocupaciones garantistas del Constituyente de 1931, la práctica jurídico-constitucional de la República demuestra que los únicos supuestos de aplicación directa de la Constitución en materia de derechos fundamentales pudieron darse gracias a la intervención del Tribunal de Garantías Constitucionales en el procedimiento de amparo.
3.2.4.4. Nuestro sistema de jurisdicción constitucional incumplía muchos de los requisitos exigidos para un sistema de garantía de carácter objetivo; aun así, a pesar de todas las desviaciones subjetivistas, podía examinar la validez constitucional de las leyes y, en ciertos supuestos, sancionar la invalidez con la consecuencia de efectos generales y erradicación del Ordenamiento de la norma inconstitucional. Es decir, la actividad del Tribunal de Garantías podía afectar dogmáticamente a la categoría de ley, y, en todo caso, parece incuestionable que con él se asiste a una jerarquización del Ordenamiento y a la ubicación jurídico-dogmática y jurídico-positiva de la Constitución en su cúspide. Con el establecimiento del Tribunal de Garantías Constitucionales la supremacía de la Constitución se convierte en una exigencia jurídico-positiva de supralegalidad de sus mandatos, de lo que se derivan importantes consecuencias de índole positiva y dogmática con respecto al régimen de la ley.
3.3. En la descripción de la distribución constitucional de la función normativa hemos de comenzar señalando que la Constitución de 1931 presenta ya una imagen muy actualizada en cuanto a la definición de la potestad legislativa, pues se dedica un único precepto a su reconocimiento, al que se acompaña de una constelación de reservas constitucionales de ley.
3.3.1. Es de advertir que tal proliferación de reservas de ley, unida a la posible intervención del Tribunal de Garantías Constitucionales en el aseguramiento de la observancia de la Constitución, era susceptible de originar la multiplicación de especialidades legislativas.
3.3.2. La Constitución de 1931, como Constitución progresista que era, también se propuso limitar la potestad reglamentaria a los reglamentos ejecutivos, pero la práctica republicana demuestra, sin embargo, la realidad de la existencia de reglamentos independientes.
3.3.3. En la cuestión que nos ocupa ahora el aspecto más destacable es la temprana constitucionalización de las «leyes en sentido material, ya que no formal», en terminología de , es decir, de los Decretos con fuerza de ley. En efecto, en la Constitución de 1931 se habilita al Ejecutivo en condiciones muy rigurosas para la emanación de decretos-leyes, y en condiciones más laxas para la aprobación de decretos legislativos. Aunque habría que efectuar alguna puntualización, puede reconocerse provisionalmente que con la constitucionalización de estos Decretos con fuerza de ley estamos ante una transmisión de fuerza y de valor semejantes a los de ley a unos actos del Ejecutivo, lo que viene a demostrar formalmente la pérdida por la ley de una parte de la sacralidad y majestad que le eran privativas.
3.3.4. La proliferación de instrumentos normativos en poder del Ejecutivo se acompañaba y combinaba en la Constitución republicana de una rigurosa formulación del principio de legalidad y de la previsión de unos sofisticados dispositivos para hacerlo efectivo, si bien la omisión del legislador y la inactividad de los jueces ordinarios los hicieron inoperantes.
3.4. A partir de todos estos datos, podemos comenzar a identificar la categoría dogmática correspondiente a ley de la República según se desprende de las exigencias y tolerancias del Ordenamiento común y central.
3.4.1. No se detecta en la Constitución de 1931 ninguna exigencia de un contenido general y abstracto de las leyes; por el contrario, alguna de las reservas de ley, como la del art. 44, constitucionaliza y legitima la práctica de las leyes-medida, práctica que ─como la de la legislación para un caso concreto─ consideró válida el Tribunal de Garantías.
3.4.2. La importancia cuantitativa y cualitativa de las atribuciones normativas del Ejecutivo tampoco pone en entredicho la categoría formal de ley, pues su existencia no implica ningún límite competencial frente al ámbito de despliegue de la ley.
3.4.3. Aun así, la identificación de la ley según una caracteriología exclusivamente formal resulta insuficiente ante la proliferación de singularidades de fuerza en la relación entre las leyes de las Cortes.
3.4.3.1. Es patente que entre las reservas constitucionales aparece con frecuencia la previsión de una «ley especial», pero compartimos la opinión de la doctrina de la época que las consideraba meras leyes ordinarias. Asimismo se prevé en la Constitución una «ley orgánica especial» para la regulación del Tribunal de Garantías Constitucionales, aunque esta Ley se singulariza solamente por su significación de inmediato desarrollo legislativo de la Constitución destinado a la regulación de un importantísimo órgano constitucional; de ahí que, a pesar de todo, su régimen de fuerza sea el mismo que el de cualquier ley ordinaria.
3.4.3.2. Sin embargo, en el Ordenamiento republicano sí son detectables fenómenos anormales en la posición y fuerza de las leyes, que podemos graduar en estas tres modalidades distintas de atipicidad legislativa atendiendo a criterios de fuerza: a) leyes cuya atipicidad estriba en su valor constitucional (como son las leyes aprobadas por las Cortes Constituyentes en virtud de la Disposición Final de la LOTGC); b) leyes reforzadas (como la ley de presupuestos y las leyes cuya aprobación requiere mayoría absoluta); y c) leyes especialmente reforzadas porque son leyes interpuestas susceptibles de originar la inconstitucionalidad indirecta de otras leyes (así, los Estatutos de Autonomía, las leyes para la ejecución de los Tratados internacionales, y las hipótesis de leyes armonizadoras de bases).
3.4.3.3. Mención aparte merece la calificación de los Estatutos de Autonomía. La relación entre Constitución y Estatuto de Autonomía puede definirse como un reenvío formal o no recepticio, porque no se produce un traspaso automático de fuerza, de modo que, en principio, su atipicidad de fuerza tiene que demostrarse.
3.4.3.3.1. La STGC de 5 de marzo de 1936, que declaró la inconstitucionalidad de la Ley de 2 de enero de 1935 por la que se establecía un régimen provisional en la Región Autónoma de Cataluña y se dejaban en suspenso las facultades concedidas por el Estatuto de Cataluña al Parlamento de la Generalidad, viene a probar que ya no se cumple alguno de los principios asociados a la categoría formal de ley. En nuestra opinión, la solución de este conflicto vino a poner de manifiesto que ya no era cierto el principio de que el Parlamento no puede obligarse a sí mismo ni a sus sucesores, y a demostrar históricamente en nuestro Derecho que la relación entre las leyes de Cortes ya no regía exclusivamente en virtud del principio cronológico.
3.4.3.3.2. El Estatuto de Autonomía debe ser entendido como un acto complejo, de complejidad externa y de naturaleza desigual, dada su peculiaridad consistente en la coparticipación de dos voluntades diferenciadas en la emanación de un mismo acto jurídico. La especialidad del Estatuto estriba en que la necesidad de convergencia de dos voluntades distintas constituye un presupuesto para el ejercicio de esa concreta potestad legislativa; de ahí que pueda considerarse el Estatuto como el producto del ejercicio compartido de una potestad. Esta singularidad de la naturaleza de su origen es el fundamento del carácter superagravado y ultrarrígido del procedimiento de reforma estatutaria (procedimiento en el que, por cierto, es precisa la intervención directa del pueblo mediante un referéndum).
3.4.3.3.3. Si a ello se añade que el Estatuto de Cataluña, en virtud de la citada Disposición Final de la LOTGC, tenía valor constitucional porque no podía ser sometido a fiscalización por el Tribunal de Garantías, creemos que debe concluirse que, de todas las leyes que no tenían atribuido rango constitucional, el Estatuto regional republicano suponía el mayor grado de proximidad a la Constitución.
3.4.4. Las especialidades de fuerza de las leyes de los apartados b) y c) apuntadas en 3.4.3.2 sólo pueden mantenerse por la verificación por parte del Tribunal de Garantías del cumplimiento de los requisitos de validez de las leyes. Dicho esto, cabe sostener que en el Ordenamiento republicano sí aparecían límites frente a la ley ordinaria, y así, por ejemplo, los Estatutos de Autonomía establecían un límite negativo frente a la ley de Cortes, creando un dominio reservado a la ley regional indisponible para el legislador ordinario.
3.4.5. También estas especialidades legislativas son la expresión de la presencia en el Ordenamiento Republicano del principio de competencia como principio de ordenación del sistema de fuentes y como elemento determinante de validez de las leyes.
3.4.6. En conclusión de todo esto, y si a ello se suma la posibilidad de fiscalización y sanción de la invalidez de la ley, parece demostrado que en el Derecho republicano ya es insuficiente la categoría exlusivamente formal de ley porque no define con el rigor debido el nuevo régimen jurídico de la ley de la organización central en su característico Ordenamiento jerarquizado. El nuevo régimen jurídico sólo puede describirse a partir del dato decisivo del sometimiento de la ley de Cortes a la Constitución, lo que se expresa con la definición de la ley como acto del Parlamento central, aprobado mediante el procedimiento legislativo, exteriorizado en forma de ley y compatible con las prescripciones normativas de carácter constitucional. En otras palabras, la categoría dogmática de ley que corresponde al Ordenamiento republicano es la de la ley formal y constitucionalmente válida.
3.5. El proceso de centralización del Derecho inaugurado con las Cortes de Cádiz se interrumpe con la II República, al descentralizarse la potestad legislativa. Hay que retener que el Estado integral en su concreta realización histórica se nos muestra como un Estado de régimen común unitario que admitía, por excepción, Regiones políticamente autónomas. Esta particularidad, como se sabe, tiene una incidencia de grado en la configuración de la categoría dogmática de ley, lo que podrá comprobarse más adelante.
3.5.1. En la consideración de la ley regional es preciso comenzar aludiendo de nuevo a los Estatutos de Autonomía, pues estos actos normativos tienen la particularidad de constituir un elemento de articulación o conexión del Ordenamiento central y del descentralizado. El Estatuto de Autonomía es el elemento constitutivo y habilitante del Ordenamiento regional, de ahí su relación de superioridad jerárquica con respecto a cualquier tipo de legislación o acto jurídico-público regional. Por otro lado, el fundamento del Estatuto se asienta en una reserva constitucional material, de tal manera que el Estatuto es el elemento instrumental por excelencia ─aunque no exclusivo─ para la delimitación de competencias entre el Estado-persona y la Región autónoma. En coherencia, el Estatuto será un acto normativo interpuesto que funciona como parámetro determinante de la inconstitucionalidad indirecta de las leyes regionales, como reconocía con toda precisión el art. 29.2 de la LOTGC.
3.5.2. El atajo procedimental de aproximación a la legislación regional que nos permite detectar los aspectos más relevantes para su configuración dogmática es el examen de los límites de dichas leyes.
3.5.2.1. Entre estos límites cabría distinguir tres variedades: los comunes a la legislación republicana y a la regional, que vienen determinados en la Constitución y los Tratados internacionales; los adicionales y generales de todo tipo de legislación regional; y, en hipótesis, los límites adicionales específicos, que serían aquellos atinentes a sólo un tipo de legislación regional.
3.5.2.2. Entre los límites genéricos de toda legislación regional deben destacarse, en primer lugar, los determinados en el Estatuto de Autonomía. Además, toda legislación descentralizada tiene, por definición, una eficacia personal y territorial limitada, de carácter más reducido que el de la legislación central. En los procesos de regionalización centrífuga el carácter de atribución de las competencias regionales hace que su legislación sea especializada en unas materias tasadas y, por tanto, rigurosamente supeditada a las normas de competencia, que generalmente serán las estatutarias. Este conjunto de límites define la especialidad de la validez de las leyes regionales, de modo que la ley que incurriere en algún vicio por su causa sería inexistente o, lo que es más frecuente, inválida, y por consiguiente nula.
3.5.2.3. En cuanto a otros límites genéricos, también debe mencionarse el principio de la igualdad de trato, que supone una concreción en el Ordenamiento descentralizado del principio de igualdad del Ordenamiento común. Cabe destacar que durante la II República no es apreciable ningún tipo de exigencia de una generalidad especial de las leyes regionales.
3.5.2.4. No cabe constatar supuestos de límites adicionales específicos de cierta legislación regional, ya que estos únicamente habrían sido concebibles si las Cortes Generales hubieran aprobado leyes de armonización, legislación básica o leyes de transferencia de atribuciones legislativas, hipótesis previstas en la Constitución, pero que no se vieron concretadas en la práctica.
3.5.3. En la determinación del régimen y posición de la ley regional en el Ordenamiento descentralizado republicano conviene comenzar señalando que también se admitía la posibilidad de decretos-leyes y decretos legislativos regionales. Aunque la ley regional compartía su fuerza con dichos actos normativos, se sitúa en una posición de superioridad jerárquica con respecto al reglamento regional. En el Ordenamiento regional tampoco cabe deducir de las atribuciones normativas del Ejecutivo regional límites oponibles a las leyes. Puede señalarse que el proceso de fragmentación de la categoría de ley es detectable, incluso, en el Ordenamiento regional, pues en su subsistema de fuentes también se aprecia la presencia de algunas leyes reforzadas.
3.5.4. En cuanto a los rasgos generales de la relación entre la ley regional y la ley de Cortes en el Derecho republicano, basta con señalar lo que sigue. Cabe afirmar, en principio, que la relación entre ambos tipos de legislación es de separación de competencias, sin que pueda establecerse rango jerárquico entre ellas, pues sus relaciones mutuas se determinan, por regla general, en virtud del principio de competencia.
3.5.4.1. En efecto, las leyes regionales sólo pueden perder eficacia por la derogación de otras leyes regionales posteriores o por la declaración de su nulidad o anulación por parte del Tribunal de Garantías Constitucionales. La invalidez de la ley regional se producirá por vicios de forma, materiales o de competencia. Ya se ha dicho que la incompetencia de la ley regional produce consecuencias distintas a la posible extralimitación de competencias de la ley de Cortes, pues en el primer caso procede la nulidad absoluta con plenos efectos ex tunc, mientras que en el segundo se trataría, por lo general, de una mera ineficacia limitada territorial y personalmente. Esta asimetría en el tratamiento de la legislación central y la legislación descentralizada ─reconocida, por otra parte, en la Ley orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales─ es, al tiempo, la demostración y la consecuencia de que la descentralización legislativa republicana se producía en un Estado unitario de régimen común que admitía excepcionalmente Regiones políticamente autónomas.
3.5.4.2. El régimen de separación entre legislación regional y legislación de la República admite excepciones, como son los supuestos en los que se daría una superioridad jerárquica por razones de contenido de la ley de Cortes con respecto a la eventual ley regional de desarrollo de las bases de armonización (art. 19 CRE), de las bases previstas en el art. 15 CRE (1ª, 5ª, 7ª y 12ª), o de las leyes estatales de transferencias o delegación de facultades cuya hipótesis se prevé en el art. 18 in fine CRE.
3.5.5. Entramando todos estos datos, la ley regional podría ser definida como el acto del Parlamento descentralizado, aprobado mediante el procedimiento legislativo, exteriorizado en forma de ley y conforme a las prescripciones normativas de carácter constitucional y estatutario. Mediante un proceso de abreviación puede sostenerse la conclusión de que es ley regional la ley formal, constitucional y estatutariamente válida.
3.6. Consideramos que nada impide la reductio ad unum de toda la legislación de la República si se define la categoría de ley inherente a su Ordenamiento en los términos del siguiente categorema simplificado: en la II República era ley todo acto de los órganos legislativos ─central o descentralizados─, aprobado con el procedimiento legislativo, exteriorizado en forma de ley, y emanado en conformidad directa e indirecta (o mediata) con la Constitución. En suma, durante la II República era ley y desplegaba la fuerza de ley la ley formal y constitucionalmente válida.
3.7. Una vez demostrada la procedencia de la subsunción dogmática de la ley regional en una misma categoría de ley que la que comprende a la ley de Cortes, hemos de apresurarnos a subrayar que las diferencias orgánicas, del régimen de competencias (y de las diversas consecuencias de su desbordamiento), de los requisitos de validez y del ámbito de eficacia conducen a diferenciar, dentro de la categoría de ley de la República, dos subcategorías: la ley de la organización estatal central y la ley de las organizaciones descentralizadas. Son dos subcategorías, y no dos categorías diferenciadas, puesto que los dos tipos de actos legislativos son más homogéneos entre sí que los demás actos normativos. Ahora bien, la misma necesidad de delimitar dos subcategorías para la correcta identificación de la potestad legislativa nos demuestra que el deber científico de reformulación de la categoría de ley, que ya se desprendía del nuevo régimen de la ley en el Ordenamiento central, se hace todavía más imperioso con la descentralización de la potestad legislativa.
3.8. Como cierre a este tratamiento, está plenamente comprobado que de las cuatro implicaciones que asociaba a la concepción formal de la ley, únicamente parece mantenerse en el Ordenamiento republicano la primera de ellas, esto es, aquella que definía a la ley como una decisión que sólo puede provenir del pueblo o de sus representantes.
3.9. Tenemos que reconocer que este conjunto de perturbaciones y las correspondientes inferencias dogmáticas no llegaron a ser apreciadas en toda su significación por la doctrina republicana. No obstante, como ya se ha apuntado, durante la II República se dieron importantes elementos de oscurecimiento en los dos factores determinantes de la necesidad de reformulación de la categoría dogmática de ley (el sistema de garantías de la Constitución reforzado y la descentralización de la potestad legislativa) que dificultaban la correcta identificación de ley. Tal oscurecimiento, sin embargo, no se da ya en nuestro Ordenamiento vigente, de lo que cabrá deducir las conclusiones pertinentes.
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