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Silvia Sosa Cabrera
1.4.3. La traslación de la intensidad directiva al momentum social
Como se ha dejado patente en las consideraciones anteriores, la generación del momentum directivo depende de las valoraciones que éste realice, la determinación de los objetivos a conseguir y el esfuerzo que está dispuesto a dedicar al logro de los mismos, formándose así las espirales individuales o directivas, en función de los pensamientos y sentimientos dinámicos de los decisores (Dutton y Duncan, 1987b; Lant et al., 1992; Gersick, 1994; Ginsberg y Venkatraman, 1995). En este sentido, y dado que el número de agentes implicados en dicho momentum es menor que los partícipes en el desarrollo de espirales conjuntas -momentum colectivo-, aparentemente la generación del momentum directivo conlleva menos dificultades y menos tiempo que el momentum social, cuya generación depende, inicialmente, de aspectos ligados a su participación en el proceso decisorio y al movimiento colectivo hacia el cambio, tal y como ya se ha puesto de manifiesto. Por ello, para poder generar el compromiso colectivo y, consecuentemente, el momentum organizativo, es necesario, en ocasiones, transmitir e infundir a los miembros de la organización implicados en el cambio la intensidad dinámica ya generada en el directivo (Denis et al., 1996). Situaciones tales como el escaso nivel de consenso alcanzado en las etapas iniciales, la imposibilidad de que todos los implicados en el cambio participen en el proceso de decisión, la excesiva duración del proyecto de cambio que mitigue el compromiso colectivo, etc., pueden requerir un mayor esfuerzo directivo para intensificar el momentum colectivo inicial. Para ello, es necesario un estilo de dirección participativo y abierto, fundamentándose más en la cooperación y en la colaboración, llegando incluso a considerarse que para que el líder ejerza de tal en un entorno cambiante debe enfatizar más la dimensión interpersonal que la técnica, ya que muchas de las causas del fracaso de iniciativas de cambio se atribuyen a una deficiente dirección de los aspectos personales del proceso (Zeffane, 1996; Siegal et al., 1996; Graetz, 2000).
En este sentido, múltiples son los estudios que en la literatura de comportamiento organizativo han analizado las tácticas y métodos que los directivos y los líderes del cambio deben utilizar para impulsar la transformación entre los miembros de la organización. Así, unos inciden en la necesidad de que el directivo reinterprete y comunique los acontecimientos del entorno como un marco de oportunidades estratégicas; otros defienden el uso de las reuniones tanto informales como formales para que el directivo transmita su visión de los eventos y acontecimientos; otros fomentan las actividades formativas como generadoras de compromiso; e incluso otros apuestan por encuestar a los empleados para conocer sus actitudes, conocimientos, percepciones y/u opiniones sobre el cambio estratégico y las variables afectadas por el mismo, o sus expectativas sobre el comportamiento que se debe desarrollar (Child y Smith, 1987; Gioia y Chittipeddi, 1991; Greiner y Bhambri, 1989; Smart y Vertinsky, 1984; Webb y Dawson, 1991; Wee, 1994; Whipp y Pettigrew, 1990; Armenakis y Fredenberger, 1995; Denis et al., 1996; Zeffane, 1996; Mitki, Shani y Meiri, 1997; Jansen, 1999; Claver et al., 2000; Hartley, 2001). Por tanto, el directivo puede utilizar las configuraciones estructurales, las áreas de diálogo con otros niveles directivos, los procesos de integración y las políticas de formación como mecanismos para generar la participación y el compromiso necesarios -momentum social- de cara al inicio de las actuaciones de cambio.
Ahora bien, en todas estas herramientas el denominador común es la comunicación efectiva y de calidad sobre la necesidad de acometer un cambio estratégico, la dirección en la que se debe desarrollar y la forma de ejecutarlo para conseguir los objetivos establecidos. Por ello, analizaremos con detenimiento las características que dicha comunicación debe tener para que se produzca, cuando sea necesario, la traslación de la intensidad directiva al momentum social.
Así, en primer lugar, debemos enfatizar la importancia de la existencia de la comunicación dentro de la empresa. Es más, consideramos, al igual que Williams y Byrne (1997), que la falta de comunicación entre los diferentes niveles jerárquicos puede ser el origen de la mayoría de los conflictos que surgen en las empresas inmersas en una situación de cambio. Incluso, los autores afirman que esta carencia puede ser consecuencia de la incapacidad de los altos directivos para trasladar a su personal las exigencias que plantea el dinamismo empresarial, por lo que es habitual que se produzcan disonancias entre las necesidades reales de la organización y lo que los empleados perciben.
No obstante, aunque exista comunicación, los directivos y empleados pueden tener una opinión muy diferente del cambio (Whipp y Pettigrew, 1990; Strebel, 1996), ya que el directivo puede considerarlo como una oportunidad para reforzar la empresa, para asumir nuevos retos y riesgos profesionales y para progresar en su carrera, mientras que para muchos empleados no es algo buscado, sino destructivo y molesto; o bien, también puede ocurrir que los empleados perciban el cambio de una manera alternativa a la dirección. Para evitar estas situaciones, Kotter (1995) defiende que puede ser necesario establecer “pactos personales o acuerdos empleados-empresa”, ya sean explícitos o implícitos, que definen las relaciones entre ambos y las nuevas condiciones al objeto de aunar esfuerzos para implantar el cambio. Por ello, es necesario fomentar una comunicación efectiva directivos-empleados para solucionar posibles diferencias e implicar a los empleados. En este sentido, debe enfatizarse la calidad de la comunicación y no utilizar ésta como mero transmisor de la necesidad y la forma de cambiar, ya que la comunicación es un aspecto crítico en la dirección exitosa del cambio (Whipp y Pettigrew, 1990; Andreu Pinillos, 1990; Dixon et al., 1994; Caldwell, 1995; Ford y Ford, 1995; Kotter, 1995; Armenakis y Fredenberger, 1995; Kitchen y Daly, 2002).
En este contexto, muchos autores han defendido la presencia de un líder carismático capaz de comunicar la visión y de movilizar la energía necesaria para que se produzca el cambio. Así, las dimensiones clave del rol carismático se establecen en torno a cambiar el status quo y crear una voluntad para el cambio, inspirando una visión compartida y comunicando personalmente la dirección futura con respuestas claras y honestas para implicar a tantas personas como sea posible en un intento de generar el compromiso necesario. En este sentido, y para garantizar que el momentum y el entusiasmo colectivo hacia el cambio se intensifiquen, el líder debe comunicar el mensaje ligándolo al propósito estratégico de la iniciativa de cambio, ejemplificando con casos de éxito y fracaso, de forma proactiva y repetida en las distintas áreas de la organización, directamente y a través de distintos canales, tales como memorandos, anuncios de la dirección, vídeos, informes y pequeñas reuniones de grupos, formación de equipos y desarrollo de workshops, etc. Adicionalmente, el directivo debe acompañar la comunicación sobre el cambio con la dotación de los recursos apropiados, la adecuación de los sistemas y de las estructuras, la identificación y resolución de las resistencias, etc. (Lee, 1977; Pettigrew, 1985; Whipp y Pettigrew, 1990; Andreu Pinillos, 1990; Armenakis y Fredenberger, 1995; Fondas y Wiersema, 1997; Eisenhardt et al., 1997; Eisenbach, Watson y Pillai, 1999; Landrum et al., 2000; Graetz, 2000; Golden y Zajac, 2001, entre otros).
Ahora bien, para que se produzca la traslación de la intensidad directiva al momentum social no es suficiente con que el líder transmita el planteamiento del cambio, sino que se convierta en el agente dinamizador de todo el proceso tanto desde un punto de vista organizativo como simbólico. En este sentido, Kaplan y Norton (2001:23) han afirmado que “Si los que dirigen la empresa no lideran enérgicamente el proceso, el cambio no tendrá lugar, la estrategia no se aplicará y la oportunidad de obtener resultados positivos se perderá”. Por ello, cada vez se incide más en la capacidad del líder para dirigir el «mundo irracional», formado por aspectos intangibles tales como las emociones, las percepciones subjetivas, los mapas cognitivos, los símbolos, los valores y las creencias, al objeto de generar entre los empleados la confianza y el compromiso que el cambio requiere (Melin, 1986; Schein, 1988; Vince y Broussine, 1996; Davies, Joyce, Beaver y Woods, 2002; Stinglhamber y Vandenberghe, 2003). Sobre la base de estas consideraciones, Harvey y Brown (2001) manifiestan que el cambio se produce como resultado de la actuación de un líder activo que comunica con efectividad el propósito de la organización, siendo también necesario que esté comprometido y dedique considerable tiempo y esfuerzo a “fomentar” un nuevo entorno organizativo para facilitar el cambio (Johnson, 1989; Daniel, 1989; Pumpin y García Echevarría, 1988; Sergiovanni, 1984; Pettigrew, Ferlie y McKee, 1992; Lingle y Schiemann, 1996; Walck, 1996). En este sentido, consideramos que
Proposición 9: El momentum colectivo hacia el cambio se intensificará en la medida que el directivo ejerza el rol activo y asuma personalmente el papel de comunicador sobre la necesidad de acometer el cambio estratégico y las líneas de actuación a seguir.
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