Alba Eritrea Gámez Vázquez, Manuel Angeles y Eduardo Juárez
Introducción
Este artículo busca contribuir a la discusión de la promoción del capital social sobre el desarrollo en pequeñas comunidades, fenómeno que ha suscitado gran interés a nivel internacional, dados los altos niveles de pobreza y deterioro ambiental en zonas rurales (Bailbis, 2001; Bridger, 2011; Brody, 1998). La intención es abonar al debate sobre la naturaleza del capital social y (la falta de) sus efectos en los procesos de desarrollo rural pero también como un ejercicio de empoderamiento comunitario. Estructurado en cuatro secciones, en la primera parte de este texto se presenta el caso de dos comunidades-oasis en Baja California Sur, en el noroeste mexicano, en donde recientes políticas gubernamentales buscan estimular el crecimiento del sector turismo aunque con resultados aún insatisfactorios.
Ese ejercicio sirve para reflexionar, en una segunda sección, sobre el papel asignado al capital social y humano como mecanismo de desarrollo. En la tercera parte se ofrece una explicación sobre las razones por las que ese mecanismo no funciona, ligadas a la naturaleza misma de la noción de capital social y del emprendedurismo que lo acompaña. Por último se exponen algunas consideraciones sobre la pertinencia de enfocar el crecimiento económico para el desarrollo, especialmente en comunidades rurales, desde la perspectiva de una economía social, más que de una empresarial basada en la presencia o ausencia de capital social.
Un elemento común en las políticas de desarrollo, especialmente en zonas rurales, es la promoción de actividades que
Ubicado en el noroeste mexicano, a casi dos mil kilómetros de la frontera con Estados Unidos y de la Ciudad de México, el estado de Baja California Sur (ver Fig. 1) se caracteriza por su reducido peso demográfico y económico (históricamente menos del uno por ciento del PIB y la población nacionales), características que se relacionan con la aridez del suelo, su posición casi insular, y su muy alto grado de apertura. Este último elemento significó que, especialmente en la segunda mitad del siglo xix, sus relaciones con el exterior fueran dinamizadas a través de la producción y comercialización de productos mineros, pecuarios, agrícolas y pesqueros. Sin embargo, las limitaciones asociadas a su pequeño tamaño se cobraron fuerza con la inestabilidad de los mercados internacionales de los que dependía y por décadas esta región hubo de enfrentar un largo proceso de desaceleración económica.
En los años setenta de abrió la posibilidad de que el estado se convirtiera en una economía de entrepuerto ante el diferencial arancelario que mantenía, merced de su zona libre, con el macizo continental. Al cerrarse esta opción con la entrada de México al GATT y su posterior incorporación al TLCAN, el gobierno mexicano promovió activamente el crecimiento del turismo, basándose en el atractivo de la pesca deportiva, evidente en pequeña escala desde mucho antes, así como de sus incomparables bellezas paisajísticas y su prístina condición natural. De ese modo, se establecieron las bases del crecimiento turístico en dos zonas geográficas definidas de la entidad (Los Cabos y Loreto), como una alternativa de crecimiento económico y desarrollo regional (Angeles, 2010; Gámez, 2007).
Particularmente desde la década de los ochenta, el turismo ha cobrado una importancia creciente en la estructura productiva estatal, por el comportamiento de Los Cabos como un destino internacionalmente conocido en el que destaca la inversión extranjera, mayormente estadounidense y española. Si el sector servicios ha sido una constante en los últimos cincuenta años, al dar cuenta de casi 70 por ciento del producto estatal bruto, el turismo ha sido determinante en esa situación. El crecimiento del turismo o, del sector servicios en general, se concentra en pocas regiones que gozan o han sido habilitadas con infraestructura pública, turística y de comunicaciones. Paralelamente, y lo que se explica por las características demográficas y distribución de la población y la propia conformación histórica de Baja California Sur, muchas comunidades siguen manteniendo patrones de producción tradicionales, vinculados a la ganadería, la agricultura, la pesca, y la silvicultura, en un aislamiento relativo.
En el municipio de Comondú, el segundo más extenso de la geografía estatal al ocupar 17 por ciento del territorio, predominan la agricultura y la ganadería; las actividades turísticas son incipientes y generalmente identificadas con el avistamiento de especies como la ballena gris en el litoral del Pacífico. Proyectos inmobiliarios y turísticos se abren paso en el caso del Golfo de California, aunque su concreción no parece que significará una sustitución, al menos en el corto y mediano plazos, de la actividad agropecuaria y pesquera que caracteriza al municipio. Pese a sus recursos, el municipio ha enfrentado desde hace décadas un estancamiento de las actividades económicas que se ha reflejado en un proceso de despoblamiento, especialmente porque la población joven sale en busca de empleo. La expulsión de población es aún más aguda en las comunidades rurales del municipio, donde las opciones de fuentes laborales son menos diversificadas y más constreñidas; así se explica que Comondú sea el segundo municipio más marginado del estado. Aunque inversión pública se ha canalizado a la zona, principalmente a los sectores de agricultura, salud, desarrollo urbano e infraestructura, asistencia social, comunicaciones y transportes, la situación de este municipio sigue siendo problemática (CEI, 2007).
Comondú alberga casi una cuarta parte de las 2,850 localidades que componen Baja California Sur. De las 661 localidades activas que integran el municipio, 95 por ciento son rurales, con una población menor a 99 habitantes (INEGI, 2011). Si se incluyen las localidades que son habitadas por menos de 499 personas, la proporción se eleva a 98.5 por ciento (SEDESOL, 2011). En ese contexto las comunidades de estudio, San Miguel y San José de Comondú (el oasis de “Los Comondú”), están enclavadas en la Sierra de la Giganta, a una distancia de 130 km de Ciudad Constitución, la cabecera municipal, de la que dependen administrativamente estos poblados (Fig. 2). A mitad de 2011 se concluyó el tramo carretero que comunica a Los Comondú con la comunidad de Francisco Villa, poblado a 37 km de distancia entre éste y los dos poblados. Justo ahí, está la intersección con una carretera que se entronca con la carretera Transpeninsular, eje de las comunicaciones por tierra de la entidad, que va desde el extremo sur de la península hasta la frontera con California.
San Miguel y San José se encuentran separados por un camino vecinal de tres kilómetros de distancia y están asentados en una cañada de 16 kilómetros de longitud y una superficie de 88 has.; sólo 8 km. son ocupados por la población. La zona tiene un arroyo superficial, el Arroyo Comondú, que se nutre del agua que brota de varios manantiales repartidos a lo largo de su recorrido. Los Comondú son, literalmente, un oasis en el semidesierto sudcaliforniano. Este arroyo forma un humedal que fue designado como sitio Ramsar el 2 de febrero de 2008 por su alto valor ecosistémico, ya que hospeda a siete especies de aves y 18 especies de reptiles bajo algún estatus de protección en la NOM-059-SEMARNAT-2001, y es sitio de descanso para especies migratorias (Breceda et al., 2010).
Aunque no ha exentado a la región de las consecuencias de eventos de consecuencias adversas como sequías y huracanes, frecuentes en el estado, la existencia de una fuente permanente de agua y temperaturas menos extremas permitió el desarrollo de uno de los primeros asentamientos exitosos en la media península de la época misional y, atendiendo a las pinturas rupestres aledañas, incluso de más tiempo atrás. Actualmente, conformadas en el año 2010 por 109 y 148 habitantes - 10% y 25% menos que en 2005, respectivamente (Ibídem), las poblaciones de San José y San Miguel de Comondú se encuentran mayoritariamente concentradas dentro de la cañada del arroyo. Sin embargo, un porcentaje de los habitantes permanece disperso en ranchos próximos a lagunas y arroyos temporales de la sierra. Esos asentamientos son relevantes por las actividades pecuarias que realizan, toda vez que la economía local subsiste en mucho por el ingreso derivado de la crianza y venta de ganado, así como de la producción de queso. La existencia de agua y por tanto de verde vegetación en el semidesierto circundante, el bagaje histórico ligado a las misiones de las Californias, y el valor ambiental, así como el cultural de las actividades tradicionales de huertas y ranchos, histórico le confiere a Los Comondú un alto valor cultural (Sauvage y Gámez, 2013). Ese favorable panorama ambiental, económico, sin embargo, está en riesgo por las condiciones imperantes de subdesarrollo, la ausencia de opciones de vida productiva digna, un proceso de emigración de los jóvenes, envejecimiento y despoblamiento y la reinterpretación del patrimonio, de la concepción del oasis, hacia un turismo alternativo mercantilizado.
La falta de alternativas productivas viables es ya muy evidente: de las 92 parcelas que originalmente existían, en la actualidad únicamente 32 permanecen activas en la cañada. Si bien la estructura productiva de San Miguel y San José comunidades descansa en el sector primario, en ambas coexisten otras prácticas productivas que complementan el ingreso de sus habitantes. De éstas, 11 parcelas tienen cultivada caña de azúcar, 16 parcelas vid, 10 palma datilera, y 23 huertas cuentan con frutales y otras siembras. De esas huertas se procesa la caña para producir piloncillo, se hacen vino, frutas confitadas, y esteras de carrizo que venden a los aún escasos visitantes que llegan a Los Comondú, atraídos por la misión en San José, cuya construcción data del siglo XVIII. Adicionalmente, es de notar que una parte relevante del escaso ingreso monetario en las dos comunidades proviene de los diferentes niveles de gobierno (federal y estatal) en la forma de programas de empleo temporal y capacitación para la conservación ambiental y el desarrollo rural. Aun así, la falta de empleo, la sequía, la pérdida del ganado, la escasa agregación de valor de sus productos, la dependencia de canales externos (que vuelve a los productores sujetos del intermediarismo), mantienen a los habitantes de esta zona en una situación de vulnerabilidad permanente, que redunda en un creciente envejecimiento de la población por el despoblamiento, como ya se anotado.
El alto valor ambiental, paisajístico y cultural de Los Comondú y otros oasis en el territorio sudcaliforniano, estimuló en 2011 el desarrollo de un programa del gobierno estatal para reactivarlos económicamente (DCS, 2011). Con la inyección de recursos en infraestructura1 y diversos apoyos para la realización de proyectos productivos ligados a las actividades agropecuarias tradicionales, la expectativa era que la iniciativa local para la auto-organización al interior de la comunidad se desarrollara. De esa manera los pobladores locales podrían aprovechar el potencial que acompaña su integración al resto de ciudades del estado a través de las nuevas vías de comunicación, en la forma de agregación de valor a sus productos y acceso directo a mercados incluso de exportación y, con el crecimiento de las visitas, al modelo turístico imperante en el estado.
Estas expectativas no estaban del todo erradas, toda vez que son las que generalmente se adelantan para promover el desarrollo rural, especialmente por el atractivo que representa vincular actividades agropecuarias tradicionales con el turismo (Carpio Martín, 2008; UNA, 2011). En el caso del vino, uno de los principales productos locales, se avizoraban perspectivas favorables para el incremento de su producción. En el del queso de cabra, la aceptación generalizada a su sabor suponía la viabilidad de estimular pequeñas queserías con mejores condiciones de comercialización, que mejoraran el bajo precio que actualmente se obtiene; lo mismo respecto a la carne de animales de desecho. Asimismo, ante la importante afluencia de turistas al estado, el ofrecimiento de actividades de ecoturismo o turismo rural representaba una oportunidad de negocios potencial, dados los atractivos paisajísticos, ambientales, históricos y culturales de Los Comondú.
El problema es que a casi dos años de estructurar el programa de reactivación de los oasis, las perspectivas no se han concretado. Por una parte, hay razones objetivas, que se indican enseguida, referidas a la forma de producir; y, por otra, un asunto medular es lo que podría considerarse la falta de cohesión (capital social), producto de rivalidades y escasez de colaboración en la comunidad, y en la incapacidad (o desinterés) para transformar la manera en que viven y realizan sus actividades económicas. El valor de los oasis en BCS deriva de diversas razones, que van desde lo geográfico lo cultural, histórico, paisajístico, ambiental, hasta lo económico- productivo.
En la actualidad los Comondú, de haber tenido una alta importancia para la economía de la región, han pasado a ser pueblos con un bajo nivel de producción y productividad y con un serio vaciamiento demográfico. Evidencia de este bajo desempeño económico es que, de contar en 1940 con poco más de 1,000 habitantes, 70 años después, en 2010, su población había disminuido en aproximadamente 75 por ciento. Esta situación justifica un diagnóstico de sus condiciones actuales, que a la vez abonaría a la discusión sobre las diversas propuestas de desarrollo para economías locales sudcalifornianas, en particular con miras a la reciente estrategia adoptada por el gobierno estatal para los oasis, mencionada en páginas anteriores. Considerando que esta situación se replica en otras zonas rurales del país, podría servir de caso de comparación útil para comprender su dinámica.
Dentro de los factores a analizar, sin duda, uno de las de mayor relevancia es el referente a la incertidumbre productiva que generan los conflictos de tenencia de la tierra. Estos conflictos, como muchas otras cosas, son producto de la historia de las localidades de estudio: por una parte, existen posesionarios, dedicados mayormente a las actividades agrícolas, que durante generaciones han disfrutado de sus predios, pero no cuentan con documentación probatoria que les acredite legalmente como dueños. Por la otra, hay también ejidatarios, abocados a la crianza de ganado caprino, que recibieron una dotación de tierras del gobierno federal en los años setenta del siglo pasado, frecuentemente afectando usos y costumbres anteriores.
Evidentemente, existe un “problema de los comunes” sin resolver, de forma que no hay claridad sobre la propiedad de la tierra en muchas partes de la cañada que separa la las poblaciones de San Miguel y San José, lo que lleva a los agricultores a dudar en el momento de emprender acciones de carácter productivo, por el temor que una vez que se les haya invertido en trabajo y en tecnificación, el ejido reclame las huertas. Un conflicto recurrente es la invasión del ganado a las huertas o parcelas familiares ocasionando daños a la cosecha y, por tanto, pérdidas a los productores; sin embargo, cercar para proteger las huertas, lo que representaría la solución al conflicto, no está en el ánimo del productor agrícola por la inseguridad en la tenencia de la tierra. De esta suerte, lo que se decide en la mayoría de los casos es no trabajar la huerta, ocasionando el abandono de la actividad: en poco tiempo, la parcela se enmonta, la tierra se saliniza, y la falta de ingreso familiar empieza a conformar un problema individual y social. Por lo anterior, es urgente desarrollar un proceso regulatorio que dé certidumbre a los productores y que defina con claridad el catastro de estas comunidades.
Las actividades productivas que hoy por hoy le dan rumbo económico a esta zona son la agricultura y la ganadería de caprinos. La primera está, en principio, limitada por conflictos internos como los descritos anteriormente. Sin embargo existen en ese sector otros problemas de carácter productivo, como la poca diversificación en su producción. Los productos agrícolas comerciales que sostienen la economía de las familias son, a saber, la caña de azúcar; toda vez que las hortalizas y legumbres son para el autoconsumo, práctica es cada vez menor. En la actualidad, las despensas familiares se surten en los centros de abastos de las poblaciones vecinas de mayor tamaño, como Ciudad Constitución o Villa Insurgentes. Los frutales en su mayoría se desperdician y sólo muy poca cantidad se destina a dulces y conservas. De la caña de azúcar se obtienen panocha de gajo, norote, y el punto, que es una especie de mermelada, o jarabe, derivada del proceso de la panocha de gajo o del norote. Su comercialización se hace prácticamente en la localidad, lo que impide tener acceso a mejores precios en otros mercados y aprovechar el nicho de mercado que puede ofrecer su elaboración artesanal. La falta de canales más adecuados de comercialización, propios de los pequeños productores, inhibe la generación de cadenas de valor que pudieran traer mayores beneficios y permitir mejorar el nivel de bienestar de las comunidades.
El caso de la uva no es muy diferente. A pesar de que la demanda del vino elaborado con este producto no está satisfecha no se ha incrementado la producción, en una situación que no aprovecha ventajas tan significativas como las características culturales e históricas que le otorga su categoría de vino misional. Problemas como la inocuidad, la pequeña escala de producción de vino, la falta de una marca y etiquetado distintivo con envasado propio – incluso la carencia de botellas y corchos - le han impedido a los productores hacer convenios con casas comerciales y hoteles y, de esa forma, tener acceso a otros segmentos de mercado con condiciones más favorables en su comercialización.
Asimismo, es necesario mejorar las formas de organización, pues los intentos por constituir una asociación de productores de vino no han rendido los frutos esperados. Mejores formas de organización pudieran permitir a los productores hacer convenios con universidades, institutos de investigación, productores de otras regiones donde exista intercambio de experiencias, como ya se ha hecho en el estado de Baja California, en la parte norte de la península. En aquella entidad, los productores del Valle de Guadalupe en mucho deciden el manejo integral del producto, y ahora se está explorando una línea de producción de aceite comestible de uva, el cual está teniendo mucho éxito en el mercado por sus condiciones de organolépticas que ayudan a mejorar la salud.
La ganadería, sobre todo la caprina, se desarrolla fundamentalmente en el secano, lo que la hace muy vulnerable y dependiente de las condiciones climáticas del estado, ya sea por sequías o eventos extremos como huracanes o ciclones, que han diezmado los hatos ganaderos de la región. Pese a ello, la producción de queso de cabra y la venta de cabritos y vientres de remplazo generan recursos económicos que le permiten a las familias subsistir. Pero el esquema de atraso organizativo se repite: no existe en los rancheros una organización ganadera que les permita hacer frente a las vicisitudes que plantea el secano. Igualmente, no hay intentos por mejorar genéticamente el hato, que les redituara mayor cantidad de leche: una cabra de Los Comondú produce (en el mejor de los casos) medio litro de leche diario, mientras que existen otras razas como la murciana, promedian cuatro litros. Las condiciones de elaboración del queso son muy insalubres y se reducen al queso salado o macho (la sal permite su conservación, al no contar los ranchos con servicio de electricidad). La producción de queso fresco es muy pequeña, sea por pedido o para el autoconsumo. Los canales de comercialización, de nuevo, son muy desfavorables, ya que los productores están a merced de los intermediarios, quienes en última instancia obtienen los mejores dividendos. En el caso de la venta de cabrito y vientres para remplazo se realiza a través de intermediarios, quien a su vez los revende a compradores de Monterrey (noreste del país, la tercera ciudad de México en población). Las cabras de desecho son consumidas por el mercado local para la elaboración de birria, fundamentalmente. Esta forma de comercializar pone al productor en una condición muy desfavorable, ya que el precio es fijado por los intermediarios, con las consabidas pérdidas para los productores.
El tema de la certeza jurídica sobre la tenencia de la tierra es central en la explicación de la situación relacionada con la vivienda, las relaciones intra e intercomunitarias, el uso de la tierra y del agua y, por tanto, de las actividades productivas en el lugar. Esto requiere de un acompañamiento explícito y cuidadoso de intervención a efecto de resolver conflictos que se remontan a la propia conformación de los poblados en los últimos 40 años al menos. Las comunidades de San Miguel y San José de Comondú se encuentran localizadas dentro del Ejido Comondú creado en 1969. Desde su creación, el ejido se integró por 192 capacitados agrarios. Debido al éxodo que predominaba en la comunidad, en 1988 se decretó la privación de los derechos agrarios de quienes hubieran abandonado las labores de explotación colectiva por más de dos años consecutivos. Asimismo, se contempló la adhesión como nuevos ejidatarios de quienes hubieran trabajado tierras del ejido de forma consecutiva por más de dos años de forma pacífica y sin perjuicio a terceros. Actualmente se reconocen como ejidatarios a 60 personas (Noriega, 2011). La suma total de casas, y lotes baldíos donde se supone que hubo viviendas, es de 139 casas-habitación. Actualmente están ocupadas cerca de la mitad de ellas, y 83 por ciento de sus habitantes manifiesta ser dueño de la propiedad por el hecho de residir en ellas. Sin embargo, son escasos aquéllos que cuentan con escrituras de propiedad, por falta de recursos para ello, o bien porque la casa les fue prestada o rentada (Ibídem).
Aunque el abandono y deterioro de las viviendas, especialmente de las antiguas, es notorio en ambas comunidades, las de San Miguel muestran el mayor desgaste. Es ahí también donde es notoria la ausencia de espacios públicos para la socialización de los habitantes y como insumo para actividades de turismo rural, por ejemplo. Es de mencionar que el impacto de las diferencias entre los pobladores respecto a la tenencia de la tierra se extiende no sólo al aspecto de tensión social, preocupante en comunidades tan pequeñas, sino también a las posibilidades de activación agrícola (si bien la falta de claridad sobre la tenencia no es la única explicación, influye en que muchas de las huertas se encuentran abandonadas).
En los Comondú se perciben algunas iniciativas para aprovechar el área de oportunidad que representa el mayor flujo de visitantes, producto de la mejora en infraestructura carretera. Sin embargo, estos casos distan de ser generalizados y suelen ser impulsados por familiares no residentes en el oasis. Aunque esto podría aprovecharse como impulso a la iniciativa local, la pregunta sigue: ¿por qué no desarrollan los habitantes locales una actitud emprendedora? Y si no la desarrollan, ¿qué futuro tendrán en su oasis? Esto sugiere la necesidad de fortalecer el capital social en esas comunidades como una alternativa de empoderamiento y emprendedurismo. Enseguida se presenta este enfoque, tan recurrido como catalizador del desarrollo local.
La idea de que los factores estructurales influyen en el desarrollo de las naciones y de los individuos es antigua y ha ocupado la atención de diferentes disciplinas. Sin embargo, desde la década de los setenta, instituciones globales han reconsiderado e incorporado el concepto de capital social como explicación y medio para lograr el desarrollo. Definido a partir de los elementos de confianza mutua, reciprocidad, normas efectivas y las redes sociales, el capital social se refiere al contexto de sociabilidad que hace que prospere la colaboración y acción colectiva, y que puede permitir que actores individuales aprovechen las oportunidades que surgen en estas relaciones sociales. De acuerdo a Portes (1998), dos razones explican el resurgimiento y popularización del concepto de capital social, especialmente desde los noventa: a) el énfasis en los aspectos positivos de la sociabilidad, y b) la importancia de los factores no económicos como fuente de poder e influencia. Ambos elementos, se tornaron atractivos para los tomadores de decisiones en tanto que significaban soluciones menos costosas, no económicas, a problemas sociales.
Coleman concibe el capital social como una explicación intermedia del comportamiento humano entre, por un lado, las consideraciones individualistas y, por otro, aquéllas que la ubican como resultado del determinismo social (Coleman, 1988). Definido por su función, el capital social está formado por una variedad de entidades que implican estructuras sociales y facilitan las acciones de los actores dentro de esas estructuras. El capital social es, entonces, productivo, aunque no es totalmente fungible y puede ser específico a algunas actividades. La relación entre capital humano y capital social surge de los cambios o las ventajas que le representa a un individuo pertenecer a cierta red o conjunto de instituciones sociales, y que le dan habilidades o capacidades que lo hacen actuar de nuevas maneras (Ibíd.: 100-101). Coleman alude a tres formas de capital social: obligaciones y expectativas, canales de información, y normas sociales, que en última instancia facilitan la acción pero que también la pueden limitar. Como crucial a los efectos positivos del capital social es el concepto de “cierre” (closure), que se refiere a los vínculos que permiten que las normas sean efectivas y que se desarrolle la confianza, favoreciendo así el consentimiento social o el control del comportamiento de los miembros.
Bourdieu, como luego haría Coleman (Ibíd.: 97), resalta que el interés por los beneficios explica la solidaridad, lo que significa que las redes sociales no están dadas naturalmente. Esto indica que la inversión en estrategias, tanto en términos económicos como culturales, es necesaria para promover la institucionalización de relaciones de grupo (Portes 1998). Lo anterior puede facilitarse si se considera que el capital social involucra diferentes procesos: distinguir los recursos mismos de la habilidad de obtenerlos; encontrar las motivaciones para dar; y crear los mecanismos de generación del capital social. En este último aspecto, dado que las fuentes del capital social son intangibles (son otros lo que se convierten en la fuente de ventaja para alguien), ¿qué motivación puede haber para incluir a nuevos miembros? La reciprocidad mutua, solidaridad limitada o una confianza exigible explican las ganancias que provienen no del recipiendario del beneficio, sino de la colectividad a través de estatus, honor, o aprobación (Ibíd.: 6-7).
El capital social tiene consecuencias importantes, tanto positivas como negativas. Puede ser una fuente de control social, de apoyo parental o familiar; y de beneficios mediados por una red que rebasa a la familia inmediata. Aunque suelen resaltarse sus beneficios sociales (y personales), el capital social puede tener impactos negativos como la exclusión de actores externos, demandas excesivas de miembros del grupo (que acaben con iniciativas empresariales), restricción de libertades individuales (cuando hay desviaciones de la línea predominante en la comunidad), y de minimización del nivel de las normas (cuando la solidaridad se cementa en la adversidad y ocurre que un individuo es exitoso). Así, ocurre que surgen dilemas entre la solidaridad en la comunidad y la libertad individual, o entre bienes y males públicos (Ibíd.: 15-16).
Pero lo más importante es cómo explicar los beneficios del capital social, en la medida en que parece haber el peligro de la “circularidad” en la causalidad; esto ha sido explicado en la crítica a la propuesta de Putnam, donde las ciudades bien gobernadas disfrutan de altas tasas de crecimiento debido a un alto capital social, mientras que este alto capital social surge en ciudades bien gobernadas. Por lo tanto, se ha sugerido empezar por investigar las fuentes de capital social más que sus efectos (los beneficios) (Ibíd., p. 21). Putnam ha aceptado esas críticas pero, a pesar de ello, sostiene que el capital social es "un poderoso predictor de muchas cosas" y, por lo tanto, meritorio de atención (Putnam, 2004).
Con el fin de proporcionar un marco más sólido de análisis, Lin propone que en el estudio de capital social (1) se debe concebir una definición distintiva del capital social, independientemente de sus factores causales, (2) se debe afirmar o especificar su afinidad con las relaciones y redes sociales, y (3) sus utilidades o beneficios deben ser conceptualizadas y especificadas (Lin, 2006). Según Lin, el capital social no son las relaciones o redes sociales en sí, sino los diversos recursos integrados en las relaciones sociales. Esta definición separa el capital social de las redes sociales (sus agentes causantes) y forma sus funciones (su beneficio esperado).
Considerando lo anterior, la medición de capital social se ha convertido en un medio para resolver el debate, para lo que se han desarrollado indicadores e índices. Entre ellos, se ha destacado la confianza, así como las tendencias de votación, membresía en organizaciones cívicas, y horas dedicadas a tareas voluntarias, por mencionar algunos. Sin embargo, dado que la medida del capital social dependerá de cómo se define éste, se han hecho llamados a proponer definiciones comprehensivas, que sean multidimensionales e incorporan distintos niveles y unidades de análisis, y pongan atención en el contexto del caso de estudio.
En cualquier caso, se indican cinco dimensiones clave para cubrir el concepto de capital social (World Bank, 2010): a) Grupos y redes: grupos de individuos que promueven y protegen relaciones personales que mejoran el bienestar; b) Confianza y solidaridad: como elementos del comportamiento interpersonal que fomentan una mayor cohesión y una acción colectiva más sólida; c) Acción colectiva y cooperación: la capacidad de las personas para trabajar juntas para resolver problemas comunes; d) Cohesión e inclusión social: reduce el riesgo de conflictos y promueve el acceso equitativo a los beneficios del desarrollo por el aumento de la participación de los marginados; y, e) Información y comunicación: evita la formación de capital social negativo y fortalece el capital social positivo al mejorar el acceso a la información.
Como se puede apreciar, el capital social puede tener beneficios públicos y también privados, lo que Putnam considera rostros públicos y privados (Putnam, 2004: 1). En el segundo caso, el capital social ha sido considerado como fundamental para la formación de capital humano, en la medida en que es un recurso para la acción (Coleman, 1998). En este sentido, se ha notado la necesidad de diferenciar entre el capital social como una propiedad colectiva o como una nivel individual.
Mientras que el carácter colectivo del capital social es comúnmente aceptado, la existencia del capital social individual es más discutible y esto ha dado lugar a una distinción entre estos dos tipos de capital social. Se ha definido al capital social individual como las características de grupos o redes sociales a las personas pueden acceder y utilizar para la obtención de beneficios (Yang, 2007). Siguiendo a Bourdieu, Yang reconoce que el capital social no son las redes sociales o los recursos en sí, sino el uso que la personas hacen de esos recursos (es decir, las características de las relaciones sociales como propone Lin, mencionadas antes). El significado dado a los recursos, sean tangibles o intangibles, difiere entre los estudiosos del capital social, aunque hay acuerdo sobre su objetivo en tanto que estos recursos ayudan a los miembros individuales a lograr objetivos personales (Ibíd.: 22-23).
En ese sentido, por ejemplo, la pertenencia al grupo y los recursos controlados por el grupo no son capital social, pero sí lo son los rasgos de las relaciones que se establecen dentro de él. Dado que los individuos usan el capital social como medio para lograr un fin, se resalta el papel activo de cada uno de los actores sociales más que los efectos restrictivos de las estructuras sociales. Esto permitiría medir y explicar las variaciones de capital social individual (Ibíd.: 26). Este énfasis en el carácter individual del capital social no implica minimizar su naturaleza colectiva. Por el contrario, a los elementos estructurales se les asigna un nivel diferente de análisis y se convierten en el contexto dentro del cual el capital social individual puede desarrollarse y ser un factor importante en la acumulación de capital humano y desarrollo social. 2
Los altos niveles de pobreza en los países en desarrollo han promovido el uso del capital social como medio para empoderar a las comunidades. En América Latina, ejemplos de desarrollo de capital social en comunidades rurales de Guatemala, Venezuela, Brasil, Perú y Chile han demostrado los beneficios de la acción social, que han llevado a menores costos de transacción y de criminalidad, así como más gobernabilidad (García, 2004). En estos casos, una razón para el éxito es que el capital social fue propiciado a través de políticas públicas orientadas a la emancipación efectiva de sectores empobrecidos, y no a la continuación de patrones de dependencia de la comunidad en beneficio de agendas políticas particulares. Esto apoya el argumento de Portes respecto a que estimular la formación de capital social es viable y que las instituciones estatales tienen un rol importante en ello. Sin embargo, a la luz de la realidad, no son los casos más frecuentes. ¿Qué se está haciendo mal?
Un punto de partida para responder la pregunta anterior es indagar en la naturaleza misma del capital social, en su conceptualización y aplicación, inscrita dentro del proceso de neoliberalización que caracteriza al capitalismo desde los ochenta del siglo pasado. El neoliberalismo es una teoría político-económica que asegura que la mejor, si no la única, forma de asegurar el bienestar del ser humano pasa por la liberación de las capacidades y habilidades empresariales del individuo dentro de un marco caracterizado por la libertad de comercio y la protección de los derechos de propiedad y las obligaciones contractuales. El libre intercambio en el mercado se ve como una ética en sí mismo, capaz de fungir como guía de la acción humana y como sustituto de cualquier otro fundamento moral El papel del estado queda circunscrito a la creación y preservación del marco institucional necesario para garantizar el logro de esos objetivos (Friedman, 1982: 34; Friedman y Friedman, 1980: 58).
Tal es la doctrina neoliberal de los setenta y ochenta, misma que debe relacionarse con el conjunto de cambios en el estado y la economía relacionados con el proceso de desmantelamiento del modelo “keynesiano” de bienestar y el repliegue del estado (Peck y Tickell, 2002). El contenido político-económico del neoliberalismo abarcó un amplio programa de privatización, desregulación, mercantilización, limitaciones legales al gasto público, adelgazamiento del estado y ampliación nominal de las libertades del individuo.
El neoliberalismo proviene del liberalismo político y económico europeo de los siglos XVI al XIX, que reclama dos raíces principales: la Ilustración, de origen principalmente francés y la Revolución Industrial, iniciada en Inglaterra alrededor de la década de 1760. El liberalismo entiende la libertad como la no interferencia del estado en las vidas de los individuos: el connotado lema del laissez faire, laissez passer de los fisiócratas. Es en la Fisiocracia, pero muy especialmente en La riqueza de las naciones, de Adam Smith (1776) es que hay que buscar los orígenes de la economía clásica, pilar del liberalismo de la época. Según Smith, la riqueza de las naciones y, por lo tanto, el bienestar de todos, depende primordialmente de la libertad de acción individual y el libre comercio. Con sus bases en el racionalismo del utilitarismo (“el mayor bien para el mayor número de ciudadanos,”, según el cálculo felicítico de Bentham), el liberalismo se acopló perfectamente a las necesidades de la clase media industrial: no sólo le proporcionó los argumentos intelectuales contra el proteccionismo de la clase terrateniente, sino también una defensa filosófica contra quienes, con base en la evidencia, señalaban que en realidad el capitalismo resultaba ser al revés: el mayor bien para unos cuantos. El sistema se consideraba correcto no sólo porque funcionaba (el predominio económico inglés fue incuestionable hasta el ocaso del siglo XIX), sino también porque era moral.
Dada la libertad de comercio y establecidos y tutelados los derechos de propiedad, el liberalismo económico se manifiesta a través de la competencia, que se concibe como una necesidad moral; su ausencia pone en peligro tanto la existencia del libre comercio como los mismos derechos de propiedad, amenazados por los embates de los monopolios; se visualiza, entonces, una economía conformada por pequeños productores. En contraposición con la situación actual, en la que en general el control efectivo que las entidades industriales y financieras lo ejercen administradores y gestores, en el siglo XIX la administración de las empresas recaía sobre los dueños, los inversionistas. De ahí el segundo principio rector del liberalismo: su convencimiento de que el empresariado conforma un grupo socialmente necesario y de la conveniencia y moralidad de que ese grupo dirija los destinos de la sociedad (Treanor, 2005).
El liberalismo económico sobrevivió –apenas– la Primera Guerra Mundial, pero con la Gran Depresión de 1929-1939 hubo de pasar un prolongado período de hibernación hasta que otra crisis, la de los setenta, permitiera la ascendencia de un nuevo modelo, con orígenes en el liberalismo clásico pero con manifestaciones a la vez extremas y contrarias a aquel. El naciente paradigma, derivado de la visión particular –que no única en sentido alguno– de la neoliberalización, es resultado directo del tránsito de la estructura social de acumulación prevaleciente entre 1945 y 1973, hacia la etapa actual del capitalismo. Durante las primeras tres décadas de la segunda posguerra mundial el “keynesianismo” fue el principal marco teórico de referencia para entender del funcionamiento del sistema económico.
En esa llamada Edad de Oro del capitalismo moderno 3– “los gloriosos treinta”- los procesos mercantiles y las actividades corporativas y financieras estuvieron sujetas a un conjunto de restricciones y regulaciones. En general, éstas fomentaron el crecimiento económico, manteniéndose bajas las escaladas de precios por la vía de constantes aumentos en la productividad en un entorno de alta generación de empleo. En esta época se impulsaron políticas redistributivas relevantes, así como la provisión se significativos niveles de accesibilidad a los servicios de salud, la educación y la vivienda, incluyendo un importante grado de participación representantes de la clase trabajadora al interior de las altas esferas de la política y se buscó la solución de los conflictos obrero-patronales por medio de la negociación colectiva. El estado intervino activamente en la marcha de los asuntos económicos y se dio un cierto grado de planificación de la economía. Hubo una expansión del gasto público en infraestructura y en la ampliación y consolidación (o así se pensaba) del estado del bienestar.
El desplome de esos arreglos fue suscitado en parte por los efectos de la guerra de Vietnam y la elevación del precio del petróleo por parte de la OPEP, pero obedeció fundamentalmente a una serie de factores estructurales ligados a mejor distribución social de los recursos nacionales. En reacción a esta situación, se impulsó una serie de reformas que colectivamente recibieron el apelativo de la “economía del lado de la oferta”: privatización de las empresas públicas, promoción de la actividad privada, en particular la gran empresa, austeridad fiscal, reducción de las tasas máximas y marginales de impuestos, un estricto control de la inflación por medio de la política monetaria, el abandono del objetivo del pleno empleo y el inicio del desmantelamiento del estado del bienestar. En el ámbito externo, estas medidas neoliberales incluyen la flotación de la moneda, la apertura comercial, la apertura de la cuenta de capital y en general, la globalización (Kotz y McDonough 2007).
En competencia perfecta (cuyos efectos, sino su existencia, con frecuencia se toman como dados), con compradores y vendedores atomizados, los precios actúan como señales que aseguran que aquellas preferencias se expresen correctamente y los recursos (escasos) sean asignados de forma de satisfacerlas. Así el mercado, libre de interferencias (especialmente del Estado) es el “más moral y más eficiente medio para producir y distribuir bienes y servicios” (Cahill, 2010). Se da un individualismo extremo, amparado en el concepto del homo economicus y se reduce en teoría la actuación del Estado a un puñado de funciones básicas, de suerte que los objetivos de política económica de la neoliberalización:
“… garantizar la calidad e integridad de la moneda….conformar las estructuras militares, defensivas, policíacas y legales que se requieren para asegurar los derechos de propiedad privada y garantizar, por la fuerza si es necesario, el funcionamiento adecuado de los mercados… y si los mercados no existen (en áreas como la tierra, el agua, la educación, la salud, la seguridad social o la contaminación ambiental) tienen que crearse, por la acción del estado, si es necesario. Pero más allá de estas tareas no debe aventurarse el estado.” (Harvey, 2005: 2-3).
De manera opuesta, desde la óptica neoliberal el estado del bienestar favorece “intereses especiales”. Partiendo de la teoría de la elección racional pública,4 se afirma que los gobiernos actúan de acuerdo con los intereses particulares de la burocracia, los políticos y el cabildeo; por tanto, el gasto en asistencia pública, de cualquier tipo, sirve únicamente para engrosar esos bolsillos y los de su clientela. Además, la provisión “monopólica” de servicios públicos deja fuera del juego a la iniciativa privada, la reglamentación gubernamental “distorsiona” los precios, generando “ineficiencias,” y las consideraciones políticas en efecto “eligen al ganador” de manera injusta, actuando en contra de la respuesta “óptima” del mercado. Más aún, estas prácticas atentan contra la libertad individual. Por lo tanto, el neoliberalismo, como ya se dijo, insiste en la transferencia de la subrogación de la provisión de todos los servicios del sector público al sector privado y por el desmantelamiento del estado del bienestar (Olson, 1983; Shugart, 2012).
Es útil hacer establecer una clara distinción entre los postulados del neoliberalismo a nivel teórico o como tipo ideal –su justificación político filosófica– y el “neoliberalismo realmente existente” (Peck y Tickell, 2002; Brenner et al., 2010). Por una parte, como se vio, “los proponentes de la ideología neoliberal insisten que los mercados abiertos, competitivos y desregulados, liberados de toda interferencia estatal, representan el mecanismo óptimo para el crecimiento económico” (Brenner y Theodore, 2002); del crecimiento deberá surgir el desarrollo, por el proceso de filtración del ingreso generado, desde las capas superiores receptoras a las menos favorecidas. Esa primera fase del neoliberalismo, la del roll-back del estado, o neoliberalismo destructor, que quedó a cargo de Ronald Reagan, Margaret Thatcher, Pinochet, Salinas y sucedáneos, se refirió a “la destrucción activa o la desacreditación de las instituciones keynesianas de bienestar y socio colectivistas, (en su definición más amplia)” (Peck y Tickell, 2002). A ésta le siguió una segunda fase, la del roll-out neoliberalism (o neoliberalismo constructor), que tiene que ver con una “metamorfosis hacia formas socialmente más intervencionistas, epitomizadas por la contorsiones de la Tercera Vía de las administraciones Blair y Clinton” (Ibidem). Fue éste un período de relativo repliegue, de “ablandamiento” de algunas de las más radicales políticas neoliberales, para suavizar “las más perversas y pronunciadas externalidades sociales de las formas del neoliberalismo más pronunciadamente centradas en el mercado” (Ibid.). El caso emblemático es el Consenso post Washington, según el cual se permite un mayor grado de intervencionismo estatal a lo planteado por el neoliberalismo de los ochenta. No obstante ello, se ensayó “la construcción y consolidación deliberada de las reformas del estado neoliberal, modos de gobernanza y relaciones regulatorias (Ibíd.) con la intención de sentar un nuevo orden comercial y financiero internacional global a través de entidades como la Organización Mundial de Comercio, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, TLCAN, APEC, etc. (Ibid.). En segundo lugar, se ha recurrido a políticas de intervención estatal que buscan disciplinar y controlar a las poblaciones de mayor marginación mediante la prohibición del ambulantaje, la reducción de la informalidad, programas anticrimen de tolerancia cero, la intensificación de las “guerras” contra las drogas, la apropiación de tierras ancestrales y la criminalización de la protesta. Estas medidas, así como la creciente concentración del ingreso, insuficiente generación de puestos de trabajo y mayor precarización del empleo se han magnificado durante el curso de la Segunda Gran Depresión, en curso ya desde 2007. Las consideraciones anteriores llevan a la siguiente postura analítica (resumida de Brenner et al., 2010) respecto al neoliberalismo. Según estos autores, se trata de una ideología que abarca diversas formas de fundamentalismo de mercado, se difumina y se desplaza contextualmente con gran rapidez, opera en diversas escalas espaciales, desplaza los modelos previamente establecidos de provisión de bienestar y la rectoría del estado mediante la privatización y la desregulación, genera cambios en la subjetividad al “normalizar” el individualismo, el emprendedurismo y el consumismo. Finalmente, a pesar de la “naturalización” del mercado y el achicamiento del estado, éste se revela intervencionista en cuanto a la manufactura de nuevos mercados y órganos regulatorios (de competencia, reglas de comercio, propiedad intelectual, etc.), en funciones de manager del mercado.
El último enunciado es crucial: el neoliberalismo no ha representado una retirada del Estado de los asuntos económicos, aunque sí una reorientación fundamental: la acción estatal ha sido decisiva en su puesta en marcha, mantenimiento y expansión. Un dato que demuestra la validez de esta afirmación es que el gasto gubernamental total, con relación al producto bruto interno, se ha incrementado en muchos países avanzados durante los pasados tres decenios. Además, se requirió la intervención pública en las privatizaciones y la desregulación en Europa noroccidental en los ochenta y noventa, como es el caso en Irlanda y la Europa mediterránea de la actualidad; intervino también el estado en la represión sindical iniciada en los ochenta en Estados Unidos y en Inglaterra, como lo hace ahora en Grecia y España; fue el estado quien se encargó de establecer nuevos órganos regulatorios ad hoc con la nueva era y es el gobierno el que, hoy, convierte en ley los reclamos patronales de “las reformas estructurales que el país requiere”.
Lo anterior evidencia una fuerte contradicción entre la teoría neoliberal, por un lado, y el neoliberalismo en la práctica o neoliberalismo real, por el otro: la visión normativa del neoliberalismo insiste en un Estado mínimo como medio para liberar las energías del mercado como única forma de asegurar una óptima y moral asignación de recursos. Pero en el neoliberalismo realmente existente se redirige la acción regulatoria estatal en favor del capital, no de su extinción. La neoliberalización no logra (no puede lograr) el objetivo utópico de una separación radical entre economía y sociedad; más bien, la economía permanece anidada en la sociedad.
Pero la responsabilidad personal y la iniciativa individual proclamadas por el neoliberalismo muestran problemas. Por una parte, está el mito del pobre pero emprendedor personaje que triunfa en el mundo de los negocios y logra una considerable fortuna monetaria con base en el trabajo arduo, la honradez y determinación, el ingenio y la inventiva y un espíritu siempre positivo. Más aún, se insiste en que las grandes fortunas se deben precisamente a eso. En paralelo, se insinúa que la incapacidad de dar ese paso responde a la ausencia de esas cualidades.
De eso último deriva la recomendación de que toda persona sea emprendedora o, más bien, empresaria, con lo que (se insiste) se asegurará no sólo el sustento sino también la prosperidad individual. Esa noción deja fuera de consideración a la creciente incapacidad del sistema de proveer un empleo decente (en el vocabulario de la Organización Internacional del Trabajo) y exime a las empresas de esa función social, habiendo previamente imposibilitado que el gobierno pueda cumplirla, en aras de la “libertad”. Una ausencia notable en esta narrativa, particularmente notoria luego del desmantelamiento del estado de bienestar, es lo social. La teoría económica neoclásica, base del mainstream de la economía en general, se fundamenta en la primacía de la acción racional egoísta del individuo. De esa suerte, el hipotético Hombre Económico sabe lo que quiere; sus preferencias pueden expresarse matemáticamente en términos de una “función de utilidad.” Sus elecciones son dirigidas por cálculos racionales sobre cómo maximizar esa función: trátese de los consumidores que deciden entre hojuelas de maíz o trigo, o inversionistas que deciden entre acciones o bonos. Esas decisiones se basan en la “utilidad marginal” o el beneficio adicional que el comprador derivaría de la adquisición de una pequeña cantidad de las alternativas disponibles”. En la siguiente sección se relacionan estas observaciones con el capital social.
En nuestra interpretación, es justamente aquí donde se inserta el concepto del capital social. Este concepto tiene varias funciones, una de las cuales es precisamente llenar el vacío que deja la ausencia de lo social en la exposición de motivos neoliberal; otra, de igual importancia, es encontrar la manera de satisfacer necesidades sociales en un ambiente en el que, en efecto, la sociedad misma viene a ser crecientemente privatizada por la continua reducción de la intervención pública. La adjudicación a lo social de la misma racionalidad hobbesiana de la guerra de todos contra todos, que se aduce como única guía de la acción individual en lo económico, así como la evidente criminalización de la protesta social son instrumentos clave en este esfuerzo privatizador. De esta suerte, en algunas de las más comunes expresiones del concepto del capital social, en particular aquellas de procedencia estadounidense, la racionalidad del hombre económico llega a determinar la conducta en sociedad; en efecto, el comportamiento hacia los semejantes se fundamenta en la perspectiva de la obtención de beneficios (casi) exclusivamente de índole económica, provenientes de relaciones basadas en intereses comunes y reciprocidad.
Nuestra crítica a ese concepto se fundamenta en: 1) la ubicación del capital social en el contexto del modelo socioeconómico dominante en nuestros días: el proyecto neoliberalizador vigente desde los ochenta; y 2) un análisis de la evolución y actual uso del concepto, considerando, dada su amplitud, que pueden observarse con ventaja para nuestra argumentación tres acercamientos principales: el de la “elección racional” de Becker y Coleman; el de genealogía Tocquevilleana, que busca la sociabilidad en un idealizado espíritu comunitario (Putnam), y una alternativa que enfatiza el conflicto social y las relaciones de poder (Bourdieu, Navarro, Fine y Lapavitsas).
Las primeras dos vertientes han sido apropiadas por el mainstream de la ciencia social dominada por la teoría económica neoclásica, si bien putativamente siguen dentro de una tradición más consciente de lo social de lo que esa corriente dominante contempla. Las dos derivan de la ciencia social y la experiencia estadounidenses y se aplican, en la práctica, en concordancia con el espíritu y las guías de acción del modelo socioeconómico que prevalece en aquel país. A la par, se han incorporado de forma muy significativa al acervo teórico-metodológico propugnado por los organismos internacionales, en especial el Banco Mundial: el hombre económico egoísta, individualista, orientado en su objetivo maximizador de la utilidad por una racionalidad instrumental.
El concepto del capital social, junto con aquellos de la globalización, la gobernanza y el desarrollo sustentable vienen a ser elementos constitutivos de la neolengua neoliberal (NewliberalSpeak), caracterizada no sólo por lo que se dice y la forma de decir y pensar, sino también por lo que no se dice y no se contempla, como tan acertadamente señalan Bourdieu y Wacquant (2001). 6 Del origen, significado y funcionamiento de la neoliberalización es de notar que éste difiere sustancialmente del liberalismo, aunque de él emana. Segundo, que el neoliberalismo no lleva consigo la implicación de que dicho sistema sea un proyecto acabado, ni monolítico, sino más bien de un proceso de constante reinvención, aunque congruente con un marco filosófico determinado.
De la multiplicidad de posibilidades de estudio dentro del capital social, al menos cuatro subtemas llaman fuertemente la atención por ser de importancia prima: la confianza en los otros, la reciprocidad, las redes sociales y el concepto de “anidamiento” (embededness, que incluye la confianza y la reciprocidad). Este concepto es relevante porque si la economía está anidada (embedded, traducido por otros autores como incrustada; ver Noguera 2008, cap. 1) en la sociedad, esto requeriría de un grado de subordinación de esa parte de la actividad humana a las política, la cultura, las relaciones sociales, cuestiones de poder, etc. Otra opción es que lo económico-material se entienda como autónomo, superior y determinante del resto de las actividades de los seres humanos. Esta última nos parece que representa la intencionalidad del neoliberalismo, un sistema en el que todo ser humano se ve como un empresario que maneja su propia vida y debe actual como tal. En consecuencia, el individuo y la sociedad existen para el mercado; como declaró Margaret Thatcher: “There is no such thing as society: there are individual men and women, and there are families”. 7
Esta actitud, que puede denominarse la “privatización de la sociedad”, es el resultado del repliegue del estado de bienestar orientado al beneficio más o menos general y su reorientación al servicio de los menos. El concepto del capital social, pues, refleja el enfoque “social” de la época, derivado del ethos y los procesos de la neoliberalización. En ese contexto, el concepto dominante del capital social aparece como un modo artificial, incluso falso, de buscar opciones individuales basadas en el beneficio propio a problemas colectivos generados por la precarización e insuficiencia del empleo. Por tal razón, el concepto del capital social aparece como un instrumento muy endeble y de poca utilidad para el análisis social serio, que no es un sustituto adecuado de conceptos más antiguos, como la sociabilidad, la solidaridad y la cooperación, que conformaban la economía moral. Estos elementos, que ya estaban presentes en los escritos de los fundadores del liberalismo económico, ciertamente forman parte de la vida real de entonces y de ahora. Más todavía: la clasificación del capital social como categoría del capital es problemática, como lo es la inclusión dentro de ese rubro de sus congéneres, el capital humano, el capital intelectual y el capital cultural.
Al principio de la gran obra de Karl Polani, The Great Transformation, se encuentra una frase que retrata al trabajo de cuerpo entero: ‘Nuestra tesis es que la idea de un mercado autorregulado es profundamente utópica. Ese tipo de institución no podría existir por un lapso significativo de tiempo sin aniquilar la sustancia humana y natural de la sociedad; habría destruido físicamente al hombre y convertido a su entorno en un desierto.” (Polanyi 2001: 3). Esta cita, discordante con el conocimiento convencional de nuestro tiempo, forma el núcleo de la crítica de Polanyi al liberalismo (ahora neoliberalismo), sistemas que insisten que la economía de mercado requiere ciertas precondiciones que puede garantizar únicamente el estado, esto es, la propiedad privada y la protección y expansión de los mercados. En respuesta, Polanyi afirmó que esos sistemas planteaban “una imposible separación entre los mercados y la política.” The Great Transformation es la formulación de su crítica, fundamentada en lo que percibió como la arrogancia fatal del liberalismo: su fe en los mercados autorregulados.
Como ya se hizo notar, el fundamento de la teoría económica neoclásica es la idea del “hombre económico”, cuyo comportamiento maximizador de utilidad le permite responder racionalmente ante cambios en precios, permitiendo así la coordinación de la oferta y la demanda en el mercado. Polany (2001: 55-58), insistió en que la evidencia histórica y antropológica demuestra que, hasta el fin del feudalismo, todos los sistemas económicos conocidos se organizaron con base en la reciprocidad, la redistribución y la administración del hogar (del concepto Aristotélico de oeconomia, definido como producción para el autoconsumo), o una combinación de éstas. Estos principios cobraron forma institucional mediante una organización social en la que la producción y distribución de bienes se daba de forma ordenada obedeciendo a una variedad de motivos; dentro de esta gama de motivos no estaba la ganancia individual de forma prominente. Más bien, las diversas motivaciones se regían por principios generales de comportamiento que constituían una economía moral (Thompson, 1963). Por ejemplo, en las sociedades tribales:
“El bienestar del individuo rara vez es primordial, pues la comunidad asegura que ninguno de sus integrantes padezca inanición… el mantenimiento de las relaciones sociales es crucial… Primero, porque al despreciar el código de honor, o la generosidad, el individuo se cercena de la comunidad y se convierte en paria; segundo, porque en el largo plazo todas las obligaciones son recíprocas…” (Polanyi, 2001: 48).
De esta forma,
“Los llamados motivos económicos surgen del contexto de la vida social… (y se percibe) ausencia del motivo de la ganancia; … del trabajo remunerado; … del principio del mínimo esfuerzo; y, especialmente, la ausencia de instituciones separadas y distintas con base en motivos económicos” (Polanyi, 2001: 49).
El autor invierte la idea de “la propensión natural al truque y el intercambio” que, según Adam Smith, deriva en mercados locales, la división del trabajo, el comercio regional y, así, al comercio de larga distancia. En todos esos casos, plantea Polanyi, el intercambio estuvo anidado en relaciones reguladas y circunscritas por la costumbre, la magia y la religión, mientras que los “mercados nacionales” son hechura de las monarquías centralizadoras8 de la Europa de los siglos XV y XVI. En el hombre, “no es la propensión al trueque, sino la reciprocidad en el comportamiento social, lo que predomina” (Polanyi, 2001: 53).
La Revolución Industrial del siglo XIX pudo haber impulsado el desarrollo de aquella visión del hombre económico, pero esta idea se contradecía en todas partes: por la economía moral del mutualismo de la zonas rurales, el movimiento Cartista de los 1840 y la “creación de la clase trabajadora inglesa,” frase que debe interpretarse en el sentido original y con el contenido de Thompson (1963). Smith, Malthus, Ricardo y Bentham, todos ellos, creían correctamente que “la sociedad económica estaba sujeta a las leyes de la naturaleza (Polanyi, 2001: 130). Polanyi agregó que el comportamiento humano dependía de la historia, es decir, de la contingencia de la acción humana de las instituciones sociales, culturales, políticas y económicas que hacen posible la vida social: “el comportamiento del hombre tanto en su estado primitivo como a lo largo de su historia ha sido casi lo opuesto de lo que implica la visión (del hombre económico racional)” (Ibídem: 258). La Revolución Industrial trajo la consolidación de un nuevo mecanismo institucional, “una avalancha de dislocación social que superaba cualquier fenómeno antes visto; el enorme movimiento de mejoramiento económico vino acompañado por un proceso revolucionario tan extremo y radical como cualquiera que haya inflamado la mente sectaria, pero el nuevo credo era totalmente materialista y creía que todos los problemas humanos podían resolverse dada una cantidad ilimitada de bienes materiales” (Ibíd.: 42). La historia de la civilización del largo siglo XIX fue, para Polanyi, en gran medida un intento de proteger a la sociedad de las depredaciones de aquel mecanismo.
El concepto del anidamiento de Polanyi puede ayudar a entender lo que el autor consideraba el problema central de la sociedad moderna: ¿cómo hacer que la máquina (la tecnología, el sistema económico) sirva a los objetivos de los seres humanos y no al revés? Para Polanyi, la sociedad de mercado, eso es, la forma del capitalismo caracterizada por mercados autorregulados) fue la primera instancia en la historia de la civilización, en que se trató de atender este problema y los resultados fueron el colapso civilizatorio de la Primera Guerra Mundial y, más tarde, el fascismo. El anidamiento, entonces, se da en doble sentido: uno institucional, como el control de la economía (producción, distribución y consumo) por la sociedad (a través de sus conceptos integradores: reciprocidad, redistribución e intercambio). El otro es tecnológico, y define la relación de herramientas y maquinaria con los principios institucionales que gobiernan las formas de integración de la sociedad. En el siglo XIX la solución fue la adaptación de la sociedad a los requerimientos de la tecnología y los mercados, obligada por la ideología del liberalismo económico y lograda mediante el aseguramiento de que tanto los seres humanos como la naturaleza eran mercancías, en la forma de trabajo y tierra, respectivamente.
Tal solución – insiste Polanyi – va en contra de la sociedad humana y la libertad individual- En la sociedad, se hacer sentir la libertad en la medida que las personas controlan sus ritmos de vida y sus destinos. Pero en el liberalismo económico promotor de libre comercio y la expansión del mercado, el ser humano se ve obligado a tomar decisiones que consistentemente conducen a la subordinación de la sociedad a la tecnología y al mercado; el desplazamiento de las prioridades sociales – ahora sí, naturales – por la economía privada deshumaniza la realidad social; el intento forzado y desnaturalizado de anidar a la sociedad en la economía (como, insistimos, lo propone el capital social), tiene el fin de eximir al mercado de los límites que le impone y destruye los códigos morales y las prácticas culturales que sustentan al hombre. La devastación social y ecológica resultante de esta “adaptación a la inversa” lleva a la población a la resistencia, para proteger las bases culturales y sociales de sus medios de sustento, proceso al que Polanyi llamó “protección social.” El autor ve el desenvolvimiento de la sociedad de mercado como un “doble movimiento” de la expansión mercantil y el proteccionismo social y concluye que “Por vital que sea este contramovimiento para la protección de la sociedad, en el análisis final es incompatible con la autorregulación del mercado, y de esta forma, con el propio sistema de mercado, en sí mismo.” (Polanyi , 2001: 136). De esta forma, en respuesta a sus adversarios intelectuales en la Viena de los años veinte, como el ya citado von Hayek, Polanyi formula una coherente crítica del liberalismo de mercado, y aboga en favor de una socioeconomía democráticamente planificada, no sobre la base de la eficiencia, sino de su superioridad social y moral.
Con la llegada del neoliberalismo, e incluso antes, se planteó al concepto de capital social como punto intermedio entre el “estatismo” del estado benefactor de la segunda posguerra y el dominio pleno de la sociedad por las relaciones de mercado, con principal pero no exclusiva referencia a las clases medias y, ya en torno a la problemática de la pobreza y el subdesarrollo, a los grupos marginados o excluidos del progreso generalizado, un proceso supuestamente lineal. En nuestros días, la cuestión de cómo sobrevivir y realizarnos en sociedad viene siendo ponderada con asiduidad en estos tiempos de mayor precariedad, desigualdad y pobreza, en medio de una gigantesca crisis socioecológica, aparejada con los efectos de una Segunda Gran Depresión, de duración aun indefinida.
Reclaman atención fuertes interrogantes en torno a las necesidades básicas de los muchos, los excesivos niveles de consumo de los pocos, la apropiación del excedente económico capitalista y de los comunes globales, así como un creciente cuestionamiento tanto de la lógica como del funcionamiento del proyecto de neoliberalización vigente por más de 30 años. Vuelven a ser fundamentales cuestionamientos suprimidos del discurso público mediante la pantalla de la “cohesión social” y la “inclusión” desarrolladas en paralelo de (y por) ese sistema. Desde los setenta en ninguna otra época reciente se ha sujetado al sistema socioeconómico y financiero ortodoxo a un grado de escrutinio como el actual, ofreciéndose así nuevas oportunidades para retomar ideas al parecer ya apertrechadas en el subjetivo de la ciencia social. Aprovechar la oportunidad coyuntural implica, primero, un replanteamiento crítico de viejas nociones, con miras a superarlas. Este es el caso con el capital social.
El concepto del capital social tiene la aparente virtud, o más bien la intención, de poner de nuevo en discusión dentro del mainstream de la economía neoclásica los elementos sociales que, por su definición del hombre económico y el autoproclamado apego al individualismo extremo de la neoliberalización, quedan fuera de la corriente dominante. Ubicándose, sin embargo, en el plano conceptual de la racionalidad de esa corriente dominante de la teoría y la práctica ortodoxas, el capital social constituye sólo un análisis parcializado de la realidad social. Incluso los análisis más completos y coherentes, como aquellos de autores que, como Bourdieu, abordan las realidades que impiden u obstaculizan la movilidad social y la consecución de una sociedad más justa e igualitaria, se muestran vulnerables ante una crítica formal del concepto del capital, sin adjetivos.
Entonces, ¿qué hacer? No hay a la vista salidas concretas, prontas y efectivas a la multiplicidad de crisis derivadas de los nocivos efectos de la neoliberalización, pero desde la perspectiva de este trabajo un posible comienzo, al menos al nivel de las ideas, seria retomar la lectura de Smith que hace Bertram en su defensa del estado de bienestar (Bertram, 2011). La interpretación de este autor de aquel imprescindible escocés socava profundamente los fundamentos teóricos del neoliberalismo y aporta un significativo armamento intelectual a quienes buscan un futuro más promisorio. Lo anterior no deriva de la nostalgia, la añoranza sentimental por los tiempos perdidos, o la evocación de la restauración de un estatismo totalitario, como algunos acusan. Simplemente, se trata de que el Estado haga lo que los demás no hacen, porque no pueden o porque no es de su interés económico: empleo para todos, ingreso básico universal, universalidad de la seguridad social, la educación la salud, la vivienda, etc. Concluimos con una brevísima recensión de una reinterpretación de algunos postulados básicos de Adam Smith. Bertram (2011), en un trabajo sobre el estado del bienestar en economías pequeñas, pone de cabeza la lectura tradicional del autor escocés, que resalta la necesidad de desmantelar todos los sistemas de preferencia y restricción que impidieran el florecimiento del “sistema de libertad natural.” 9 En su perspectiva, la redistribución del ingreso y la reglamentación y regulación de la economía por el Estado son precondiciones para hacer posible el sistema de libertad natural de Smith. Irónicamente, sugiere Bertram (2011), la filosofía de la Ilustración desemboca lógicamente en el estado de bienestar, al mismo tiempo que, como demostró Polanyi, mismo que surge de la resistencia de la sociedad para contener las fuerzas del mercado.
Un acercamiento con similares objetivos es el referente a la economía social solidaria.10 La Economía Social no es un concepto novedoso, data del siglo XIX en Europa, de los movimientos obreros cristianos, socialistas y anarquistas: ya para el año 1900 había un salón en la exposición Universal de París que llevó su nombre. La Economía Social se definió como un concepto polisémico es decir, designaba diversas aproximaciones teóricas y disciplinarias que buscaban una interpretación integral del fenómeno más allá del mero hecho económico (Sánchez Brito, 2013). El término se utilizó para designar prácticas económicas donde prevalecía la democracia y el empresariado colectivo. Sin embargo, hasta el presente hay ambigüedad en cuanto a su verdadera naturaleza, pues se le ha vinculado a diversas tendencias en el campo de las ciencias sociales, específicamente en la economía y sociología.
Durante el siglo XIX y principios del XX la Economía Social tuvo entre sus principales exponentes a Charles Dunoyer, Charles Gide y L. Walras este último como representante de la escuela liberal. De estos tres es Charles Gide entrando el siglo XX, quien propone definir a la economía social como aquel conjunto de empresas y organizaciones cuyas reglas dan cuenta de los valores sociales. En este conjunto se ubicaron a las cooperativas, las mutuas y las asociaciones Con la expansión y consolidación del estado del bienestar keynesiano se produce una disminución de las actividades de la economía social, aunque muchas de las organizaciones que sobrevivieron (entre ellas algunas cooperativas de consumo) son las que en algunas ciudades y pueblos de Europa se mantienen vigentes. Con la ya mencionada decadencia y crisis del estado del bienestar en los setenta, resurge el movimiento de la economía social con la misma fuerza que en su génesis, respondiendo a los mismos postulados de la vieja escuela del siglo XIX; no obstante ello, en esta oportunidad asume múltiples definiciones en función de las realidades culturales, políticas, institucionales y jurídicas de los países donde se pone de manifiesto el resurgir de este movimiento.
En ambos momentos históricos se hacen notar dos condiciones para el desarrollo de la economía social. Por un lado, la economía social es hija de la necesidad, es decir, los miembros de estas organizaciones poseían un conjunto de necesidades insatisfechas, tanto en el siglo XIX como en el presente. Por otro, la existencia de una identidad, reflejada no sólo en la conciencia de clases que los obreros del siglo XIX poseían, como también el sentido de pertenecer a un grupo social que compartiese una identidad colectiva o un destino común. 11 Esa orientación consistía, entre otras cosas, en la identificación de las condiciones necesarias para el desarrollo de micro-emprendimientos vinculados a una cadena de agregación de valor o redes productivas: qué manera y bajo cuales condiciones habrán de vincularse las actividades de los micro emprendedores para integrar una red productiva junto a otros agentes económicos, sociales, institucionales-públicos o privados.
La economía social (moderna) encuentra su basamento en cuatro dimensiones clave: 1) La solidaridad: la acción individual y colectiva comprende la interdependencia como eje dinámico de la práctica solidaria y de cooperación; 2) la autonomía: trabajar con las desigualdades y construir la paridad de derechos sobre el reconocimiento de las diferencias; 3) la igualdad: trabajar con las desigualdades y construir la paridad de derechos sobre el reconocimiento de las diferencias; 4) el compartir: el trabajo, el tiempo, los beneficios y el riesgo. Las herramientas y métodos de la economía social facilitan el acceso de las personas o de los grupos a la empresa y al capital; ampliando el control de los productores y de los consumidores sobre el contenido del trabajo, la utilidad social, el valor de los productos y las tecnologías; se esfuerzan en la promoción de la igualdad y la responsabilidad, en reducir las distancias (entre los sexos, las rentas, entre concepción y ejecución); proponen a los ciudadanos un mejor dominio de los flujos, de los circuitos de decisión y del dinero (beneficios, inversiones, fiscalidad, ahorro).
Así la red de economía social y alternativa se compone de lo siguiente: Primero: produce los sujetos de su propia conformación, a la vez que determina las funciones y las particularidades de cada uno de ellos. Segundo: genera las bases para el desarrollo de un mercado asociativo y cooperante que, por los valores que lo sostendrían y la calidad de sus prácticas, obviamente ayudara en forma sustancial a promover la transparencia de la economía y a derrotar las largas especulativas que se han ido creando en casi todos los mercados. Tercero: crea las condiciones objetivas y subjetivas para que el carácter en principio local desde el cual habrá de nacer toda comunidad autogestionaria pueda incorporarse a un vasto espacio de distribución y mercado asociativo. Cuarto: se incorpora dentro de estas redes la dimensión del consumo; ello, bajo la figura de un sujeto social organizado que jugará un papel clave en el establecimiento de un subsistema de organización que permitiría desarrollar en forma ampliada la contraloría social sobre la economía en lo que refiere a calidad, precios, resistencia a la especulación y al consumismo; inclusive, como agente dentro de los espacios de participación comunitaria de los distintos ramales y redes de la economía social.
Para Coraggio (2011), en un programa de economía social la unidad básica de análisis y de acción no son ni los individuos ni los meros microemprendimientos productivos (pequeña agricultura familiar, microempresas, etc.) sino el hogar, el grupo por afinidad o parentesco, o las comunidades y asociaciones, articuladas sectorial, funcional o territorialmente y las comunidades políticas y los grandes actores colectivos pasan a ser actores en la construcción de alternativas sociales para la economía. Del mismo modo, actividades como las formas públicas y cuasi públicas de producción y distribución de bienes públicos (salud, educación, seguridad social, investigación científica, regulación de los mercados, justicia, etc.), bajo formas de gestión participativa, son vistas como constitutivas de la economía en construcción, pues contribuyen a institucionalizar los principios de redistribución y de plan así como lograr escalas de las que están lejos las organizaciones que emergen de la economía popular.
La Economía Social refiere a una posible (aún no constituida) configuración transicional de recursos, agentes y relaciones que, manteniendo algunas características cualitativas centrales de sustrato agregado de unidades domésticas, institucionaliza reglas internas de regulación del trabajo y de la distribución de sus resultados, articulándose a nivel microeconómico en múltiples formas de unidades de mayor escala autogestionadas y a nivel mesoeconómico en redes de intercambio y cooperación de creciente complejidad, incorporando recursos públicos por la vía de la gestión participativa y la democratización general del Estado desde lo local hacia lo regional y nacional, constituyéndose como subsistema en el conjunto de la economía, planteando la reproducción ampliada de la vida de todos en disputa por la hegemonía frente a la lógica de la acumulación privada sin límites, propia de las empresas de capital, así como frente a la lógica de la acumulación de poder político o de mera gobernabilidad/legitimación del sistema social por parte de la Economía Pública (Coraggio, 2011).
El Instituto de Investigación de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social (UNRISD, 2012) define la Economía Social y Solidaria como un concepto de uso creciente para referirse a las formas de producción e intercambio que aspiran a satisfacer las necesidades humanas, construir capacidad de resistencia y expandir las habilidades humanas por vía de las relaciones sociales basadas en niveles varios de cooperación, asociación y solidaridad. Otros valores y objetivos , como la toma de decisiones democrática participativa, justicia social y medio ambiental, cohesión social y la no violencia son a menudo características prominentes de la Economía Social y Solidaria (UNRISD, 2012).12 De darse tales condiciones, se estaría más cerca de poder ejercer nuestra sociabilidad en condiciones de solidaridad, más que competencia, de cohesión social igualitaria, no la guerra de todos contra todos, o la vuelta a la época de la Revolución Industrial que ya se perfila cerca de nosotros; se trataría de fomentar las condiciones necesarias para el florecimiento humano.
Consideraciones finales
Si nuestras consideraciones son acertadas, el surgimiento del capital social o de esquemas de cooperación para un manejo comunitario de los bienes comunes, como los ambientales u otros relacionados con el desarrollo, no es un proceso automático o natural. Tampoco lo es la tendencia al emprendedurismo: si en las ciudades, más expuestas al mercado como institución no lo es, menos en las zonas rurales. Basar los programas de desarrollo en la idea de lo que las comunidades necesitan, y hacerlo desde la perspectiva de la maximización del beneficio personal, como en Los Comondú, las comunidades a las que se hacía referencia al principio de este texto, ha tenido resultados insatisfactorios. Es este un fenómeno multicausal, pero algunas de las razones se refieren a la inviabilidad de imponer visiones de mercado y de iniciativa empresarial donde no sólo no existen condiciones institucionales o de infraestructura, sino porque la lógica de ese tipo de comunidades es diferente: su ritmo, expectativas e, incluso, disposición difieren. Es esto un efecto directo de desanidar la economía de la sociedad.
Transformar lo anterior implica modificar la idea, tan predominante en las últimas tres décadas, de desestimación de la acción colectiva en favor de una visión del desarrollo anclada en la acción individual. En América Latina la polarización en la distribución del ingreso y el incremento de la vulnerabilidad social especialmente en zonas rurales/costeras, a los que generalmente va aparejado el deterioro de las condiciones ambientales, hace menester replantear los actuales esquemas de organización social y de relación entre las esferas pública y privada. Esto no significa una visión romántica de la acción comunitaria sino el diseño y despliegue de mecanismos que permitan a los miembros de esas comunidades no sólo tomar conciencia de su responsabilidad en los procesos de desarrollo, sino empoderarlos efectivamente para que tengan éxito. Por más voluntad individual que exista, el no atender las condiciones estructurales en que se inserta la problemática comunitaria implica socavar el proceso desde el inicio.
Comunidades pequeñas como Los Comondú no pueden, por sí mismas, garantizar su desarrollo, dado el alcance de los retos que enfrentan y que rebasan su esfuerzo individual. Esta situación confirma el planteamiento realizado desde los estudios teóricos y de caso, respecto a que las políticas públicas son esenciales para los ejercicios de desarrollo comunitario del capital social. También ello resalta la relevancia de establecer redes con actores externos, como las organizaciones de la sociedad civil, en tanto acompañantes de esos procesos y vínculo entre lo local y lo global que pueden ser, a partir de su propia proyección nacional e internacional, un punto de apoyo para las pequeñas comunidades. Es este último aspecto, uno que merece atención son las relaciones de poder que contextualizan los esfuerzos comunitarios y que recuerda que los factores estructurales juegan un papel que es pertinente no desestimar. En tal sentido, también conviene rescatar la conceptualización que hace Polanyi de la interrelación entre mercado y sociedad.
Como reflexión final, nos asalta la pregunta de si Los Comondú, exitosos antaño, pueden regresar bajo las condiciones actuales a conformar una comunidad económicamente viable y desmontar las condiciones de atraso en la que actualmente se encuentran inmersas. En estas localidades aún existen muchas de las condiciones naturales que fueron plataforma de las actividades productivas del pasado. Sin embargo las comunidades, tanto externa como internamente han cambiado, la mayoría para mal. ¿Pueden recuperarse las condiciones anteriores? Si la respuesta fuera positiva, ¿cuáles serían las acciones que habría que realizar para incorporar a las nuevas formas de hacer economía, el potencial productivo del oasis? ¿Se tendría que iniciar por recuperar un entramado institucional que diera certeza a la inversión y a la mejora continua de estas actividades sin perder su ruralidad? ¿Se debe comenzar con propuestas productivas tradicionales y alternativas que diversifiquen y fortalezcan la estructura sectorial? ¿O se debe construir un nuevo andamiaje que incorpore, por un lado, prácticas productivas responsables y que, al mismo tiempo, trabaje en el plano comunitario, dando cohesión social y fortaleciendo un aparato institucional que dé rumbo y certidumbre a un sistema de desarrollo y bienestar? Las respuestas a éstas y otras interrogantes indudablemente requieren de una mayor investigación a nivel teórico-aplicado respecto a las formas de organización de la producción en general, como a una mayor profundización antropológica, económica y sociológica en la zona de estudio.
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Agradecimientos
Este trabajo deriva del proyecto de investigación Fortalecimiento productivo para el desarrollo sustentable. Los casos de San Miguel y San José de Comondú, BCS, financiado por el Fondo Mixto CONACYT-Gobierno del Estado de Baja California Sur, México, Convocatoria 2011-II.
Recibido: 15/4/2013
Aeptado: 06/05/2013
Publicado: Junio 2013
1 Tanto en San José como en San Miguel de Comondú se están empedrando algunas de las calles, construyendo banquetas y guarniciones, y mejorando el alumbrado. Es esta una inversión de poco más de diez millones de pesos, que ofrece a los habitantes locales oportunidad de obtener ingresos a través del programa de empleo temporal (Colectivo Pericú, 2012). Sin embargo, esta reconversión laboral temporal (de rancheros y huerteros a albañiles) tiene consecuencias en términos de la atención a las actividades tradicionales, así como respecto a la eficiencia en términos de tiempo y calidad de las obras.
2 El capital humano es definido como “los conocimientos, habilidades y competencias y otros atributos encarnados en individuos que son relevantes para la actividad económica” (OECD, 1998: 9), y puede ser formal o informal. La interacción entre el capital social (individual) y el capital humano ha sido descrita como un conjunto de elementos relacionados con a) El impacto de las aspiraciones y los valores; b) Habilidades y competencias; c) Relaciones de trabajo; d) Esferas social y económica; y e) Dimensiones familiares y demográficas (Schuller, 2000).
3 La referencia es a los países ricos y algunos países periféricos (Angeles e Ivanova, 2012). Nótese que el modelo económico prevaleciente entonces, el “keynesianismo,” con el despertar del programa de investigación sobre la neoliberalización se ha rebautizado como el “neoliberalismo anidado” (embedded neoliberalism), en referencia a la obra de Polanyi (1944/2001).
4 “Public choice, like the economic model of rational behavior on which it rests, assumes that people are guided chiefly by their own self-interests and, more important, that the motivations of people in the political process are no different from those of people in the steak, housing, or car market. They are the same human beings, after all.” (Shugart, 2012).
5 Un análisis detallado de este tema se encuentra en Angeles y Gámez (2012), de donde se toman los comentarios que siguen.
6 La referencia es a 1984, el libro de George Orwell. Ejemplos del Neoliberal Newspeak son las reformas estructurales, desarrollo sustentable, crecimiento verde, responsabilidad empresarial, etc.
7 http://www.brainyquote.com/quotes/authors/m/margaret_thatcher_3.html
8 La centralización es un fenómeno importante en el análisis de Polanyi; véanse por ejemplo referencias al funcionamiento de los imperios egipcio y romano (Polanyi, 2001).
9 El análisis de Bertram toma forma a partir de una cita de Smith (1776): “All systems either of preference or of restraint, therefore, being thus completely taken away, the obvious and simple system of natural liberty establishes itself of its own accord. Every man, as long as he does not violate the laws of justice, is left perfectly free to pursue his own interest his own way…” Smith 1776, citado en Bertram, 2011: 5). En la interpretación de Bertram, el estado de bienestar surge del intento por parte de los gobiernos de remover cualquier “preferencia o restricción”, lo que requiere que la distribución del ingreso y la riqueza, tanto entre diferentes clases como grupos sociales, se realice bajo alguna idea subyacente de lo que es justo. Para remover toda “restricción,” habría que evitar o contrarrestar el ejercicio de cualquier forma de poder de mercado, así como dar fin a todas aquellas intervenciones del gobierno (abundantes, como ya explicado en páginas anteriores), que se han diseñado para el beneficio de algunos, y no a favor de la sociedad en su conjunto. La llegada del modelo neoliberal desde los ochenta del siglo pasado obligó a una reconsideración teórica del sistema social de acumulación prevaleciente inmediatamente antes y después. El recién descrito modelo basado en el estado de bienestar es, sin duda, un tipo ideal: no hay pretensión alguna de su aplicabilidad en forma pura, sino más bien se entiende la necesidad de verlo contextualmente, adaptado a las condiciones de cada expresión socio-espacial del régimen: siguiendo a Jessop (2002), este sistema puede denominarse el Estado Nacional Keynesiano de Bienestar, o ENKB (Jessop, 2002), por asociación con las ideas del economista inglés. Por su parte la neoliberalización, aunque de nuevo, debe ser entendida como un proceso adaptado a cada contexto espacial, contiene, como tipo ideal, una serie de elementos clave que la colocan en oposición al ENBK. Entre estos elementos figuran de manera primordial la promoción de la competitividad a todos los niveles (internacional, nacional, regional, local, individual), la constante innovación socio-tecnológica por medio de la “economía del lado de la oferta,” en un sistema global de economías más o menos abiertas y privatizadas. El economista emblemático de esta más reciente manifestación sistémica es Joseph Schumpeter, el teórico vienés de la innovación, las ondas largas de la tecnología, espíritu empresarial y la destrucción creativa (Brenner y Theodore, 2002). De esta inspiración proviene el denominado régimen Schumpeteriano de precarización laboral y del bienestar vigente en la actualidad (Jessop 2002).
10 Los comentarios sobre la economía social se basan en una aportación del Dr. Ismael Sánchez Brito al proyecto del cual deriva este trabajo (Brito, 2013).
11 Por ejemplo, las cooperativas quebequesas que se agruparon en defensa de su lengua y su religión (Romero, 2012). Tal actitud, como se ha señalado, está ausente en buena parte de las relaciones sociales en Los Comondú.
12 El UNRISD (2012) conceptualiza la Economía Social Solidaria en un sentido amplio e incorpora tanto las empresas de propiedad estatal o de aprovisamiento de servicios públicos, así como de la empresa privada convencional y con ánimo de lucro. Los aspectos asociados con la organización colectiva y la solidaridad permiten también distinguir las organizaciones de ESS. Asimismo considera que los trabajadores por cuenta propia, desorganizados y a título propio (“informales”) y las micro o pequeñas empresas. En América Latina hay legislación que ampara a la economía social solidaria, como es el caso en Ecuador y México (Sánchez Brito, 2013).
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