Francisco Muñoz de Escalona
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No es posible entender la hospitalidad en profundidad sin adentrarse en la noche de los tiempos, aquellos en los que unos singulares primates sufrieron una extraña deriva biológica mediante la cual dejaron de ser lo que eran y dieron paso a la aparición de una nueva especie animal: la de los homínidos, la que, más tarde, evolucionaría hasta alcanzar su pleno y definitivo desarrollo. La nueva especia heredó, inevitablemente, muchas de las conductas de sus ancestros. Quiero decir que asumieron íntegramente la cultura que llevaban inscrita en el código genético la especie de procedencia. Entre las conductas que heredaron hubo una muy especial porque estaba cargada de significado, la que tiene el honor de ser la primera división del trabajo que conocemos, la que tuvo lugar miles de años antes entre los machos, encargados de la seguridad física y de aportar proteínas a la dieta por medio de la caza y la pesca, y las hembras, las cuales se encargaron del cuidado de la guarida y de la cría de una prole que tardaba años en alcanzar la adultez.
Cabe destacar una herencia singular más, la cual, si bien no fue tan marcante de cara al futuro como la anterior, fue de una extraordinaria significación para encender el motor del proceso civilizador. Me refiero al ancestral agrupamiento de individuos unidos por estrechos lazos de consanguinidad. Este peculiar agrupamiento, ya presente como digo en la especie de procedencia, fue durante milenios una institución verdaderamente capital porque de ella se desprendieron otras igualmente valiosas, las cuales serían inconcebibles sin ella, como más tarde veremos.
Habida cuenta de que el territorio que ocupaban los primitivos grupos de homínidos no contaba con recursos suficientes para cubrir las necesidades alimentarias de todos, los diferentes grupos se veían obligados a competir entre sí por su aprovechamiento. En un mundo de escasez avanzante la rivalidad se manifestaba por medio de una violencia extrema, a veces cruenta.
Eran aquellos, en efecto, tiempos marcados por la violencia, la que se basa en la fuerza física y se salda con vencidos y vencedores. Solo los grupos más feroces podían aspirar a sobrevivir en aquellas primeras edades de la nueva especie lo mismo que en la de procedencia. Reparemos en que hablar de rivalidad y de fuerza excluyente es hablar de hostilidad, un vocablo etimológicamente próximo al de hospitalidad, que es el que ahora nos convoca. La Tierra estaba poco poblada hace entre dos millones y dos millones y medio de años, sí, pero con colectivos extremadamente hostiles dentro de la misma especie y, obviamente, entre ellos y las demás especies. Es la llamada ley universal de la depredación, una ley que, como se sabe, preside sin piedad la vida en la Tierra, sobre todo en lo que concierne a las especies no humanas, aunque también en la humana en sus primeras etapas.
No parece fácil estimar durante cuánto tiempo la Tierra estuvo poblada exclusivamente por pueblos hostiles, pero de lo que no cabe la menor duda es de que, en un contexto marcado por el rechazo violento entre grupos, tuvo lugar, en algún momento de la evolución física y cultural, un chispazo especialmente singular, aquel a partir del cual se fue pasando paulatinamente de la hostilidad extremada a los primeros destellos de hospitalidad, es decir, de la percepción de los pueblos vecinos como enemigos a abatir, a percibirlos como aliados, como amigos, como cooperantes en mayor o menor grado en la tarea de aplacar las necesidades primarias, las de alimentación, vestido y cobijo. Sea como fuere, es obvio que si miramos para atrás, podemos estar seguros de que ese paso se dio. ¿Cómo? La respuesta es evidentemente una tarea que exige acudir en socorro de la especulación histórica. Y eso es lo que me propongo hacer en la primera parte de estas reflexiones.
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