La cultura política
del ciudadano mexicano, ese conjunto de actitudes compartidas hacia lo
público y el Estado, evolucionó en esos tiempos desde un modelo paternalista
y subalterno ‑“parroquial” y de “súbdito”‑ hacia otro más bien participante
(Almond y Verba: 1989, 18) y asociativo. Precisamente esta es una de las
características que permiten asumir una nueva madurez democrática en las
relaciones habituales entre el ciudadano y la conducción del Estado, así
como la representación y mediación políticas. El asociacionismo va de la
mano de la participación cívica, y ésta a su vez es un escalón hacia la
cultura democrática, concebida ésta como el reconocimiento y la práctica de
hábitos de colaboración horizontal, solidarismo, respeto mutuo, debate sin
tapujos y rechazo al autoritarismo y la imposición de la voluntad propia
sobre la ajena. En ese sentido, Alejandro Moreno ha documentado, basándose
en los datos de seguimiento de la Encuesta Mundial de Valores, que existe
una clara tendencia de acentuación de la identidad democrática de los
mexicanos, al menos en las dos últimas décadas del siglo XX. En general se
ponía en evidencia un mayor sentimiento de “felicidad”, que iba de la mano
con la afinidad con el sistema democrático. Dice Moreno:
La clave para entender este cambio en el espíritu
colectivo del mexicano parece estar en el sentido de libertad individual que
se expandió durante la última década [del siglo XX] En 1990, 33% de los
mexicanos manifestó tener mucha libertad para elegir y controlar lo que
pasaba en su propia vida. Hacia 1997 ese sentimiento había crecido a 41%. En
2000, antes de las elecciones presidenciales, la mayoría de los mexicanos,
56% para ser precisos, sentía tener mucha libertad de elección y control
sobre su propia vida. Acaso la apertura de los noventa, entendida en todos
sus sentidos, el económico, el político, el social, había traído un giro en
los sentimientos de la sociedad mexicana, un mayor sentido de estarse
guiando en la vida bajo sus propias decisiones […]
(Moreno, 2003: 222)
Es evidente que en la ultima década del milenio hubo un
cambio actitudinal en los mexicanos. Y como termómetro del proceso vuelvo a
insistir en considerar el florecimiento de la sociedad organizada y la
explosión de colectividades de todo tipo, que cuestionaron el viejo papel
mediador y enajenante de las caducas corporaciones estatizadas, como los
sindicatos nacionales, las confederaciones de todo tipo, los colegios de
profesionistas oficialistas, etcétera. Pero antes de seguir adelante, habría
que conocer un poco cómo se está generando el nuevo modelo de participación
y autoorganización.
Alberto Olvera (2003) ha propuesto una interesante
tipología de las organizaciones civiles según su origen. Como precisamente
la pluralidad es una de sus características, es una tarea difícil su
clasificación para el análisis:
·
Asociaciones de carácter económico
gremial, para la defensa de intereses gremiales. Son una correa de
transmisión para plantear demandas y son instancias de solidaridad básica.
Son ejemplo los sindicatos, las asociaciones de profesionistas, los grupos
rurales, los grupos y clubes empresariales, etcétera.
·
Asociaciones político-formales. Como los
partidos políticos y los parlamentos. No forman parte de la sociedad civil,
pero en períodos de resistencia antiautoritaria o de transición a la
democracia pueden representar las aspiraciones colectivas y organizar a la
sociedad.
·
Asociaciones de matriz religiosa. Se
gestan al interior de una Iglesia y aglutina personas que comparten una fe
religiosa. Algunas se organizan para mantener el culto religioso –la
“Adoración Nocturna”‑, para la promoción social –las Comunidades Eclesiales
de Base‑, para proponer modelos de vida o sociedad –los “Caballeros de
Colón”, la asociación ProVida, el Movimiento Familiar Cristiano, el
Movimiento Juvenil, la Renovación Carismática, etcétera.
·
Organizaciones civiles para: a) la
defensa de los derechos ciudadanos, b) la promoción del desarrollo –como las
ONG’s, hoy conocidas como Organizaciones de la Sociedad Civil OSC’s‑, y c)
las de carácter filantrópico –las “fundaciones” de asistencia privada.
·
Las asociaciones de tipo cultural.
·
Las asociaciones privadas de tipo
deportivo y recreacional.
·
Las de tipo urbano-gremial, y
·
Los movimientos y asociaciones de
comunidades indígenas.
El florecimiento de las asociaciones espontáneas y
autogeneradas es un termómetro bastante fiable del avance de la cultura
democrática entre los integrantes de una sociedad. Por ello, entre los
autores académicos mexicanos que dominan en el campo de las relaciones entre
los distintos niveles de gobierno y los ciudadanos hay acuerdo en que la
democracia requiere la construcción de instancias intermedias de
organización cívica o comunitaria, que para el contexto mexicano se
significan como nuevas formas de participación y de representación (Guillén,
1996; Merino, 1995; Ramírez Sáiz, 1995; Ziccardi, 2000; Cabrero, 2001). En
contraste con los Estados Unidos de América, donde el asociacionismo tiene
una vieja tradición que fue descrita por el trabajo clásico de Alexis de
Tocqueville, en México habíamos carecido de la misma en buena medida como
resultado de la prevalencia de valores políticos autoritarios, estatistas y
centralistas, que se evidencia aún en las recientes encuestas (Secretaría de
Gobernación, 2003). Por ejemplo, según esta encuesta, la ENCUP 2003,
solamente un 17% de los entrevistados en la muestra representativa nacional
declararon participar o haber participado en alguna asociación de vecinos,
colonos o condóminos. Y solamente un 5% declaró que formaba parte de alguna
asociación civil. Un 60% declaró que confía nada o casi nada en las
asociaciones de ciudadanos. Un 84% dijo que nunca ha trabajado junto con
otras personas para tratar de resolver problemas de su comunidad. Un 57%
consideró difícil o muy difícil organizarse con otros ciudadanos para
trabajar en una causa común.
El politólogo José Negrete Mata (2002: 56-57) explora
las características del concepto de participación y nos afirma que:
Existen muchos usos del término participación, pero
podríamos empezar a clasificarlos de acuerdo con su definición general,
citada del diccionario. Según Vázquez […] la participación tiene cuando
menos dos significados: uno que representa una actitud pasiva (recibir algo)
y otro vinculado más a una actitud activa (ser parte, compartir algo). El
primero “define a ésta como un estado o situación, y enuncia la pertenencia
y el hecho de tener parte en la existencia de un grupo, de una asociación”
El segundo significado se refiere a la actividad social que ejercen unos
individuos en un grupo del que forman parte; la participación supone una
coincidencia de las finalidades operativas de un grupo, un sentimiento de
responsabilidad personal, unas obligaciones creadas por el deber o unos
vínculos de amistad. En esta segunda acepción, la participación se puede
entender como acción y compromiso. Sartori, por su parte, establece que: “La
participación es automovimiento y, por tanto, lo contrario del
heteromovimiento (por otra voluntad), es decir, lo opuesto a movilización.
En general, el ciudadano mexicano contemporáneo se
mantiene poco participativo e interactuante en la resolución de los
problemas que le afectan directamente. Es por eso que el intermediarismo, el
clientelismo y el oportunismo político tienen todavía demasiada presencia en
las relaciones Estado-ciudadanos. Pero lo que es seguro es que la
autoorganización es ya parte del bagaje de recursos con los que cuenta y
echa mano el ciudadano mexicano de hoy, sin duda de manera más intensa y
reiterada que lo habitual en tiempos pasados.
Tabla 1. Percepción de la participación ciudadana en
los municipios de México 2000
Los resultados de la Encuesta Nacional sobre el
Desarrollo Insitucional Municipal 2000 arrojaron que poco más de dos quintas
partes de los ediles del país consideraron que la participación ciudadana en
ampliamente recomendable para convertirse en eje de su administración. Sin
embargo casi la mitad juzgó que la misma ayudaba muy poco a la eficacia de
su gestión, e incluso casi un 7% opinó que en algunas o en muchas ocasiones
dificulta las actividades del gobierno municipal. Esto es muy sintomático de
la actitud que permea en el nivel de autoridad más próximo al ciudadano. La
participación puede eventualmente considerarse un buen recurso de gestión,
pero todavía no es aceptada ampliamente. Las decisiones centralizadas y
proyectadas de arriba hacia abajo continúan caracterizando a los presidentes
municipales. Esa misma encuesta muestra que esto se acentúa en los
municipios más pobres.
Las organizaciones más frecuentes en el nivel municipal
son las comunitarias y las vecinales o de promoción de obra. Les siguen los
Copladem y las organizaciones religiosas. Son todavía pocas las de carácter
cívico participativo.
Aunque la participación y la autoorganización van a la
alza, es cierto también que desde hace algún tiempo se ha fortalecido un
sentimiento compartido de decepción ante el cambio democrático. Las grandes
promesas del 2000 no se concretaron en un mayor acceso a satisfactores y a
indicadores de progreso en el nivel familiar. Aparentemente el estancamiento
económico generalizado ha sido la característica del sexenio de la
alternancia, con índices de crecimiento que a penas rebasan el incremento
demográfico. La carencia local de oportunidades sigue marcando fuertemente
el imaginario social, y el optimismo por la democracia se ve mediatizado por
las preocupaciones cotidianas, que no parecen cambiar demasiado desde los
noventa.
Si enmarcamos el caso mexicano dentro de su entorno
latinoamericano podemos constatar que la situación descrita es una
característica compartida, y la los ciudadanos del subcontinente, que aunque
continúan replanteando sus relaciones con sus líderes y representantes,
también padecen atasco económico, con algunas notables excepciones como
Chile. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo levantó una
encuesta en el 2004, que permitió sostener las siguientes aseveraciones como
conclusión:
Pese a los avances, incluso en condiciones muy
precarias, debe reconocerse que tanto en el plano de la evolución
democrática como en el de la dinámica económica y social, la región vive un
momento de cambio, que en muchos casos asume las características de una
crisis generalizada. Por consiguiente, se abre un período de transformación
tanto en los contenidos de la democracia cuanto en sus vinculaciones con la
economía y la dinámica social, en un contexto global también de cambio, de
concentración de riqueza y de internacionalización creciente de la política.
La cuestión es que ésta, como se constata en varias partes del Informe,
tiene importantes límites y está en crisis.- Dicha crisis se expresa en el
divorcio entre los problemas que los ciudadanos reclaman resolver y la
capacidad de la política para enfrentarlos. La política tiende a perder
contenido por la disminución de soberanía interior del Estado, atribuible a:
- El desequilibrio en la relación entre política y
mercado.
- La presencia de un orden internacional que limita la
capacidad de los Estados para actuar con razonable autonomía.
- La complejización de las sociedades que los sistemas
de representación no pueden procesar.
[…] la encuesta de opinión pública realizada para el
Informe muestra una tensión entre la opción por el desarrollo económico y la
democracia. Los datos obtenidos indican que:
- La preferencia de los ciudadanos por la democracia es
relativamente baja.
- Gran parte de las latinoamericanas y los
latinoamericanos valora el desarrollo por encima de la democracia e incluso
le quitaría su apoyo a un gobierno democrático si éste fuera incapaz de
resolver sus problemas económicos.
- Las personas no demócratas pertenecen en general a
grupos con menor educación, cuya socialización se dio fundamentalmente en
períodos autoritarios, tienen bajas expectativas de movilidad social y una
gran desconfianza en las instituciones democráticas y los políticos.
Gráfica 1. Índice de Democracia Electoral (IDE)
1977-2002
Fuente: PNUD, 2004.
La participación electoral, que en últimas fechas ha
mostrado una tendencia a la baja en las elecciones federales, tuvo una
evolución bastante favorable en los tiempos previos a la alternancia del
2000. Como se puede apreciar en la siguiente gráfica, esa participación
parece mostrar una tendencia descendente en el largo plazo. Es esperable un
repunte en las elecciones presidenciales del 2 de julio del 2006, pero nunca
a los niveles de los noventa, a menos de que se sufra un evento dramático,
como lo fueron los sucesos violentos de 2004.
Gráfica 2. Evolución de la participación electoral en
las elecciones federales 1991-2003
Es claro que la participación electoral no es
equiparable a la participación cívica, que discutimos antes, pero puede
relacionarse con el nivel de compromiso que se experimenta con el sistema
democrático formal. En el caso de los Estados Unidos es claro que no hay
mucho vínculo entre el asociacionismo y la participación ciudadana con el
índice de asistencia a urnas, que no deja de descender desde hace décadas.
Hay necesidad de integrar la participación electoral,
que no es más que la concreción de un procedimiento estadístico de
manifestación de la opinión pública, con mayores y más efectivos mecanismos
de intervención ciudadana en los grandes procesos de toma de decisiones
sociales y políticas. Cuando no existen estos mecanismos paralelos se genera
un sentimiento de lejanía e indiferencia, que pronto se proyecta en
percepciones negativas sobre las instituciones y los miembros de la élite
política. La legitimidad de las urnas se ve así socavada por el desgaste de
la incomunicación entre gobernantes y gobernados, y comienza el declive del
prestigio de la democracia, con lo que se reavivan las tendencias
autoritarias en la cultura política del ciudadano común.
La legitimidad es un proceso que debe mantenerse en
construcción y confirmación permanentes. No es un hecho que pueda
garantizarse tan sólo con la democracia procedimental. Es una búsqueda
educativa y de afirmación de concepciones y preconcepciones, que sólo con la
interiorización de los valores éticos y la constitución de tradiciones
confirmadas por el tiempo puede garantizarse su prevalencia y consolidación.
En este rubro nuestro país aún se ubica en el sótano de la cultura cívica
latinoamericana, comparable con países de menor desarrollo económico y
político, como se pone en evidencia en la siguiente gráfica:
Gráfica 3. Cultura Cívica: Partidos/Congreso y Derechos
y Obligaciones
Esta encuesta regional de Latinobarómetro de 2005
México exhibe una cultura cívica caracterizada por una muy baja legitimidad
de las leyes, los derechos y las obligaciones. La percepción ciudadana, en
pleno momento de la alternancia y la consolidación de la democracia
procedimental, no van de la mano de la percepción del ciudadano común de
contar con instituciones, en este caso los partidos políticos y el congreso,
que se caractericen por respetar los derechos y obligaciones que marcan las
leyes.
La falta de legitimidad ante los ojos de los ciudadanos
ordinarios de las instituciones de representación, de gobierno, de seguridad
pública y de procuración y administración de justicia responde a la
acumulación de tres décadas, toda una generación, de crisis recurrente y
merma de la credibilidad hacia el Estado. Aunque no contamos con medios para
poder ensayar comparaciones en cuanto a percepción ciudadana de las
instituciones vigentes hace treinta años, sí podemos inferir que se ha dado
este desgate en el imaginario colectivo. Lo que sí podemos hacer es observar
la radiografía actual que nos permiten las encuestas de percepción, como la
Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas de la
Secretaría de Gobernación y el INEGI, que se ha levantado en dos ocasiones,
en 2001 y en 2003. Y es muy ilustrativo analizar sus resultados en lo
referente a la percepción ciudadana sobre sus instituciones.
Gráfica 4. ENCUP 2003: Opinión ciudadana sobre las
secretarías de la Administración Pública Federal
Los datos de la ENCUP 2003 muestran que sólo un 26% de
los entrevistados tuvieron una opinión general buena o muy buena de las
secretarías de Estado del gobierno federal. En cambio un 29% tiene una
opinión regular –es decir indiferente‑ y un preocupante 11% tienen una
opinión mala o muy mala. Pero si descontamos el 35% que dijo no saber qué
responder, la proporción subiría al 17%, mientras que los optimistas serían
39.4%.
A la Cámara de Diputados le va peor que a las
instancias del gobierno federal, como se aprecia en la siguiente gráfica:
Gráfica 5. ENCUP 2003: Opinión sobre la Cámara de
Diputados
Más de un tercio de los entrevistados son indiferentes
ante la Cámara de Diputados. Pero un 28%, todavía sin descontar los que no
supieron cómo responder, tienen una mala o muy mala opinión de esa
institución. Sólo un 9% manifestaron una buena o muy buena opinión.
Gráfica 6. ENCUP 2003: Opinión sobre los Jueces y los
Juzgados
La situación para los integrantes del poder judicial es
sólo ligeramente mejor que la del poder legislativo.
Gráfica 7. ENCUP 2003: Confianza ciudadana en las
Instituciones
Se pone en evidencia que en general, la confianza
ciudadana en las instituciones públicas es poca, casi nula o de plano nula.
En el otro lado del espectro se ubican las iglesias y los maestros. Sólo el
IFE y la Comisión Nacional de Derechos Humanos gozan del aprecio del público
opinante.
Aunque este es un texto todavía en una fase preliminar,
puedo proponer las siguientes ideas a manera de conclusiones:
1.
El desgaste reciente en las relaciones y la comunicación entre las
instituciones de gobierno, de representación y judiciales es sensible e
inquietante. Sería importante relacional los datos de estas encuestas de
percepción social sobre el desempeño y la confianza hacia el Estado con
otros instrumentos que se han levantado sobre el ámbito de la seguridad
pública, el acceso y calidad del empleo, la salud pública y la calidad de la
educación. Seguramente encontraríamos vínculos muy interesantes entre los
resultados de este tipo de batería de encuestas. No podemos separar la caída
en la confianza en el Estado con los incrementos paralelos en la violencia
social, la inconformidad por la falta de oportunidades, la baja autoestima
del ciudadano común, la desintegración familiar, la crisis en los valores
que permiten la convivencia, etcétera.
2.
La calidad de la democracia se ve sustancialmente mermada cuando se
percibe una clara insatisfacción con el desempeño del Estado y de la clase
política. No podemos ignorar que las expectativas que despertó la democracia
en pueblos de tradición autoritaria como el mexicano, pero que al mismo
tiempo se han visto azotados por la crisis económica, la ausencia de
oportunidades concretas para el ascenso social, la frustración de constatar
cómo sobreviven viejas lacras como la corrupción gubernamental, el
descrédito de los liderazgos y el engaño, conducen fácilmente al rechazo del
orden legal y su eventual violación. Si la ley no es cumplida ni siquiera
por el Estado y sus agentes, el ciudadano no encuentra aliciente para
mantener su ética personal. Este es un paso muy serio hacia la
ingobernabilidad y la inestabilidad social.
3.
Las percepciones compartidas por los ciudadanos son un imaginario
social que no es posible ignorar o minuspreciar. Las encuestas han permitido
llamar la atención de los agentes públicos sobre su desgaste ante el
ciudadano común. Pero las tendencias que registran sólo pueden ser
contrarrestadas mediante una más cuidada atención a la congruencia entre el
decir y el hacer, la convocatoria a la participación de las personas comunes
tanto en la solución de sus problemas concretos como en su comunicación con
el sector público, la implantación de una cultura de rendición de cuentas y
en general en un acercamiento generalizado delos emisores y los receptores
de los mensajes políticos, es decir entre las instituciones en descrédito y
sus juzgadores.
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