AMÉRICA LATINA EN UN MEDIO SIGLO (1950/2000): EL DESARROLLO, ¿DÓNDE ESTUVO?
Por Sergio
Boisier§
“Piedra
en la piedra, el hombre, dónde estuvo?
Aire en el aire, el hombre, dónde estuvo?
Tiempo en el tiempo, el hombre, dónde estuvo?”
Pablo
Neruda, Alturas de Macchu-Picchu.
INTRODUCCIÓN
Convengamos en que el desarrollo dista de estar exclusivamente relacionado con logros materiales, sociales e individuales, por importantes que ellos sean en sí mismos. Como es crecientemente reconocido en la literatura, el concepto de desarrollo tiende a ser más y más interpretado como el logro de condiciones culturales, institucionales, éticas, políticas, y por cierto económicas, condiciones de entorno que potencien la transformación de los seres humanos en verdaderas personas humanas dotadas de dignidad, de subjetividad, de sociabilidad, de trascendencia, entes dialógicos en los cuales conviven sus características biológicas y espirituales, estas últimas productoras del conocer, del saber, y del amar. El desarrollo es entonces principalmente intangible, subjetivo e inter subjetivo, tiene que ver más con el ser que con el tener, aunque jamás podrá concebirse sin la superación de las carencias concretas más obvias. Es al mismo tiempo una abstracción producto de nuestra capacidad de crear y usar un lenguaje simbólico, quizás si la principal diferencia que nos distingue de otros seres vivos, aún si los genomas aparecen extraordinariamente similares. En definitiva, también el desarrollo es una utopía en un sentido y una no utopía en otro. Es utopía—asintótica además al eje de su propia realización, ya que si no lo fuera todavía estaríamos dibujando bisontes en las cuevas europeas—en el sentido de ser un sueño inalcanzable y que por lo mismo no está en ninguna parte. La belleza de nuestra naturaleza compleja y de la relación dialógica con nuestro entorno reside precisamente en que al mismo tiempo el desarrollo está o debería estar en espacios concretos: el espacio societal (personas y poblaciones sanas, educadas, laborantes, solidarias, plenas de satisfactores y en pleno uso de sus capacidades básicas), y el espacio geográfico, el lugar cotidiano, el territorio proxémico para la enorme mayoría de las personas, donde se nace, se vive y donde generalmente se es enterrado.
Se ha hablado durante muchos años acerca del desarrollo global, una expresión ingrávida favorita de los economistas “macro” y hasta hace no mucho todas las mediciones sobre el nivel de desarrollo consistían en promedios que ocultan varianzas extremas y que en realidad, y por ello mismo, describen un mundo de fantasía, un mundo en que las personas y sobre todo los analistas económicos parecen levitar, a varios centímetros del suelo cuando en verdad, como lo decía don Miguel de Unamuno, somos bípedos implumes, por ello mismo sin alas y en consecuencia no volamos sino que por el contrario, vivimos con los pies pegados a la tierra, al suelo, al territorio; somos precisamente, seres grávidos, cargados de huesos y carne. Está claro que el territorio no es una abstracción ni un mero piso obligado por la fuerza de gravedad, y que se convierte en una instancia simbólica hecha, no de ladrillos, sino de relaciones, lenguajes, afectos y procesos de cambio que ocurren en el territorio y no sobre él. Por ello existen políticas territoriales cuyo objetivo, si bien entendido, no puede ser otro que crear o potenciar las condiciones de entorno ya mencionadas para que los seres humanos se transformen en personas humanas, políticas que no obstante se aproximan a su objetivo por la vía o a través de intervenciones en el territorio.
América Latina no ha sido en este caso una excepción y las así denominadas políticas territoriales datan desde fines de la Segunda Guerra Mundial, sesenta años ni más ni menos. No obstante el desarrollo en el territorio al sur del Río Bravo sigue mostrando una tremenda heterogeneidad territorial, social, productiva y tecnológica, signo evidente de que el éxito ha sido esquivo y por tanto es más que razonable explorar las razones que explican esta situación.
La monografía, que tiene más un carácter conceptual que empírico, comienza por una breve síntesis histórica de estas políticas para mostrar los paradigmas, escuelas, teorías, o simples “modas” que sirvieron de respaldo a su aplicación. A seguir se avalará, con una cierta parquedad de cifras, la tesis sobre el fracaso, al menos relativo de ella, para seguir con un planteamiento que busca desentrañar los principales elementos causales, tanto cognitivos como procedimentales. Termina la monografía con una reflexión a futuro que apunta a mejorar la situación descrita.
EL ORIGEN DE LAS POLÍTICAS TERRITORIALES EN AMÉRICA LATINA
Hay que aclarar desde el inicio que el concepto contemporáneo de política territorial se refiere a una matriz de políticas o a una meta política que incluye cuatro mega políticas: a) ordenamiento territorial; b) descentralización; c) fomento al crecimiento económico; y d) fomento al desarrollo societal. A su turno cada una de estas mega políticas incluye conjuntos variados de meso políticas (por ejemplo, la política de ordenamiento territorial incluye políticas de localización de infra estructuras, de uso del suelo, etc.) y cada una de ellas se expresa finalmente en un vector de instrumentos específicos. Se trata de una interpretación harto más compleja que la idea simple de una política regional, que se refiere exclusivamente a intervenciones sobre ciertos recortes territoriales que se denominan, sobre la base de criterios variados, regiones.
Un enfoque teórico
En una perspectiva funcionalista, parsoniana podría decirse, todo sistema socioeconómico busca alcanzar tres objetivos trascendentes e inmanentes, irrenunciables, de largo plazo: primero, el aumento sistemático de la capacidad de producción de bienes y servicios, segundo, una cierta estabilidad social que viabilice el proceso de ahorro/inversión, una condición además para el logro del primer objetivo, tercero, la mantención de la soberanía territorial, condición básica de la permanencia de un Estado nacional.
En la literatura clásica sobre planificación, se define como problema, y por tanto como un punto que contribuye a definir el campo de intervención, a la confrontación de objetivos y sus impedimentos. Yo tengo un “problema” si deseo adquirir un automóvil y al mismo tiempo no tengo el dinero suficiente para ello. Implícitamente el concepto de problema nos remite a una simple ecuación aritmética:
Problema = Objetivo + Impedimentos
De acuerdo a este razonamiento, a lo largo de la evolución de un país, evolución enmarcada en la lógica del capitalismo en el caso de América Latina, comienzan a configurarse muchos tipos de problemas de distinto nivel e importancia. Entre ellos, a partir de un determinado momento tomará forma una clase especial de problemas: aquellos definidos por objetivos agregados (nacionales) e impedimentos de evidente naturaleza territorial, situación entonces que configura la clase de problemas que denominamos como problemas territoriales (antes, problemas regionales).
El objetivo de “aumentar sistemáticamente la capacidad de producción” (vulgo: el logro de una alta tasa sostenida de crecimiento del PIB) comienza a ser dificultado por un nivel excesivo de concentración territorial del aparato productivo, en virtud del surgimiento de fenómenos de deseconomías externas y de aglomeración que ultrapasan a los rendimientos crecientes virtuosos de la concentración (un redescubrimiento que ha dado fama a Paul Krugman, pero que es considerablemente antiguo). Comienza entonces a tomar forma el “problema de la hiper concentración territorial de la producción y de la población” y su enfrentamiento asumirá la forma de una política que busca revertir la situación, mediante medidas tanto positivas (diversos estímulos a la localización periférica) como negativas (impuestos diferenciados, prohibición de construcciones industriales en el core, etc.).
El objetivo de mantener el sistema social libre de tensiones extremas recurrentes, a fin de facilitar el proceso de ahorro/inversión, comienza a peligrar debido a crecientes cuestionamientos al patrón de distribución de los resultados del proceso de crecimiento, en particular en relación a la desigualdad distributiva de la renta, que evidencia, en todos los casos, un fuerte componente—con alta visibilidad además—territorial, dando origen al “problema de las disparidades territoriales de renta, bienestar y oportunidades”, con su secuela de tensiones sociales y políticas que alcanzan hasta la formación de movimientos políticos francamente contestatarios y un enfrentamiento centro-periferia, además de originar patrones migratorios que introducen verdaderos círculos viciosos en la situación de los diversos territorios subnacionales. Surgirán, como respuesta, propuestas de políticas de transferencias, de equipamiento social y políticas distributivas y redistributivas.
El objetivo de mantener la integridad territorial del Estado/Nación comienza a peligrar en la medida en que la excesiva concentración económica y demográfica acompañada de niveles renta perceptiblemente superiores en el “centro” del sistema, genera una situación política asociada a una muy desigual distribución del poder (en sus varias acepciones) lo que, unido a una tradición borbónica en la conformación del Estado en América Latina, genera el “problema del centralismo”, tan evidente en el sub continente, en donde se alimenta además, de una verdadera cultura centralista, según la conocida tesis de Claudio Véliz (1982). La respuesta del Estado serán políticas de desconcentración y/o descentralización administrativa, política, y territorial.
Estos problemas, en conjunto o en forma aislada, suelen aparecer en las fases intermedias del crecimiento y son consubstanciales a él. Esta dinámica multivariada es propia de la dinámica de evolución de todo sistema de relaciones sociales de producción, del capitalismo en este caso. Procesos que durante lapsos iniciales son claramente positivos, como la concentración o el centralismo, devienen, después de un punto de inflexión, en negativos y obligan a poner en práctica diversas formas de auto intervención social.
En América Latina, en algunos países de “evolución industrial temprana”, como México o Argentina o Brasil, la respuesta del Estado comenzará a dibujarse en las cercanías de la mitad del siglo XX.
Un enfoque histórico
Las observaciones precedentes ayudan a develar la racionalidad de las políticas territoriales, aunque rara vez la racionalidad se presenta como el respaldo único de ellas.
Todos los estudiosos están de acuerdo en que México ha sido la cuna de las políticas territoriales en América Latina a partir del momento en que se establece la Comisión del Papaloapan en 1947 para administrar los cerca de 47.000 kms² de la cuenca. Los objetivos principales se vincularon al control de inundaciones, aunque en definitiva se le asignaron varios otros. En efecto, su autoridad comprendía no sólo la inversión en recursos hidráulicos para controlar las inundaciones, irrigación, energía hidroeléctrica y agua potable, sino también para el establecimiento de todo tipo de sistemas de comunicación para todos los asuntos de desarrollo industrial y agrícola, urbanización y colonización (Barkin y King; 1970:100).
Posteriormente se agregarán Comisiones para intervenir las cuencas del Grijalva y del Usumacinta (120.000 kms.²), del Tepalcatepec (17.000 kms.²), del Balsas (100.000 kms.², del Fuerte (29.000 kms.²), y del Lerma-Chapala-Santiago (126.700 kms.²). Las Comisiones llegaron a cubrir más de 20 % del territorio nacional.
En 1948 en el Brasil el Departamento Nacional de Obras contra las Secas (DNOCS) abre espacio para el establecimiento de la Comisión para el Desarrollo del Valle del Rio Sao Francisco (CODEVASF) y posteriormente se crea la Comisión para el Desarrollo de la Cuenca del Valle del Río Doce. En ambos casos el esquema es muy similar al ya ensayado en México.
En el mismo país en 1959 se establece la Superintendencia para el Desarrollo del Nordeste, SUDENE, probablemente el organismo más emblemático en el cuadro de las políticas territoriales en América Latina (de Oliveira; 1977). Como bien se sabe el nombre de Celso Furtado y su Operación Nordeste, estuvo ligado desde siempre a la creación de la SUDENE. Posteriormente se crearán las Superintendencias para el Desenvolvimento de la Amazonía (SUDAM) y de la Zona Franca de Manaos (SUFRAMA), e incluso, en las décadas siguientes se configurarán similares organismos para las macro regiones del Centro-Oeste, del Centro-Sur, y del Sur.
También en 1959 se establece en Argentina el Consejo Federal de Inversiones (CFI) mediante un pacto constitucional entre las Provincias, el Municipio de la Ciudad de Buenos Aires y el Territorio Nacional de Tierra del Fuego, Antártica e Islas del Atlántico Sur, otro organismo considerado un icono de la cuestión regional en su tiempo. Quizás si una de las características más importantes del CFI fue la exclusión de la Nación del Pacto Constitucional, cuestión que reafirmaba el federalismo y el regionalismo.
Otro hito histórico, transformado también en icono temático fue el establecimiento en 1960 de la Corporación Venezolana de la Guayana, CVG, enmarcada en una verdadera filosofía del desarrollo y de la planificación llevada al gobierno de Venezuela en 1958 por ADECO y el Presidente R. Betancourt. El proyecto de desarrollo de la Guayana pivoteaba en la creación de una nueva ciudad: Santo Tomé de la Guayana y en el desarrollo de la energía hidroeléctrica, de la minería de hierro y de la siderúrgica. John Friedmann escribió un texto clásico sobre la experiencia venezolana (Friedmann; 1966).
En Colombia en las postrimerías de la primera mitad del siglo XX se crea la Corporación para el Desarrollo del Valle del Cauca, primeramente como compañía productora de electricidad y posteriormente como agencia de desarrollo. Posteriormente se creará la Corporación Autónoma de la Sabana, CAR, y más tarde proliferarán varias corporaciones departamentales más vinculadas al tema del ordenamiento territorial.
Ya en la década de los años sesenta las políticas regionales cambiarán en su forma y fondo al surgir los esquemas nacionales de regionalización, más acordes con la racionalidad funcionalista expuesta más atrás; las políticas asumirán un carácter más sistémico abriendo el campo a dos variantes: a) políticas intraregionales y, b) políticas interregionales. Una buena cantidad de países se adcribieron a esta modalidad, Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, México, Perú, y Venezuela, entre ellos.
El economista austriaco Walter Stöhr realizó un balance de programas de desarrollo regional en América Latina a fines de los sesenta y relevó nada menos que 75 programas que clasificó en cinco categorías:
Políticas para la descentralización de la toma de decisiones.
Políticas para áreas deprimidas.
Políticas de colonización de nuevas áreas de recursos naturales.
Políticas de desarrollo para áreas fronterizas.
Políticas para áreas metropolitanas y nuevos polos de desarrollo.
El mismo autor evalúa el grado de aplicación y éxito de estas políticas con un juicio general más bien negativo; tal parece que la mayoría de estas políticas eran más semánticas que reales (Stöhr; 1972).
Algo más adelante en el tiempo, ya en la década de los años setenta sobrevendrá un cambio aún más drástico en el campo de las políticas territoriales, una cuestión a ser examinada a seguir.
Las matrices paradigmáticas de las políticas territoriales
Se atribuye a un escritor y sociólogo francés del siglo XIX—el Conde de Gobineau—haber escrito después de un extenso viaje por América Latina cuánto le había llamado la atención el “copismo”, urbano, arquitectónico, de costumbres sociales e incluso de lenguaje, que observó en estos lugares. Fue particularmente despectivo, arrogante, insolente y sobre todo racista, pero quizás no del todo errado al sostener, metafóricamente en el mejor de los casos, que “no había visto hombres, sino monos”. La referencia viene al caso si se tiene en cuenta el escaso grado de originalidad de las políticas territoriales en América Latina, lo que arroja dudas sobre su pertinencia.
Inicialmente es la conocida Tennessee Valley Authority (TVA), la exitosa agencia federal creada por F. D. Roosevelt en 1933 como parte del New Deal keynesiano, la que inspirará su réplica en el caso de la Corporación Venezolana de la Guayana, de la Corporación del Valle del Cauca, de la Corporación Autónoma de la Sabana, de los organismos de control de cuencas en Brasil y de tantas otras agencias de menor relevancia. Hay toda una historia política detrás de la TVA que no sólo tuvo éxito en modernizar la cuenca en términos hídricos, riego, generación de energía eléctrica y fabricación de nitrato sintético, sino que además, mitologizó al ingeniero David Lilienthal (“el padre de la TVA”) a quien se encontrará años más tarde asesorando en Venezuela y en Colombia (Higgins and Savoie; 1995).
La influencia del modelo institucional de la TVA se mantuvo en primera línea por algo así como una década. Ya a mediados de los años 50, el paradigma “hidráulico” dará paso a otro modelo, europeo, fundado más en consideraciones políticas que económicas. En Italia, el período de la postguerra planteaba la posibilidad (alta según se creía) de que el partido comunista ganase el control del país mediante su acceso a la presidencia de la república. En parte este temor empuja la promulgación de la Constitución de 1947 que establece la división en regiones, a fin de disponer de espacios territoriales y políticos en los cuales pudiese encontrar fuerza y refugio y capacidad de resistencia la democracia cristiana. De hecho jamás el partido comunista ganó la presidencia, aunque sí ganó el control de varias regiones y ciudades que posteriormente pasarían a ser las estrellas del desarrollo italiano (los distritos industriales). Como parte de la misma construcción política y al amparo del Plan Marshall, Estados Unidos empuja la creación de una agencia financiera y de ejecución de proyectos destinada a canalizar recursos de inversión al sur de la península, de pobreza extrema, y según se pensaba, caldo de cultivo del comunismo.
Nace entonces la emblemática Cassa per il Mezzogiorno que entre 1950 y 1980 transferirá la gigantesca cantidad de 36.000 millones de dólares (nominales) hacia inversiones en infraestructura y en equipamiento industrial en el sur. La Cassa tuvo un éxito considerable en aumentar el ingreso per cápita del Sur, sólo que el del Norte aumentó mucho más rápidamente, poniendo en evidencia la dualidad de las disparidades en términos absolutos y relativos.
La SUDENE será la principal réplica de la Cassa en América Latina, una institución que al igual que su matriz debe su creación a consideraciones políticas, como una respuesta del estado brasileño a la efervescencia social y política nordestina, causada por la pobreza, y que ya había generado un potente y amenazador movimiento, las Ligas Camponesas lideradas por Francisco Juliao (años después cooptado por el sistema y transformado en Diputado Federal). El gobierno de Kubistchek, por la mano de Furtado, crea entonces un aparato cuyo objetivo principal era viabilizar la transferencia de capital desde el Centro-Sur al Nordeste, creando empresas, empresarios y empleo. Francisco de Oliveira dirá—en claro lenguaje marxista—que la SUDENE viabilizaba con aires nacionalistas la expansión de la base de acumulación del capitalismo oligopólico brasileño creando al mismo tiempo una oligarquía local, socia de la ya existente principalmente en Sao Paulo. Las franquicias tributarias (art. 34/18) serían el principal instrumento para allegar capital.
La “mano invisible” de los EE.UU no tardó en hacerse visible: Hollis Chenery, uno de los artífices del modelo de la Cassa, y Stephan Robock, un destacado economista, serán asesores de la Superintendencia y contribuyen decisivamente a su organización y a la definición de su estrategia. Más adelante, según de Oliveira, “la acción de la USAID en el Nordeste apuntaba concretamente a minar la autoridad de la SUDENE ofreciendo directamente ayuda a los gobiernos estaduales capaces de oponerse políticamente a las fuerzas políticas populares, rotuladas como *radicales*” (de Oliveira; Op. cit., p. 122).
Tanto el modelo de la TVA como el modelo de la Cassa se inscriben en el ámbito más amplio de las políticas económicas de claro corte keynesiano.
La década de los sesenta comienza, en cierto sentido, con la Conferencia de Punta del Este en 1961, oportunidad en que se crea la Alianza para el Progreso y momento en el cual los EE.UU. levanta el veto ideológico a la planificación para transformarla en un instrumento legítimo de intervencionismo progresista, dotada de un presunto fundamentum in re. Por otro lado, se trata de una década marcada por las utopías, por las visiones ideológicas (hoy se dice metarelatos) y por una confrontación, al menos en América Latina, entre varias corrientes de pensamiento y de interpretación del desarrollo: la teoría de la dependencia, en sus versiones marxista (Frank, dos Santos, Marini, Quijano) y no marxista (Cardozo, Faletto, Sunkel), y la teoría de la modernización social voceada principalmente por Gino Germani.
Según esta última postura, la falta de desarrollo de los países latinoamericanos se debía principalmente a un conjunto de barreras estructurales que impedían a estos países “recorrer el sendero de progreso ya recorrido por las naciones industrializadas” (había un supuesto implícito acerca de un único camino al desarrollo); algunas de las barreras señaladas eran—con toda razón dígase de paso—el sistema educacional y la tenencia de la tierra. Reformas educacionales y agrarias fueron puestas en la agenda.
Otra barrera, de particular interés en este orden de cosas, residía en el bajo grado de integración interna de las economías latinoamericanas. El concepto de baja “integración interna” aludía a la integración física, a todas luces muy deficiente, a la integración económica, inexistencia de un mercado nacional, e integración sociopolítica, procesos inacabados de construcción del Estado/Nación y ausencia en consecuencia de un marco valórico nacional y precaria presencia del Estado en su propio territorio. Quizás si Colombia fuese el mejor ejemplo de estas carencias.
Como es frecuente, de un diagnóstico descriptivo (como eran mayoritariamente los diagnósticos de la época) acertado, pueden generarse recomendaciones erradas o insuficientes, por razones cognitivas u otras.
Aunque no incluida en el diagnóstico de la falta de desarrollo latinoamericano hecho en el marco de la teoría de la modernización, se podía desprender de él fácilmente una recomendación que resultaría central en el diseño de las políticas territoriales a partir de los años sesenta: la conveniencia de modificar la estructura administrativa de los territorios nacionales creando una suerte de nueva geografía política más acorde con la contemporaneidad, reemplazando a las viejas delimitaciones territoriales internas de la conquista y de la colonia que habían dejado de reflejar la organización del territorio; esta intervención supuestamente contribuiría poderosamente a mejorar las condiciones de integración interna. Aparece en escena entonces la regionalización de alcance nacional, la definición de un sistema exhaustivo y excluyente de partición de la geografía nacional, que serviría de marco básico para la puesta en práctica de políticas regionales nacionales o inter regionales e intra regionales o simplemente regionales. Hay que tomar nota que esta propuesta surge en la época de máximo relieve de todo un marco cognitivo conocido como ciencia regional elaborado principalmente por Walter Isard en los Estados Unidos (Universidad de Pennsylvania), una elegante síntesis neoclásica de los aportes de geógrafos y economistas europeos principalmente, a partir de von Thünen.
Como suele suceder en el ámbito intelectual latinoamericano—particularmente en el ámbito del pensamiento económico—en la mayoría de los países surge una “apuesta total” a favor de la regionalización (se atribuyen propiedades mágicas a ciertas modas económicas, lo que prueba que Macondo existe de verdad entre el Río Bravo y el Estrecho de Magallanes) y casi no quedó país de tamaño significativo en que no se ensayara una regionalización (incluso en Panamá, con sólo 57.000 kms²). En algunos casos, como en Argentina, la propuesta respectiva se basó en la aplicación de los modelos gravitacionales propios de la física social, tan difundidos por Isard; en otros, como en Chile, la propuesta combinaba criterios ecológicos, geográficos, y económicos, y en todos se trató de un “experimento” político y social impuesto por el Estado, sin que respondiera a demanda social alguna y además, de marcado carácter economicista. En no pocos casos la regionalización creó regiones ex nihilo.
En cierto sentido, la planificación regional entra a una década de oro, entre comienzos de los sesenta y el inicio de los setenta. En este período se observa además un cambio político muy significativo en países como Colombia, Chile, Panamá, Perú, Venezuela, en los cuales el control del gobierno pasa a manos de partidos únicos, coaliciones de partidos, o facciones militares, que en general comparten una adhesión a las posiciones social demócratas o demócratas cristianas en tanto que también pueden ser calificados como gobiernos progresistas y modernizadores (aunque la conciliación de estos términos con una práctica dictatorial sea difícil de admitir), seguidores de la teoría de la modernización social. Se trata de gobiernos personificados por Carlos Lleras, Eduardo Frei Montalva, el General Omar Torrijos, el General Juan Velasco Alvarado, y Rafael Caldera. Hay una adhesión también, en términos genéricos, a las ideas de la modernización social y por tanto hay una cierta proclividad a la regionalización. En el caso particular de Chile, Frei Montalva era, desde siempre, un fervoroso partidario de regiones que equilibrasen el desmedido peso de la capital
Definidas las regiones, las políticas específicas tanto para el conjunto como para los componentes del sistema, se basaron fuertemente en la idea central de Paul Rosenstein-Rodan, un gran impulso desestabilizador y multiplicador y en el concepto también central de François Perroux, polos de desarrollo, un desestabilizador industrial.
La década de los setenta es testigo de la entronización de gobiernos militares de facto y de derecha que arrasan con la idea de la planificación, aunque en casos como el de Chile, la planificación regional formal subsistiría hasta 1978, apoyada por los militares a cargo de la CONARA (Comisión Nacional de la Reforma Administrativa), hasta que los economistas pertenecientes al grupo conocido como los Chicago Boys en alusión a su alma mater, asumen el control total de la ODEPLAN (Oficina de Planificación Nacional). Un examen en profundidad de la experiencia del gobierno militar se encuentra en Boisier (1982).
A partir de este punto la política nacional de desarrollo regional toma otros rumbos; en general desaparece como discurso de Estado, siendo reemplazada por una suerte de no estrategia que transfiere a las regiones o a otros recortes territoriales la responsabilidad de su propio desarrollo, retirando al Estado de la escena activa. Una especie de mensaje subliminal desciende del centro a la periferia, muchas veces sin un destinatario claro: ahora la responsabilidad del desarrollo está en su manos; tome nota de la apertura externa de la economía y levántese tirando de los cordones de sus propios zapatos y entienda que el Estado se limitará a garantizar la permisividad en la explotación o sobre explotación tanto de los recursos naturales como de la mano de obra. Try your best! En Brasil, Tania Bacelar de Araújo, la destacada economista de la SUDENE ha sido una acerva crítica de esta postura auto marginalizada del Estado y ha reclamado este laissez faire que deja a las regiones no competitivas a la deriva.
La regionalización comienza a ser desarticulada en todas partes, con la excepción de Chile. Al paso de los años, sin embargo, se producirá en varios países una suerte de rearticulación regionalista; en Argentina la reforma a la Constitución en 1994 abre la puerta para que las provincias contiguas formen regiones (como ha sucedido con la Región de la Patagonia que incluye cinco provincias y hasta una capital regional, Santa Rosa de la Pampa y ahora con la Región Centro); en Brasil desaparecen las cinco macro regiones de planeamiento; en Colombia la Constitución de 1991 en su artículo # 306 hace mandatoria la creación de regiones a partir de la asociación de departamentos contiguos (regiones RAP, de Administración y Planeamiento) y desaparecen las cinco regiones CORPES creadas en 1985; en Bolivia se refuerzan los departamentos; en el Perú se borra de un plumazo la sofisticada arquitectura institucional regional creada por Alan García, en tanto que la Constitución de 1993 abre paso—igual que en Argentina en 1994—a la conformación de regiones sobre la base de una asociatividad voluntaria de departamentos contiguos.
Roberto Camagni, uno de los más destacados especialistas italianos ha preparado una secuencia de los conceptos más recurrentes en las intervenciones territoriales, como se muestra en la lista anterior. Hay que señalar que América Latina recorre el mismo sendero conceptual, sólo que con un desfase temporal considerable.
LOS OBJETIVOS DE LAS INTERVENCIONES TERRITORIALES Y LOS RESULTADOS
Los múltiples programas de fomento al crecimiento y al desarrollo en el territorio, amparados—como se mostró—en variados paradigmas, plantearon un conjunto reducido y más o menos estandarizado de objetivos.
En primer lugar aparece un objetivo instrumental: la implantación de una nueva división política/administrativa del territorio, la regionalización, claramente un objetivo instrumental o un medio que, no obstante, en la mente de muchos se transformó en un objetivo finalista. Hace años me referí al fenómeno que llamé el síndrome de Pigmalión en clara alusión a la tragedia griega y a su versión “regionalista” que hizo que muchos especialistas se enamorasen hasta la locura de su propia obra, la propuesta de regionalización, y quien escribe no fue del todo ajeno a este mal.
En segundo lugar un objetivo común fue el intento de limitar la expansión de las grandes o de la mayor ciudad en cada caso, el control de la metropolización a fin de reducir tanto el volumen de migración interna como los ya apreciables costos sociales del crecimiento desordenado y exponencial del centro principal de cada país.
En tercer lugar se confirió considerable importancia a una vaga noción de igualdad expresada como la necesidad de reducir las disparidades territoriales de producto per cápita, o del ingreso, o del bienestar. Este objetivo, como se comentó, no estuvo ajeno a consideraciones de estabilidad política e institucional nacional.
En cuarto lugar, ahora sí de una manera bastante difusa, se estableció un objetivo de descentralización decisional, tanto en el ámbito público como en el privado, aunque incluso el conocimiento básico o teórico del centralismo latinoamericano era harto precario.
En quinto lugar, finalmente, aparecía un objetivo propiamente tal, en consecuencia finalista o teleológico, el desarrollo regional, resultado de la interacción de los cuatro objetivos precedentes. Desarrollo regional que se planteaba como un proceso de doble dimensión escalar: nacional o interregional con un trasfondo conceptual sistémico, y regional, referido a cada una de las regiones, por cierto tomando en cuenta la imposibilidad de un crecimiento relativo igualitario.
Una evaluación del nivel de logro de estos objetivos en el largo plazo (1950/2005) muestra parquedad en los resultados.
En primer lugar, la regionalización logró consolidarse constitucional y políticamente en un solo país de América Latina; se trata del caso de Chile en el cual la Constitución de 1980 y sus reformas posteriores plantean que “El Estado de Chile es unitario. Su territorio se divide en regiones. Su administración será funcional y territorialmente descentralizada, o desconcentrada en su caso, en conformidad con la ley” (Art. 3). El Perú (1996), Nicaragua (1996), y República Dominicana (1996) aparecen junto a Chile en un informe del PNUD sobre la materia(s/f), pero ya fue anotado que en 1993 la reforma constitucional barrió con las regiones y con las estructuras político-administrativas del gobierno peruano de Alan García. Manuel Dammert (1999) un connotado político y especialista peruano sostiene una postura completamente opuesta a la que se desprendería del informe del PNUD, aunque es efectivo que en 1998 el Congreso aprobó una Ley Marco de la Descentralización buscando “departamentalizar” la regionalización. Pero en cualquier caso parece más certero señalar que en el año del informe del PNUD, sólo Chile, Nicaragua y República Dominicana podían exhibir estructuras regionales y si se toma en cuenta el tamaño de estos países no es incorrecto apuntar a Chile como el único caso relevante en función del tamaño geográfico.
En segundo lugar, el propósito de poner límites a la metropolización y a la primacía urbana fracasó de manera rotunda. Es bien conocido que América Latina es hoy un subcontinente caracterizado por una alta tasa de urbanización, cercana al 80 % en la actualidad, por una velocidad elevada de este proceso si se observa que la tasa de urbanización pasó de un 55 % en 1970 al actual 80 % en el 2005, según cifras del CELADE (Boletín de Población # 76) y por una primacía de la ciudad principal. Incluso la incapacidad de contener el crecimiento metropolitano indujo la introducción, como en otras latitudes, de nuevos vocablos: megalópolis y megalopolización y las cifras revelan que Ciudad de México sobrepasó los 20 millones de habitantes, Sao Paulo le sigue de cerca con 20 millones, Buenos Aires tiene cerca de 14 millones, Lima 8 millones, Santiago de Chile 5 millones, Caracas 4,5 millones y así por delante.
Las esperanzas puestas en el cambio de modelo económico, en la masificación del postfordismo y en la descentralización no plasmaron en la realidad. Para aquellos que deseen examinar en profundidad el tema y sus cifras, el número 32 (2002) Serie Población y Desarrollo del CELADE, contiene un excelente estudio de J. Rodriguez Vignoli.
En tercer lugar la reducción de las disparidades territoriales de ingreso por persona o de producto por persona, otro objetivo, una cuestión que mereció desde temprano la atención de los analistas empíricos, como Gilbert y Goodman (1976) para Brasil y el Nordeste, León (s/f) para Colombia, Panamá y Venezuela, Martín (1984) para estos mismos países basándose en León (s/f), Boisier y Grillo (1969) para Chile. Actualmente el tema ha sido retomado con la visión de los análisis de convergencia/divergencia. Luis M. Cuervo (2003) preparó, para el ILPES, una excelente revisión del “estado del arte” a la cual hay que remitir al lector ávido de cifras. La conclusión más general es que en América Latina no se observa un patrón definido de convergencia, más bien aparecen patrones de contención de la convergencia. Un notable trabajo de Iván Silva (2003) también hecho para el ILPES ofrece una panorámica aún más completa sobre disparidades, competitividad territorial y desarrollo local y regional en el sub continente.
En cuarto lugar, el objetivo de descentralizar los sistemas públicos y privados de toma de decisiones ha mostrado un recorrido temporal errático como producto de serias limitaciones en la cultura, en la tradición de organización del Estado, en la sub cultura de la administración pública y, finalmente, en la propia mentalidad individual latinoamericana, heredera de un orden hacendario rural en el cual el campesino (después trabajador urbano) cultivó un modelo de dependencia con respecto al patrón de la hacienda y después con respecto al Estado. Naturalmente que es obligatoria la distinción entre países federales y unitarios en esta materia. Iván Finot (2001) preparó para el ILPES un acucioso trabajo también de revisión del “estado del arte” en esta materia, al cual habría que remitir al lector interesado. En definitiva sin embargo, hay que reconocer que los avances—en donde los hay—en materia de descentralización parecen responder a los cambios imbricados en la globalización y en el neo-liberalismo más que al voluntarismo de las declaraciones.
Por último, el objetivo finalista, provocar procesos de desarrollo regional en los países, tropezó desde siempre y desde el punto de vista de su evaluación, con el carácter difuso, poco explícito de la naturaleza del objetivo mismo. No obstante si se usa un criterio harto simple, pero no escaso de racionalidad, como es el de caracterizar como desarrollo regional procesos que generan o que potencian ciudades (como un “artefacto” de una región al decir de Mumford) que se convierten en centros competidores—en el proceso de acumulación capitalista—de un (o de unos pocos) centro(s) tradicional(es) e históricos de acumulación, allí se podría hablar tentativamente de que en efecto se ha producido un proceso que llevaría a un estado tipificado como “desarrollo regional”.
Si se usa este criterio para dar una nueva mirada al mapa de América Latina se aprecia que situaciones como la descrita se observan en Monterrey y Guadalajara en México, Medellín, Barranquilla y Cali en Colombia, Guayaquil en Ecuador, Arequipa en Perú, Concepción en Chile, Mendoza, Rosario, Córdoba en Argentina, Santa Cruz en Bolivia, y Sao Paulo en Brasil. Sin embargo un análisis más fino revelaría que el despegue de la mayoría de estas ciudades/regiones se inició en el Siglo XIX, antes que se comenzara a hablar de políticas regionales, aunque las pudo haber en forma implícita.
En una concepción más contemporánea del desarrollo quizás si habría que destacar más los casos de Neuquén en Argentina, Ceará, Santa Catarina, Paraná en el Brasil, San Pedro Zula en Honduras junto a los casos derivados de la acción del “estado desarrollista” como Córdoba en Argentina y Concepción en Chile. En cualquier caso y de nuevo, el resultado es bastante precario. Algo no ha funcionado como se presumía.
Otra contribución importante sobre estas cuestiones fue realizada por el economista colombiano Edgar Moncayo (2001) quien escribió para el ILPES un interesante ensayo sobre los nuevos enfoques teóricos y la evolución de las políticas territoriales en América Latina.
Por otro lado, los marcos procedimentales dentro de los cuales se formularon las intervenciones políticas, programas y proyectos) fueron en la mayoría de los casos centralizados (debido en parte a la vaguedad de las propuestas descentralizadoras, al peso de la cultura centralista latinoamericana, o, como se diría hoy, a la “dependencia de la trayectoria” y debido también a los lapsos relativamente largos que se requieren para introducir cambios en los sistemas de toma de decisiones), verticalizados, debido a la inercia y a la reticencia burocrática para delegar, y socialmente inconsultos, considerándose siempre a la población como un “objeto”, rara vez sujeto de su mismo futuro; por último, en el período considerado o en gran parte de él, el logro de la homogeneidad, en todas sus posibles dimensiones era considerada como deseable en sí misma, con total falta de respeto a la variedad o heterogeneidad. No resulta extraño entonces el poco apego de la población a las propuestas, cuestión dramáticamente expresada en el Perú al momento de desmantelarse por completo la sofisticada arquitectura institucional instalada por el gobierno de Alan García en las regiones. Como en el conocido poema chileno de Carlos Pezoa Véliz (Nada): “Tras la última paletada, nadie dijo nada…”.
Hipótesis sobre un fracaso más que evidente
Por cierto que la decepción por la pobre “performance” de las políticas regionales causó un extenso debate en relación a sus posibles causas, debate no exento de aproximaciones ideológicas, al menos en sus comienzos.
Primeramente hay que mencionar—y eso sería suficiente—el argumento proveniente de sectores radicalizados que sostuvieron, por lo menos hasta fines de los setenta, la tesis de la imposibilidad de un desarrollo regional, relativamente armónico, en el contexto del sistema capitalista, una tesis que no hubiese aprobado ni el más elemental examen teórico y que no era en absoluto convalidada por la evidencia empírica.
A continuación se planteó una hipótesis acerca de la coherencia entre los estilos de desarrollo[1] y las políticas regionales. El importante Seminario de Bogotá en 1979[2] sirvió como arena para esta discusión que concluyó, en cierto sentido, demostrando que al contrario de lo supuesto, la mayoría de las políticas regionales habían sido concebidas como muy funcionales al estilo que se comenzaba a imponer, fuertemente sesgado hacia el crecimiento económico. Algunos de los trabajos allí comentados (Hilhorts, Uribe-Echevarría/Helmsing, Boisier, Haddad, Pineda, Stöhr, y otros) contribuyeron a destacar la coherencia, pero también, ante la evidencia empírica de los resultados, a abrir nuevas avenidas de reflexión[3]. En los últimos años las políticas regionales, fuertemente asociadas a la competitividad internacional, han sido perfectamente congruentes con la apertura externa y con la globalización, cuando menos en el discurso, aún cuando ello ha significado descuidar a las regiones menos favorecidas.
Por cierto las “discontinuidades” políticas y de política económica prevalecientes en América Latina a contar de mediados de los setenta fueron también anotadas como posibles causas de los resultados.
Una primera observación en la búsqueda de una causalidad operacional—esto quiere decir, explicaciones que claramente den origen a nuevas formas de intervención y no explicaciones autocontenidas—debe apuntar a lo siguiente: si los procesos de crecimiento y de desarrollo en el territorio son entendidos como procesos evolutivos complejos, como verdaderas emergencias sistémicas propias de la complejidad evolutiva, entonces hay que admitir que la causalidad es también compleja, sea al explicar éxitos o bien al explicar fracasos, como bien lo afirma Rubén Utría en un libro reciente sobre el desarrollo de las naciones (Utría; 2002).
Esto lleva a sostener que, desde el tipo de inserción internacional que ostenta un país, con todo el sistema de dominación/dependencia que conlleva normalmente, pasando por la política económica nacional (macro y sectorial) hasta llegar a la cultura y la conducta de actores y agentes específicos, todo un abanico de factores causales entra en acción. No obstante acá se privilegiará un análisis selectivo que pretende apuntar a dos causas radicales (en el sentido de encontrarse en la raíz del asunto), que han sido expuestas en numerosas oportunidades y que hasta hoy no parecen experimentar rechazo alguno. Sin embargo, la reducción de la complejidad es una operación preñada de peligros puesto que la disyunción cartesiana propia de esa reducción, diluye y desvanece la cuestión misma que se estudia.
Al comenzar la diferenciación estricta entre los conceptos de crecimiento y de desarrollo que se enmarcaron inicialmente en una sinonimia desde, por lo menos, la Carta del Atlántico firmada por Churchill y Roosevelt en 1941, se hizo cada vez más patente la diferencia específica más significativa entre ellos, al relegarse el concepto de crecimiento (como proceso y como estado) a logros materiales (importantes en sí mismos sin duda alguna) en tanto que el concepto de desarrollo se liga ahora a logros no materiales, intangibles, subjetivos, y valóricos, con fuerte influencia del pensamiento de Seers, Sen, Goulet, Furtado, Hirchmann y otros.
La teoría económica se ha preocupado mucho más del crecimiento que del desarrollo, quizás con razón si se toma nota que la ciencia económica es incapaz de explicar fenómenos multidimensionales que se ubican mucho más allá de su ámbito cognitivo. Hay que recordar que D. North obtuvo el Premio Nóbel por su contribución (entre otras) a la relativización de la capacidad de la economía para explicar decisiones de actores que operan en el marco de racionalidades distintas de la racionalidad económica. Así resulta fácil entender que al separarse conceptualmente el desarrollo del mero crecimiento, una falencia cognitiva creciente se hizo más y más evidente. Casi se puede decir que actualmente la discusión sobre desarrollo está más en al ámbito de la psicología social, de la sociología, de la historia y de la antropología que en el de la economía. Si bien la máxima de San Agustín “primero comer, después filosofar” sigue constituyendo una buena recomendación, no pocos dicen ahora que la inversión de la frase del Obispo de Hipona también sería correcta, bajo ciertas circunstancias.
No se sabía (¿se sabe ahora?) exactamente qué es el desarrollo y por tanto ha habido un déficit de entendimiento acerca de su estructura y de su dinámica; peor aún, el desarrollo a escala sub nacional tenía mucho de un reduccionismo escalar, pasando por alto los cambios cualitativos entre escalas. La falta de un corpus cognitivo cierto hace de las intervenciones meras apuestas; se pueden obtener los resultados buscados, pero con seguridad ello será el producto de la casualidad, de la buena suerte.
Incluso en el terreno más firme del pensamiento sobre crecimiento, se ha adoptado un tanto ligeramente la teorización actual sobre crecimiento endógeno a nivel sub nacional, pasando olímpicamente por alto cuestiones como el considerable grado de apertura sistémica de las sociedades sub nacionales, su inserción también sistémica en un ámbito de comando superior—el país—nivel en el cual se toman importantes iniciativas (por ejemplo, la especificación del cuadro de la política económica, la especificación de un “proyecto país” o proyecto nacional de largo plazo, regulaciones de diversa naturaleza, etc., etc.). Se descuida el hecho fundamental de ser el proceso de crecimiento (también el de desarrollo) el resultado de una matriz decisoria enorme que envuelve una multiplicidad de “agentes” y que al plantear la elemental pregunta: ¿dónde se encuentra la mayoría de estos agentes?, la respuesta es inequívoca: fuera del territorio en cuestión (región, provincia, comuna, etc.) y que en consecuencia el crecimiento económico en el territorio debe ser considerado altamente exógeno, sin importar si el conocimiento y el progreso técnico obedece a una racionalidad estrictamente económica.
Esta cuestión, simple pero importantísima, tiene claras repercusiones sobre la forma de hacer gobierno sub nacional, en particular sobre la forma de aproximarse a los factores causales del crecimiento controlados casi todos por agentes exógenos. Se trata, ni más ni menos, que de un necesario cambio en la cultura de “hacer gobierno”. La proactividad de varios gobernadores de estados brasileños en relación a la inversión extranjera es un buen ejemplo, a veces, eso sí, derivando en la “guerra fiscal”.
Desde un punto de vista teórico riguroso, hemos sostenido (Boisier; 2003) que tanto el crecimiento como el desarrollo territoriales son emergencias sistémicas, en el caso del crecimiento, derivada tal emergencia de la intensa interacción del sistema con su propio entorno (con los decisores a cargo de la acumulación de capital, de progreso técnico, de capital humano, de la demanda externa, de la formulación y puesta en ejecución de la política económica, y del diseño del “proyecto país”, si existiese) y en el caso del desarrollo, derivada de la intensa interacción entre los subsistemas del sistema (los subsistemas axiológico, de acumulación, organizacional, procedimental, decisorio, y subliminal), subsistemas de cuya interacción (sinapsis) depende la complejidad evolutiva. Este razonamiento permite sostener la tesis del crecimiento exógeno al mismo tiempo que la tesis del desarrollo endógeno.
El pensamiento y la práctica en materia de intervenciones de fomento al desarrollo estuvieron, en el pasado, impregnados de positivismo (con todos los limitantes supuestos de este paradigma), de cartesianismo analítico, de ahistoricismo y de programas de acción tipo “incrementalismo disjunto” á la Lindblom, de una creencia que el desarrollo resulta de sumar proyectos y programas en vez de ser el resultado, metafórico, de una multiplicación, de una sinergia social cognitiva.
Probablemente la clave para diseñar intervenciones territoriales exitosas, lo cual presupone necesariamente su consonancia con la contemporaneidad, reside en considerar que los procesos de cambio social en el territorio (crecimiento+desarrollo) requieren intervenciones descentralizadas para maximizar la endogeneidad de los procesos (que ya se sabe, será relativamente baja en el caso del crecimiento y elevada en el caso del desarrollo). La exigencia es una descentralización amplia, en términos institucionales, es decir, tanto en el ámbito público como en el privado, y de carácter simultáneamente político y territorial (gobiernos con autonomía para gobernar y dotados de la legitimidad otorgada por su elección por la base). Sin una descentralización así entendida difícilmente puede surgir la indispensable asociatividad pública/privada, crecientemente reconocida como una condición necesaria para generar la energía social requerida para desatar y sostener los procesos de cambio.
Sin embargo y aunque parezca paradojal, cuanto mayor es la descentralización política, mayores son las atribuciones que debe detentar el estado central o nacional—aunque ahora operando en un marco descentralizado--para impedir la anarquía y para poder establecer regulaciones que tomen a su cargo la naturaleza sistémica del crecimiento y del desarrollo desde un punto de vista territorial. Esto significa que se reclama no sólo la asociatividad pública/privada en cada región, sino también la asociatividad o articulación Estado/Región, una cuestión planteada hace exactamente dos décadas (Boisier; 1986). Como acertadamente lo señalara en alguna oportunidad el sociólogo José Joaquín Brunner en relación a la educación chilena (citado por Patricia Politzer; 2006, 260): “La regla es que mientras más descentralizado es el sistema, más fuerte debe ser el Estado. Fuerte en determinar políticas, en evaluar, en supervisar”.
Sería posible imaginar un proceso, en un país cualquiera, de amplia descentralización político/territorial, que dotase a las comunidades territoriales de suficientes capacidades para intervenir dinamizando sus propios procesos de cambio. ¿Sería esto garantía de éxito? De ninguna manera si se entiende que el poder usado sin conocimiento (científico) acerca de la estructura y dinámica de los procesos a ser intervenidos puede entregar resultados completamente contraproducentes. Descentralizar, sí, pero siempre y cuando se posea un marco cognitivo capaz de indicar cuándo, cómo, y dónde hay que intervenir. De manera que el círculo argumental se cierra: a la afirmación de que los parcos resultados obtenidos en América Latina mediante la aplicación de un variopinto conjunto de acciones territoriales son atribuibles a carencias cognitivas en no poca medida, se contrapone la necesidad de crear el conocimiento faltante.
UN MARCO COGNITIVO PARA LA ACCIÓN TERRITORIAL EN EL SIGLO XXI
¿Qué conocimiento se requiere para respaldar la acción? ¿Por qué parece necesario crear conocimiento? ¿Acaso no aprendimos, incluso de los errores, en el pasado? Estas son preguntas claves que se dilucidan en cuanto se toma nota de los extraordinarios cambios sociales, económicos y tecnológicos que han ocurrido por lo menos a partir de la primera crisis del petróleo en 1973, y que se resumen, para los efectos de esta discusión, en el hecho de haber transitado desde sistemas nacionales con economías muy cerradas, muy centralizadas y muy estatizadas, a contextos completamente inversos. De aquí que el conocimiento adquirido en el pasado, por reflexión o por aprendizaje en la práctica (learning by doing), no sirve en la actualidad.
Hemos propuesto, (Boisier; 2003) clasificar el nuevo conocimiento para la acción territorial en dos categorías: a) un cuerpo cognitivo estructural, que se basa principalmente en un sólido conocimiento de la teoría de sistemas, para entender que todo territorio es un sistema, abierto, y complejo[4], y b) un cuerpo cognitivo funcional, capaz de explicar la estructura y la dinámica del crecimiento y del desarrollo territoriales en la contemporaneidad, lo que implica sacar a luz los nuevos factores causales de ambos procesos y el entorno actual que enmarca a ambos.
Ambos tipos de conocimientos deben ser empleados en la concepción del crecimiento territorial y del desarrollo territorial como propiedades evolutivas emergentes de los sucesivos niveles de complejidad del sistema territorial en cuestión. Esta es una hipótesis de enormes alcances teóricos y prácticos, nada de fácil de trasladar desde el plano de las ideas al plano de la acción. Como lo decía K. Popper, cuanto más atrevida es una propuesta teórica, tanto mejor; verdadera o falsa, de ella se aprende mucho más que de propuestas tímidas.
Por supuesto, conocimiento e innovación tienden a formar ahora un par inseparable, sea en el nivel macro social sea en el nivel meso social (territorial). Por desgracia, en América Latina las contribuciones intelectuales sobre esta articulación son todavía escasas; una excepción la constituye el libro de Antonio Carlos Filgueira Galvão (2004) sobre la política de desarrollo regional y la innovación, con especial referencia a la Unión Europea.
Las gráficas que siguen resumen lo dicho. La primera se refiere a los dos tipos de conocimiento con los cuales hay que operar actualmente.
La figura anterior muestra el nuevo entorno en el cual hay que situar el desarrollo territorial. Hay que tomar nota de la complejidad del entorno y de la imprescindibilidad de su entendimiento para poder intervenir con alguna posibilidad de éxito. Las siguientes gráficas muestran el proceso de crecimiento económico subnacional como un proceso crecientemente exógeno desde el importante punto de vista del lugar donde se encuentran los agentes quienes toman decisiones relevantes para el crecimiento local, el desarrollo como un proceso necesariamente endógeno, los subsistemas internos al sistema territorial y que definen su nivel de complejidad y por tanto su potencialidad de desarrollo y, finalmente, un listado de capitales intangibles de creciente reconocida importancia en la actual interpretación del desarrollo.
El discurso explicativo de las gráficas anteriores—imposible de introducir acá por restricciones de espacio-- se encuentra en varios trabajos del autor, entre los cuales, los de más fácil acceso son: ¿Y si el desarrollo fuese una emergencia sistémica? y, Sociedad del conocimiento, conocimiento social y gestión territorial, publicados tanto en español como en inglés. Es claro que ahora se enfrenta una situación más compleja que en el pasado y que actuar en este “nuevo mundo” requiere cambios mentales muy importantes, no sólo para entender sino también para actuar. Hay que tomar nota de la inercia de las ideas y de su puesta en práctica y en consecuencia de la dificultad para abrir nuevas avenidas cognitivas y praxeológicas. Pero sin este cambio lo más probable es la repetición tonta del pasado. Como alguna vez lo afirmó Albert Hirshmann, apostar por la heterodoxia es ahora un imperativo.
SUGERENCIAS DE LECTURAS COMPLEMENTARIAS
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WEBSITES
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[1] Un concepto novedoso a fines de los setenta.
[2] Realizado por el ILPES, el ILDIS, el ISS, la Universidad de Los Andes y que tuvo el apoyo financiero de la FLACSO, de COLCIENCIAS y el apoyo logístico de la Cámara de Comercio de Bogotá.
[3] Véase el libro: Experiencias de planificación regional en América Latina. Una teoría en busca de una práctica, 1981, comps. S. Boisier, F. Cepeda, J. Hilhorst, S. Riffka, F. Uribe Echevarría, ILPES, SIAP, Santiago de Chile.
[4] Cuerpo cognitivo bien desarrollado tanto en la teoría de sistemas de primera como de segunda generación, pero que se encuentra, por así decirlo, encima de la mesa y no en la mente de quienes diseñan formas de intervención social, al contrario de lo que sucede con el segundo, en plena construcción.