Observatorio Iberoamericano de la Economía y la Sociedad del Japón
Vol 4, Nº 15 (septiembre 2012)

JAPÓN Y ASIA, CINCUENTA AÑOS DESPUÉS DEL FIN DE LA GUERRA DEL PACÍFICO

Estudios de Política Exterior, pp. 68-82.
Vol. IX, núm. 45, 1995.


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Resumen
Las contradicciones y guerras en el pacífico tienen gran connotación para los países asiáticos, pero Japón es uno de los protagonistas en este contexto. Las tropas japonesas, por su lado, tampoco buscaron en ningún momento provocar un cambio social ni convulsiones radicales en la sociedad.
Al analizar la experiencia nipona, los especialistas se debaten entre las Tesis de la Continuidad o del Cambio. Una proporción mayor prefiere afirmar que los años de la Guerra del Pacífico fueron simplemente un paréntesis, enfatizando las semejanzas entre las sociedades pre y post-ocupación japonesa y uno de los ejemplos puede ser la mentalidad de clientelismo y el compadrazgo en la sociedad filipina.

Palabras claves: Guerra, pacifico, países asiáticos.


Fueron poco más de tres años y medio en los que el ejército japonés fue dueño y señor de todo el Asia Oriental. Su poder se extendió por este continente casi con tanta rapidez como se desvaneció en agosto de 1945. Sin embargo, este período ha marcado un antes y un después en la zona que hoy se considera la más dinámica del planeta, no tanto por los daños físicos sino más bien por sus efectos psicológicos y por las fuerzas que ha desencadenado. Las guerras en Corea, la Civil china, la de Vietnam, las insurgencias casi con carácter de guerra civil en Indonesia, Malasia o Filipinas han sido, de alguna manera, producto de la ruptura de ese orden colonial que dominó hasta la irrupción del Japón militarista. Sólo Japón se ha mantenido libre de violencias. No es extraña esta evolución tan opuesta, porque la sociedad japonesa tiene una capacidad asombrosa de adaptación a las nuevas circunstancias sin dejar de ser ella misma.

1945: EL NUEVO JAPON

El país que comenzó la Guerra del Pacífico ha sido el primero en aparcarla en la Historia: las hazañas y desastres militares, el recuerdo de los muertos y el recuento de los sufrimientos ya no son sino tema de los especialistas. La propia responsabilidad del país, la particular de cada uno y la necesidad de mirar hacia el futuro determinaron ese deseo, generalizado, de echar tierra sobre el pasado y construir un Nuevo Japón a partir de 1945.

No ha sido la primera vez, este tipo de golpes de timón, impulsados desde arriba, han sido relativamente frecuentes en la historia de Japón. Ya en el siglo XVII los problemas internos, causados en parte por los contactos con las naciones ibéricas, llevaron al shôgun Ieyasu Tokugawa a forzar con mano de hierro un nuevo país basado en el sometimiento al poder central. Después, en el siglo XIX, el Japón Meiji nació una vez que las demostraciones de fuerza de los occidentales convencieron que la mejor forma de salvar el país era acabar con la política de cerrazón exterior (Sakoku) y aprender las técnicas de los hasta entonces enemigos. Fue difícil tomar esos nuevos rumbos, pero una vez decidido por dónde se quería ir, las ideas se asumieron por el país en general.

Tras el año 1945, Japón volvió a hacer una nueva revolución desde arriba. La reforma ha vuelto a convulsionar el país; en este caso se ha implantando un sistema democrático, se ha renunciado a la senda militarista, se ha modificado la antigua constitución Meiji y se ha implantando una radical reforma en la propiedad de la tierra. Para simbolizar este nuevo nacimiento del país, los propios japoneses propusieron acabar la Era Shôwa, que llevaba entonces 20 años, y comenzar otra diferente con su numeración correspondiente, tal como se ha venido haciendo también a lo largo de su historia.

Pero, si bien se puede hablar de convulsión profunda, no se puede hablar de una revolución total, quizás por esa característica de haber sido concedida desde arriba: las bases para el funcionamiento de su sociedad han permanecido estables. Ha habido, de nuevo, una evolución no traumática de la sociedad y a ello contribuyó el carácter contemporizador de la ocupación norteamericana. Washington comprendió perfectamente que había que no sólo había que ganar la guerra, sino también la paz y quizás una de las medidas mas significativas de este espíritu fue mantener en el trono a Hirohito, exhimiéndole de la responsabilidad que el propio Emperador Shôwa asumió en su primera entrevista con Douglas MacArthur. La benevolencia norteamericana fue algo totalmente inesperado por los japoneses: se pensaba que iban a torturar y masacrar a la población y en cambio la respetaron, cooperaron en lo posible para la reconstrucción del país y les dieron alimentos en los momentos en que más necesarios eran. Si la reacción primera fue de alivio, después lo fue de entusiasmo. Además, al contrario que en Alemania, los Aliados permitieron que siguieran a cargo los propios japoneses del día a día en el gobierno del país. Los Estados Unidos se ahorraban personal, dinero y complicaciones y el general Hilldring resumió la idea afirmando, al poco de la firma de la rendición nipona: "exigimos que los japoneses se encarguen de poner su casa en orden, pero nosotros les diremos cómo hacerlo".[1]
Japoneses y norteamericanos vieron poco a poco que los intereses mutuos podían llegar a ser complementarios. Los unos no sólo agradecieron profundamente esa posibilidad de seguir gobernando su propio territorio, sino también comprendieron que Estados Unidos podía llegar a ser el país que mejor les proveyera de unas materias primas seguras y baratas, verdadero cuello de botella del desarrollo económico japonés de antes de la guerra. Los otros, por su parte, pasaron a percibir a Japón no ya como un país que podía evitarse que cayera en la esfera soviética, sino como su mejor baluarte frente a esa amenaza comunista en Asia Oriental. Economía a cambio de seguridad fueron los términos de un contrato que difícilmente se podía haber dado si Japón hubiera sido ocupado por otro país o grupo de países. El Reino Unido, por ejemplo, nunca habría podido valorar tanto el valor estratégico de Japón porque siempre tuvo muy clara la prioridad europea en su política de seguridad; además, en el plano económico, podía desear un Japón próspero, pero no tanto como para amenazarle en sus propios mercados en Asia. Un despacho del representante inglés a su ministro en junio de 1949 reflejaba ese temor a que los textiles y las manufacturas baratas japonesas les invadieran, de nuevo, el mercado de la India y del Sudeste Asiático: "Queremos asegurarnos que el movimiento obrero japonés se refuerce, de esta forma los productos japoneses nunca van a poder ser vendidos en los mercados mundiales a precios con los que es imposible competir".[2]

Y si esa complementariedad de intereses nació bajo la Ocupación (1945-1953), tras el Tratado de Paz se convirtió en un matrimonio difícilmente disoluble, con múltiples ventajas tanto para Washington como para Tokio. La Guerra de Corea y luego la de Vietnam fueron auténticos boom para la economía japonesa, mientras que las bases militares en territorio japonés se han constituido en enclaves difícilmente sustituibles de la estrategia norteamericana hasta el fin de la guerra de Vietnam.

EL JAPON QUE PERMANECE
Junto a esos cambios en pos del Nuevo Japón, han estado de nuevo presentes las continuidades. Tenerlas en cuenta es tan importante como conocer los cambios ocurridos desde 1945, puesto que nos explican la base desde la que partió: no sólo permitieron, sino incluso favorecieron el auge del Japón de la postguerra. El sorprendente dinamismo económico del Japón de las décadas de los 50 y los 60, por ejemplo, tuvo un precedente muy claro en la década de 1930: Japón fue el primer país en superar la crisis de 1929, con tasas de crecimiento del 5% a lo largo de todos esos años hasta Pearl Harbor, mientras Estados Unidos no pudo recobrar hasta el final de los años 30 el nivel de producción anterior a la crisis. El crecimiento de ésta década, además, fue cualitativo, puesto que se pasó a una segunda etapa de la revolución industrial y del predominio de las industrias textiles se pasó al de las siderúrgicas y químicas. Es obvio que la guerra continua desde 1931, tras estallar el Incidente de Manchuria, contribuyó en buena parte a impulsar el dinamismo de estos sectores, pero los pedidos bélicos no explican totalmente que el incremento en el índice de producción registrara un 24% entre 1937 y 1944 en la manufacturación, un 46% en el acero, un 70% en los metales no ferrosos y un 256% en la maquinaria.

Las fuerzas desencadenadas por la guerra han sido aprovechadas también en la paz, aunque la dirección del ímpetu haya cambiado hacia fines más pacíficos. Los antiguos burócratas responsables de esos logros económicos permanecieron en sus puestos (muy pocos fueron purgados y de éstos, la mayoría regresaron antes de finalizar la ocupación americana) al igual que la estructura de las instituciones que habían ejercido el control sobre las políticas industrial y comercial. La Agencia de Planificación Económica (Keizai Kikakuchô) establecida en 1954 era sucesora del Comité de Planificación ***Cabinet Planning Board *** (Kikakuin) establecido en 1937 con el estallido de la Guerra en China y el MITI, establecido en 1949, no sólo se remonta al Ministerio de Comercio e Industria anterior a la guerra (que fue establecido como Ministerio de Municiones entre 1943 y 1945, asumiendo también las funciones del Kikakuin), sino también a la semiautónoma Oficina de Comercio también establecida en 1937 para reforzar el control desde el aparato central. Los grandes conglomerados o Zaibatsu también pudieron despegar en la posguerra gracias a la fortaleza adquirida antes de ella. En el sector del automóvil, por ejemplo, Honda es la única marca importante que ha nacido después de 1945 y empresas como Toyota, Nissan e Isuzu prosperaron gracias a la legislación que apartó a Ford y a General Motors del mercado japonés de camiones para el ejército. Las raíces de la estabilidad que caracteriza el mercado laboral en Japón, por otro lado, también se reflejan en las ordenanzas de tiempos de guerra, que prohibían cambios en el lugar de empleo sin permiso o que establecían salarios fijos en un comienzo y definían claramente sus incrementos a intervalos regulares. La reforma agraria, uno de los logros principales de la Ocupación norteamericana, se vió también facilitada por la evolución que durante la guerra había erosionado el poder tradicional de los terratenientes, a quienes las reformas introducidas con el sistema de racionamiento establecido en 1941 (principalmente por establecer el pago directo del Estado a los arrendatarios por sus productos) les desligaron fuertemente de la posibilidad de reclamar sus tierras, su producto e incluso su renta. Por último, en algunos casos fue la Ocupación la que impulsó procesos iniciados bajo la guerra, como es el caso del creciente poder de la burocracia.
Japón, en definitiva, ha seguido siendo japonés e incluso ha seguido siendo gobernado por los propios japoneses. Cuando los norteamericanos intentaron introducir conceptos nuevos en su administración, además, la mayoría de las veces tuvieron poco éxito; así ocurrió con el intento de crear un cuerpo legislativo unicameral, que fue rechazado en beneficio del tradicional sistema basado en el bicameral británico, o con la creación de un poder judicial separado bajo la corte suprema. Quizás Hilldring habría hecho una afirmación diferente si hubiera esperado unos años, por ello quizás nos explica mejor la situación durante la ocupación americana Shigeru Yoshida, primer ministro en dos ocasiones y personaje clave en la adaptación de las órdenes americanas a la realidad concreta y los deseos de las élites conservadoras japonesas: ***

LA GUERRA RACIAL

Las enseñanzas de la Ocupación norteamericana permanecen bien presentes en el Japón actual; no obstante, la Guerra del Pacífico también tuvo un contenido racial que tiende a olvidarse a tenor de esa transformación de Japón y ese espíritu de cooperación que ha presidido las relaciones mutuas hasta hace pocos años. Fue el punto más crítico de un conflicto, el racial, que nunca ha dejado de existir (el temor al peligro amarillo ha merodeado en la percepción de China o de Japón desde finales del siglo pasado) aunque normalmente permanezca subyacente. Si la lucha durante la II Guerra Mundial fue dura, el añadido del componente racial en Asia la hizo especialmente descarnada, y la hizo, tal como señala John W. Dower, una "Guerra sin Piedad".[3] Los odios y las crueldades fueron mayores que en Europa, porque al enemigo se le deshumanizó totalmente, tanto por un lado como por el otro. La propaganda de entonces muestra que si bien hubo siempre la posibilidad de distinguir entre alemanes o italianos "buenos" y "malos" (se les denominaba normalmente Nazis o Fascistas, por lo que siempre había la posibilidad del alemán o el italiano "bueno"), no ocurrió así con los japoneses. Todos eran enemigos y de hecho fueron concentrados en campos de internamiento incluso aquellos que habían vivido en Estados Unidos durante generaciones, al contrario que alemanes e italianos. El desprecio racial se puede ver también en que la forma más normal de representarlos era como monos o como orangutanes, de nuevo al contrario que a Hitler o a Mussolini; con ello se sacaba a la luz ese sentimiento de superioridad racial que aún de alguna forma predomina latente en la sociedad que considera a las culturas "de color" como inferiores, tanto física como mentalmente. Ciertamente, esos temores de la población japonesa antes de la llegada norteamericana no eran faltos de fundamento y los confirmaban la escasez de prisioneros (tanto por el fanatismo de unos como por el desinterés de los otros por capturarlos) y los recursos tan continuos a los bombardeos masivos desde marzo de 1945 (incluido el último día de la guerra, cuando el General Henry H. Arnold pudo cumplir su sueño de atacar Tokio con mas de 1000 aviones).

Los japoneses también hablaron durante la Guerra de su propia raza, la Yamato, como líder mundial, pero no hubo tal tinte de desprecio hacia la raza blanca, sino más bien de odio. Ciertamente, ese concepto de superioridad de la raza blanca estaba de alguna forma asimilado por los propios japoneses y lo demuestra el hecho de que su propio sentimiento de superioridad frente al resto de asiáticos se basaba en ese mayor grado de asimilación o identificación con Occidente. Además, los japoneses de entonces habían sido educados en esas teorías científicas predominantes el siglo pasado que aseguraban que la inferioridad racial nipona (y de todos los pueblos "de color") era empíricamente verificable.
El contenido racial de la Guerra en Asia (o Guerra del Pacífico, o Guerra de los Quince Años, o Guerra Nipo-norteamericana, pocos coinciden en Japón en la duración o el contenido del conflicto) permanece más latente en las zonas ocupadas por Japón. Sus habitantes, probablemente, olvidaron pronto esas referencias propagandísticas a la raza Yamato e incluso las frases de japonés aprendido obligatoriamente, pero después recordaron bien los eslóganes agitados en esos años: "La liberación de los pueblos asiáticos", "El Fin del dominio del hombre blanco", etc. Es más, difícilmente podrían olvidar la humillación que era para un hombre blanco ser abofeteado impunemente por un soldado japonés o la imagen de una familia llevándose su propio equipaje a los centros de internamiento, sin recibir ayuda de su antigua servidumbre.
Esta propaganda de carácter racial era simplemente un aspecto colateral de la lucha de Japón. Su Estado simplemente buscaba un mayor poder en el Orden Mundial al sentir que, al igual que Alemania, su poderío político no estaba de acuerdo con el económico. No fue un deseo nada especial, redistribuciones de cuota de poder han sido frecuentes en la historia mundial y la guerra hispano-norteamericana de 1898 había sido uno de los últimos casos. Japón simplemente pretendía sustituir a otro Imperio (Inglés, Francés, Holandés o Norteamericano) por su propio dominio y para ganarse la aquiescencia de los nativos necesitaba diferenciarse de los antiguos dominadores, por lo que usó de forma propagandística los ataques al hombre blanco. De esta forma, Japón desencadenó las fuerzas del nacionalismo en Asia (o ayudó a desencadenarlas porque en casos como el de Indonesia ya estaban presentes desde hacía años) y después éste siguió su propio curso como expresión del orgullo nacional y de esa des-asimilación de la idea de la superioridad de la raza blanca. Los japoneses demostraron, siquiera temporalmente, que el hombre blanco no era invencible ni superior y con ello hicieron añicos la mística y las instituciones del colonialismo occidental, dramatizando su vulnerabilidad. En consecuencia, en el caso de las conquistas del Mikado, ha sido mas importante la forma que el fondo: las derrotas de los ejércitos inglés o francés tuvieron mas importancia por ser derrotados frente a los japoneses que por la misma derrota en sí. El carácter racial ha quedado como el más duradero.
LA NUEVA ASIA ORIENTAL
Al analizar la experiencia nipona, los especialistas se debaten entre las Tesis de la Continuidad o del Cambio. Una proporción mayor prefiere afirmar que los años de la Guerra del Pacífico fueron simplemente un paréntesis, enfatizando las semejanzas entre las sociedades pre y post-ocupación japonesa y uno de los ejemplos puede ser la mentalidad de clientelismo y el compadrazgo en la sociedad filipina. Atenúa la importancia de lo ocurrido esos años el hecho que los cambios fueron provocados desde fuera y más bien impuestos sobre una población que no expresó en un principio ni ánimo ni oposición. Las tropas japonesas, por su lado, tampoco buscaron en ningún momento provocar un cambio social ni convulsiones radicales en la sociedad (tampoco tuvieron mucho tiempo para intentarlo), preocupándose principalmente de mantener el orden social y político en los centros urbanos. Los movimientos guerrilleros de oposición no fueron normalmente lo suficientemente importantes, excepto en China, como para provocar cambios sociales. Además, el fin del dominio japonés fue de alguna manera pacífico (al contrario que con Alemania) puesto que solo Birmania, las Filipinas y algunas otras islas habían sido tomadas por los aliados antes de Hiroshima.

Por el otro lado, la tesis del Cambio señala esa importancia de Japón al destapar el jarro de las esencias que pronto o tarde tenían que haber salido. Asia ya no volvió a ser la misma. Concedieron una independencia ficticia a Birmania y a Filipinas, y en China acabaron con los Tratados Desiguales producto del siglo XIX y estos fueron pasos que ya difícilmente pudieron ser desandados. Además, se encorajinó la formación de ejércitos nativos anticoloniales que después formaron el armazón de algunos ejércitos nacionales o anticoloniales luchando por la independencia; así, tras las bombas atómicas y la rendición japonesa, si bien fue en lugares como Malaisia las tropas niponas permanecieron a cargo del orden y la ley y siguieron ejerciendo el poder hasta la llegada de los aliados, en Vietnam del Sur y en partes de Java lo entregaron a los guerrilleros nacionalistas, favoreciendo procesos de independencia que acabaron con la victoria de Ho Chi Minh o Sukarno en estos países. La política japonesa hay que percibirla también como de plazo largo, aunque nunca se pudiera llevar a cabo: intentaron que en un futuro las nuevas élites fueran pro-japonesas (más que nacionalistas) y ello condujo a una fuerte propaganda anti-occidental, dedicando importantes fondos para ello.
Ya no pudo restaurarse la "paz colonial" de la preguerra, tan recordada después de la guerra en el sudeste asiático y en ello el ataque japonés a Pearl Harbor sólo fue el primer paso. En la postguerra, el enfrentamiento entre la Unión Soviética y los Estados Unidos fue especialmente intenso en Asia Oriental y la Guerra Fría subió fuertemente la temperatura en China, Corea o Vietnam: al contrario que en Europa, donde hubo un nuevo orden tras la caída del Imperio Alemán, Asia fue escenario privilegiado del enfrentamiento global. Por otro lado, la irrupción de Estados Unidos en la región creó nuevos problemas a los viejos Imperios Coloniales puesto que aportó un nuevo punto de vista, producto de su propia experiencia como antigua colonia (y como un país en el que la minoría negra criticaba la incoherencia entre los planteamientos igualitarios proclamados frente a Hitler y su propio tratamiento) y trató que los Imperios concedieran lo antes posible la independencia. Con ello, Estados Unidos seguía la política que se había fijado sobre la Guerra del Pacífico de que la victoria no debía ser vista como un triunfo exclusivo del hombre blanco, pero creó también fuertes tensiones con sus aliados (principalmente con Francia) que le hicieron moderar su postura ya antes incluso del fin de las hostilidades. Roosevelt llegó a pedir a sus aliados un plazo para el fin de las posesiones coloniales. Sus opiniones se suavizaron con el fin de la guerra y con la oposición frontal de aliados como Francia o Gran Bretaña a dejar sus territorios, pero de cualquier forma el apoyo a franceses y holandeses a restaurar su poder fue el mínimo y la defensa (soterrado o no) de la idea de sustituir las élites coloniales por las aborígenes ayudó en esa transformación y a esa inestabilización (al menos, temporal) de la región.
LAS HERENCIAS
Pasado el tiempo, se vuelve de nuevo a esa paz colonial anterior a la Guerra del Pacífico. Aunque esas esencias siguen de alguna forma destapadas, ya comienzan a estar definidos los nuevos tarros en los que debe estar cada una. Los nacionalismos ya no sólo consiguieron las independencias sino que se encuadran en organismos mutuos de cooperación y el enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética es ya cosa del pasado. Los conflictos que quedan ya son tradicionales, han existido históricamente: guerrillas luchando por una liberación nacional más o menos justificada, como el de los pueblos Karen en Birmania o el Fretilin en Timor Este, y conflictos de poder entre Estados, como el enfrentamiento histórico entre Tailandia y Vietnam que constituye una de las principales razones de la pervivencia de los Jmeres Rojos en Camboya.

Y el recuerdo de la Guerra del Pacífico. Porque las heridas abiertas hace cincuenta años siguen sin cicatrizar. El recuerdo de las atrocidades cometidas entonces sigue apareciendo en los medios de comunicación y es sentido no sólo por aquellos que lo han vivido, sino por el conjunto de la población. Sólo el año 1994 han dimitido dos ministros por afirmaciones en relación con la Guerra: Nagano Shigeto, Minsitro de Justicia, declaró que la Masacre de Nanking en 1937 fue "ficción" y Sakurai Shin, Director General de la Agencia de Medio Ambiente, que la ocupación japonesa en Asia ayudó a "popularizar la democracia". El debate en el Parlamento japonés sobre cómo cerrar el capítulo de la guerra ha sido muestra de lo vivo que sigue el recuerdo del pasado. La resolución aprobada el pasado 9 de junio expresando el "profundo remordimiento" por los sufrimientos inflingidos por Japón sobre sus países vecinos ha salvado a duras penas las diferencias entre la coalición de socialistas y liberales presidida por Murayama Tomiichi, con la oposición de 50 miembros del Partido Liberal Democrático que se ausentaron de la votación a pesar de la posibilidad de elecciones generales prematuras.
Las razones para que este recuerdo siga tan latente son muy variadas. Una de ellas es la ausencia de una catarsis en la sociedad japonesa semejante a la que se dió en Alemania; la culpa de los desmanes de la guerra se echó exclusivamente a los militares. Y si las naciones occidentales forzaron a Japón a entrar en guerra privándole de los suministros de materias primas, cierto también es que las victorias de los ejércitos japoneses en Manchuria en 1931, comienzo de las guerras de las que nunca se pudo o supo desembarazar Japón, fueron tremendamente populares. Otra razón para el recuerdo, obviamente, puede ser el deseo de compensación económica y Japón ha dado pasos en este aspecto, aunque siempre con el cuidado de evitar las compensaciones individuales alegando que ya se han pagado reparaciones de guerra a todos los países asiáticos excepto a China. La idea japonesa es un plan para gastar 100.000 millones de Yenes a lo largo de diez años en diferentes proyectos tendentes a "promover los contactos humanos" en Asia. Entre ellos irían las subvenciones a las organizaciones que representan a las "mujeres de comfort" (fuanshô ***), que serían en parte recogidas de donaciones particulares y de empresas por la "Fundación de Mujeres para la Paz y la Amistad Asiáticas". Las relaciones entre Pekín y Tokio también permiten entrever la posibilidad de compensar económicamente por medio de concesiones japonesas en la renegociación de la deuda china.
Quizás Japón está pagando la culpa de las riquezas que acumula y obviamente las quejas por los daños cometidos hace cincuenta años serían muchos menores si no tuviera una Renta per cápita tan alta. Sin embargo, el deseo de una compensación monetaria no puede explicar sino una parte de los sentimientos que sigue generando la Guerra; una parte de las víctimas del militarismo japonés necesitan, antes de morir, la admisión de haber sido agraviados y las vidas agraviadas por haber trabajado en burdeles para el ejército ya no se pueden solucionar con dinero, porque la vida de muchas mujeres ya no se puede reconstruir. Por otro lado, los disturbios antijaponeses provocados en Seul hace unos meses tras afirmar el Ministro de Exteriores Watanabe Michio que el dominio de Japón en Corea entre 1910 y 1945 fue negociado "pacíficamente" con el gobierno coreano de entonces, tampoco se pueden explicar por la búsqueda de una compensación económica, ni tampoco los planes en este mismo país de derribar el antiguo palacio del gobernador japonés simplemente para evitar el recuerdo de esa ocupación.
Quizás para entender esta exacerbación de los sentimientos sea necesario volver al discurso racial y a los conceptos de superioridad e inferioridad, porque si bien en unos casos puede haber ayudado a olvidar el pasado, en otros puede haber servido para lo contrario. La diferencia con la Guerra del Pacífico es que, si bien frente a Estados Unidos la lucha fue entre dos razas diferentes, la que se mantuvo en Asia fue entre miembros de una misma raza "inferior" asiática. Para ello puede resultar interesante comparar el vivo sentimiento anti-japonés que sigue latente en países como Filipinas o China, después de 50 años, con el totalmente desaparecido sentimiento anti‑norteamericano en Vietnam, tras haber pasado sólo 20 años del fin de las hostilidades; parece que el tiempo es sólo uno de los factores que ayudan al olvido. Las diferencias entre la ocupación norteamericana de Vietnam y la japonesa en Asia son importantes: los soldados norteamericanos fueron poco vistos en Vietnam (los que se adentraban en territorio enemigo era para arrojar bombas desde los aviones) y se puede decir que han sido perdonados, pero no olvidados o que, al fin y al cabo, la guerra acabó por la opinión contraria de la propia opinión pública norteamericana. Pero tampoco se pueden olvidar las semejanzas: tanto norteamericanos como japoneses cometieron un número de masacres que fueron más allá de los objetivos militares y en ambos lugares se puede hablar de colaboracionismo y de guerra civil solapada dentro del conflicto internacional, porque si en Vietnam los del Sur luchaban contra los del Norte, en China el ejército de Wang Ching‑wei colaboró con los nipones y en Corea, tras cuatro décadas de dominio japonés, no podía haber muchos opositores abiertos.
Se puede decir que, si bien los Imperios Coloniales europeos se ganaron la aquiescencia de los dominados, no ocurrió así con el Imperio Japonés que si bien ganó el territorio, no ganó los corazones. El elemento humano japonés, soldados de la más humilde condición social que salían por primera vez de su aldea, no podía ser el más apropiado para generar la admiración como representantes de esa raza Yamato superior a los demás asiáticos. Los medios financieros tan precarios tampoco ayudaron; la decepción entre los habitantes de Manila ante la llegada de las los invictos soldados japoneses cuanto tomaron su ciudad fue grande, puesto que en vez de llegar montados en tanques y conduciendo pesados armamentos modernos, llegaron en bicicleta. De alguna manera, se asumió la razón de fuerza de la ocupación, pero fue difícil que se reconociera a los escasamente cultivados soldados nipones un beneficio para la sociedad en general.
El sentimiento subyacente de superioridad de la cultura occidental y el de ascenso en la categoría social por la afinidad a ésta son unas coordenadas que también han de entrar en el análisis de estos proyectos. Siguiendo con las Filipinas, el medio millón de súbditos con alguna proporción de sangre hispana (mestizos, cuarterones, etc) no podían asimilar fácilmente la idea de esa raza Yamato presuntamente superior y precisamente esa cercanía a la cultura occidental les hacía mirar por encima del hombro a los soldados japoneses, aunque éstos fueran los que portaran las armas. En el caso chino también había de ser difícil asimilar un gobierno japonés cuando no hacía excesivos años este país precisamente había sido vasallo del llamado "Imperio Central", que consideraba al país del sol naciente como de segunda categoría. Se podía aceptar el dominio por un ser considerado superior, pero lo que de alguna manera era inaceptable era que otro "inferior" desease colonizarles. La mentalidad asiática es clave para poder entenderlo.

1[1] En Ruth Benedict.- El Crisantemo y la España. Patrones de la cultura japonesa. Madrid, Alianza, 1974, p. 267.
2[2] En Peter Lowe, British Attitudes to General MacArthur and Japan, 1948-50, en Gordon Daniels (ed.): Europe interprets Japan. Paul Norbury, Kent (Inglaterra), 1984, p. 121.
3[3] War without Mercy. Race & Power in the Pacific War. New York, Pantheon, 1986. 399 pp.


 

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