Observatorio Iberoamericano de la Economía y la Sociedad del Japón
Vol 4, Nº 13 (enero 2012)

 

TRADICIÓN Y OCCIDENTALIZACIÓN EN EL PROCESO MODERNIZADOR JAPONÉS

 

Tahimí Barroso Moreno
Escuela Superior del PCC
 


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Introducción.

El paradigma de la modernización ha sido sustentado por fundamentos teóricos que lo conciben como una transformación lineal ascendente que  manifiesta el progreso alcanzado por las naciones, una vez que transitan hacia el sistema capitalista. Por un lado, muchos de los argumentos colocan a Occidente como prototipo y referente universal de la modernización y, por el otro, proponen una relación histórica conflictual entre lo tradicional y lo moderno. Este discurso, predominantemente eurocentrista, estructuró y ha estructurado una forma específica de interpretar los procesos desarrollistas. Así, se ha colocado la civilización occidental a la vanguardia del resto de las sociedades que han tendido a ser observadas y a observarse a sí mismas desde una posición de subordinación e inferioridad.

Esta visión ha impedido que muchos de los análisis sobre las diversas experiencias modernizadoras no tengan en cuenta los fenómenos de intercambio y entrelazamiento que pueden desprenderse de la relación entre las estructuras tradicionales y las estructuras modernas. En esta misma dirección, se han integrado conceptualmente modernización y occidentalización estableciendo una asociación arbitraria de una y otra. Entendido así, la opción más viable es asumir el patrón conductual desprendido del modelo histórico hegemónico que tiende, en definitiva, a postular la homogeneización de las culturas bajo el estandarte occidental como el único camino seguro al desarrollo.

En general, los modelos de modernización han enfatizado excesivamente la relación tradición-modernidad estableciendo una distinción cronológica, evolutiva y excluyente donde las sociedades modernas son concebidas como espacios de continua modificación. La transformación constante induce la reestructuración permanente de aquellos códigos que identifican colectividades y realidades, siendo la tendencia dominante dentro de este esquema de vínculos. De esta forma, se desconoce la capacidad de la tradición para reacomodarse a las circunstancias y demandas del mundo contemporáneo y  queda confinada a los límites impuestos por la repetitividad, la pasividad, la resistencia al cambio y  lo retrógrado.

En la experiencia histórica concreta de Japón pueden reconocerse, justamente, algunas de las características que de cierto modo rompieron con la interpretación de preeminencia absoluta del canon occidental en la activación e implementación de la modernización. El devenir moderno japonés, como señaló Lothar Knauth, no se limitó a introducir transformaciones según la lógica histórica europea, sino que logró expresarse tanto a partir de la continuidad como de los cambios abruptos.
 
A partir del período Meiji (1868-1912), se activaron en Japón fuerzas tendientes al desarrollo del capitalismo que no solo lograron preservarlo de la colonización occidental sino, además, convertirlo en una potencia. Desde entontes, la permanencia y participación de agentes tradicionales dentro de este proceso de crecimiento económico ha situado la problemática de la tradición dentro del debate y cuestionamiento de las dinámicas modernizantes.

Puede afirmarse que la modernización japonesa se articuló bajo dos presupuestos: la incorporación, por un lado, de elementos occidentalizantes que adecuaron su cultura a la idea predominante de “civilización” y le imprimieron un carácter renovador mientras que, por el otro, se fomentó la perdurabilidad de algunas formas tradicionales que persistieron junto a las transformaciones. Los japoneses contaron con un caudal cultural al que acudieron para representar una nueva forma de “comunidad imaginada” que, en su morfología básica, preparó el escenario para afianzar una adecuada imagen moderna de la nación.

En este sentido, es preciso destacar el papel desempeñado por la autoridad japonesa que aprovechó la dirección del proceso para garantizar una regeneración escalonada en la asimilación de la cultura occidental que fuese selectiva desde la lógica de sus intereses. De tal suerte, la reactivación de los signos de unidad colectiva estuvo anclada en paradigmas tradicionales que certificaron la apropiación del cambio y de la racionalidad moderna en nombre de la integridad japonesa.

De ahí que el alcance de la occidentalización dependió en gran medida de los niveles de receptividad ante las nuevas transformaciones y de cómo se combinaron estas con los elementos de la tradición que continuaron operando a nivel macro-social. Por lo mismo, la confluencia de lo tradicional y lo occidental no significa que existiera uniformidad en la forma en que estos agentes se articularon, o se fusionaron, para concertar la modernización.

La compartimentación y las relaciones de preeminencia y subordinación que se establecieron, se ajustaron a las políticas y contextos específicos por las que fue atravesando el proyecto modernizador. Si se sigue de cerca la evolución del proceso, es fácil descubrir que el peso de una y otra no puede ser estudiado al margen de dos cuestiones fundamentales: el espacio o nivel seleccionado para el análisis y la coyuntura específica que lo acompaña. Ello posibilita establecer una tipología que –sin pretender analizar o reflejar a cabalidad todos y cada uno de los matices de la relación tradición- occidentalización–  ofrece una idea de los vínculos más representativos establecidos por este dueto.

Dentro de este esquema de interpretación se proponen tres niveles que, en base a la participación más o menos activa de la tradición y la occidentalización, posibilitarían hablar de espacios en que:

 

Espacios y “dominios” de la tradición en el proceso de modernización japonés.

En principio, la comprensión de las características esenciales que definen el rol de la tradición dentro del proceso de modernización ha presentado, desde una lógica que Max Weber desarrollara ampliamente, la transmutación de los valores propios de las sociedades tradicionalistas a aquellos inherentes a las sociedades secularizadas y racionales. Postulados como la razón, la convicción de una completa libertad individual o la igualdad de derechos para todos los individuos, han devenido consideraciones que avalan universalmente el carácter moderno de las sociedades y que, por demás, constituyen un sostén indispensable para el tránsito al capitalismo. Por lo mismo, se ha entendido la modernización como una etapa donde el cambio en el sistema de valores resulta fundamental para obtener desarrollo económico.

A  ello debe añadirse que este cambio en sí no se produce únicamente a través de la simple y mecánica sustitución, o superposición, de lo moderno por lo tradicional. Precisamente, en el caso de Japón, la tradición aportó numerosos elementos que fueron aprovechados en la articulación de la modernización; incorporándole valores que constituían precedentes históricos-culturales y que determinaron gran parte de los comportamientos y las rutas seguidas por el archipiélago a partir de la Modernidad.
 
Observando períodos específicos del ordenamiento social japonés pueden ubicarse espacios “vetados” a la occidentalización o donde su influjo la mayoría de las veces estuvo limitado por el tremendo peso que tenían allí los factores tradicionales. Estos “circuitos cerrados” pueden ser fácilmente identificables con lo que comúnmente se denomina mentalidades o imaginario colectivo y responden a lo que el historiador francés Georges Duby estableció como las estructuras mentales más resistentes a los cambios que “durante siglos, determinaban, generación tras generación, las actitudes profundas y las conductas de los individuos” .

La lentitud con que se producen y se manifiestan las modificaciones dentro de la órbita del imaginario colectivo avala, su condición de proceso de larga duración y, en el caso concreto de la modernización japonesa, esboza un territorio más o menos preciso donde pueden encontrarse los reductos de la tradición. Por supuesto ello no se opone a que, con el paso del tiempo, se produzcan variaciones sustanciales ya que los cambios y rupturas en la forma de vida de las generaciones dejan su impronta a largo plazo. De cualquier forma, esta es una cuestión que depende también de la experiencia concreta de los individuos, siendo vital los marcos donde estos se desenvuelvan (entorno rural; entorno urbano) así como el grupo social al que pertenezcan.

Para examinar algunos casos que permitan ilustrar específicamente las formas en que predominó la tradición y cómo participó en la construcción de la modernización, sería bueno comenzar por presentar aquellos agentes que, sin dudas, han sido considerados sus baluartes por excelencia: los valores. Aunque a partir de la introducción de las relaciones de producción capitalistas Japón asimiló formalmente principios occidentales, estos permanecieron muchas veces en la superficie como nociones ajenas a su funcionamiento social más íntimo. La preeminencia del grupo, la jerarquía, la inclinación a mantener relaciones armónicas y solidarias, la lealtad y el sentido de sacrificio, conformaron un contexto de socialización que perduró frente a la irrupción del capitalismo.

También el confucianismo funcionó como una base moral que propició en gran medida el asombroso desarrollo de Japón. Al respecto comenta la estudiosa mexicana Flora Botton: “(…) Durante la restauración Meiji, al volver a tener poder el emperador, el confucianismo fue en parte reemplazado por las creencias tradicionales shintoistas del Japón que reconocían al emperador como dios y como símbolo del pueblo japonés. Sin embargo, el confucianismo no fue completamente rechazado y al carecer el shintoismo de un sistema ético, el confucianismo fue incorporado en las creencias propias de Japón y se siguió dando importancia al culto de los antepasados, la piedad filial, la educación y, sobre todo, a la lealtad”.

De esta forma, se utilizó al confucianismo como un mecanismo de control social y político que, por otra parte, no impedía la adopción de otras ideas –las occidentales en este caso– que solventaran una rápida modernización. En este sentido, la educación resultó un pilar básico, responsabilizado con la reproducción y extensión de estos valores a todas las esferas. Dado que la enseñanza se desenvolvió dentro de un macro-entorno al que tributaron familia, escuela y Estado, se fomentó una visión autóctona y un conjunto de valores homogéneos y sólidos que reforzaron el carácter unitario de la nación.

Por lo mismo, en un inicio el individualismo o la igualdad fueron ideales que, en la realidad objetiva, operaron dentro los límites impuestos por la compleja estructura de compromisos y jerarquías que envolvían la mayoría de las relaciones entre los japoneses y que, desde antaño, habían regulado tanto la voluntad de pertenencia al grupo como las fórmulas de participación e interacción. No obstante, según la modernización avanzó, aumentaron su influencia sobre todo en las nuevas generaciones y en los núcleos urbanos; con todo no sería hasta la posguerra y los años de alto crecimiento del “milagro” que estos postulados comenzarían a quebrantar el ordenamiento clásico japonés.

Entretanto no llegó este momento, los valores japoneses encontraron amparo en las relaciones interpersonales y familiares (en particular en la relación padre- hijo) debido a que la edad, la experiencia o el respeto hacia los mayores constituían una norma social inquebrantable que atravesaba todas las dimensiones de la vida cotidiana y las costumbres. Otra muestra de cómo muchos de estos sistemas de vínculos se “modernizaron” sin perder su esencia original puede encontrarse en el uso y funciones que en Japón se le otorgó a la tarjeta de presentación: hasta hoy, cualquier encuentro casual o formal entre dos partes que no se conocen, está antecedido por el intercambio de tarjetas, fundamental para dar una idea exacta de quién es quién y cuál es la forma adecuada de dirigirse a él, lo cual refleja la importancia de los roles y del estatus social.

Por otra parte, si se aborda desde una perspectiva histórica la situación y condiciones de participación de las mujeres en la sociedad, se encontrará un nuevo ejemplo de cómo las percepciones tradicionales se mantuvieron con bastante fuerza. Más allá de la determinación de la edad sobre el sistema de jerarquías, la división de roles en base al género también resultó determinante en el entramado de relaciones sociales japonesas. Dentro de la familia, sobre todo en las parejas, las funciones quedaron distribuidas de forma tal que el hombre fue responsable de aportar el sustento y la estabilidad económica mientras que la mujer asumió toda la responsabilidad sobre el cuidado de la casa y de los hijos.

Desde la época Meiji se alcanzaron derechos como el divorcio (facultad otorgada a las féminas mediante el Código Civil de 1898) y, durante los años de expansionismo militarista y los primeros tiempos de la posguerra, las difíciles condiciones internas obligaron a las mujeres japonesas a participar más activamente dentro de los marcos del mercado laboral.  No obstante, en ningún momento esto implicó una ruptura abierta con los antiguos roles ya que, de hecho, nunca se completado la plena incorporación de la mujer al universo del trabajo.

En el período de alto crecimiento de la posguerra y en años posteriores, aunque las mujeres elevaron su nivel profesional y educacional, muchas veces fueron discriminadas ya que una de las mayores dificultades que enfrentaban era que, por lo general, recibían un salario menor que el de los hombres aunque realizaran el mismo tipo de trabajo o incluso estuvieran más calificadas. Al mismo tiempo, una vez que contraían matrimonio la mayoría de ellas renunciaba al empleo de tiempo completo recurriendo solo a contratos de media jornada. De esta forma, no se quebraba la tradicional asignación de papeles en base al género.

Por otra parte, aunque la occidentalización estuvo encaminada a promover el ejercicio del pensamiento racional, esto no evitó que permanecieran arraigadas creencias ancestrales que formaban parte de la religiosidad japonesa. El shintoísmo y el budismo se mantuvieron como las creencias más extendidas y de mayor influencia al punto de que, por ejemplo, ninguna de las compañías modernas, incluyendo las más avanzadas, procedía a construir una nueva sede sin antes realizar el “Dyichinsa”; el rito shinto que recrea la purificación de la tierra para bendecir la construcción y pedir a un buen dios que evite todo tipo de adversidad.

También en los grandes y pequeños acontecimientos de la vida social encontramos constancia de la tradición; ya sea en los rituales shinto o budistas que rigen cada una de las manifestaciones cotidianas del japonés moderno: el nacimiento de un niño, el matrimonio o el entierro de un anciano. Se reprodujo, así, la esencia y el espíritu de las normas que estaban instituidas y que continuaron indelebles pese a los efectos de la modernización.

La persistencia de fiestas tradicionales como la celebración de la mayoría de edad en los niños o el florecimiento del cerezo y la realización de ritos litúrgicos como la ceremonia de té, dan cuenta de numerosas costumbres cuyas dinámicas no fueron afectadas radicalmente. Claro está, a más largo plazo, los efectos del crecimiento económico y el cambio generacional propiciaron un abandono paulatino de estas y otras manifestaciones que, muchas veces, han caído en la categoría de expresiones folklóricas. De cualquier forma, no es en las prácticas en sí sino en lo que simbolizan, que se revela el carácter duradero de la tradición: toda una filosofía y sensibilidad estética que están representadas en el sentido japonés de unidad con la naturaleza, la simplicidad, la meticulosidad que expresan en cada una de sus tareas y el esfuerzo instintivo por conseguir el reconocimiento de la belleza en las cualidades naturales.

Occidentalización: un camino al desarrollo.

La conservación de pautas y normas sociales en el Japón entra en aparente divergencia con los cambios socio-económicos que se han producido a resultas de los altos índices de desarrollo alcanzados a lo largo de todo su proceso modernizador. En este caso, si la tradición pareció resistir en aquellos espacios vinculados a los valores espirituales, la occidentalización, en cambio, encontró un asidero en aquellas áreas más bien vinculadas a la cultura y valores materiales.

Desde el período Meiji se mostró interés por conocer y asimilar aquellas pautas que le permitieran alcanzar los mismos niveles que ostentaba Occidente por lo que el desarrollo nacional se solventó a través los vínculos con las potencias capitalistas y el aprovechamiento de sus experiencias modernizadoras. Cuando en la posguerra Japón logró erigirse como arquetipo y modelo referencial del progreso dejó de ser visto como un alumno ávido por aprender del mundo para ser atendido como una sociedad en plenitud de facultades.

Dentro de este lapso temporal, la articulación de la industrialización y el crecimiento económico dependió enormemente de la admisión de normas, instituciones y técnicas procedentes de Europa o Estados Unidos. Más allá de que cuando se habla de modernización, se establezcan nexos entre este proyecto y la occidentalización, lo cierto es que cualquier evolución y afianzamiento del capitalismo precisa de la utilización de patrones y nociones que se desarrollaron allí primeramente. Por lo mismo, no es de extrañar que Japón reúna muchas características que permiten “hermanarlo” con el universo occidental.

Debido a la consecuente identificación que se establece entre modernización y avance técnico, es esta una de las áreas donde más explícitamente se observan los resultados de la introducción de esquemas occidentales. Por derecho propio, la tecnología ha llegado a representar un parámetro para establecer el grado de occidentalización y la profundidad de los cambios que han tenido lugar en el archipiélago asiático. La incorporación y la difusión sistemática y deliberada de técnicas foráneas, dieron paso a una transformación productiva que pronto se reflejó en el reemplazo de antiguas estructuras demográficas u ocupacionales y acentuó, por demás, el carácter moderno de la sociedad japonesa. 

Por lo mismo, los altos ritmos de industrialización han terminado consolidándose como uno de los aspectos representativos de la nación. En este sentido, es muy conveniente señalar que la constante reproducción y perfeccionamiento de la tecnología, ha superado los niveles trazados en un inicio por la mera adquisición de prácticas y conocimientos occidentales. De hecho, los índices de automatización y robotización de Japón han llegado a superar por amplio margen al de muchos países capitalistas desarrollados.

Al mismo tiempo, la consecuente mejoría en la calidad de vida de la población se relaciona con un mayor acercamiento y devoción a una cultura de lo material que se ha hecho mucho más extensiva desde la posguerra. En la medida que progresó y avanzó la modernización, se promovió un sentido consumista entre los japoneses, ostensible, por ejemplo, en la adquisición y renovación de máquinas y equipos electrodomésticos que han ido revolucionando el ritmo de vida dentro del hogar.

Las estadísticas de consumo, además de experimentar un fuerte crecimiento debido al aumento del poder adquisitivo de la población, se han orientado cada vez más  hacia gustos y modas occidentales. Aunque la carne, la pastelería de corte occidental, los productos alimenticios de conservas o los alimentos sintéticos no han sustituido las comidas tradicionales sí se han colodado como productos de notable aceptación.

Osaka o Tokio, por solo citar un par de ciudades importantes, son grandes urbes industriales que alcanzan a ser vistas desde el horizonte por la magnitud de sus edificios y los modernos rascacielos. No carecen en absoluto de todo lo que simboliza el fuerte avance del desarrollo capitalista: almacenes comerciales, variedad de restaurantes o hasta galerías con muestras de lo mejor del arte y la cultura mundial. Son estas características que han permitido a muchos observadores establecer un paralelismo con aquellas metrópolis europeas y americanas que se erigen como arquetipos del progreso.

También existen otros espacios significativos donde se incorporaron activamente estructuras foráneas de impronta occidental; la misma instrumentalización de la modernización japonesa arrancó de la utilización y el establecimiento de normas políticas y regulaciones sociales que fueron tomadas de Occidente. Aunque durante la época Tokugawa se desarrolló ampliamente la burocratización, la creación de un Estado moderno precisó de un aparato de administración pública con un ordenamiento más cercano al de las potencias capitalistas de entonces y que pudiera ser más eficaz en cuanto a  su organización y a sus servicios.

De la misma manera, el proyecto de renovación necesitaba sostenerse y avalarse a través de leyes y disposiciones jurídicas. Criterios como la legalidad, el civilismo, la diplomacia o la ciudadanía, se acogieron en el marco de este proceso, al igual que los patrones de orden y justicia, fundamentales para regular las relaciones humanas de la sociedad moderna en construcción. Por ello, no es de extrañar que constantemente se haya utilizado a la Constitución de 1889 como referente para certificar el alcance modernización y la conversión del país en una nación “civilizada”.

También el uso y apropiación de nociones como democracia o la formación misma de partidos políticos fueron adquiridas de Occidente. Esta es una cuestión muy importante toda vez que el ejercicio gubernativo a través de partidos políticos responde plenamente a la instrumentación de la Modernidad y para Japón, como para otros países no occidentales, ello no implicaba solamente la introducción de tecnología y de conocimientos avanzados sino también asumir ideologías y sistemas políticos.

No obstante, tanto la democracia como el constitucionalismo operaron sólo como herramientas para el afianzamiento de una identidad nacional y moderna   que fue estimulada desde arriba. Principios como la igualdad, la participación popular o los compromisos mutuos entre gobernados y gobernantes, nunca cristalizaron totalmente en la sociedad japonesa ya que la introducción de instituciones políticas occidentales estuvo orientada, ante todo, a igualar los procesos y los modelos externos.

Tradición y occidentalización: espacios de conciliación.

La combinación exitosa de dos matrices culturales opuestas, sin dudas, ha significado algo trascendental dentro de la historia moderna y contemporánea de Japón. La capacidad de hacer converger diferencias y utilizar fórmulas integradoras, permitieron la convivencia de una cultura occidental importada y una tradición milenaria para construir una sociedad desarrollada que, al mismo tiempo, continuaba manteniendo un espíritu propio. En muchos espacios, el estilo de vida tradicional y moderno se entrelazaron inseparablemente. Al interior de los hogares, por ejemplo, se incorporaron los nuevos progresos técnicos pero buena parte de ellos conservaron muchos rasgos tradicionales como los altares shinto o budistas, las puertas corredizas, la decoración con arreglos florales o las tinas de agua caliente.

Quizás es dentro del sector económico que pueden reconocerse los mayores logros de esta combinación. La adaptación de modelos de producción norteamericanos a las especificidades culturales del archipiélago consolidó un sistema de trabajo propio donde fueron mezcladas la tecnología, las relaciones sociales y la cultura. De este modo Japón, logró alcanzar una alta productividad y una fuerte competitividad en el mercado internacional.

El perfeccionamiento constante de las técnicas, la innovación y la automatización comentadas con anterioridad, actuaron como una parte fundamental dentro de la creación de un sistema productivo que auspició el trabajo en equipo, la flexibilidad, el pago por desempeño y fusionó actividades como la producción, la supervisión, el mantenimiento y el control de calidad sin dejar de lado, además, la calificación de la mano de obra.

Más allá del uso extremo de la tecnología y del conocimiento práctico, la funcionabilidad y éxito económico que se obtuvieron se relacionan directamente con el aprovechamiento que este esquema de elaboración hizo de las relaciones sociales japonesas. Se manipuló el sentido de pertenencia al grupo y los sistemas de jerarquías en función de la producción industrial y utilizando ahora a la empresa como amplio marco de estos vínculos y compromisos de los trabajadores.

De igual forma, los principios que mediaron la relación entre empresario y empleado lejos de impedir el manejo racional y moderno de las empresas funcionaron como un pilar básico del desarrollo. En la organización interna de las empresas, donde estos parecieron justificar la concepción familiar que se tiene de la misma, la permanencia del trabajador en la compañía y la obediencia al sistema jerárquico basado en la antigüedad laboral. La conciencia a favor del trabajo duro, la fidelidad a la compañía y la necesidad de solucionar las diferencias entre el patrono y el obrero a través de una mezcla de compromisos y diferencias, contribuyó a desplegar una ética de trabajo muy a tono con el proceso modernizador.

Gran parte del secreto competitivo de los productos japoneses se encontró inmerso en sus propios valores. El diseño general de muchos productos industriales se obtenía del exterior y parte de la tecnología desarrollada en Occidente era introducida por medio de patentes y afiliaciones entre firmas norteamericanas y japonesas. A todo esto, se unía la diligencia, el afán por llegar al detalle, la dedicación y la constancia que eran mucho más cercanos al espíritu tradicional.

En las artes los japoneses también lograron fusionar la tradición y la occidentalización, las tendencias y corrientes artísticas occidentales encontraron asidero en muchos espacios sin que la estética autóctona quedara excluida. La literatura se desarrolló según los estilos introducidos bajo influjo del exterior pero temas habituales como el sentido de sacrificio, el respeto y la devoción a la familia continuaron siendo el centro de los planteamientos. Las manifestaciones pictóricas recurrieron mucho más al eclecticismo como método para combinar técnicas, manejos de nociones de luz y espacio occidentales sin  apartarse radicalmente de los cánones de las escuelas tradicionales.

Del mismo modo, la arquitectura contemporánea, especialmente aquella que floreció tras la posguerra, constituyó otro espacio de intercambio armónico donde alcanzaron igual importancia el uso de las ideas estéticas japonesas y los diseños y técnicas occidentales. El manejo de las nociones de espacio-tiempo y las proporciones modulares del tatami (esteras tejidas) se empleó para incluir el hormigón y el acero, e integrar así los jardines y la escultura en los proyectos realizados, con el propósito de hacer encajar las estructuras arquitectónicas con el espíritu del lugar.

Tampoco en el cine, donde gran parte de los avances cinematográficos norteamericanos tuvieron una fuerte repercusión, se logró desprender el peso de los valores y gustos artísticos propios. Aunque se usaran las mismas técnicas de producción, la filmografía japonesa tendía a recrear mucho más a los personajes a partir de los caracteres propios del ambiente y en armonía con su espacio natural, prestando menos atención a elementos como la acción, vital en el estilo occidental.

A pesar de que se trate de perfilar un vínculo conflictual entre las aristas modernizadoras que hemos abordado, el devenir histórico japonés da muestra de que existe en su sociedad una ostensible capacidad de renovación que, sin negar  las posibilidades que ofrecen las nuevas experiencias foráneas, valoriza y recontextualiza la tradición cultural del país. Este proyecto de convivencia cultural forma parte de una relación armónica que se recrea a partir de la pluralidad y la retroalimentación constante entre los agentes endógenos y los exógenos.

Consideraciones finales

En general, la modernización dependió tanto de la mediación como de la resistencia que asumió la tradición frente a las alternativas occidentalizantes. No existió uniformidad en las esferas de diálogo o de conflicto y mucho menos fue un proceso modelado conscientemente, ya que las interacciones y consecuencias atravesaban los niveles macro y micro de la sociedad. Tampoco puede comprenderse esta experiencia fuera de la lógica espacio-temporal a la que pertenece y el proceso no debe ser analizado como un combate a muerte donde se enfrentan lo antiguo y lo nuevo, lo propio y lo ajeno, lo tradicional y lo occidental.

Basados en esquemas de relación que proponen indistintamente el dominio de la tradición o la occidentalización, es que puede contemplarse a Japón como un país de profundos contrastes. No obstante, esta resulta una visión epidérmica que descuida el que la modernización sea, más allá de las divergencias, el resultado de una combinación particular que nos acerca a una relación de equilibrio entre ambos agentes y nos aproxima a los diferentes niveles de participación que tienen una y otra dentro de los distintos espacios económicos, políticos y sociales.

 

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Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:

Barroso Moreno, T.:  “TRADICIÓN Y OCCIDENTALIZACIÓN EN EL PROCESO MODERNIZADOR JAPONÉS " en Observatorio de la Economía y la Sociedad del Japón, enero 2012. Texto completo en http://www.eumed.net/rev/japon/

 

 

 

El Observatorio Iberoamericano de la Economía y la Sociedad del Japón es una revista académica, editada y mantenida por el Grupo eumednet de la Universidad de Málaga. Tiene el Número Internacional Normalizado de Publicaciones Seriadas ISSN 1988-5229 y está indexada internacionalmente en RepEc.

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