Dani Triadó
A pesar de ser uno de los movimientos independentistas que más simpatías ha despertado en todo el mundo desde que la China de Mao invadió su territorio, los tibetanos ven cómo sus anhelos de soberanía van diluyéndose poco a poco a medida que Pekín se abre internacionalmente.
Y es que la China de hoy nada tiene que ver con aquella supuesta amenaza comunista que emergió en un mundo bipolarizado y en plena guerra fría y constituye hoy un codiciado aliado económico para los países occidentales, que saben que cuestionar la integridad territorial china e irritar con ello a sus autoridades deviene un error estratégico.
Actualmente, la mayoría de las exigencias de los tibetanos, encabezados por el XIV Dalai Lama, Tenzin Gyatzo, quien vive exiliado en India desde 1959, se centran en la demanda de una mayor autonomía o autonomía plena para su país, dentro de China, conocedores de la dificultad que entraña la independencia, una circunstancia “extremadamente improbable”, según palabras del tibetólogo Ramon Prats, doctor en Estudios Tibetanos y profesor adjunto de la Universitat Pompeu Fabra (UPF) de Barcelona.
Por su lado, Pekín, que no ha cambiado de actitud desde los años ochenta, década en la que se comprometió a aceptar el regreso del líder espiritual tibetano a China –pero no a Tíbet, por su simbolismo– sigue esgrimiendo la economía y el desarrollo del territorio como prueba de que la invasión de 1950 sólo ha reportado beneficios a sus habitantes. Ni siquiera la celebración de los Juegos Olímpicos de 2008 en Pekín hará cambiar su posición.
China siempre ha descrito la antigua sociedad tibetana como un mundo primitivo, basado en un sistema feudal anclado en la Edad Media donde gran parte de su población era esclavizada por la aristocracia. Y consecuentes con ese punto de vista, las autoridades chinas recurren constantemente, a modo de propaganda, a los datos económicos para defender su actitud.
“Antes de la invasión, el 95% de la población del territorio ni siquiera tenía acceso a alimentos”. Awang Ciren, investigador del Instituto de Tíbet Contemporáneo en la Academia de Ciencias Sociales de Tíbet, afirma que el nivel de vida de los tibetanos ha aumentado considerablemente desde que su país forma parte de China y asegura, además, que su cultura no sólo está bien protegida sino que Pekín colabora en su desarrollo.
En ello coincide Chen Wei, vicerrector del Instituto de Administración de la provincia de Qinhai, fronteriza con el Tíbet: “Pekín ha protegido más de 1.700 templos budistas tibetanos, incluido el Palacio Potala –sede del Gobierno–, invirtiendo en su reconstrucción millones de yuanes”. Chen añade, además, que “todas las religiones son respetadas y protegidas” y que para evitar la desaparición de la lengua tibetana “publicamos más de cuatro millones de ejemplares de libros escritos en su idioma al año”.
Unas opiniones que se suman a las estadísticas oficiales vertidas anualmente por el Gobierno de la Región Autónoma del Tíbet, según las cuales el PIB por cápita del territorio aumenta año tras año gracias, básicamente, a la ayuda económica recibida desde Pekín y a los beneficios de la recientemente inaugurada conexión vía tren entre Lhasa, capital del Tíbet, y China.
Sin embargo, las autoridades tibetanas esconden la cara oculta de dicho desarrollo: la violación de los derechos humanos de la etnia tibetana a través de los desplazamientos forzados. Desde el año 2000, 700.000 pastores tibetanos han sido trasladados a zonas urbanas de otras provincias, destruyendo, de este modo, su estilo de vida.
Del mismo modo, Pekín lleva a cabo desde hace decenios, una política de incentivos para repoblar el Tíbet con chinos de etnia han, la mayoritaria en el país, que ocupan, además, las cotas de poder y de negocio más importantes. Esta etnia, que recibe compensaciones económicas por ir a vivir a Lhasa, está provocando un cambio en el estilo de vida del territorio, ya que trae consigo algunas de sus peores hábitos y negocios, como el juego o la prostitución.
Por si fuera poco, la Revolución Cultural, campaña emprendida por Mao a mediados de los sesenta, supuso la destrucción de buena parte de los bienes culturales del Tíbet y la imagen del XIV Dalai Lama está aún hoy totalmente prohibida en el territorio, a pesar de que la propia Constitución china garantiza la libertad de culto mediante el artículo 36: “ninguna organización estatal, pública o individual puede obligar a los ciudadanos a creer o a no creer en cualquier religión; nadie puede ser discriminado por sus creencias religiosas”.
Una política que el Dalai Lama no ha dudado en calificar como “genocidio cultural”. “Si todo sigue igual, la cultura tibetana corre el riesgo de desaparecer en unos 10 o 15 años”. Quien así se expresa es el monje budista Thubten Wangchen, director de la Fundación Casa del Tíbet de Barcelona, quien, además de desmentir la descripción que de su antigua sociedad hacen las autoridades y la sociedad chinas, afirma que el desarrollo del país “sólo beneficia a los chinos, los tibetanos no tienen ni voz ni mercado” y denuncia que “el mundo no hace nada por el Tíbet”.
De hecho, el principal (y único) aliado que Tíbet posee internacionalmente es India, país donde se constituyó el Gobierno tibetano en el exilio en 1959. Los esporádicos apoyos gubernamentales que reciben tanto el territorio como el Dalai Lama son rápidamente contestados por embajadores que amenazan con congelar relaciones con dichos países si prosiguen con su actitud. El mayor aliado de Pekín es el temor a perder el emergente mercado chino, aunque el lama Thubten Wangchen recuerda que “más importante que el mercado son los derechos humanos y la libertad”.
Actualmente, la única circunstancia que podría provocar un giro radical en las posturas de ambos países es el futuro del XIV Dalai Lama. Considerado por Pekín como el líder del movimiento independentista tibetano –de ahí que su imagen esté censurada–, y considerado por los tibetanos como su guía espiritual, su muerte (tiene 73 años) podría suponer un cambio de rumbo en las negociaciones.
“La muerte del Dalai Lama –afirma el tibetólogo Ramon Prats– significaría el fin de las aspiraciones independentistas del Tíbet”. Según Prats la desaparición de su líder espiritual supondría para los tibetanos perder a su guía y con él se irían todas las esperanzas de encontrar un futuro mejor. El propio Prats explica que el actual Dalai Lama ha anunciado que su reencarnación se producirá en el exilio, para que China no pueda controlarle ni engañar con un supuesto sustituto a los tibetanos.
No piensa así el lama Wangchen quien considera que si los tibetanos no se han rebelado durante estos últimos decenios es porque el Dalai Lama se lo impide. El director de la Fundación Casa del Tíbet de Barcelona se muestra convencido de que el día que ya no exista esta prohibición, los jóvenes, cuya inmensa paciencia les veda el actuar, se rebelarán contra China. El futuro dirá.
Más de cincuenta años de lucha pacifista
Tan sólo un año después de la victoria del ejército popular de Mao Tse-tung sobre el Kuomintang de Chiang Kai-shek y de la posterior proclamación de la República Popular en 1949, China envió 40.000 soldados al Tíbet con el fin de invadir un territorio reclamado como provincia china desde hacía siglos. Aunque no hay datos oficiales, se estima que los soldados chinos segaron la vida de hasta un millón de tibetanos.
Ante la imposibilidad de hacer frente a la anexión con poco más de 12.000 soldados, el XIV Dalai Lama, que por aquel entonces contaba 16 años, accedió a negociar con los líderes chinos, con los que selló el llamado “Acuerdo de 17 Puntos”, a través del cual Pekín se comprometía a reconocer el sistema político del Tíbet y con ello las funciones, el poder y el estatus del Dalai Lama mientras que, por su lado, Lhasa admitía formar parte de la “gran familia de República Popular China”.
Ese pacto no evitó que la sociedad tibetana iniciara movimientos de protesta que culminaron, en 1959, en una rebelión que supuso un antes y un después en la historia del territorio. El 17 de marzo de aquel año, tras el fracaso de la rebelión, duramente reprimida por Pekín y en la que murieron miles de manifestantes, el Dalai Lama tomó la decisión de huir a India, donde aún hoy vive exiliado. Cerca de 80.000 tibetanos acompañaron a su líder espiritual en el exilio.
El Partido Comunista Chino, como en muchas otras cuestiones, siempre ha tratado de minimizar o rebatir los hechos históricos, como lo demuestran las palabras del investigador Awang Ciren: “China nunca invadió el Tíbet”. El PCCh califica los sucesos que marcaron el devenir del Tíbet como “liberación” y “reforma democrática” con la que, según el propio Awang, en 1959 se puso fin a una “teocracia feudal de siervos”.
Desde 1965, el territorio está constituido como la Región Autónoma del Tíbet, y dotado con pequeñas cuotas de autogobierno, regidas por una administración tutelada por Pekín.
Pero a pesar de la pérdida de la propia soberanía, a pesar de la sumisión y de las miles de muertes que la invasión ha provocado, la sociedad tibetana, en un claro contraste con los uigures, etnia que también aspira a independizarse de China, jamás ha defendido la violencia ni la lucha armada en su eterna batalla por la autodeterminación.
“No hemos defendido la lucha armada ni ahora ni nunca, la violencia es sucia. Nuestras armas son la verdad y la paciencia”. Thubten Wangchen afirma que las enseñanzas y los consejos del Dalai Lama, así como la inspiración budista de su pueblo, impiden a los tibetanos empuñar arma alguna contra Pekín.
“Existieron guerrilleros tibetanos tan sólo en los primeros tiempos de la invasión”. El doctor en Estudios tibetanos, recuerda que una pequeña parte de la sociedad del Tíbet se enfrentó a China, pero afirma que el sentimiento budista ve la violencia como algo muy negativo. Su lucha, por lo tanto, seguirá basándose en las eternas negociaciones con Pekín y en la paciencia.
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