CULTURA Y CONTRACULTURA EN LA EDUCACIÓN ARGENTINA. LA FORMACIÓN Y CONSOLIDACIÓN DE LA PROPUESTA SOCIALISTA ANTE EL PROYECTO OLIGÁRQUICO LIBERAL
Silvia Elida
Pinto (CV)
silelipin@gmail.com.ar
Alicia Esther Pereyra
aliciaestherpereyra@yahoo.com.ar
Universidad Nacional de la Patagonia Austral
Palabras clave: Estado argentino, escolaridad básica, formación docente, cultura oficial, contracultura socialista.
Resumen: La contracultura socialista en Argentina nace en la confluencia de dos factores considerados aquí como prioritarios: las inmigraciones sucesivas, con diferentes ideales y posicionamiento político, provenientes en su mayoría de Europa, con lenguas disímiles, al igual que culturas y costumbres diversas; y la supervivencia de los pueblos originarios que posibilitó la conformación de nuevas etnicidades (gauchos- mestizos). Ante ellos, el estado incipiente abonó la noción de “educar la barbarie”, que requirió del asentamiento de las bases de un sistema educativo capaz de llevar a todos los rincones ideales que orientaron la configuración de un estado – nación oligárquico y liberal, reforzado a través de diversos pactos sociales. La escuela sería la encargada del despliegue de los ideales patrióticos, pero en su consumo se gestaron nociones más populares, creando una contracultura que mostraba las diferencias y deficiencias del sistema y del proyecto del país.
ESTADO Y EDUCACIÓN, UN PROYECTO POLÍTICO ECONÓMICO SOCIAL
A partir de la Revolución de Mayo de 1.810, en Argentina existieron diversos proyectos políticos que se enfrentaron en la construcción de un Estado único; finalmente, el triunfo del proyecto liberal nacionalista permitió reconstruir la hegemonía porteña mediante la creación de un Estado nacional que logró someter los poderes provinciales, pudiendo establecerse un pacto político moderno que fue aceptado por el conjunto de las fuerzas que componían la sociedad. Tal como expresa Ozslak (2.004), en su formación influyen diferentes planos y componentes que estructuran la vida social organizada, aproximándose a él como producto de una relación social y aparato institucional, en el que la estatidad no puede desvincularse del surgimiento de la nación como aspecto central del proceso de construcción social.
Desde diversos grados, contribuyen a su formación el desarrollo relativo de las fuerzas productivas, los recursos naturales productivos, el tipo de relaciones de producción establecidas, la estructura de clases resultantes, o la inserción de la sociedad en la trama de relaciones económicas nacionales e internacionales desde un proyecto político- ideológico, económico y social agro exportador. Su existencia se verifica a partir del desarrollo de un conjunto de atributos que definen la estatidad - la condición de ser estado -, como el surgimiento de una instancia de organización de poder y de ejercicio de la dominación política, que supone el ejercicio de capacidades diferenciadas: la externalización de su poder, la institucionalización de su autoridad, la diferenciación de su control, y la internalización de una identidad colectiva, forjada a través de símbolos patrios, que operan fomentando los sentimientos de pertenencia y solidaridad que abonan el control ideológico como mecanismo de dominación, acompañado de una serie de ritualizaciones y mitos que le otorgaron la función privilegiada de la construcción de una conciencia nacional.
La noción de estatidad se encuentra estrechamente vinculada con el surgimiento de la noción de nación; en ella se articulan elementos materiales e ideales al igual que en la de Estado, pero implica la difusión de símbolos, valores y sentimientos de pertenencia a una comunidad diferenciada por tradiciones, etnias, lenguaje, que configura una identidad colectiva, como resultado de un proceso convergente y multívoco de constitución de una nación y un sistema de dominación.
En la gestación de los sistemas educativos nacionales, el nuevo Estado constitucional tenía como fundamento la creencia en que todos los hombres, independientemente de su procedencia, eran capaces de un mismo desarrollo de la razón y, por tanto, debían considerarse jurídicamente iguales. Los grupos sociales aún no se definían en sentido estricto como clases, y por ello la escuela, con su proyecto social y moral universal, ocupó una posición eminentemente simbólica: se dedicó a jugar el papel de factor de unificación moral y de centro de irradiación de la conciliación nacional. La educación nacional fue así un componente necesario del nuevo orden político, en el marco de un nuevo concepto de Estado liberal o nacional. Siguiendo el análisis histórico de Mariño (2.000), se debió esperar el desarrollo y fortalecimiento de grupos de intereses lo suficientemente amplios, complejos y emprendedores como para que se convirtieran en factores de unificación nacional e impusieran esos intereses a los demás grupos sociales; era indispensable que en cada ámbito nacional el desarrollo económico procurara las condiciones para la formación de un sistema nacional de clases, y otorgar así un sustento real a un verdadero sistema político nacional. Este proceso se llevó a cabo mediante luchas que fueron delineando los mercados nacionales, así como los límites territoriales, donde se afirmó la legitimidad del nuevo orden político.
Por su parte, la integración territorial adoptó distintas modalidades. Las políticas de población contra los pueblos originarios ampliaron la extensión del Estado nacional; tal como analiza Nicoletti (2.004), para el Estado argentino la identificación social y política de los pueblos originarios como “bárbaros” y “salvajes” legitimó el genocidio. Consideraciones estatales y eclesiásticas se unieron en su caracterización como “sujetos que deben ser civilizados antes que argentinizados”. La categoría de “indio nacional” resultó, por tanto, más operativa que la de “ciudadano nacional”, ya que permitió resolver el problema de su incorporación a la vez que, según Delrío (2.000), sus tierras le eran expropiadas y se disponía discrecionalmente de su fuerza de trabajo. Sus consecuencias en el posterior desarrollo de la economía, siguiendo a Gallo y Cortés Conde (1.998), fueron trascendentales, ya que el proceso de expansión descansó en la gran disponibilidad de tierras vírgenes ubicadas en la línea de fronteras; se obtuvo gran estabilidad a partir de que los ganaderos evitaron así la amenaza constante del malón, destacándose como factor relevante la influencia de los sectores propietarios de tierras, a las que se agregaban las nuevas. Finalmente, las tierras apropiadas, sobre todo las linderas a los límites previos, contribuyeron a acrecentar la gran propiedad territorial ganadera, a partir de lo que Navarro Floria (2.005) caracteriza como verdadera política de despoblamiento de pueblos originarios y repoblamiento de inmigrantes.
Entre 1.862 y 1.880 se sucedieron las presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda; su objetivo común fue la consolidación del modelo triunfante de Estado nacional, aplicando para ello una estrategia compleja que combinaba el consenso y la represión, y cuyas metas permiten su análisis atendiendo tres ejes: la subordinación a la autoridad central, el fortalecimiento de sus acciones, a través de las funciones vinculadas con la educación, el correo, el ejército, el ferrocarril, entre otros, y la integración territorial, y en paralelo, la unificación de valores y sentimientos, que implicaron, entre otros aspectos, el dictado de leyes de aplicación en todo el territorio y la creación de un sentimiento colectivo de nacionalidad. La educación estuvo teñida por cuestiones políticas, ya que los grupos dominantes le asignaron esa función; se debía asegurar la “gobernabilidad de la masas”, orientada a garantizar el orden antes que constituir una condición de progreso. Pero el control de esta actividad fue largamente discutido, y el Estado expropió funciones a la Iglesia y otras organizaciones que sostenían propuestas más populares, buscando articular y conducir estas instituciones a través de la dependencia económica, ideológica e institucional. Para este logro fue necesario poner el acento en los factores de la producción: tierra, capitales y mano de obra, aportada por la población nativa y la inmigración europea. Se sentaron así las bases para el boom económico del modelo agroexportador, que instauró entre sus principales beneficiarios a los grandes terratenientes.
La intervención estatal fue primordialmente una búsqueda de unidad nacional y homogeneidad del espacio económico acotado nacionalmente. El modelo de Estado que se organizó se define, de acuerdo con Filmus (1.996) como Estado oligárquico, forma de organización en que la sociedad política no se configuró por los cauces auténticos de la democracia, y se caracterizó por una muy limitada representatividad política y una reducida base social de apoyo. Fue posible gracias a la interdependencia entre los propietarios de la tierra y la acción de la burguesía urbana, que mantuvo contactos con el mundo exterior y buscó las posibilidades para la expansión del comercio internacional.
El grupo urbano fue creando las condiciones para la estructuración de un efectivo sistema de poder, basado en la producción y exportación de productos primarios, que además resultaba fácilmente compatible con el modelo económico dependiente, que contaba de manera incipiente con una clase social capaz de articular la economía a nivel nacional, a la vez que desequilibrar la correlación de fuerzas políticas regionales. Después del largo período de inestabilidad, el Estado oligárquico, que así se consolidaba, centró su atención y sus recursos en el objetivo de “orden”, siendo el objetivo del “progreso” su natural corolario; a pesar de la reducida base social de participación y apoyo político, los grupos oligárquicos emprendieron medidas sociales modernizadoras, entre las que se cuenta el desarrollo y fomento de los sistemas de instrucción pública nacionales. La confrontación entre Iglesia y Estado fue generalizada, en la medida en que iba asumiendo las principales funciones sociales que ésta ejercía, entre ellas la educación. Esta confrontación sostenida agudizó las desigualdades educativas; en ese sentido, expresa Puiggrós (1.990) que acentuar la cualidad de desigualdad, considerada inherente a los mecanismos constitutivos del habitus, posee su vertiente en la necesidad de otorgar un lugar prominente a su dimensión consciente, improvisada y original, fuente de discursos pedagógicos disidentes, con la dimensión ritual, mecánica, previsible y regulada.
EDUCACIÓN ESTATAL Y ESCOLARIDAD OBLIGATORIA. HEGEMONÍA, BARBARIE Y CONSTRUCCIÓN DEL CIUDADANO
La incorporación de la educación en la esfera de la actuación política la convirtió en un elemento integrante del proceso de consolidación estatal; a finales del siglo XIX constituyó una medida modernizadora constructiva, realizando importantes aportaciones para la construcción de la nacionalidad. Por otra parte, se produjo cierta democratización de la cultura, aunque restringida, si se tiene en cuenta que la vida cultural en la época colonial había sido limitada; asimismo, contribuyó decididamente a la secularización de la sociedad. Finalmente, si bien es cierto que las clases y grupos sociales desfavorecidos se vieron muy escasamente afectados por las medidas educativas, el desarrollo educativo tuvo sin embargo diversas implicaciones en la emergencia y ampliación de las clases medias.
La formación de la nación no se vio propiciada por una amplia participación política ni por factores económicos, ya que se desarrollaron escasamente los mercados nacionales. Por ello, otros factores de índole política e ideológica sentaron las bases que permitieron al Estado naciente erigirse en “síntesis de la sociedad dividida”, asegurando su cohesión y su continuidad. Se convirtió en homogeneizador mediante la invocación al interés general de la sociedad y por la transformación de los valores de los grupos oligárquicos, en lo que Torres Rivas (1.985) denomina “tradición histórica fundante de la nación”. Pensar la educación supuso su centralización en la ideología dominante del período, inmersa en el espíritu del higienismo entendido, de acuerdo con Puiggrós (2.003), como una verdadera ideología pedagógica, en tanto guía de comportamientos y justificación de premios y castigos.
“Es lucha la educación, como es todo lucha en la vida. En esta lucha por la salud y rectitud física y moral del individuo y de la sociedad, pueden seguirse, simultáneamente, los fines de curación y de prevención. Claro está que, siguiéndose los más modernos consejos de la experiencia, el fin preventivo es el más importante y eficaz. (…) se ha dicho que las escuelas disminuyen la necesidad de mayor número de cárceles, que la educación física e higiénica resta muchos clientes a los hospitales, a las enfermedades y a la muerte. Y es ya casi una axioma la afirmación de que, si bien es cierto que la educación que podemos llamar preventiva puede tener su aplicación en todas las épocas de la vida del hombre, su importancia y eficacia transcendentales está en su acción sobre la infancia y la primera juventud, las épocas de la vida que se han llamado, por algunos, de adaptación física y de adaptación al ambiente espiritual.” (Amadeo; 1.928: 5)
Aquello aprendido en el cuerpo, tal como sostiene Bourdieu (1.991), no resulta algo que se posee como un saber susceptible de colocar y mantener delante de sí, promoviendo su objetivación, sino fundamentalmente algo que es, y por ello, imposibilitado de desnaturalización. Algo que se es, algo en lo que se convierte sin conciencia de ello; por ello, ese aprendizaje incorporado es encarnado en el mismo sujeto, y, así, deshistorizado. Desde allí se piensan y analizan las cuestiones sociales en las que se imbrica el cuerpo como una construcción social de orden y obediencia, de sumisión y aceptación resignada.
Paulatinamente, se iba macerando la transmisión de estos valores integrantes de la identidad nacional a través de la instrucción pública. Las enseñanzas de corte patriótico y cívico jugaron precisamente el papel de apoyar la construcción de una legitimidad y la cristalización de fermentos de identidad colectiva; la formulación del concepto de patria se identificó con el de nación. Para construir una legitimidad y un sentido heroico, se utilizó el pasado reciente constituido por las revoluciones de Independencia, así como los conflictos limítrofes con otras repúblicas como elementos para fomentar el espíritu nacionalista. El patriotismo llegó a convertirse en verdadero proyecto nacional, que posteriormente fue siendo elevado al nivel de una ideología política superior por parte de los grupos medios, en el transcurso de su marcha hacia el poder.
Todos los países con altos contingentes de población indígena se plantearon medidas para su integración a través del sistema educativo; asimismo, revistió significatividad la extensión de la educación para la incorporación al proyecto nacional de los inmigrantes europeos, lo que redundó en una mayor fuerza, homogeneidad e independencia de la clase media. También es preciso mencionar el proceso de secularización del Estado, en el que estaría enormemente implicada la educación. La instauración de la enseñanza laica y la atribución estatal de la función educadora frente a las pretensiones de la Iglesia posibilitarían la secularización de la sociedad y el proceso de institucionalización política. La base religiosa común del catolicismo no sería cuestionada, sino que cumpliría, de cara a la formación de la Nación, una función unificadora. En ese sentido, resulta interesante destacar que el Estado
“(...) es el resultado de un proceso de concentración de los diferentes tipos de capital, capital de fuerza física o de instrumentos de coerción (ejército, policía), capital económico, capital cultural o, mejor dicho, informacional, capital simbólico, concentración que, en tanto que tal, convierte al Estado en poseedor de una especie de metacapital (…)” (Bourdieu; 1.999b: 99)
Sólo en los países que atrajeron a grandes contingentes de inmigrantes europeos, la secularización se planteó como un problema de tolerancia religiosa; su importancia estribó en la necesidad de fortalecer al Estado como institución y tendría por ello efectos integradores. Éste representaba los intereses de la oligarquía terrateniente; bajo un mecanismo que cubría las formas legales, el traspaso del poder de un gobierno a otro estuvo monopolizado por ese grupo que hizo de la política una actividad que revestía valor e interés para unos pocos.
“Todos los político educadores argentinos de fines del siglo XIX y comienzos del XX fueron herederos del discurso sarmientino sobre el sujeto pedagógico.(…) Frente al indio muerto, al gaucho dominado y al inmigrante rebelde, a la fantástica proyección de una imagen elaborada por la generación del 37, y pese a la profundización del desarrollo desigual de la sociedad, los sentidos de Sarmiento seguían siendo el elemento inconsciente fundamental que los constituía.(…) para los normalistas argentinos las palabras de Sarmiento constituían un mandato. Su incumplimiento era inimaginable pues más allá del continente teórico del educacionismo liberal, sólo podían imaginar el caos de la “barbarie” o el conservadurismo católico más retrógrado.” (Puiggrós; 1.990: 77 - 79)
Así, se fue tornando visible a través de un auténtico aparato burocrático y normativo, de especialización creciente, en el que se condensaron y cristalizaron los atributos de “estatidad”. Con la promulgación de la Ley de Educación 1.420 en 1.884, la enseñanza elemental, obligatoria, gratuita y laica, que sentaba las bases de la coeducación, se proponía homogeneizar ideológicamente; todo niño entre los seis y los catorce años recibía educación orientada al desarrollo intelectual, moral y físico. La escuela se convirtió entonces en un dispositivo indispensable para uniformar las experiencias de ingreso en el conjunto social de todos los miembros jóvenes de las sociedades nacionales, independientemente de sus diferencias de origen, instituyéndose la normalización ciudadana. El objetivo era la normalización: una vez que el inmigrante estuviera normalizado, se convertiría en ciudadano argentino, neutralizando la diversidad cultural existente.
“Ellos, portando su cultura y estilo de vida, eran un elemento indispensable en la constitución del educador que normalizaría la vida nacional. Pero en la República conservadora, el inmigrante lejos de ser incorporado sin conflictos y de coadyuvar a la imposición de la “civilización” sobre la “barbarie”, era actor y objeto de un contradictorio procedimiento de incorporación nacional y social.” (Puiggrós; op. cit.: 79)
Paralelamente, se fue produciendo una modernización económica y social. La organización institucional requirió del fortalecimiento de las acciones estatales, y se ocupó cada vez de más funciones mediante una importante política de obras públicas. Los colegios, los correos, el ejército, el ferrocarril extendieron su red de acción, a la vez que su burocracia se amplió; el empleo estatal se convirtió en una importante opción laboral para sectores de la población que buscaban escapar del trabajo manual.
En 1.890 habían comenzado a desarrollarse actividades políticas-sindicales; en esta década la cuestión social empezó a manifestarse, llegando a su punto máximo en 1.902 con la huelga general. En este momento, el Estado, al percibir las complicaciones en las relaciones socioeconómicas respondió, como destaca Suriano (1.989), con una política dual, represiva y preventiva, con el objetivo de integrar la mayoría de los trabajadores y marginar a una minoría. Para Falcón (1.987), entre ese año y 1.910, donde se produjo otra huelga general, que culminó con la derrota del movimiento obrero, fue la etapa de mayor agitación social en la Argentina. Este estado de situación puso en evidencia el malestar de distintos sectores políticos frente a la modalidad que había adquirido el régimen nacional bajo la hegemonía del Partido Autonomista Nacional.
En el terreno económico, la demanda europea requirió la reorganización de la economía, adquiriendo importancia los factores de producción, a través de la aportación de Gran Bretaña de los capitales necesarios.
“Dentro del plan de transformación nacional, se pensó que era imprescindible desarrollar activamente la instrucción pública, y en efecto, se desarrolló una provechosa campaña de alfabetización.” (Romero, J. L.; 1.982: 33)
La crónica escasez de mano de obra se complementó con la expulsión de trabajadores que se produjo en el continente europeo, pero la distribución de la población inmigrante no fue homogénea; salvo algunas experiencias de proyectos colonizadores, predominó la gran propiedad en manos de los latifundistas. Las grandes ciudades ofrecieron oportunidades laborales y los inmigrantes se instalaron en ellas, contribuyendo a transformarlas cuantitativa y cualitativamente. Frente a la imagen que la élite intelectual y política del país había armado sobre el “otro”, se impuso la realidad: los inmigrantes eran trabajadores que traían consigo sus experiencias políticas, laborales y sindicales, de modo tal que la cuestión social comenzó a aflorar en la medida en que se compartían ideologías contestatarias y se organizaban sindicalmente.
“Nos encontramos aquí ante el paradigma de todo paralogismo del odio racista, de los que se pueden encontrar a diario en los discursos y las prácticas respecto a todos los grupos dominados y estigmatizados – (…) inmigrantes (…) – a los que de este modo se los declara responsables del destino al que se les somete o se les llama al orden de lo “universal” en cuanto se movilizan para reivindicar los derechos a la universalidad que, de hecho, se les niegan.” (Bourdieu; 1.999a: 99)
Para el sector dirigente, se tornaba imperioso argentinizar a los extranjeros y contribuir a la formación de una identidad compartida: era el tiempo de construir otra nueva visión de la nacionalidad. La construcción de las identidades nacionales requirió de la conformación de nuevas identidades ciudadanas americanas. Próceres, batallas y mártires, idealizados desde los años tempranos, debían contribuir a internalizar en los futuros ciudadanos una visión nacionalista de los procesos históricos, incorporando a la masa de millones de inmigrantes en la identidad nacional incipiente. La constitución del discurso pedagógico hegemónico resultó determinante para la construcción de un proyecto educativo que acompañara un proyecto político.
“El proyecto normalista comprendió aquellas preocupaciones (…) de los egresados de las escuelas normales del Paraná, Corrientes, y otras que se diseminaron en el país, marcharían para luchar contra el enemigo interno, es decir la ignorancia. Ellos suplirían una falencia: el bloque dominante carecía de intelectuales subalternos suficientes para difundir una cultura política que garantizara la reproducción de su poder.” (Puiggrós; op. cit.: 83)
Las transformaciones sociales y económicas habían contribuido a la formación de un movimiento obrero de ideologías diversas, en el que convivieron orientaciones tales como el anarquismo, el socialismo y el sindicalismo revolucionario. La conflictividad social se puso de manifiesto y produjo reacciones en los sectores dominantes de la sociedad, considerándose necesario ampliar el sistema político.
“De allí el reforzamiento del poder estatal, centralizado y burocrático, sensible a la consagración del principio de la primacía de la uniformidad (otra vez la milicia) frente al de las diversidades o diferencias individuales. (…) Para ese Estado, la acción política es entendida en términos de fortalecimiento del poder del soberano sobre la base de la renuncia ciudadana (…) En el caso argentino, es más correcto señalar que los ciudadanos no renuncian a la acción política, ella les es negada (…) El Estado oligárquico no desea ciudadanos activos, con capacidad de participación y decisión política, comprometidos; prefiere, en cambio un espacio de participación política restringida (…) con una amplia masa de hombres y mujeres pasivos, sin resistencias, meros habitantes con amplias libertades civiles, mas no ciudadanos.” (Ansaldi; 1.989:15)
Los sucesos que determinaron la renuncia del presidente Juárez Celman abrieron un nuevo panorama; la sanción de la Ley 8.871, conocida como la Ley Sáenz Peña, marcó un giro en la historia política, ya que el voto de carácter universal, secreto y obligatorio puso fin al orden conservador y permitió el ascenso de Yrigoyen a la presidencia. En esa coyuntura había surgido la Unión Cívica, un agrupamiento de grupos heterogéneos que se habían unido reaccionando frente a las prácticas políticas ilegítimas y corruptas del orden conservador; conformado como partido político, declaró la abstención en los comicios como protesta ante el fraude electoral. Desde su surgimiento hasta el ascenso al poder en 1.916, se fue fortaleciendo cada vez más y protagonizó una decidida oposición al régimen. Paralelamente, entiende Romero J. L. (1.983) que se fue gestando una ideología expresada en un estilo de vida y una forma de mentalidad, proyectada incipientemente en cierta forma de creación, como cultura espontánea a través de formas de hablar o sociolectos – cocoliche, lunfardo – la música marginal inicialmente, que luego fue ganando adeptos – el tango - y un género de espectáculo – el sainete - en principio instalado en el circo y posteriormente en el teatro, como expresión inequívoca de pensamiento y sentimiento surgidos a partir de las nuevas coordenadas sociales.
Los gobiernos radicales produjeron algunas reformas económicas y sociales que favorecieron a los sectores medios. Sin embargo, su política se vio truncada por el golpe de Estado de 1.930, producto de una alianza de los grupos conservadores, que habían sido apartados de la escena política a través de las urnas, y de un sector del ejército; retornaron los conservadores y sus prácticas fraudulentas. Junto al avance de las políticas autoritarias que experimentaba Europa, Estados Unidos ensayó una modalidad de intervención del Estado en la economía que tendría sus consecuencias también en Argentina; se diseñó una política económica de corte intervencionista y se impulsó a su vez la industrialización para sustituir las importaciones ante la falta de divisas. La crisis de las economías regionales produjo fenómenos migratorios, en especial hacia las zonas urbanas e industriales; esos cambios fueron decisivos para la historia argentina de la segunda mitad del siglo XX.
EDUCACIÓN POPULAR, BARBARIE Y CONTRACULTURA
“Los indígenas fueron expulsados por Sarmiento de la categoría de “pueblo” (…) la operación requirió también la desarticulación de los sujetos políticos populares para transformar a los bárbaros en ciudadanos. Restaban ahora los sujetos sociales. Ellos deberían diluirse junto con sus vestidos tradicionales, su lenguaje y sus (…) inmundas y estrechas guaridas, siempre preparadas para, a la menor conmoción de la república, a la menor oscilación del gobierno (…) vomitar hordas de vándalos. Ese pueblo convertido en población, abstracción vaciada de sus múltiples determinaciones, formaba el sujeto de la educación popular o instrucción pública.” (Puiggrós; op. cit.:87)
Grandes sectores desfavorecidos, criollos y extranjeros, clase obrera y asalariada, se vio excluida de aquel proyecto cultural de la oligarquía, debido a las limitaciones de sus recursos, pero dio origen a una contracultura social, cultural, popular. Siguiendo el análisis de Falcón (1.984), hacia fines de siglo XIX otras formas de educación popular, paralelas a las oficialmente establecidas, fueron tomando relevancia para la integración, entre ellas las escuelas; los cursos de los sindicatos obreros y sociedades de resistencia; los centros socialistas y anarquistas; las sociedades y fraternidades; los periódicos y revistas político-ideológicas. De esta manera, se reconoce una doble acción: la de la escuela pública, y la de la contracultura popular de las clases desfavorecidas. Entre ambas, los inmigrantes se fueron integrando al país pero alimentándose de las concepciones más liberadoras.
Los límites del proyecto cultural de la generación del ‘80 se fueron mostrando con el transcurso del tiempo, alcanzando niveles contradictorios en sus discursos y en el hacer educativo, ya que la popularización contrastó fuertemente con sus condiciones objetivas. Los hombres de esa generación, sociólogos como J. M. Ramos Mejía, F. Ramos Mejía, Quesada y Bunge, literatos como Cané y Wilde, políticos como Avellaneda, escritores como de Estrada y Mitre y Vedia, narradores como Mansilla, críticos como Groussac, pertenecían en su mayoría, tanto por su nacimiento como por sus ideales sociales, a los sectores de la oligarquía y de la burguesía vinculada a ella. Habían llevado el cultivo de las letras e impulsado el desarrollo de las “ciencias morales”, de las ciencias del hombre, a los más altos niveles alcanzados en el país, pero sus prácticas e ideologías nada tenían de popular en un sentido democrático.
Tal como señala Puiggrós (2.003), la cultura político- educativa de principios del siglo XX contuvo posturas diversas y aún confrontadas frente a las finalidades de la educación, los sujetos que en ella se iban constituyendo y su capacidad de incidencia en el cambio social, de allí que la noción de “educación popular”, tan cara al discurso sarmientino, fuese objeto de múltiples interpretaciones por parte de los liberales que constituyeron las instituciones más representativas en Latinoamérica. Liberales y laicistas, impregnado del Humanismo liberal de la época, articulado con características específicas del desarrollo nacional, no habían logrado sobrepasar a Sarmiento. Las ideas de la generación del ‘80 se reflejaron en la superestructura científica, artística y política, caracterizada como heterogénea y en constante discusión, representativa asimismo del grado de desarrollo de los grupos dominantes, que no constituyeron un bloque, sino una unión de sectores diferenciados. El laicismo formaba parte integrante de la tradición democrática argentina, pero sus herederos no fueron quienes lo generaron, sino aquellos que a través de las clases medias y los trabajadores lo desarrollaron en un escenario más vasto que se imbrica en el siglo siguiente.
Desde mediados del siglo XIX, diversos grupos provenientes de otros países arribaron a Buenos Aires, uniéndose a los criollos y españoles. Así, las sociedades extranjeras cumplieron un importante papel en la difusión de la cultura popular, y a su amparo nacieron numerosos círculos, centros y escuelas. Algunas organizaciones de inmigrantes crecieron paralelamente a la acción política, como afirma Corbière (1.971), dando lugar a una notable actividad cultural en publicaciones de periódicos escritos en sus idiomas nativos; el de los franceses se llamó “L’Avenir Social” y el de los italianos “La Rivendicazione”. En el campo político, el grupo alemán pasó rápidamente a auspiciar un periódico socialista en español, llamado “El Obrero”. En este último grupo se destacaron Ave Lallemant, Winiger, Nocke, Schulze, Jackel, Müller y Kühn. En su primera editorial se enuncia:
“(...) Venimos a presentarnos en la arena de la lucha de los partidos políticos en esta república, como campeones del proletariado que acaba de desprenderse de la masa no poseedora, para formar el núcleo de una nueva clase, que inspirada por la sublime doctrina del socialismo científico moderno, cuyos teoremas fundamentales son: la concepción materialista de la historia y la revelación del misterio de la producción capitalista por medio de la supervalía -los grandes descubrimientos de nuestro inmortal Carlos Marx- acaba de tomar posición frente al orden social existente.” (Ave Lallemant; 1.990, citado por Oddone; 1.934: 217)
La publicación, como espacio compartido en términos de socialización de ideales políticos rindió sus frutos, ya que pocos años después núcleos socialistas locales publicaron otros periódicos.
En la última década del siglo y siguiendo a Abad de Santillán (1.930), las publicaciones anarquistas, socialistas y de otras tendencias afines, especialmente en el campo sindical, eran más de un centenar y se editaban casi todas en español, abarcando distintas zonas del país. Se entiende entonces que, a través de estas publicaciones, trabajadores criollos y extranjeros pudieron acceder a las doctrinas sociales y diferentes corrientes filosóficas, literarias y políticas. En mayo de 1.890 se gestó “El Perseguido”, principal publicación del anarquismo individualista durante muchos años, periódico de combate y de agitación, a pesar de ser poco afecto a la cohesión y organización de las fuerzas libertarias. Posteriormente, serían superados por los partidarios llamados anarquistas “organizadores o colectivistas”. En el periódico “La Protesta Humana”, que apareció el 13 de junio de 1.897, colaboraron Cortés, Gilimón, Gori, Pellicer Paraire, Creaghe, Ghiraldo, Sánchez, de Maturana, Abad de Santillán y González Pacheco. Este periódico poco después se llamó “La Protesta” y agregó, a partir de 1.908, un suplemento especial con literatura y escritos político-ideológicos, de frecuencia semanal, la revista “Martín Fierro”, Revista Popular Ilustrada de Crítica y Arte, dirigida por Ghiraldo.
““La Protesta” era entonces no un diario anarquista, terrible y pavoroso, sino un simple diario de ideas, donde se hacía más literatura que acracia y donde el encanto de una bella frase valía más que todas las aseveraciones de Kroporkine o de Jena Grave.” (Juan Más y Pí; 1.913)
Los cuarenta y ocho números de esta revista se editaron entre 1.904 y 1.905; en ellos puede leerse el rescate de la figura del gaucho en clave de personaje rebelde a toda autoridad, apropiada críticamente por los intelectuales vinculados al mundo de la cultura obrera y popular. Entre sus colaboradores se encuentran escritores y pensadores reconocidos como Payró, Carriego, Fernández, Sánchez, Ingenieros, Sicardi y J. M. Ramos Mejía y otros provenientes del ámbito de la militancia libertaria y socialista, como Juan Más y Pi, Gutiérrez, Molina y Vedia y Ugarte. Todo el trabajo de este grupo fue cultural, político, ideológico y de difusión popular, ya que, al decir de Frugoni (2.002), el esfuerzo por educar a los sectores populares tanto en la comprensión de su propia situación social como en la adquisición de los bienes culturales consagrados y socialmente relevantes, cuestión fundamental desde la génesis de las izquierdas combativas, constituyó su propósito indelegable, sumado a una voluntad que se mantuvo vigente hacia el siglo XX.
En 1.893, Juan B. Justo, Giménez, Kuhn, Salomó y Fernández fundaron “La Vanguardia”, cuyo primer número apareció el 7 de abril de 1.894; dos años después, Nicolás inició la edición en Rosario de “El Porvenir Social”. Los centros socialistas se extendieron por los barrios porteños y el interior del país; el grupo de intelectuales afiliado a ese partido, entre ellos Ingenieros, Payró, Lugones, Malagarriga, de la Cárcova y Schiaffino, cumplió un papel fundamental en la organización de los primeros centros culturales obreros. El 18 de mayo de 1.896, un grupo de socialistas se reunió con la finalidad de organizar el Centro Socialista de Estudios.
El 29 de agosto de 1.897 se fundó el Partido Socialista, profesionales y obreros que concebían su partido sobre la base de una clase trabajadora y consciente, educada en sus derechos y deberes, y no a partir de la masa; poco a poco, se fueron constituyendo otros grupos socialistas y marxistas alentados por los escritos constantes de esta prensa socialista. Ese mismo año, un grupo de socialistas constituyó la denominada Biblioteca Obrera, entre quienes se contaba a Justo, Payró, Lugones, Malagarriga, Ingenieros y Dickmann. Como indica Suriano (op. cit., 1.989), el proyecto cultural socialista portaba una concepción dinámica; de allí que se concretó la idea de constituir la Escuela Libre para Trabajadores, organizada por el Centro Socialista Obrero y con estatutos redactados por Juan B. Justo. En sus dos primeros artículos, se sostenía que tenía por objeto difundir las doctrinas y métodos científicos elementales que dieran amplitud y vigor a la inteligencia y los procedimientos artísticos (literatura, educación, música, entre otras áreas consideradas importantes) más eficaces para expresar los sentimientos e ideas, y señalaba que la enseñanza que se diera en ella debía ser gratuita y abierta para todos.
La preocupación de los dirigentes y militantes socialistas por la cultura popular fue permanente, como un mundo cultural paralelo frente al sistema educativo oficial, y cada vez que un centro socialista se constituía la biblioteca era uno de los primeros aspectos en cubrir, en la medida en que se reconocía como espacio de comunicación desatendido por bibliotecas populares, lo que significó su reposicionamiento en el espacio cultural de la época. Por su parte, Klimann iniciaba los trabajos para organizar una institución cultural específica, exponiendo asimismo con claridad la función que le atribuía a la biblioteca en el marco más amplio del pensamiento socialista:
“El movimiento socialista se apoya en la ciencia, y ésta nos ayudará a resolver la cuestión (...) Es sabido que la única causa por la cual el pueblo trabajador no se afilia al partido socialista, y se deja explotar y humillar, es la ignorancia... Y de allí una necesidad suprema de estudiar ciencias que no hablan del socialismo, que aparentemente no tienen nada de común con nuestras teorías, pero que en el fondo están ligadas íntimamente con nuestro triunfo. Son ciencias que tratan de la naturaleza en general, de las cosas en particular, del hombre y sus relaciones con el mundo real. Los socialistas las necesitan más que cualesquiera otros... Instruyámonos pues. Tenemos medios para eso en la BIBLIOTECA OBRERA y en la ESCUELA LIBRE.” (Klimann, La Vanguardia; 1.898, citado por Tripaldi; 1.997)
Concebía la política bibliotecaria socialista como vertiente de difusión doctrinaria y factor de elevación intelectual de la clase obrera; algunas alcanzaron especial importancia, por el número y calidad de obras reunidas, así como por el movimiento de lectores, en su mayoría obreros y empleados. Las bibliotecas obreras del Partido Socialista, hacia 1.932 y de acuerdo con Giménez (1.932) reunían entre 3.000 y 6.000 volúmenes cada una, con un total de 397, y se ubicaban en Capital Federal, las provincias de Buenos Aires, Catamarca, Córdoba, Corrientes, Entre Ríos, Jujuy, La Rioja, Mendoza, Salta, San Juan, San Luis, Santa Fe, Santiago del Estero y Tucumán, como así también en los Territorios Nacionales, que actualmente remiten a Chaco, La Pampa, Misiones, Neuquén, Santa Cruz y Río Negro. El Socialismo, extendido a lo largo y ancho del país, incrementaba su acción a través de centros, bibliotecas y escuelas libres de los anarquistas y sindicalistas revolucionarios.
Juan B. Justo acogió la idea de la creación de una nueva institución, concretando una reunión en el Centro Socialista a la que concurrieron Justo, Piñeiro, Klimann y Giménez. Éste último provenía de familia burguesa y parte de su fortuna personal la dedicaría a las obras culturales del Partido Socialista y a la propia “Sociedad Luz” (Universidad Popular) para la enseñanza y difusión del conocimiento científico. Era un positivista y racionalista darwiniano, de formación científica; en su profesión de médico se dedicó a los grandes temas sociales, y a él se debe el impulso racionalista de esta nueva agrupación. Tal como afirmó el propio Giménez (op. cit.), el darwinismo social constituía una concepción totalizadora que comprendía la explicación del hombre y de la historia como la lucha entre las razas, naciones, clases e individuos. La economía política era una aplicación a la especie humana de las leyes biológicas que regían la lucha por la vida en todas las sociedades animales; es decir, que las sociedades humanas evolucionan dentro de leyes biológicas especiales, que son las leyes económicas. Unido a esa concepción darwinista y al positivismo, concluía con una visión iluminista y abstracta de la sociedad, positivismo que en nada se relaciona con el socialismo de Marx y Engels. Para este político, quien además se desempeñó como Diputado nacional por el Partido Socialista, la fórmula de “educar al soberano” adquiría un aspecto militante, desvinculado de la lucha social concreta.
El desarrollo de su obra en el campo de la cultura popular fue notable. Los grandes sectores desfavorecidos fueron saturados por campañas antialcohólicas y de educación sexual, con obras de la literatura universal, científicas, políticas, con un costo escaso. Desde una mirada actual, puede considerarse extravagante, pero resultó importante el impacto de esa actividad destinada a la educación sanitaria. Los bajos índices de alcoholismo y de otras enfermedades sociales en los grandes centros urbanos del país parecerían indicar que aquella prédica rindió sus frutos.
Otro centro cultural de alta jerarquía científica y política fue el Ateneo Popular, fundado por del Valle lberlucea en 1.904, y en cuya secretaría se desempeñaba Alicia Moreau. Tal como refiere Genovesi (1.972), su creador había dirigido la “Revista Socialista Internacional”, rebautizada como “Humanidad Nueva” desde 1.910, publicación que se convirtió en órgano del Ateneo Popular, período en el que las clases dirigentes iniciaron un derrotero reaccionario en contra de la clase obrera y de las ideas de cambio social, tanto socialistas como anarquistas. En una primera etapa, estuvo vinculada al Partido Socialista, incluyéndose entre sus órganos de difusión importantes trabajos doctrinarios, filosóficos, políticos y económicos sobre el pensamiento socialista. Iberlucea se dedicó a la divulgación de las ideas del socialismo científico y, en especial, de la doctrina marxista. Fue, en aquellos años, el dirigente socialista más comprometido, tanto política como ideológicamente, con la difusión de los postulados de Marx y Engels. Junto con otros pensadores socialistas, abordó debates claves para la comprensión del desarrollo económico-social argentino, publicando en sucesivos números las distintas interpretaciones. En esta dirección, entendía que el estado democrático no podía existir plenamente en la sociedad capitalista, ya que en ésta última prevalecen los intereses de una minoría privilegiada por sobre aquellos, generales, de masas productoras; aún así, desde ella era posible la lucha emancipatoria de la clase trabajadora. Al respecto, expresaba
“El poder político, en verdad, es el poder organizado de una clase en vista de la opresión de otra. El proletariado que, en su lucha contra la burguesía, realizará necesariamente su unificación de clase, que por una revolución se erigirá en clase dirigente, y en su calidad de clase dirigente suprimirá violentamente las condiciones antiguas de la producción, habrá al mismo tiempo, y con estas condiciones de la producción, suprimido las condiciones mismas que traen el antagonismo de clase, la existencia de las clases mismas, y quitará así a su propia supremacía el carácter de una supremacía de clase. A la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, se sustituirá una asociación en que el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos.” (del Valle Iberlucea, inédito)
Esta institución educativa cumplió un inteligente papel de gestor de cultura popular: conferencias, reuniones de divulgación y debates. El núcleo fue ampliando sus colaboradores y se acercaron algunos personajes no socialistas, Joaquín V. González y Agustín Álvarez, entre otros, quienes compartían un ideal de socialismo abierto y creador, en donde se incluyeron trabajos de otros intelectuales progresistas. En ese sentido, el creciente proyecto político - educativo, se enfrentó a este avance, en donde:
“La utilización del espacio y tiempo educativos para generar y disciplinar sujetos sociales fue una estrategia integrante de la concepción sarmientina, usada intensamente por las generaciones posteriores al 80, que la convirtieron en una operación de control social. (…) Así, desde el sistema escolar, los positivistas elaboraron estrategias normalizadoras cuyos puntos de apoyo fue la instauración de un ritual moderno, capaz de substituir, al menos superficialmente, el discurso pedagógico eclesiástico, y los discursos pedagógicos familiares y de clases del hijo del inmigrante. Disciplinar era, a fines del siglo XIX y principios del XX, una tarea creativa. En efecto, el sistema educativo estaba en plena construcción y aún no se había terminado de producir la substitución de los maestros pertenecientes al viejo sistema, que no había pasado por las escuelas normales. Para la sujeción del educando se eligió la vía de la imposición disciplinaria. (…)” (Puiggrós; op. cit.: 115 -116)
REFLEXIONES FINALES
“(…) debo decir que en nuestra ciudad fermenta ya una crecida cantidad de pasiones colectivas que tienden a tomar forma, a tomar cuerpo. Acaso nuestras autoridades, nuestros pensadores, nuestros hombres de Estado, no les dan todavía el valor que aquellas tienen, pues desde el momento en que hemos proclamado la más amplia libertad de inmigración, que hemos abierto las puertas de nuestro país a todos los hombres del mundo que quieran habitar nuestro suelo, las hemos abierto también a todos los vicios sociales que fermentan en Europa.” (Senado de la Nación; 04 de Julio de 1.901; citado por Puiggrós; op. cit.: 159)
Retomando la frase que antecede, para la construcción de una nación los inmigrantes fueron considerados como un mal necesario, ya venían con sus “vicios” ideológicos, culturales, sociales, políticos, y una trayectoria de vida ligada a las persecuciones y los avatares europeos. Argentina necesitaba constituirse, armarse como Nación y poblar el Estado conseguido. Para ello, la formación de una conciencia de ciudadanía conlleva la pertenencia a un espacio geográfico y su contexto social; desde allí, se puede hablar de la construcción de una identidad de país. En ese sentido, la configuración del Estado – Nación Argentino fue pensado desde un proyecto que contemplaba a la educación como vehículo transmisor de valores, normas, ritos, costumbres, héroes, historia oficial unificada, creando mitos en su entorno para la captación de la mayor población posible y de esa manera hegemonizar en lenguaje y cultura, y fundamentalmente en ideología. Este proyecto, bajo corrientes positivistas, encontraría su espacio fundamental en la formación docente y la transmisión de valores por parte de las maestras normales en las escuelas que fueran fundadas a lo largo del país.
La hegemonía normalista impregnó la cotidianeidad escolarizando a la sociedad, modelando el espacio público y la sociabilidad privada. Con su fuerte interpelación ideológica, instituyó nuevas identidades culturales que subordinaron las preexistentes, y estableció un sujeto pedagógico al interior de una estructura de jerarquías sociales y distinciones culturales rígidamente establecidas. Se trataba de enseñar a cada uno a ocupar el lugar que le asignaba el orden político, gestado por la oligarquía liberal.
“Si la barbarie era una abstracción y una repetición constante de elementos, se requería definir los contenidos que se le adjudicaran, para construir barreras política - culturales, que impidieran su difusión. Sería necesario definir las distancias, los límites y los matices. No bastaría, entonces, con abrir las cárceles para los anarquistas, los ladrones y los asesinos; sería necesario crear una escala más elaborada de categorías sociales, afinar los mecanismos de distinción y reclasificación de los sujetos sociales ingresantes a la maquinaria escolar, dentro del sistema de enseñanza y diseñar los caminos de salida y sus destinos finales.” (Puiggrós; op. cit.; 116)
Contrariamente a lo sostenido y planificado organizadamente a través del sistema educativo, se edificó y sostuvo una contracultura que, a través de bibliotecas, conferencias, debates, diarios y revistas, transmitió los ideales políticos fundados en el socialismo y arraigados en las tradiciones políticas culturales europeas. Entre sus prioridades se ubicaba la difusión de la cultura y la enseñanza, tarea indispensable para desarrollar una verdadera condición que guiase la acción política, ya que por fuera de ella, los inmigrantes carecerían de la posibilidad mínima de defender sus propios intereses.
¿A qué se hacía referencia con el significante barbarie? Clara resulta la respuesta, todo aquello entendido en contraposición del proyecto que se sostenía desde la burguesía porteña y el ideario de Sarmiento, fuertemente instalado en ella; todo aquel que resultaba diferente era considerado bárbaro. Había que domesticarlo, sacarlo de aquellos espacios que propiciaban culturas diferenciadas, en definitiva, formas de comunicación no homogenizante. Discursos y prácticas fueron cruzados de manera unificadora en las escuelas a través de la imposición curricular con aspectos estructurados y formales que forjaron una impronta que rearticuló la subjetividad de los hijos de los inmigrantes. Así, el mito de ascenso social mediante la educación fue la panacea para el mejoramiento de su situación económica social, pero paulatinamente fueron reconvirtiendo el discurso de su hogar al de la burguesía porteña. Los ritos, las posturas corporales, los saludos, la profundidad del tratamiento de los símbolos en torno de la organización de los actos condujeron paulatinamente al sujeto pedagógico deseado, a la conformación de un ciudadano del suelo argentino. La ritualización, como forma de significado en acto, posibilitó que los actores sociales fueran perdiendo su propia identidad para intentar conformar otra, muy a su pesar, reflejada en sus hijos.
Nuevas leyes provinciales fueron confluyendo en la Ley 1.420, que abarcaron y cooptaron el desarrollo del socialismo. Poco a poco, su contracultura se fue diluyendo en el avance innegable de las nuevas fuerzas políticas que la acallaron. Anarquistas, socialistas y toda oposición a los modelos educativos, entrelazados a los modelos de estado afianzados por las oligarquías liberales primero, benefactor y desarrollista luego, como así también los modelos de facto y neoliberales o post sociales, fueron “domesticados” por las reiteradas imposiciones de la corriente positivista e higienista que aún no es desplazada de las aulas argentinas, a pesar de los nuevos discursos, reiterativos pero no efectivos, en las prácticas pedagógicas de la formación docente.
Hoy pareciera no haber una contracultura constituida, ni resistencias a los discursos políticos neoliberales e imperialistas. ¿Cuál es el bastión que queda de aquellas fuerzas de lucha que resistieron y se educaron con grandes maestros como Scalabrini o Vergara? ¿Qué queda del socialismo en el socialismo actual?
Múltiples voces, no silenciadas, se alzan en el análisis de la crisis de la sociedad capitalista, desde el que se entiende que el socialismo tiene porvenir, a condición de ir socializando gradualmente todos los sectores de la sociedad. La ampliación del Estado liberal y asistencial permitiría construir un socialismo democrático y cooperativista, desde una versión actualizada de la consigna de la Revolución Francesa: libertad, igualdad, fraternidad, participación e idoneidad.
“(…) un programa realista para los partidos socialistas partiría de la consigna de la Revolución Francesa, agregándole participación y competencia en la gestión del Estado. El medio para realizar este ideal de la democracia integral es: Ir construyéndola de a poco y desde abajo con las cenizas del capitalismo en tren de autocombustión. O sea, multiplicar las cooperativas y mutualidades, renovar los partidos socialistas con una fuerte dosis de ciencia y tecnología sociales, fortalecer los sindicatos independientes, fundar centros de estudios de la realidad social, y multiplicar las bibliotecas y universidades populares.” (Bunge; 2.009: 1)
Con cierta independencia de tiempos y espacios, la posibilidad de creación y recreación de cultura, elemento central del discurso y la práctica socialista, se mantiene y perpetúa como eje de toda propuesta a futuro, resemantizando su docencia cívica. Actualmente, en Argentina, algunas banderas de los tiempos fundacionales siguen en pie: el cooperativismo, el fomento de la paz y la educación, el repudio a la violencia y los gobiernos autoritarios, el respeto a las instituciones republicanas, las libertades fundamentales y el orden constitucional, y la preocupación permanente por el bienestar de los obreros, las mujeres, los niños y los inmigrantes.
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