José Luis Arriaga Ornelas*
Universidad Autónoma del Estado de México
E-mail: jlarriagao@gmail.com
Resumen
Este es un ensayo que presenta a la libertad como un comportamiento social y no como atributo natural. Ofrece un planteamiento desde el pensamiento complejo y subraya la responsabilidad de la acción en la generación de las condiciones para ejercer la libertad, aquilatando la importancia de la convivencia social. Bajo una postura positiva de la libertad se despliega una mirada contigente del ser humano, evidenciando su tendencia a producir complejidad. La idea principal es que no existe la libertad de manera natural; lo que existen son coordinaciones de acciones consensuadas entre individuos y desde la convivencia es probable que emerjan tales consensos para producir dominios de libertad, pero sólo es una posibilidad, que debe cultivarse como parte de nuestra cultura cívica.
Palabras clave: dominios de libertad, convivencia social, autopoiesis, vida social, cultura política.
Abstract
This is an essay that presents freedom as a social behavior and not as a natural attribute. It offers an approach from complex thinking and underlines the responsibility of action to exercise freedom, emphasizing the importance of social coexistence. Under a positive posture of freedom a contiguous gaze of the human being unfolds, demonstrating its tendency to produce complexity. The main idea is that freedom does not exist naturally; what exists are coordinations of consensual actions between individuals and from coexistence such consensus is likely to emerge to produce domains of freedom, but it is only one possibility, which must be cultivated as part of our political culture.
Keey words: domains of freedom, social life, autopoiesis, social life, political culture
Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:
José Luis Arriaga Ornelas (2020): “Convivencia: la vía para generar dominios de libertad y las amenazas a su autopoiesis en la era digital
”, Revista Contribuciones a las Ciencias Sociales, (marzo 2020). En línea:
https://www.eumed.net/rev/cccss/2020/03/convivencia-era-digital.html
http://hdl.handle.net/20.500.11763/cccss2003convivencia-era-digital
Introducción
El ser humano no nace libre; sólo puede llegar a serlo en la convivencia. Adscribir a la naturaleza algo que es más bien un producto de la vida social no es pertinente. Así lo hicieron hace siglos los ideólogos naturalistas e ilustrados, afirmando que está en la naturaleza del hombre la libertad, pero dicha postura encierra el riesgoso problema de olvidar nuestra responsabilidad en la conformación de la vida colectiva, misma en la que emerge lo humano (Maturana, 2003) y sólo como consecuencia de que exista ese dominio (lo humano) es posible que en él emerjan cosas como el sentido de la libertad, el valor de la igualdad, la esencia de la solidaridad y empatía o la convivencia.
Entender a la libertad como un comportamiento social y no como un atributo de la naturaleza (que releva de responsabilidad al individuo) es un problema que ya Platón abordaba en La República. Hay en su pensar una crítica a la interpretación democrática de la libertad, que la plantea en tanto “licencia de vivir como se quiere”, expuesto en el Libro Octavo de la obra ya referida. Su argumento es esencialmente político en favor de la República (es decir, de ese producto del consenso, del acuerdo, de la convivencia) y en contra de las libertades privadas que minan el orden y el marco legal.
Como no es objetivo de este trabajo hacer una revisión histórica de los distintos conceptos de libertad, desde la Grecia antigua y hasta la actualidad, sino más bien señalar una necesidad de asumir la responsabilidad que conlleva el ejercicio de la libertad en la autoreproducción de la sociedad, baste con señalar que en el tema de la libertad la gran discusión, desde Platón y pasando por Aristóteles, Rosseau, Montesquieu, Locke, Hobbes, Kant, Berlin, Hegel, Friedman y otros, siempre ha girado en torno a si debe primarse una concepción positiva de la libertad o una concepción negativa de la misma. El debate siempre ha estado en si es la acción del individuo lo que se requiere (mirada positiva), o si son más bien los límites que deben ponerse a otras entidades que puediran restringir al individuo (postura negativa) lo que hay necesidad de atender para permitir que haya libertad.
En las siguientes páginas vamos a argumentar que, para pensar la libertad en el momento histórico en que vivimos, lo más conveniente es apartarse del determinismo natural o histórico y de los fundamentos teleológicos que reducen al ser humano a una condición pasiva. En cambio, vamos a sugerir una mirada contigente del ser humano, señalaremos su dimensión compleja y buscaremos desprender de ello los elementos para identificar aquellos riesgos que enfrenta permanentemente el ejercicio de la libertad, en la medida que están siempre presentes amenazas a la convivencia, lo cual le ubica como un problema político.
El ser humano: un sistema complejo
Desde el último trecho del siglo XX y lo que va de este XXI, la ciencia ha aceptado el reto de la complejidad al volcarse al interior de la materia, preguntándose cómo se comportan las partículas elementales que componen el universo y qué se sabe de las condiciones iniciales de este último y de su influencia en nuestra experiencia cotidiana (Weinberg, 2010; Schneider y Sagan, 2009; Gell-Mann, 2007; Hawking, 1990). Respecto de lo primero, la física cuántica acepta que no es posible establecer el comportamiento de esas partículas elementales, sólo señalar su tendencia o, cuando mucho, conocer son probabilidades. Respecto de lo segundo, la termodinámica advierte que virtualmente todo el orden existente en el universo (surgido a partir de un contingente orden inicial) está propenso a la transición hacia el desorden, sencillamente porque resulta estadísticamente mucho más probable: hay más formas de que un sistema esté desordenado que ordenado (Gell-Mann, 2007). Los procesos entrópicos aluden a esa tendencia hacia el desorden que presentan la mayoría de los sistemas cerrados (o sea, los que no intercambia energía, materia e información con el entorno).
Tales desafíos cognitivos se incrementan cuando los confrontamos con algo evidente: aunque reine esa tendencia de la materia y el universo al desorden molecular y a la desorganización entrópica, la vida representa, por el contrario, una tendencia a la organización, a la complejidad creciente, es decir, a la neguentropía (Morin 2005). Esto conlleva un desafío cognitivo que consistiría en articular las nociones teóricas de orden (tendencia de los sistemas abiertos) y desorden (tendencia de los sistemas cerrados) para explicar el poder creativo de la vida, 1 el cual se manifiesta en sistemas autopoiéticos productores de complejidad –a partir de su adaptación y evolución–, mismos que cristalizan una probabilidad (dado que bien pudieran no haberse generado), capaz de transformar el sentido de la evolución que desencadenan con su tendencia a generar orden y reducir entropía (Prigogine y Stengers, 1992).
Emplear la metáfora de “sistema” para entender la vida es muy útil, porque –dice Morin– de una u otra manera toda realidad conocida (desde el átomo hasta la galaxia, pasando por la molécula, la célula, el organismo y la sociedad) puede ser concebida como un sistema, es decir “como asociación combinatoria de elementos diferentes” (Morin, 2001, p. 41). Igualmente, la idea de sistema se corresponde con un orden emergente, “cuyas características sólo pueden ser inducidas una vez que el nuevo orden ya está constituido” (Rodríguez y Torres, 2003, p. 113), lo cual se lograría a partir de caracterizar a sus componentes y detallar cómo es que se organizan entre sí los elementos que le componen; para, posteriormente, explicar por qué y cómo se mantienen interactuando a lo largo del tiempo.
En el tema que abordaremos en este ensayo, el sistema a comprender es la sociedad, misma que estaría integrada por sistemas psíquicos2 o individuos. Si somos capaces de comprender las características de estos últimos (entre la que destaca la creación de ideas) podemos ver que la comunicación se vuelve esencial para que puedan coordinar su accionar y también su pensar, lo cual se vuelve condición sine cuan non para que pueda tener sentido la libertad.
Para ir entendiendo a los sistemas sociales y psíquicos hay que tomar en cuenta que se trata de sistemas complejos adaptativos que están ineludiblemente sujetos a la flecha del tiempo termodinámica.3 Tanto el sistema social que regula el comportamiento humano, como los propios sujetos a él, son una creación históricamente determianda. Y debe reconocerse que todo aquello que “está en el tiempo” no puede mantenerse idéntico a sí mismo; sólo puede continuar existiendo bajo la condición de alterarse (Najmanovich, 2008).
La contingencia4 es un concepto importantísmo en esta mirada, pues en pleno siglo XXI es muy difícil eludir que los abordajes a fenómenos netamente humanos y sociales también deben considerar la contingencia, la indeterminación y hasta la incertidumbre. Moverse en el plano de las posibilidades más que de las certezas, en el del dinamismo más que en el de las sustancias, en el del azar y la indeterminación más que en el de las teleologías, es algo que está recorriendo todos los campos del saber humano, desde la física, hasta la biología e incluyendo, por supuesto, a las ciencias encargadas de explicar al ser humano y sus comportamientos en sociedad. Estamos en los terrenos del pensamiento complejo.
¿Cómo puede pensarse al ser humano en este marco de complejidad? Cuando hablamos de los seres vivos (en donde evidentemente se encuentran los humanos), Morin agrega que no debe perderse de vista que éstos dependen de una alimentación exterior (no solamente material-energética, sino también organizacional-informacional). Y como explica Gell-Mann (2007), los humanos son los organismos más complejos en la historia de la tierra, dado que los flujos de que dependen no son sólo energía y materia, sino también información y organización. El ser humano no puede vivir en la incertidumbre, en la falta de referentes, de sentido, de criterios para tomar decisiones; necesita imperiosa y vitalmente información proveniente del entorno: “si hay un estado mental que molesta es el estado de incertidumbre” (Ciurana y Regalado, 2016, p. 16).
Ahora, según los postulados la Teoría de los Sistemas Sociales (Luhmann, 1998), un sistema se constituye e identifica en todos aquellos casos en los que se está en la posibilidad de ubicar un modo específico de operación, que se realiza al y sólo al interior del sistema. Todos los sistemas autopoiéticos5 (entre los que están los individuos y las sociedades) se caracterizan por la clausura operativa. Este último concepto se refiere al hecho de que las operaciones que llevan a la producción de elementos nuevos de un sistema dependen de las operaciones anteriores del mismo, y luego ellas se convierten en presupuesto para posibles operaciones ulteriores. Esto no quiere decir que se trate de una repetición idéntica de lo mismo; la reproducción autopoiética debe entenderse como la creación constante de nuevos elementos vinculados a los precedentes y con posibilidades de ser conectados con los sucesivos por estar todos producidos por un mismo tipo de operación. “Autopoiesis significa, entonces sobre todo, determinación del estado siguiente del sistema a partir de la estructuración anterior a la que llegó la operación” (Rodríguez y Torres, 2003, p. 115).
¿En términos de ejercicio de la libertad cómo deben emplearse estos principios teóricos? Imaginemos, por ejemplo, a un individuo adoptando la decisión de formar una familia, de elegir con quién hacerlo, cuándo y los modos para llevarlo a cabo. Tal individuo, su decisión, su pareja, su entorno, las leyes que debe observar, así como todo lo demás que le circunda y que se encuentra lleno de símbolos, costumbres, ritos, prácticas o formas, sintetiza un tiempo sumamente largo de re-producción de prácticas encaminadas a elegir, como él lo está haciendo ahora. Todas las elecciones anteriores tomadas por sujetos similares a él deben pensarse como eventos que se produjeron en un momento preciso y tuvieron un inicio y un fin, pero hacen un llamamiento a otros eventos semejantes con los que puedan conectarse y que tendrían que suceder para permitir la continuidad y, con ello, la constitución y reproducción de una institución como lo es la familia y, en última instancia, un sistema como el social (Arriaga, 2016).
Entonces, surge la pregunta: ¿y por qué se mantienen interactuando los elementos constituyentes del sistema a lo largo del tiempo? Dicho de otro modo: ¿cómo y bajo qué mecanismos se hace posible que cada día tengan lugar nuevos eventos a los que podemos calificar como ejercicios de la libertad? Se puede sugerir que cada acto de elección del individuo busca actualizar la potencia que tiene el ser humano de hacerse a sí mismo con base en sus propias decisiones. Pero la decisión específica del individuo del ejemplo la adopta tomando como antecedente referencial las elecciones similares que han tenido lugar antes en su propio entorno (las que tomaron sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos, etc.) y sin embargo, la suya será única e irrepetible y pasará a ser el presupuesto para las que probablemente tendrán lugar mañana, protagonizadas por otros individuos que también quieran ejercer la libertad de hacer su vida con quien ellos decidan.
Verlo de esta manera permite decir que, sin importar que un sujeto decida formar una familia con una persona del sexo opuesto o del mismo sexo, que decida mantener una unión libre o protocolizar el enlace ante la ley, que lo haga en la etapa de juventud o de madurez, o cualquier otra variante de la decisión, la clausura operativa del sistema constituye la base de su autonomía y permite, por una parte, distinguirlo de su entorno y, por la otra, mantener su estructura; sobre todo si pensamos el término “sistema” abstraído de su connotaciones biológicas o cibernéticas para utilizarlo –como lo hace Luhmann- en la comprensión del comportamiento de los sistemas con un grado evolutivo mayor, como son los seres humanos y sus sociedades.
Así es como llegamos a una premisa que el presente trabajo sugiere aceptar como válida: el hombre es un sistema, un ser bio-psico-social (Morin, 2005) que requiere flujos provenientes del entorno que alimenten cada una de esas dimensiones y permitan su autopoiesis. La universalidad de esas dimensiones para toda la raza humana no impide que combinaciones muy particulares de cada una de ellas den vida a expresiones diferenciadas del fenómeno humano, a partir de muy singulares sistemas de representaciones, creencias, organización política, bagaje cultural e ideológico de los grupos sociales (Guber, 2005). Es muy importante subrayar esto último porque permite plantear el problema del ejercicio de la libertad en entornos multiculturales.
Entonces, los seres humanos son sistemas abiertos y se sabe (dado que lo han estudiado gente como Spencer, Cottrell, White, Kroeber o Adams, entre muchos otros) que, debido a que son organismos biológicos, deben inevitablemente obtener energía de su entorno para sobrevivir. Este hecho puede ser puesto como primera evidencia de que se trata de sistemas abiertos, alejados del equilibrio termodinámico, capaces de evolucionar a formas cada vez más complejas de subsistencia. Pero para este trabajo interesa de manera particular hablar no sólo de los flujos de energía que los seres humanos intercambian con su entorno todo el tiempo, sino de las interacciones que mantienen permanentemente con éste, obteniendo de él un orden informacional y un tipo de estructura que les permite auto-eco-organizarse (Ciurana y Regalado, 2016).
El aspecto que se debe destacar de este planteamiento es que el sistema psíquico obtiene (a partir de estímulos de su ambiente) información, la cual termina por convertirse en orden para su vida. Para entender esto de manera adecuada hay que clarificar el concepto de información: dice Gell-Mann que la información “tiene que ver con una selección entre diversas alternativas y puede expresarse de modo muy simple si dichas alternativas pueden reducirse a una serie de elecciones entre alternativas binarias igualmente probables” (2007, p. 53). Entonces, no se recibe información en forma de insumo definido, sino que se reciben probabilidades u opciones que hay que someter a elección. De este modo queda más claro que todo sistema (psíquico o social) orienta su observación y autopoiesis con base en una distinción, en selecciones recursivas que le ayudan a procesar la complejidad de su entorno, al que siempre observará según distinciones particulares propias.
Un ejemplo es el siguiente: en el entorno de un individuo X hay organizaciones, animales, otras personas, máquinas, etcétera; todos estos que se han nombrado son también sistemas y están diferenciados de sus respectivos entornos. Esta última diferenciación no depende del individuo X, sin embargo cuando este último dirige su mirada a esos sistemas y los piensa, terminará por clasificarlos con base en la distinción que es estructurante de sí mismo: al mirarlos y pensarlos, puede considerarlos normales o anormales, útiles o inútiles, propios o extraños, etcétera. De tal modo que esa información (generada de la diferenciación aplicada a la observación del entorno) se convierte en el orden que el individuo X dará a su mundo. Por eso es que se habla de que la información termina por convertirse en orden y también por eso es que se puede hablar de una máquina no trivial; es una máquina como la de Turing, que una vez que ha computado (computación en el sentido de computare en latín: considerar en conjunto) deja de ser la misma, ya ha cambiado.
Al decir lo anterior se ubica el tema en una “epistemología de los sistemas observadores” (Von Foerster, 1998, p. 638); y este punto de vista constructuvista cambia radicalmente las cosas, porque se deja de pensar que las propiedades residen esencialmente en las cosas, para ahora sugerir que radican en lo que emerge al aplicar los esquemas de distinción que estructuran la mirada del sistema psíquico. Es en el plano de las ideas donde primariamente los sistemas psíquicos aplican esos esquemas de distinción. Pero, en tanto se trata de realidad fenoménica, también está implicada la acción, pues las selecciones que realizan cotidiaidnte (entre varias alternativas con iguales probabilidades de ser) se convierten en complejidad reducida, que luego tiene que encontrar la manera de comunicarse con otros sistemas psíquicos y –asombrosamente- logran la coordinación que da vida a los sistemas sociales.
La libertad y el orden informacional
Ahora preguntemos ¿la libertad es un producto que se origina al aplicar un esquema de distinción por parte de los sistemas psíquicos o es un producto de la naturaleza? Si se señala que es algo natural, el ser humano queda reducido a un sujeto incapaz de producir las condiciones en que quiere vivir su vida. Pero si se acepta que la libertad es una idea, que la misma es producto de aplicar a los estímulos del mundo un esquema de diferenciación en el que elegir está bien y censurar o limitar no, queda claro que la libertad es un producto emergente que tiene posibilidades de estructurar el orden informacional de los individuos y, luego, dar vida a condiciones para ejercer la libertad. Pero ese producto emergente es contingente, no está asegurado, necesita de re-cursividad para sostenerse, lo cual está en riesgo cada que se aplican sistemas de distinción disyuntivos y reduccionistas. En esos casos el riesgo de que el sistema se degrade es alto. ¿Qué tipo de degradación es de la que se puede hablar? De aquella que deviene en no saber cómo gestionar el hecho de que el sistema es autónomo pero no puede estar aislado, de no poder gestionar la alteridad, la diferencia, la diversidad y, en consecuencia descalificar, excluir, marginar, discriminar; vaya, problemas de convivencia.
Volvamos al ejemplo del individuo que elige hacer su vida con una pareja: él elige a una persona del sexo opuesto y protocolizarlo ante la ley, en el marco de una ceremonia social y religiosa. Tal elección era probable dados los acontecimientos similares que se han estabilizado en el grupo al que pertenece, en su sociedad; pero no era ineludible ni indispensable, bien pudo hacer otra elección. Ahora, si en su entorno hay otro individuo que elige a una persona del mismo sexo para formar una familia ¿cómo procesará ese estímulo nuestro individuo del ejemplo? ¿Aceptar, respetar, legitimar, rechazar, condenar, estigmatizar, excluir, discriminar? todas esas opciones son posibles. ¿Cuál actualizará al aplicar su esquema de diferenciación a ese hecho que le interpela desde entorno? La ley puede establecer una obligación para que acepte y respete, pero su sistema de creencias puede indicar otra cosa? Y, sin embargo, ambos están compartiendo un mismo espacio y tiempo ¿será posible que entre ellos se pueda entablar comunicación y construirse espacios de consenso para coordinar sus acciones cotidianas? ¿Cómo lograr que ambos puedan elegir y vivir en libertad? Eso sólo puede lograrse actuando en el sistema de diferenciación, permitiendo que el mismo pueda gestionar adecuadamente los estímulos tan diversos que llegan desde su ambiente y no poner al individuo en riesgo de un desorden entrópico.
Veamos: las leyes de organización de lo viviente son de desequilibrio, de dinamismo estabilizado; y la estabilidad del sistema debe encontrarse no solamente en el sistema mismo, sino también en su relación con el ambiente. Esa relación no es una simple dependencia, sino que es constitutiva del sistema. Lo anterior no quiere decir otra cosa más que, cuando cada persona cree estar seguro de algo, es posible llegar a un estado en el que no hace falta buscar más respuestas, se alcanza un cierto equilibrio/orden informacional que permite la generación de los nuevos elementos (ideas o pensamientos) que auto-reproduzcan al sistema (Arriaga, 2017). Ahí es cuando uno llega a convicciones, a creencias, a ideologías, a valores; pero todo ello, tratado de una manera reduccionista y binaria, puede reducir nuestra capacidad de convivencia con los que piensan distinto a mi.
Los seres humanos, como el de nuestro multireferido ejemplo, auto-organizan su operación específica (o sea la producción de pensamiento) con la información que reciben del exterior. Esto se puede expresar como un proceso de aprender a pensar a partir de la relación con el entorno, lo cual significa que el pensamiento de cada persona se estructurará y llegará a poseer un esquema de distinción que le permite a ésta seguir observando y conociendo su mundo. Pongámoslo en estos términos: siempre hay un momento en el que un individuo alcanza un equilibrio (necesariamente precario, frágil, inestable) en su orden informacional, pero ello no le exenta de devenir en desorden y degradación, de la manera que lo sugiere el principio de la entropía. ¿Por qué? Pues debido a la estabilidad que se alcanza (que reduce incertidumbre), al mismo tiempo que más información sigue fluyendo hacia él, obligándolo a incrementar el volumen de selecciones que debe realizar y aquí es en donde reside el problema que queremos plantear: ¿cómo se gestionan esos estímulos?, ¿bajo qué esquemas de diferenciación son observados? Este es un tema de nuestra cultura política, o dicho en otras palabras, de la manera en que gestionamos la convivencia con los demás en el espacio común que tenemos, en el espacio público.
Los riesgos de la convivencia en la era digital
Estamos ahora en el punto a donde queríamos llegar para sostener que la libertad, al ser un comportamiento social, y al ser la sociedad un sistema autoreplicante de complejidad creciente, el ejercicio de la libertad es un fenómeno que debe mirarse en términos de su re-creación cotidiana: no hay una libertad dada de manera natural; hay ejercicios de la libertad a partir de coordinaciones de acciones consensuadas (Maturana, 2010) entre sistemas que conviven; y de esa convivencia es probable que emerjan consensos para coordinar sus acciones y producir dominios de libertad; es decir, espacios donde poder ejercerla. Pero sólo es una posibilidad que debería cultivarse como parte de nuestra cultura política (que no es otra cosa sino cierta estabilidad en nuestro orden informacional).
Desde la mirada sistémica, que no presupone la existencia de estructuras ni leyes o principios normativos, se puede hablar de ejercicio de la libertad como formas de resolver un problema de la praxis cotidiana (el de vivir con otros produciendo un entorno favorable para que todos puedan tomar decisiones y auto-reproducirse en las mejores condiciones para cada uno y para todos), que “a su vez genera las condiciones que reproducen los problemas que han de resolver” (Mascareño, 2016, p. 31).
Vayamos a otro ejemplo: cada persona tiene que decidir diariamente cosas sencillas como qué comer, de dónde obtener ese alimento, cómo prepararlo, con quién compartirlo, etcétera. Cada selección que toma es contingente, así que tras cada elección de un individuo resulta posible identificar (en forma latente) el ser de otras posibilidades que no seleccionó. Dadas estas características, es fácil notar lo complicado y poco funcional que resultaría estar tomando decisiones distintas cada día y cada momento entre un mar de posibilidades, por lo que —según la metáfora sistémica— “un sistema se conforma de posibilidades que reduzcan las opciones a través de la conexión recursiva de las selecciones” (Ayala y Arriaga, 2014, p. 17). Lo que la cultura permite a los individuos es básicamente reducir incertidumbre, proporcionar orden y sentido (cosa muy relevante si se toma en cuenta que se trata de “sistemas abiertos”, en constante interacción con el entorno, que requieren controlar el acceso a posibilidades distintas a lo factual), proveerles de un esquema de distinción que puedan aplicar para obtener la información que dé sentido a su vida.
Lo que nosotros hemos heredado culturalmente son algunas distinciones básicas en las que tener la posibilidad de elegir nos parece "natural". Eso reduce las posibilidades de diferenciación que aplicamos a los estímulos del entorno, pero no es garantía absoluta de que lo apliquemos siempre y por siempre. El siguiente principio hoy nos parece incontestable: nadie puede ser obligado a hacer cosas que no desee; incluso el Estado no puede usar su aparato coactivo con el propósito forzar accione o para prohibirle a la gente actividades para su propio bien o propósito (Nozik, 1988). Esa, que es una reducción de complejidad (en la medida que redujo el abanico de posibilidades a una sola deseable), nos ha sido transmitida, racionalizada y hasta instituida. Pero lo contingente de la vida cotidiana nos obliga a pensar en los riesgo de que ello no se use, o que se use selectivamente o que, de pronto, comiencen a emplearse otros esquemas de diferenciación para gestionar los estímulos del entorno, que bien pueden ser comportamientos de nuestros semejantes.
Sin duda hay un impulso por resolver el problema cotidiano de ejercer la libertad, de que todos vivan la vida que deseen vivir; ello generará nuevas necesidades de convivencia: leyes, instituciones, prácticas, usos, razones, discursos. El modo en que todo este conjunto de acciones llega a estabilizarse es por la característica autopoiética de un sistema (que consiste en operar como una red cerrada de autoproducción de los componentes que le constituyen), que se encuentra basada en la recursividad y la clausura operativa (los componentes son producidos al interior del sistema y también son los que lo producen). Entonces, pensar en ejercicio de la libertad nos provee un sistema empíricamente observable, operativamente cerrado y autorreferencial.
Pero eso no quita que el ser humano sea un ser no concluido; todos nosotros, todos los días, nos hacemos en la convivencia. El hombre es un ser social, no puede vivir solo, siempre estamos en grupos; y es estando con otros que nos forjamos a nosotros mismos. Pero ¿cómo lo hacemos?, ¿cómo lo seguiremos haciendo? Un sistema auto-eco-organizador como lo es el ser humano no puede bastarse a sí mismo, se puede autoreproducir únicamente introduciendo en él al ambiente (por la vía de la información). Sin embargo, cuando ese ambiente está lleno de otros sistemas que le parecen caóticos (por ser distintos, por obedecer a otras lógicas, a diferentes formas de reducción de complejidad, a otras unidades que aglutinan combinaciones muy particulares de las dimensiones universales de lo humano) el problema se vuelve de convivencia.
En el mundo previo a la globalización, los encuentros con la otredad solían ser propiciados, por ejemplo, por la gente con intereses antropológicos: en un afán por ir al encuentro con lo distinto y documentar las diversas expresiones del fenómeno humano. Sin embargo, en una época como la actual, los intercambios comerciales globales, la acelerada urbanización, los movimientos migratorios, el flujo masivo de datos en tiempo real, la proximidad acortada por las vías de comunicación, entre otros procesos, han “forzado” la convivencia entre grupos humanos diversos.
La experimentación de esa proximidad intercultural puede devenir en una degradación del sistema, debido al incremento de información organizada a partir de una diferenciación basal dicotómica, reduccionista, fragmentadora. Tal degradación vendría de la incapacidad de gestionar más complejidad (Ciurana y Regalado, 2016).
La metáfora de la entropía serviría en este caso para decir que es “como si” el flujo energético que requiere un molino de viento para seguir girando no le viniera sólo de este a oeste, sino que otras rachas llegaran –al mismo tiempo- de sur a norte de oeste a este y de norte a sur. Cuando un individuo se ve a sí mismo viviendo en un mundo con cambios tan acelerados, con distancias acortadas, con movimientos globales y locales, con identidades emergentes y múltiples, etc. corre el riesgo de devenir en degradación por no tener los medios para procesar esa información y traducirla en orden a su interior que le ponga en condiciones de relacionarse y convivir con quienes piensan y actúan distinto a él.
No olvidemos que cualquier acto humano representa una acción de alguien sobre algo o alguien (incluso sobre sí mismo); y la condición básica para que exista un acto humano es la presencia de voluntad: esa capacidad de elegir entre caminos distintos de acción y actuar según la elección tomada (Arriaga, 2003). Entre los participantes en una relación se expresa su voluntad de aceptarse mutuamente; el rasgo particular de la libertad consiste, efectivamente, en que determinados hombres puedan aceptar la conducta de otros como legítima, pero no sólo de manera exhaustiva o coercitiva, porque la ley lo manda, sino por la reciprocidad: el ida y vuelta, es decir, que ambos actores se encuentren en acto de voluntad.
En pocas palabras, el ejercicio de la libertad implica un asunto político porque trata de un tipo particular de interacciones entre individuos, mismas que necesitan algunos criterios de verdad que las animen y legitimen. Es decir, argumentos que las mantengan funcionando tal como tienen lugar. Esas razones que le dan sustento a la idea de libertad (al nivel que sea) fundamentalmente son producto de una maquinación intelectual, en la que se ponderan las diferentes opciones de acción y se elige una. Son un producto de los sistemas psíquicos, caracterizados por la producción de sentido. De modo tal que siempre -ya sea detrás de las interacciones entre hombres y mujeres, de un padre con sus hijos o de una clase social con otra- habrá una cierta forma de racionalidad: la racionalidad de la libertad es el conjunto de argumentos tomados por válidos en un tiempo, lugar y circunstancia determinados, que permiten la coordinación de acciones entre los individuos en un plano de consenso.
Viéndolo de esta manera, llegamos a dos ideas claras: primera, que ejercer la libertad no son sólo acciones en las que actúa quien lo protagoniza, sino también aquellos que aceptan y legitiman ese ejercicio. Y, segunda, que los efectos del ejercicio de la libertad no se expresan únicamente en quien se erige como individuo libre, sino también en aquellos con quienes interactúa; pues a través del ejercicio de la libertad ambos ejercitan su subjetividad. La racionalización de una relación en la que la coordinación de acciones deje espacio a la libertad indica cómo se está pensando al ser humano desde ambos extremos de la relación, porque en los dos hay actores en acto de voluntad. El efecto del ejercicio de la libertad no se expresa únicamente en quien la ejerce sino en aquel frente al cual se hace ese ejercicio. El ejercicio de la libertad deja huella en los actores que intervienen, independientemente de su ubicación (ejercerla o legitimarla).
Para impedir que las elecciones que toman los individuos, en marcos tan complejos como el mundo contemporáneo, minen los ejercicios de la libertad hay que hacer una apuesta por un tipo de libertad positiva que no releve al ser humano de su responsabilidad de ejercer la libertad construyendo espacios para que ella pueda ser posible para todos, en un plano de convivencia. Esta propuesta hay que oponerla a la concepción negativa de la libertad, en el que la esencia es que ésta no reciba límites, que pueda llegar a límites en los que los demás desaparecen y sólo importa el inidviduo libre, su vida privada y decisiones, pero se desentiende de la esfera pública, de la corresponsabilidad de construir espacios de libertad social.
Es necesario asegurarnos de racionalizar la convivencia social dialógica y ejercerla para que se convierta en antecedente que luego pueda ser reproducido recursivamente. Los seres humanos nacen con la posibilidad de ser libres, pero ello está condicionado a que desarrollen lo que sólo tiene en potencia. No es un ser libre al nacer: otros garantizarían que el él pueda llegar a ser libre y lo hacen a través de mecanismos jurídicos, sociales, culturales, económicos. Hay que decirlo claramente: el que alguien no nazca libre no debe entenderse como que carece de esa potencia, es sólo que todavía no lo es. Aunque todavía no lo es, puede-serlo. Pero ello sólo lo consigue con los otros, socialmente, en la convivencia. Es con los otros que nos hacemos y nos podemos hacer libres (o no).
Un buen número de los problemas de convivencia actuales (intolerancia, xenofobia, racismo, exclusión, etcétera.) tienen que ver con la conservación del orden informacional que constituimos con estímulos que nos reducen complejidad y nos hacen sentir cómodos con algunas certidumbres (esto se llama retroalimentación positiva), pero para ser capaces de procesar la diferencia y, con ello, construir las condiciones de convivencia con los distintos a mi, hace necesaria la retroalimentación negativa (como mecanismo que detone el ajuste, la compensación, la búsqueda de un nuevo equilibrio en mi sistema de ideas). Pero ocurre que vivimos en un mundo donde la Internet tiene un papel central en el flujo informacional de los individuos y ésta funciona con base en la retroalimentación positiva.
Expliquemos esto pensando en la centralidad que ha alcanzado en nuestras vidas la Internet. Ésta funciona con base en algoritmos, que no son sino instrucciones que permiten obtener algo; las instrucciones se le dan a una máquina (computadora, tablet, teléfono celular, etc.) y ella nos arroja el resultado. Entonces, un programa o una aplicación son básicamente algoritmos. De tal suerte, quienes crearon y manejan Facebook, Twitter, Google y demás programas, lo que hacen es brindar el resultado más aproximado a lo que "requiere" el internauta (según sus algoritmos). Esa idea de lo que yo requiero cuando navego por Internet es obtenida recopilando y analizando la información de lo que hago en la red: qué busco, qué compro, qué descargo, qué comparto, etc. Por ejemplo, cuando yo abro Google y busco algo, éste motor pone en juego más de 50 variables (que van desde la marca de mi dispositivo hasta el sitio desde el que me conecto o el software utilizado, edad, ocupación, etc.) para determinar los resultados de búsqueda que serán -según su algoritmo- más relevantes mi.
Los algoritmos están diseñados para crear lo que algunos (Pariser, 2011) bautizó como la burbuja de filtros (filter bubble), que impide que lleguen a cada uno de nosotros puntos de vista en conflicto con los nuestros. Como lo que los algoritmos analizan para determinar mi perfil y "necesidades de información", responden con retroalimentación positiva: son mis propios comportamientos en la red los terminan operando para aislarme. Esos criterios prácticamente determinan cómo pienso y qué me gustaría leer. En otras palabras, los algoritmos obstaculizan el acceso a la información que podría desafiar mi punto de vista (lo cual, visto en términos cívicos, impide ampliar nuestra visión del mundo). Estas burbujas en las que nos cierran los algoritmos de las redes digitales tienen consecuencias en el comportamiento ciudadano, en la cultura política: la más grave es que la exposición a un limitado contenido informativo hace que la gente crea que sus ideas son la visión dominante, normal, aceptada, y hasta única, y que las elecciones (el ejercicio de la libertad) tienen que coincidir con las suyas o no serían aceptables ni legítimas.
Como Google depura los resultados de mis búsquedas en función de las consultas previas que he hecho, lo que me devuelve son las cosas que me dejen satisfecho en términos de la información buscada, eso es a lo que se llama retroalimentación positiva. Igualmente Facebook, Twitter y otras redes sociales funcionan con algoritmos que rastrean los clics de sus usuarios, lo que comparten y los contactos con los que interactúan, información de compras y transacciones para personalizar el contenido que muestra a cada usuario.
En las redes sociales la argumentación es más importante que la información; y si esa argumentación refuerza mi punto de vista, no importa que esté basada en información poco sólida, no confirmada o de origen desconocido, la acepto, la replico y, con ello, dejo abierta la puerta para que me siga llegando información de ese tipo. Es más, se acepta lo falso de un modo cómplice, porque es divertido, porque es irónico, porque es crítico. Incluso es posible tomar decisiones con base en esa falsedad.
La viralización también es un factor nuevo y tiene que ver con el sensacionalismo que suele caracterizar a los contenidos que circulan en redes sociales. Dicho en términos técnicos, las redes sociales generan ecosistemas en los que la calidad de la información deja de importar y es reemplazada por la adaptación a la narrativa de cada usuario, que se robustece en la medida que sólo recibe como retroalimentación contenidos en esa misma línea.
Es un problema del sujeto el incrementar la complejidad de su operación específica (producir ideas-acciones), para permitir que lo que ocurre en su entorno pueda seguir alimentando el orden informacional en el que se desarrolla. Los seres humanos no son máquinas triviales, tienen la capacidad de actuar de modos nuevos en momentos de crisis. Así, ante la discrepancia entre el orden primario que ayudó a organizar su clausura operativa o su sistema de diferenciación que aplica en la producción de nuevas ideas y un entorno cambiante, dinámico, con mucho mayor información que incorporar, se abre la posibilidad de superar la paradoja aumentando complejidad intelectual. Es un reto del presente y es un desafío a la convivencia: mirar las dimensiones universales que tienen en común las distintas expresiones del ser humano y que pueden ser la base de la comunicación, el diálogo y la gestión de soluciones.
Ideas finales
Asegura Amartya Sen que en el mundo de hoy las principales fuentes de privación de la libertad son la pobreza, la tiranía, la escasez de oportunidades económicas y privaciones sociales sistemáticas, el abandono en que pueden encontrarse los servicios públicos y la intolerancia o el exceso de intervervención de los Estados represivos (Sen, 2000). Esas fuentes de privación de la libertad no son sino obstáculos para que millones de personas no logre ser lo que podrían ser. Para todos ejercer la libertad consiste en poder hacernos: constituirnos con base en elecciones, decisiones, ser a partir de lo que hago. ¿Aquellos impedidos para constituir su ser, hacerse lo que quieren ser, tienen que abatir los obstáculos por sí mismos? ¿Significa algo para los demás el ejercicio de su libertad? ¿Tenemos que hacer cosas los demás para generar las condiciones en que puedan ejercer su libertad?
Al responder que sí, necesitamos al menos dos cosas: reconocer la legitimidad del ser y del poder ser de esos millones de personas y, a partir de ello, coordinar acciones de un modo que traiga como consecuencia la aceptación mutua (Maturana, 2004) y, por ello, una libertad en sentido positivo, convertida en experiencia de hacernos, de llegar a ser con base en elecciones, mismas que no pueden estar apartadas de las de los otros. Hay una dimensión política en esto: si uno quiere expandir la libertad hablando de ella, no se va a conseguir avanzar mucho, porque la libertad se ejerce desde el espacio en el que me hago con los otros; donde no niego al otro, no le niego su legitimidad y su potencia.
Si yo tomo una elección y los demás la aceptan emerge un espacio de libertad, porque quiere decir que estamos dispuestos a hacernos, pero juntos. Mis elecciones me hacen, pero no pueden prescindir del otro y requieren que ese otro asigne legitmidad a mis elecciones para que se genere ese espacio de libertad. La libertad se ejerce, no sólo se nombra. Si dos o más nombramos la libertad, pero uno de ellos (o ambos) rechazan la legitimidad de las elecciones del otro, no hay espacio de libertad. En cambio, si emerge el espacio de libertad, si en él se convive, respetando la legitimidad de la elección del otro, la libertad se expande.
Una primera necesidad de la vida en sociedad es la definición de un ámbito (dominio) de convivencia. Bajo ciertas circunstancias (sobre todo de diversidad) se requiere de la estipulación de una legalidad que opera definiendo el espacio de convivencia como un dominio (declarativo) que especifica los deseos de convivencia y así el espacio de acciones que lo realizan. El resultado ideal sería la creación un espacio de aceptación mutua en el que puede darse la convivencia (Maturana, 2004): sin aceptación mutua no puede haber coincidencia en lo que se busca, y sin tal coincidencia es improbable la convivencia, la coordinación de acciones y de pensamientos, por lo tanto, no hay libertad social. La aceptación mutua es sinónimo de igualdad, pero no se trata de una cuestión declarativa sino una acción coodinada de reconocimiento de la legitimidad de la existencia del otro.
El tipo de libertad en el que pensaron Sócrates o Platón en su original Grecia no es el mismo por el que se preocuparon más tarde sus seguidores en Roma o, luego, los enciclopedistas franceses; ni se le parece a los problemas relativos a la libertad que ocupan en este momento a los latinoamericanos. Y no puede ser el mismo pues la libertad no es una sustancia, sino una construcción que se encarna a cada momento en las relaciones entre los individuos: en cada punto del cuerpo social: entre un hombre y una mujer, al interior de una familia, entre un maestro y su alumno, entre vecinos, etc. Si bien hasta ahora la máxima creación histórica del ejercicio de la libertad son las garantías individuales garantizadas por el Estado, sin la existencia de las interacciones de menor escala no habría la posibilidad de que la libertad en el nivel macro funcionara.
En tanto elementos integrantes de un sistema de complejidad creciente, productor de sentido, como es la sociedad, cada uno de nosotros debe plantearse la posibilidad de contribuir a que se consiga colectivamente lo que la individualidad no puede hacer por sí misma. El ejercicio de la libertad es una coordinación conductual consensual. No somos libres por naturaleza, pero podemos llegar a serlo socialmente. Fomentemos una cultura política que permita la retroalimentación negativa y el incremento de complejidad en nuestra producción de ideas, porque de no hacerlo corremos el riesgo de la degradación del sistema psíquico, que en términos energéticos conduce a la entropía y el desorden, pero en términos informacionales puede llevar al dogmatismo, fundamentalismo y la no comprensión de la diversidad, que deriven en confrontaciones y en obstáculos para el ejercicio de la libertad y la convivencia.
Referencias
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