Marcos Cueva Perus*
Universidad Nacional Autónoma de México (IISUNAM). México
Email: cuevaperus@yahoo.com.mx
Resumen: este artículo sugiere que el éxito en el desarrollo de Corea del Sur se debe en buena medida al establecimiento de un contrato social temprano, en particular con la Reforma Agraria de 1949, mientras que en América Latina, por razones históricas, tal tipo de contrato no ha sido posible, lo que se manifiesta en la relación con el tiempo, el espacio y el Estado. Se sugiere que en Corea del Sur el espacio público es “de todos y cada uno” mientras que en América Latina es “de todos y de nadie”: el objetivo del trabajo es mostrar cómo lo anterior obedece a la consagración de un contrato social y de respeto al bien común en Corea del Sur, a partir de una reforma agraria, mientras que tal contrato y la educación que la acompaña suelen estar ausentes en América Latina, más allá de la forma, y remplazados hasta hoy por la apropiación violenta y “desde arriba” de la propiedad y el desconocimiento de su resguardo jurídico. En este mismo contexto, se relativiza el peso de la tradición confuciana en Corea del Sur, y se pone énfasis en las condiciones en las cuales fue posible para los sudcoreanos acceder a la educación por contrato social, cosa que tampoco ha sido posible para los latinoamericanos. Se emplea básicamente una metodología comparativa, señalando los límites de la misma, y evitando la ideologización que suele darse en los debates sobre la “identidad cultural”.
Summary: This article suggests that South Korea's development success is largely due to the establishment of an early social contract, particularly with the Agrarian Reform of 1949, while in Latin America, for historical reasons, such a contract does not it has been possible, what is manifested in the relationship with time, space and the State. It is suggested that in South Korea, public space is "one and all" while in Latin America it is "everyone's and nobody's.": the objective of the work is to show how the former is due to the consecration of a social contract and the respect for the common good in South Korea, starting from an agrarian reform, while such contract and the education that accompanies are usually absent in Latin America, beyond the form, and replaced until today by the violent appropriation of the property “from above” and the ignorance of its legal safeguard. In this same context, the weight of the Confucian tradition in South Korea is relativized, and the emphasis is placed on the conditions in which it was possible for South Koreans to have access to education thanks to the social contract, something that has not been possible for Latin Americans either. Basically, a comparative methodology is used, pointing out the limits of the same, and at the same time avoiding the ideologization that usually occurs in debates about "cultural identity".
Palabras clave: Corea del Sur- América Latina- Reforma Agraria- Contrato social-educación
Key Words: South Korea-Latin America- Agrarian Reform- Social contract- Education
Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:
Marcos Cueva Perus (2019): “Tradición o contrato social: observaciones sobre el campo y la propiedad en América latina y Corea del sur”, Revista Contribuciones a las Ciencias Sociales, (junio 2019). En línea:
https://www.eumed.net/rev/cccss/2019/06/tradicion-contrato-social.html
//hdl.handle.net/20.500.11763/cccss1906tradicion-contrato-social
Las formas de propiedad de la tierra, durante el periodo de “despegue” al desarrollo, influyen en la representación que se tiene de la democracia en determinado país. Según veremos, no es lo mismo una transición marcada por la permanencia de la gran propiedad de la tierra que otra signada por la pequeña propiedad de la misma. La primera vía suele obstaculizar el desarrollo mismo. La segunda forma es en términos generales más democrática, pero aún hace falta señalar cómo repercute la diferencia en la historia de las mentalidades en cada país.
De lo que se trata aquí es de vincular la forma de la propiedad de la tierra a esa historia de las mentalidades mediante la comparación entre los casos de América Latina y Corea del Sur. Este texto está justamente destinado a esta comparación yendo incluso un poco más allá de lo propiamente agrario, para resaltar las consecuencias de ciertas medidas (como puede ser una reforma agraria) en el resguardo o no de la propiedad y en la vida en sociedad en general, muy violenta en América Latina (en parte por el persistente despojo en el agro) y más bien pacífica y atenida a un contrato social en Corea del Sur, según veremos en detalle. Así, en América Latina ha predominado con poquísimas excepciones la gran propiedad de la tierra, mientras que en Corea del Sur desapareció con una Reforma Agraria poco después de la Segunda Guerra Mundial. Una reforma agraria eficaz, basada justamente en un inicio en la pequeña propiedad de la tierra, es una base insoslayable para el desarrollo, con frecuencia también educativo, aunque ahora sea algo que tienda a caer en el olvido al buscarse explicaciones sobre el éxito o el fracaso económico y social de los países del mundo. La reforma agraria eficaz es el punto de partida de una industrialización exitosa. En América Latina hubo industrialización por sustitución de importaciones (el llamado modelo ISI) en la segunda posguerra del siglo XX, pero con muchas limitantes que pusieron a la larga en entredicho a las industrias nacionales. Corea del Sur, en cambio, logró forjarse una industria propia que se ha colocado con éxito en algunos rubros del mercado internacional. Cabe señalar que hemos utilizado el método comparativo por contrastación, lo que no deja de ser experimental, considerando la gran distancia cultural entre América Latina y Corea del Sur (se pueden establecer de entrada más diferencias que similitudes), aunque también dando por sentado que las singularidades de cada espacio mencionado no impiden ir en pos de explicaciones con validez universal: en efecto, es un hecho que muchos de los países exitosos en la economía internacional y en el logro de la paz social interna han pasado por reformas agrarias completas o su equivalente (como la Ley de Asentamientos Rurales de Abraham Lincoln en Estados Unidos a mediados del siglo XIX), hechas para favorecer una distribución “desde abajo” de la propiedad en el campo y alguna forma de contrato social en el mismo. Dentro de ese mismo método comparativo, hemos buscado no dejar de señalar algunos casos particulares en América Latina, que no habrían llegado con todo a consolidarse como singularidades (es decir, al mismo tiempo únicas e irrepetibles y universales). Ciertamente, no puede olvidarse en un trabajo comparativo que se han dado varias reformas agrarias y distintas en países de América Latina, pero se han hecho en prácticamente todos los casos “desde arriba” y con criterios clientelares.
La concentración de la tierra, la gran propiedad privada, y el despojo de los campesinos tiende a generar una mentalidad en la cual la gente suele representarse el espacio (al “ocupar” el mismo), el tiempo (al “disponer” del mismo) y el Estado (“el interés de todos”, “la voluntad general”) bajo la forma “de todos y de nadie”, deshaciéndose de la responsabilidad por el cuidado de lo que debiera ser sin embargo un bien común. En el espacio público no hay representación de lo ajeno, ni resguardo de la propiedad privada de cada uno, según lo quería Juan Jacobo Rousseau en su idea del contrato social.
En efecto, el clásico ginebrino afirmaba que en el pacto social había que “hallar una forma de asociación que defienda la persona y los bienes de cada asociado con todas las fuerzas de la comunidad y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede por lo tanto en la misma libertad de antes” (Rousseau, 2000: 22). Así se daría según Rousseau, en el mismo texto, “(…) la alienación o enajenación total de cada asociado, con todos sus derechos, a toda la comunidad” de tal forma que “(…) dándose cada uno por entero, la condición (fuera) igual para todos; ninguno (tendría) interés en hacérsela onerosa a los demás” (2000: 56). Como en América Latina, la democracia en Corea del Sur tardó en llegar y consolidarse, pero probablemente encontró un piso más firme con antecedentes como el de la Reforma Agraria. Desde este punto de vista, la vía seguida por Corea del Sur estaría llena de particularidades, pero sería también universal. Se apegaría por igual al confucianismo que a reformas - como la Agraria - e iniciativas económicas que pueden encontrarse en otras latitudes, así varíen los regímenes políticos. Corea del Sur sería así singular, algo insoslayable, pero también universal, para no decir “un país asiático occidentalizado”, puesto que se trataría de un estereotipo. ¿Los sudcoreanos siguen el confucianismo o se apegan al moderno contrato social, de aspiración universal? Ambas cosas, probablemente, y no una sola.
La pequeña y mediana propiedad de la tierra tiende a responsabilizar a cada uno por la parte que le toca del bien común o, si se quiere, a que éste sea visto como de “todos y cada uno”: siendo respetada la propiedad de uno, se respetaría también la ajena. No es lo mismo, como se entenderá, el manejo de un espacio público como “de todos y de nadie” que como “de todos y cada uno”: el segundo caso entraña una forma de responsabilidad individual por la parte propia del bien común y una forma de compromiso de “no dañar” lo que es ajeno, al ser “de cada uno”. Reconocido el derecho a lo propio, se reconoce lo ajeno. Lejos de la desmesura, se está aquí en el sentido del límite en la propiedad privada. En cambio, en lo que hemos llamado “propiedad de todos y de nadie”, no hay respeto por la propiedad ajena, y el espacio público en particular aparece como un lugar para tomar sin reparar en el propietario, como si no hubiera otro, o para tomar sin restituir nada al bien común. No hay verdadero contrato social que proteja. Las diferencias en las formas de comportamiento ante el espacio público han sido atribuidas con frecuencia a la religión, alabándose en particular al confucianismo (que es sobre todo un código moral) sudcoreano, como ya se mencionó, pero aquí buscaremos relativizar esta creencia que puede dar en el ocultamiento de la ideología en la cultura, algo que seguramente hizo en su momento Samuel Huntington (1996) con su creencia en un “choque de civilizaciones”, que incluía a Corea del Sur en un marco más amplio, el sínico. El hecho es que en América Latina ha predominado una voluntad general que es “de todos y de nadie”, por contraste con el “de todos y de cada uno” de países como Corea del Sur.
Así entonces, según veremos para apuntalar lo argumentado, en América Latina predominó una transición que privilegió la gran propiedad de la tierra, por lo que el imaginario colonial de la hacienda perduró, mientras que en algunos países asiáticos, como Corea del Sur (no es el único), se hicieron reformas agrarias aún en condiciones excepcionales, las de la Guerra Fría, que empujaron hacia otra representación del espacio público, más “cuidado” si se quiere. En términos de historia de las mentalidades, se explicaría entonces el cuidado y el orden de algunos países asiáticos –por cierto que no todos- en el manejo del espacio, el tiempo y el Estado, por contraste con la manera de “disponer” de los mismos en América Latina, pareciera que sin contrato social de por medio y sin mayor consideración por lo ajeno. Este “cuidado” se aprecia en la vida cotidiana y no puede atribuirse exclusivamente a “tradiciones ancestrales”: hemos preferido buscar del lado de una plausible explicación histórica y próxima en el tiempo, sin que ello implique desde luego descartar las influencias muy específicamente culturales y de larga duración. En conclusiones, veremos cómo autores de impacto reciente como Daron Acemoglu y James A. Robinson (2018) dan importancia al cuidado de la propiedad. Desde este punto de vista, nos hemos guiado por las advertencias hechas por Jorge Larraín (1994) contra un fácilmente ideologizado discurso sobre la “identidad cultural”, y hemos privilegiado esta reflexión sobre la propiedad a la creencia en un supuestamente todopoderoso código moral confuciano..
Ewout Frankema (2009) ha sido casi el único estudioso en explicar que el problema de concentración de la tierra en América Latina se remonta hasta la época colonial, cuando la misma tierra no se obtenía por “competencia desde abajo” (de “mercado”), sino que era asignada desde arriba en función de criterios “políticos”, por llamarlos de algún modo, los de los favores recibidos por los servicios prestados al rey. En la América colonial, la Corona monopolizaba recursos inmensos de tierras, restringía el acceso a las mismas y las asignaba en reconocimiento al apoyo a la administración antes que por los resultados de algún mercado realmente competitivo (2009: 47). Así, la tierra podía obtenerse por “servicios” que no tuvieran que ver con ella, como la guerra, por ejemplo. Para Frankema, es una tradición heredada de siglos de Reconquista, cuando los miembros de la élite, al igual que los de la Iglesia, recibían grandes extensiones de tierra a cambio del apoyo militar y político en la guerra contra los moros (2009: 48). Es así que los Conquistadores se hicieron en América de encomiendas como pago de “hazañas” que no tenían que ver con el cultivo de la tierra ni su cuidado.
Frankema ha hecho notar también que la Corona no se interesó por el nivel educativo de los indígenas, pese al supuesto de la evangelización y a que ésta, agreguemos, haya funcionado formalmente. Esto sería atribuible en parte al hecho de que la Iglesia se convirtió también en terrateniente, pero hay más. Siguiendo a Landes, Frankema hace notar que en la Iglesia católica no se consideraba necesario estar alfabetizado para ser fiel y la palabra escrita era con frecuencia monopolio de la jerarquía eclesiástica, que lo cuidaba con celo. Estar alfabetizado era un privilegio especial de la Iglesia y la nobleza, y la primera temía perder este monopolio (p. 88). Tampoco se quería que una mano de obra con educación obligara a que se la pagase mejor.
Luego entonces, el otorgamiento de tierras no tuvo una base “meritocrática” a partir de la competencia económica (también en el sentido de “ser competente para”) y el progreso en la educación que igualara las oportunidades, así no las aprovecharan todos por igual. La tierra “se encomendó” desde arriba y mediante favores, como pago de servicios a la Corona. “La perspectiva de las instituciones metropolitanas, escribe el autor en el texto de 2009 ya referido, tiende a considerar la distribución colonial de la tierra como un fenómeno político, antes que como un resultado de una potencial economía de escala o de un patrón de especialización rural basado en la dotación de características locales” (2009: 48). Es una distribución impuesta desde arriba que, dicho sea para insistir, puede llegar a no tomar en cuenta los requerimientos específicos de la tierra entregada, desconociéndolos. Si bien es un tema que Frankema no aborda, hay aquí una base para el futuro clientelismo: la clientela es en efecto el conjunto de los que han recibido favores como pago de servicios al rey, al cacique, etcétera.
El hecho es que a partir de entonces América Latina ha tenido históricamente, como ocurre hasta hoy, la mayor concentración de la tierra en el mundo. Junto con lo anterior, América Latina es el continente más desigual del mundo y también el más violento del planeta. Si bien no hay estudios al respecto y no es algo que toque Frankema, es probable que la desigualdad y la violencia estén directa o indirectamente vinculadas al problema del acceso a la propiedad de la tierra. Según veremos un poco más adelante, lo que vincula a estos fenómenos es el despojo o desposesión de la propiedad. En estas condiciones, desde tiempos lejanos no hay en América Latina certeza en la propiedad de la tierra ni interés por elevar la productividad de la misma: sus frutos no van a parar a manos de sus propietarios y de quienes la trabajan, sino de rentistas o de inversionistas extranjeros.
Paul Bairoch ha demostrado por su parte hace bastante tiempo que la revolución agrícola fue históricamente inseparable de la industrial en el siglo XVIII (Bairoch, 1967 y 1973). En efecto, junto con abatir el precio de los alimentos de la mano de obra empleada en la manufactura, el aumento de la productividad agrícola creó una demanda de maquinaria (y en específico para la siderurgia y el carbón) e insumos (como los abonos químicos) que propulsaron a la misma industria en sus comienzos, creándose un tipo especial de sinergia. En países como Inglaterra y Francia, la demanda agrícola de hierro para aperos de labranza fue fundamental y previa al boom de otros sectores, como el de los ferrocarriles, recuerda este autor (1967). Por lo demás, aunque también hayan participado nobles y comerciantes, los primeros grandes inversionistas en la industria solían ser capitalistas agrarios, por lo que de distintas formas una “revolución agrícola” precedió al gran despegue industrial (Bairoch, 1973: 54). Es en buena medida lo que sucedió en Corea del Sur, al haber primero Reforma Agraria y luego una industrialización exitosa (pese a que dependió de las exportaciones), y lo que no ha podido ocurrir en América Latina. Dicha “revolución” también supone un cambio de mentalidades para elevar la productividad del campo, con la garantía de que el propietario podrá gozar de sus frutos de acuerdo con la competencia en el mercado y de que no será despojado arbitrariamente. No está de más hacer notar que para Bairoch es uno entre distintos factores que contribuyen al arranque del desarrollo, aunque no el único (Bairoch, 1967: 19-71).
El del otorgamiento de tierras desde arriba es un origen, pero no tenía por qué ser un destino, aunque el sistema de encomienda se reprodujo luego en la gran propiedad colonial que fue la hacienda señorial y luego en el latifundio, con la concentración de la tierra a finales del siglo XIX. No está de más hacer mención de que hubo excepciones regionales en América Latina, donde no existieron sino hasta de manera tardía y limitada tales grandes concentraciones (norte del país y Tabasco en México, Valle Central de Costa Rica, Antioquia en Colombia, cultivo del tabaco en Cuba…). Como sea, la hacienda terminó por volverse latifundio y en la transición a finales del siglo XIX no hubo distribución de tierras, sino un nuevo proceso de concentración, por despojo, a costa de tierras comunales, tierras de la Iglesia (como en el caso de México con la desamortización de bienes eclesiásticos) y terrenos baldíos o públicos (de la nación), entregados a terratenientes siempre “desde arriba”, hasta por compadrazgos, y no por ningún mérito productivo. En suma, el acceso a la tierra siguió haciéndose por pago de servicios, como ocurría por ejemplo en el Porfiriato mexicano, mediante la violencia, como en la campaña de la pampa argentina contra el indio, y a menudo sin que interviniera ni siquiera el conocimiento de la tierra misma. En este sentido, perduró también el desinterés por el sistema educativo donde las tareas agrícolas eran aseguradas por una mano de obra abundante. Cabe hacer notar que las dimensiones de los países, después de la Independencia, rara vez cambian las cosas: Guatemala, Nicaragua o Bolivia son países igualmente conservadores en este sentido, y las excepciones se deben a otra forma de propiedad (Valle Central de Costa Rica) o al peso otorgado excepcionalmente a la educación (Uruguay).
Luis Bértola y José A. Ocampo han hecho notar que el sistema de la hacienda perduró hasta bien entrado el siglo XX en América Latina (2013: 141), y es posible que se haya prolongado aún más en las mentalidades, pese a que la región ha dejado poco a poco de ser netamente “señorial”. Así quedó permeado el Estado, que no logró resolver el problema de la igualdad de oportunidades; en otros términos, no se produjo en América Latina, pese a distintas formas de modernización (“autoritarias” o “democráticas”), el equivalente de la movilidad social que propiciaron la Reforma Agraria y la guerra en Corea del Sur, según veremos un poco más adelante. En América Latina, el punto de partida no suele ser la igualdad, sino la desigualdad de partida por los motivos más variados, y las oportunidades no se nivelan.
Aunado a lo anterior, hay que señalar que desde la época colonial el propietario de la tierra solía vivir en realidad en la ciudad, desentendiéndose de las tareas productivas y delegándolas en intermediarios, lo que siguió luego de la independencia, según lo retratado por ejemplo para el Perú por José Carlos Mariátegui, quien afirmaba que el propietario criollo tiene el concepto de la renta antes que el de la producción (1979: 25). Al propietario mencionado le interesaba recibir una renta y gastarla, con frecuencia ostentándola, pero no la inversión productiva y los conocimientos ligados a la misma, aunque a la larga existieran excepciones. “Tener tierras” lo más extendidas posibles era símbolo de prestigio, sin que contara demasiado el cultivo y mucho menos la productividad, menos aun habiendo una mano de obra abundante, como solía ser el caso, ya sea de indígenas o de esclavos negros en las plantaciones. Así, el propietario era ausentista y, por curioso que parezca, no se interesaba demasiado por otra cosa que no fuera el acaparamiento, por lo que no se ocupaba de su “tierra de nadie”. La herencia fue el desconocimiento del propio país por sus habitantes y, sobre todo, por los grandes propietarios y otros miembros de la élite, más ocupados en hacerse valer en el extranjero y en imitarlo. Desde este punto de vista, el propietario ausentista no era un inversionista que calculara costos y beneficios de invertir o de abstenerse de hacerlo. Por otra parte, a partir de la Independencia y entrado el siglo XIX la tierra podía ser cedida en concesión a intereses foráneos, que hacían las veces de inversionista activo a cambio de entregar una renta al propietario. A lo sumo y con frecuencia de manera depredadora, eran los inversionistas extranjeros los verdaderamente interesados en el rendimiento de la tierra, aunque con mano de obra barata para obtener una ganancia mayor a la de la metrópoli. Es por este motivo que puede decirse que, vistas las cosas desde arriba, la tierra no era de “nadie” desde el punto de vista productivo nacional, puesto que el propietario ausentista no se interesaba en ella salvo para recibir una renta o para aumentar el tamaño de lo poseído mediante el despojo, pero viviendo con frecuencia en la ciudad. Es por este motivo, el del despojo, que las “campañas contra el indio” prosiguen hasta hoy, por ejemplo en la Amazonía brasileña, contra los wixárikas (huicholes) en México o los mapuches en Chile, por citar unos cuantos ejemplos.
El problema se agravó con el despojo ya mencionado a partir de finales del siglo XIX y que bajo distintas formas prosigue hasta hoy. Quienes cultivaban la tierra e incluso tenían títulos, a veces desde la época colonial (como en el caso de los campesinos zapatistas en Morelos), se vieron de repente sin tierra, obligados a emigrar o a emplearse como peones o jornaleros en sus propias tierras. En estas condiciones, no podía interesarles mayormente el rendimiento de la tierra, aunque tuvieran los saberes del cultivo de la misma. Por lo demás, no pocos fueron obligados a trabajar a finales del siglo XX, ya fuera por deportaciones (como con los yaquis en el henequén yucateco en México) o por leyes contra la “vagancia”, etcétera. El trabajo apareció así de nuevo bajo el signo de origen colonial de la coerción, y quienes trabajaban eran empleados como “cosas”, según lo hiciera notar también José Carlos Mariátegui para los peones peruanos (1979: 17 y 35). Así, era muy difícil que quien trabajaba directamente la tierra convertido en jornalero la sintiera suya, y desde luego que mucho menos habiendo sido despojado o sin título de propiedad. Desde este punto de vista, también se trataba de una “tierra de nadie”, en lo fundamental desde el punto de vista de la propiedad. Para quien trabajaba la tierra, ya sin parcela propia, era cuestión de sobrevivencia y no de verdadero trabajo recibir un jornal, si se llegaba a percibir en moneda. Lo anterior no quiere decir que no hayan logrado con todo sobrevivir cultivos y saberes muy antiguos, como el de la milpa en México o el colectivo del ayllu en Bolivia. Pero también existen otros casos extremos: en Cuba, por ejemplo, quienes trabajan en las plantaciones de azúcar pasaban buena parte del año desempleados y sin propiedad.
II Corea del Sur: “de todos y de cada uno”, o del contrato social primigenio
Hay un hecho que sí distingue radicalmente a la historia coreana de la latinoamericana, y es la duración de la etapa colonial. En Corea del Sur, la ocupación japonesa se dio de 1910 a 1945. En cambio, las larguísimas colonias española y portuguesa se extienden en América Latina por tres siglos: no está de más recordar que, en perspectiva histórica, la región tiene más años de Colonia que de Independencia. Desafortunadamente, es algo que ha sido muy poco tomado en cuenta en las ciencias sociales, salvo en la mención, por parte de algunas corrientes historiográficas, de que los criollos independentistas no se distinguían demasiado de los peninsulares en sus ambiciones. Seguramente lo dicho explique que la fractura social, que se expresa por lo demás a través de otras fracturas y en particular en la racial, sea muy profunda en los países de América Latina, salvo contadas excepciones (tal vez como Costa Rica y Uruguay). En cambio, es un tipo de fractura que no está presente en Corea del Sur y que explica en particular el acatamiento de la disciplina nacional en vez de la resistencia a la misma como algo impuesto, regímenes de mano dura aparte. Cuando decimos que las élites latinoamericanas se comportan ante el Estado y la sociedad como si fueran “de todos y de nadie”, es tanto como sugerir que suelen conducirse, como se dice, “como en país conquistado” o, si se quiere, como si el país de pertenencia fuera en realidad ajeno, lo que en Panamá, por circunstancias particulares, se llama “de tránsito” o “transitismo”. No es algo que esté presente en todos los grupos sociales, pero sí permea a la sociedad en su conjunto en las mentalidades. Un comportamiento ante lo propio como si fuera ajeno no se encuentra en cambio en Corea del Sur y explica un respeto generalizado por la disciplina; en otras palabras, la explicación no está en la tradición misma (el confucianismo como código moral, pongamos por caso), sino en el hecho de que la fractura social y sus distintas manifestaciones no son tan profundas. En cambio, en América Latina, la religión oficial, el catolicismo, coexiste con muchos sincretismos, pero no podría decirse, en el estilo de Max Weber sobre el protestantismo (2003), que es el catolicismo mismo el que explica el subdesarrollo, puesto que el protestantismo premia el desarrollo (el éxito material). El problema, para decirlo de otro modo, está en que el catolicismo en América Latina no se acata, de la misma manera en que no se acatan las leyes: porque valen para unos y no para otros, dada la fractura ya aludida. El hecho de que haya crecido el número de adeptos al protestantismo en las últimas décadas en América Latina, de lo que dan cuenta incluso elecciones presidenciales como las de Costa Rica y Brasil, no parece haber cambiado gran cosa al problema de lo que podríamos llamar “resistencia” al desarrollo y su disciplina. En cambio, no está de más recordar que Corea del Sur tiene un porcentaje importante de población católica, sin que ello represente una merma al desarrollo. La adhesión al catolicismo en Corea del Sur ha ido en aumento. Cabe redondear lo argumentado aquí señalando algo que abona en el sentido de lo dicho por Frankema: unas élites que sienten el propio país como ajeno, “de paso”, no pueden interesarse por la educación de la población a largo plazo.
Al comparar lo ocurrido en casi toda América Latina con Corea del Sur, es imposible no tomar en consideración la Guerra Fría. Ciertamente, dividió a la península coreana y dejó en una situación especialmente precaria al sur, ya que la industria se encontraba localizada sobre todo en el norte. Por lo demás, una guerra tan cruenta como la de 1950-1953 significó pérdidas humanas muy grandes y un esfuerzo especial, no comparable con la mayoría de las violencias latinoamericanas. A fin de cuentas, el estado de rivalidad obligó a la cohesión nacional en Corea del Sur, no sin pasar por gobiernos de mano de dura bajo los cuales se echó a andar una industrialización exitosa. El hecho es que no se puede afirmar de ninguna manera que la guerra sea necesaria para “despertar las energías” de un país y galvanizarlas. Hay casos de guerras cuyas consecuencias han sido negativas por largo tiempo, así haya salido vencedor el país afectado, y existen también lugares donde justamente la ausencia de la devastación bélica contribuye a explicar un clima de paz favorable a la prosperidad económica y al bienestar del grueso de la población, como ocurre en países de Escandinavia.
La Reforma Agraria sudcoreana no explica por si sola la salida del atraso del país, que no comenzó a afianzarse sino hasta los años ’60 e incluso un poco más adelante. Sin embargo, es difícil pensar que la vertiginosa industrialización de Corea del Sur hubiera tenido éxito sin dicha Reforma, que terminó con un régimen aristocrático y jerárquico de cientos de años, pese a que hubiese sido formalmente abolido en 1894 (abolición de la esclavitud con la Reforma Gabo).
Al comenzar la Reforma Agraria, Corea del Sur era un país prácticamente rural, pese a la industria que había traído la colonización japonesa, y lo era más en el sur que en el norte. En este contexto funcionaba el arrendamiento de tierras que mantenía en una gran pobreza a quienes arrendaban y tenían que entregar gran parte de su cosecha. Fue finalmente en 1949 que el gobierno emitió una Ley (enmendada en 1950) dictando que “la tierra se distribuirá entre quien realmente la trabaje”. Se empleó entonces el método de confiscación y distribución gravosa: el gobierno compró la tierra de los propietarios que tuvieran más de tres hectáreas y se las vendió a los arrendatarios. Con la Reforma, el gobierno compró a los propietarios a precios obligatorios y vendió a los arrendatarios a precios inferiores a los del mercado (Koh, 2018: 27). Los terratenientes, no pocas veces aliados de los japoneses, sufrieron pérdidas, pero fueron indemnizados con bonos del Estado.
No está de más decir que muchas tierras habían pertenecido a los japoneses mismos. “La mayor parte de esta tierra se transfirió a sus antiguos arrendatarios a cambio de unos bajos alquileres: éstos tenían que pagar al Estado un 20 % de su producción anual durante quince años. Se transfirieron, pues, 240.000 hectáreas de tierra de propiedad japonesa a los campesinos coreanos”, según Debraj Ray (1998: 446). Además, se prohibió la aparcería, la propiedad de tierras de labranza para personas que no fueran agricultores (lo que sin duda podía evitar el ausentismo y la especulación con la renta de la tierra) y finalmente se estipuló la cantidad máxima de tierras que podía tener cada agricultor (Koh, 2018: 27). El tamaño podía llegar a ser un problema para la agricultura en gran escala y afectar la productividad (Koh, 2018: 27), aunque las afirmaciones sobre los resultados llegan a ser contradictorias. Como sea, “la reforma transformó espectacularmente la propiedad de la tierra en menos de dos décadas”, observa Debraj Ray, de tal modo que para 1960 sólo el 0,3 % de las familias poseía más de 3 chongbo(el equivalente de casi 3 hectáreas) de tierra y juntas controlaban apenas el 1,2 % del número total de hectáreas (1998; 446-447). La mitad de la tierra agrícola del país se había redistribuido entre dos tercios de su población rural (Ray, 1998: 447). “Es evidente, afirma Debraj Ray, que en Corea del Sur se llevó a cabo una distribución extraordinariamente igualitaria de la tierra, partiendo de una distribución de la propiedad muy sesgada, característica de tantos países atrasados, en un espacio de tiempo considerablemente breve” (1998:.447). Ray, quien ha demostrado que para el desarrollo las pequeñas explotaciones agrícolas son más exitosas (1998: 450), compara el éxito sudcoreano con el fracaso mexicano por causa del “comercio de favores políticos” (1998:;448).
En Corea del Sur,
la reforma agraria no sólo contribuyó a la creación del Estado, sino a la redistribución de la riqueza y la reducción de la desigualdad de los ingresos. Ahora todos quedaban colocados más o menos en condiciones de igualdad y, en lugar de la riqueza familiar, el esfuerzo y la capacidad individuales pasaron a ser el factor más determinante del éxito de cada cual. Muchos consideran que la diligencia que caracteriza a los coreanos y su énfasis en la educación fueron motivados por esta percepción de igualdad de oportunidades (Koh, 2018: 27).
Esta es desde luego una aproximación distinta de la que busca el apego a la educación sobre todo en la tradición confuciana.
Entre finales de los años ’40 y los años ’60, la proporción de arrendatarios bajó drásticamente, y al mismo tiempo aumentó la productividad agrícola de modo muy significativo. Así se incrementaron el ingreso rural y el producto interno bruto (PIB) y comenzó la salida de la pobreza (Lim, 2007: 93). No existe experiencia análoga en América Latina, tomando en cuenta que las Reformas Agrarias mexicana y cubana optaron por otras formas de propiedad (comunal/ejidal, colectivizada), que la guatemalteca se detuvo con la caída de Jacobo Arbenz en 1954 y que la boliviana de 1952-53 tomó rápidamente un cariz clientelista. Ray ha señalado que en Corea del Sur el agricultor con frecuencia siguió cultivando la misma tierra y la adquisición, por parte de este arrendatario, “no contenía cláusulas que hicieran que su dependencia del Estado fuera excesiva” (1998: 447). Lo que hizo la Reforma sudcoreana fue cortar de tajo con la antigua forma de tenencia de la tierra y poner a los compradores en la condición de valorar lo adquirido y no recibido “desde arriba” con criterios clientelistas (puesto que los arrendatarios tenían que comprar, aunque no se tratara de una simple venta de tierras). El resultado fue la autosuficiencia en la producción de arroz y el suministro barato del mismo a la población trabajadora de las ciudades: “el sector primario –escribe Pablo Bustelo sobre las reformas agrarias exitosas en Asia- fue una fuente de productos alimenticios a bajo precio, lo que contuvo el crecimiento de los salarios industriales” (1994: 76). Por lo demás, siempre de acuerdo con Bustelo, “el sector agrario también contribuyó al suministro de mano de obra a la industria. La exigüidad de las explotaciones y la discriminación de la actividad primaria en la política económica (ya con la industrialización, nota nuestra) fomentaron el éxodo rural, (…) en Corea, donde 12 millones de personas emigraron desde el campo entre 1957 y 1982 (…)”, a un ritmo de superior al del Tercer Mundo (1994: 76). También ocurrió que la agricultura se convirtió desde los años ’50 en fuente de capitales para la industria.
Las reformas –escribe Bustelo- propiciaron la transformación de capital agrario en capital comercial e industrial, ya que se encaminaron, primero, a disminuir las rentas recibidas por los terratenientes y, luego, a fragmentar la propiedad. Esas reformas no fueron confiscatorias sino que los propietarios fueron compensados por la expropiación de sus tierras, parcialmente con acciones de empresas industriales. Una proporción importante del creciente ahorro de las familias rurales se encaminó hacia la industria a través de las instituciones financieras y del sistema fiscal (1994: 76)
El deterioro de los términos del intercambio para los agricultores (arroz por fertilizantes) fomentó la salida “invisible” de capitales de la agricultura hacia la industria (1994: 76). Como lo hubiera previsto Bairoch, en Corea del Sur, al igual que en la Reforma Agraria de Taiwán, “la demanda agrícola de productos industriales, sesgada hacia los bienes de consumo, el capital agrícola circulante y la maquinaria más sencilla, dada la dificultad de mecanizar las pequeñas explotaciones, fue especialmente adecuada al patrón de especialización manufacturera de los dos países durante los años sesenta” (Bustelo, 1994: 77). Pero más importante aún es que se haya sentado el siguiente precedente: a juicio de varios autores, “la garantía de la propiedad privada de las tierras de labranza creó las condiciones para asegurar los derechos de propiedad privada en otras actividades económicas” (Jung, 1995, y Koh, Joh y Kim, 2018:. 228). La tierra se había vuelto “de todos y de cada uno”.
Por lo demás, el aumento del ingreso agrícola permitió incrementar a la par el nivel educativo, dado que los agricultores querían aumentar su estatus social. Apenas terminada la guerra, el gobierno hizo inversiones importantes en la educación, lo que se reflejó en una sensible mejora de los índices en este rubro (Lim, 2007: 93 y 96). Cabe señalar que las inversiones y sus resultados fueron proporcionalmente más significativos que los de varios países desarrollados.
Un hecho más debe ser considerado, la movilidad de la población con la guerra en la península coreana entre 1950-1953, que también contribuyó a desbancar las antiguas jerarquías y a crear una verdadera meritocracia.
(…) Debemos considerar que la Guerra de Corea ocurrida después de la independencia propició que la sociedad coreana fuera más abierta. Durante siglos, la sociedad coreana había sido una sociedad cerrada, en donde el estatus social y la posición política fueron determinadas de acuerdo con el origen de nacimiento. Por más de seiscientos años, Corea tuvo un sistema social extremadamente jerárquico (…) Sin embargo, la Guerra de Corea provocó grandes cambios en su sociedad coreana. Uno de ellos fue el gran movimiento de población. Durante los tres años de guerra, mucha gente tuvo que salir de su pueblo natal y refugiarse para evitar la batalla, y al mismo tiempo, gran cantidad de población llegó desde el norte escapando del comunismo. (…) En esa situación, el sistema social jerárquico que imperó durante años teniendo como base la tenencia de la tierra empezó a disolverse drásticamente. Al desaparecer el estatus social por nacimiento apareció el social, de acuerdo al desempeño y al mérito. A cualquiera, si estaba preparado, se le daba la oportunidad de mejorar su estatus social. Justamente en ese periodo el gobierno adoptó el sistema educativo de estilo estadounidense que sustituyó al sistema educativo tradicional. Por eso, aquellos que tuvieron acceso a la educación moderna pudieron tener mayores oportunidades de superación (Lim, 2007: 91).
Como puede verse, tanto la Reforma Agraria como la guerra –ésta, a pesar suyo, se entiende- fomentaron la movilidad ascendente de la población contra las jerarquías que se sostenían en el confucianismo. Aquí se encuentra entonces una evidencia de que por sí solo el confucianismo no explica los orígenes del despegue de Corea del Sur al desarrollo.
En una perspectiva comparativa, pareciera contar que Estados Unidos toleró e incluso fomentó en Corea del Sur procesos como la Reforma Agraria, contribuyendo a transformaciones “desde abajo” (pese a los gobiernos de mano dura de la industrialización), mientras que no fue el caso de la superpotencia en América Latina, donde tendió a aliarse con el conservadurismo (véase por ejemplo el caso de Guatemala que es casi contemporáneo de la guerra de Corea), salvo con la bastante tímida Alianza para el Progreso, en los años ’60. Dicha Alianza nunca conllevó reformas en profundidad y menos aún en el campo, a diferencia de lo ocurrido en Corea del Sur, que recibió por lo demás una importante ayuda exterior en los años ’50 y ’60; la ayuda estadounidense alcanzó su cima en 1957 para disminuir luego (Koh, 2018: 33). En estas circunstancias, sí es posible afirmar que el entorno geopolítico internacional contó en el siglo XX, aunque no es todo; los países asiáticos que en un principio colectivizaron la tierra, sin pasar por la pequeña y mediana propiedad privadas, no tuvieron el éxito tan rápido que consiguió Corea del Sur, pese a que a la larga China se haya convertido en una potencia. Tanto China como Vietnam tuvieron que “regresar”, luego de una rápida colectivización, a la etapa de la propiedad privada de la tierra. Algo similar ocurrió, aunque en otra escala y parcialmente, en un caso latinoamericano, el de Cuba, y la Reforma Agraria mexicana se quedó a medio camino, empleando, sobre todo desde finales de los años ’30 con el gobierno de Lázaro Cárdenas, una fórmula comunal, el ejido.
Lo ocurrido con el desarrollo de Corea del Sur, no exento de problemas (como la concentración económica en los chaebols o grandes conglomerados durante la industrialización basada en la promoción de exportaciones y la creación de una industria pesada y química, que se prolongó en los años ’60 y ’70 y se acompañó de mano dura política), muestra en todo caso que el “secreto” del éxito no debe buscarse nada más en “la cultura” y lo que tienden a ser sus exotismos, al menos para un occidental. Ni siquiera el igualamiento de oportunidades educativas y su buena fortuna encuentran una explicación solamente “cultural”, dado lo que hemos enunciado sobre los efectos de la Reforma Agraria de 1949 y de la Guerra. Corea del Sur siguió además otros patrones universales en su camino al desarrollo, como una intervención del Estado no desdeñable, con planes quinquenales desde 1962 hasta 1981 y un importante papel del sector público en investigación y desarrollo (I&D), por ejemplo. Pero esto ya es parte del paso de una sociedad agraria a una urbana. El último gran aliento de la agricultura sudcoreana llegó del modelo comunitario de organización saemaul (nueva aldea) a principios de los ’70 (1971) y que luego se extendió a distintos lugares del mundo (de paso, Corea del Sur habría de volverse a la larga en un modelo de reforestación), pero es un tema que rebasa los propósitos de este artículo.
CONCLUSIONES
En un trabajo considerado ya clásico y con numerosos ejemplos de apoyo, Acemoglu y Robinson (2018) han sugerido que para no “fracasar” un país necesita “instituciones decentes” y, entre otras cosas más, respeto por la propiedad privada. Hemos podido demostrar que en materia agraria, para iniciar el despegue al desarrollo, Corea del Sur siguió a partir de 1949 un camino “desde abajo” respetuoso al mismo tiempo de la iniciativa común, respaldada por el Estado (la Reforma Agraria), y de los intereses igualitarios privados de los pequeños agricultores, el “cada uno”. Desde este punto de vista, se estableció y se cumplió un contrato social que respetó la distribución muy igualitaria de propiedad privada en el campo. No hay parangón en América Latina, donde en cambio impera hasta hoy el despojo. Cabe preguntarse, para concluir, si el Estado ha sido capaz de crear instituciones que garanticen el cumplimiento de la ley. En Corea del Sur ha sido así con el campo, pese a los gobiernos de mano dura. En América Latina no, y el Estado no ha sido un árbitro imparcial, por lo que para cerrar es posible una breve reflexión sobre el carácter de las instituciones públicas que debieran “normar” el contrato social.
El de Corea del Sur es el camino de lo que los autores llaman “instituciones incluyentes”, a diferencia de las “extractivas”: “denominaremos –definen Acemoglu y Robinson- instituciones políticas e inclusivas a aquellas que están suficientemente centralizadas y que son pluralistas. Cuando falle alguna de estas condiciones, nos referiremos a ellas como instituciones políticas extractivas” (2018: 103). Las instituciones políticas extractivas concentran el poder en una élite reducida y prácticamente no se fijan límites al ejercicio de su poder. Es lo que encontramos en las observaciones de Frankema. “Las instituciones económicas a menudo están estructuradas por esta élite para extraer recursos del resto de la sociedad”, afirman Acemoglu y Robinson (2018: 103). “Denominamos –dicen- instituciones económicas extractivas a las que tienen como objetivo extraer rentas y riqueza de un subconjunto de la sociedad para beneficiar a un subconjunto distinto” (2018: 98). En cambio, “(…) las instituciones políticas que reparten el poder ampliamente en la sociedad y lo limitan son pluralistas. En lugar de concederlo a un individuo o un pequeño grupo, el poder político reside en una amplia coalición o pluralidad de grupos” (2018: 102).
Previamente, los autores, refiriéndose a los casos de Corea del Sur y Estados Unidos, escriben que las instituciones económicas inclusivas deben ofrecer seguridad en la propiedad privada, un sistema jurídico imparcial y servicios públicos que ofrezcan igualdad de condiciones en los que las personas puedan realizar intercambios y firmar contratos (2018: 96); los derechos de propiedad seguros, las leyes, los servicios públicos y la libertad de contratación e intercambio son asuntos que recaen en el Estado, institución con capacidad coercitiva para imponer el orden, luchar contra el robo y el fraude y conseguir que se cumplan los contratos entre particulares (2018: 97). A juicio de los autores, la sociedad también necesita otros servicios públicos: carreteras y de transportes para poder trasladar las mercancías; infraestructuras públicas para la actividad económica, y regulación para impedir el fraude y las malas conductas (…) Las instituciones económicas inclusivas necesitan al Estado y lo utilizan” (2018: 97-98). Con actos como la Reforma Agraria, entonces, el Estado sudcoreano intervino para asegurar la competencia “desde abajo” y jurídicamente protegida en una miríada de pequeños propietarios. En América Latina, en cambio, no es raro que el Estado se haga de la vista gorda o incluso que se vuelva cómplice de despojos por parte de grandes propietarios contra los pequeños y los campesinos en busca de tierras, como ocurre por ejemplo en la Amazonia brasileña- y es un ejemplo entre muchos otros. No se impiden los fraudes ni las “malas conductas” y al mismo tiempo no se desarrollan los servicios públicos adecuadamente, la educación por ejemplo.
El respeto a la propiedad privada y su distribución más o menos igualitaria de partida y “desde abajo”, para abrir una verdadera competencia, no ha sido una certeza jurídica en una América Latina donde es frecuente la desposesión, previa extorsión, como lo hace por ejemplo hasta la fecha el crimen organizado en México y en Colombia; es visto como “natural” apoderarse de lo ajeno mediante la coacción de diversa índole, justamente como si no fuera de “nadie”, para lo que justamente hay que reducir al otro a “nadie”, con distintas formas de violencia. Esta es interna y permea también las instituciones, en las cuales, lejos de alguna meritocracia que por lo demás suele ser criticada, se asignan cargos como favores y por pagos de servicios, con el mismo criterio que existió en la Colonia para la distribución de tierras, lo que permite ir incluso más lejos en lo argumentado por Frankema. En otros términos, desde el “servicio público” se “extrae” algo de abajo, en vez de nutrirlo. La historia de este problema es ya antigua en América Latina y ha sido objeto de numerosos abordajes.
Es menos seguro que el proceso de creación de “instituciones incluyentes” haya acompañado toda la trayectoria más moderna de Corea del Sur, dado el paso de este país por gobiernos de mano dura hasta 1988.Después de todo, muchos países asiáticos, Corea del Sur incluida, tienen una trayectoria menos cohesionada de lo que pudiera sugerir la visión “esencialista”, y en el caso sudcoreano el camino a la democracia política plena fue más lento que las reformas económicas para el despegue al desarrollo, algunas de las cuales surgieron por lo demás de un Estado fuerte, lo que vale para muchos de los países desarrollados. Con todo, el Estado fuerte contribuyó no nada más a la centralización, en un marco geopolítico preciso, sino a lo que casi toda la ciencia económica ha reiterado, en el sentido de que no hay despegue posible hacia el desarrollo sin un fuerte intervencionismo estatal, al menos por un tiempo.
El hecho es que lo argumentado permite salir de la ideología que pudiera esconderse en el argumento de la “esencia cultural”, como el religioso o de códigos morales. Huntington quiso hacer todo un alegato con este “esencialismo” para alertar contra un supuesto “choque de civilizaciones”, pero el despegue sudcoreano pareció responder al logro de un contrato social de origen que tiene poco que ver con el confucianismo. Este (¿pero también en este caso el catolicismo?) funciona porque no hay una grave fractura social. En cambio, en América Latina, el catolicismo (¿pero también el protestantismo o los sincretismos?) no son tan respetados, dada la fractura social que hace que el “miramiento” no sea por igual para todos. Es posible alejarse un poco de la visión “historicista”, que haría de cada caso, sobre todo a partir de la cultura, algo único y absolutamente irrepetible al no contener elementos de universalidad (el confucianismo contra la universalidad de una estrategia de desarrollo, por ejemplo).Corea del Sur conserva sin duda su singularidad, pero es también universal en el camino tomado para conseguir el desarrollo. América Latina es singular, desde luego, por otros motivos, pero ha solido mostrarse renuente a tomar caminos de desarrollo probados universalmente, porque se ven afectados intereses importantes que “extraen” de las instituciones como si fueran de “nadie” y no públicas y “de cada uno” No habría por qué hacer de la falta de contrato social, y que se cumpla, una “identidad cultural”.
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