Revista: CCCSS Contribuciones a las Ciencias Sociales
ISSN: 1988-7833


PERSPECTIVA NORDEUROCÉNTRICA EN EL CURRÍCULUM UNIVERSITARIO DE CIENCIA POLÍTICA

Autores e infomación del artículo

Sebastián Rinaldi*

Universidad Nacional de La Matanza

Email: sebastianmrinaldi@gmail.com


RESUMEN
            En el presente trabajo se identifican aspectos que dan cuenta de la vigencia de una matriz nordeurocéntrica en el diseño, la implementación y la evaluación curricular del grado universitario de Ciencia Política en Argentina.
            Para ello, se analizó la oferta curricular de las universidades que dictan la carrera actualmente en el país, tanto de gestión estatal como privada, para determinar cuáles son los mecanismos por los cuales el nordeurocentrismo se materializa.
            El trabajo nos permite concluir en que la colonialidad aún atraviesa profundamente el currículum de la carrera en sus diferentes etapas, planteándose la posibilidad de repensar los procesos de planificación y enseñanza desde una perspectiva crítica latinoamericana.

PALABRAS CLAVE: Educación superior, Currículum, Ciencia Política, Nordeurocentrismo, Colonialidad.

CLASIFICACIÓN JEL: I290

ABSTRACT
In this paper, we identify aspects that show the validity of nordeurocentric matrix in the design, implementation and curricular assessment of undergraduate Political Science degrees in Argentina.
For this purpose, the curriculum of the universities that currently offer the degree in the country, both state and private management, was analyzed to determine the mechanisms by which the nordeurocentrism materializes.
This study allows us to conclude that coloniality still deeply crosses the curriculum of the degree in its different stages, considering the possibility of rethinking the processes of planning and teaching from a Latin American critical perspective.    

KEYWORDS: Higher education, Curriculum, Political Science, Nordeurocentrism, Coloniality.

Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:

Sebastián Rinaldi (2019): “Perspectiva nordeurocéntrica en el currículum universitario de ciencia política”, Revista Contribuciones a las Ciencias Sociales, (marzo 2019). En línea:
https://www.eumed.net/rev/cccss/2019/03/curriculum-ciencia-politica.html

//hdl.handle.net/20.500.11763/cccss1903curriculum-ciencia-politica

1. INTRODUCCIÓN
El surgimiento de las Ciencias Sociales como campo de conocimiento se sitúa frecuentemente a partir de la segunda mitad del siglo XIX en un contexto de importantes cambios en los modos de producción y de consolidación de un sistema económico, político y social que perdura hasta nuestros días.
Durante esa primera etapa, la actividad científica y la enseñanza se concentraron principalmente en Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia y Estados Unidos, nucleando a una cantidad significativa de los intelectuales y de las universidades de mayor renombre de la época. Si bien, luego de la Segunda Guerra Mundial, el estudio de las disciplinas se expandió a otras latitudes, estos países continuaron siendo centrales en cuanto a sus producciones y formas de concebir la formación y el ejercicio profesional.
Esto obedeció en gran medida a un proceso de naturalización de la sociedad liberal -y más tarde de la neoliberal- como la forma más “avanzada y normal de existencia humana”, lo cual impactó decididamente en los ciclos de formación académica a través de un proceso de hegemonización curricular al punto de invalidar e invisibilizar propuestas y desarrollos teóricos que se opusieran a la perspectiva nordeurocéntrica, la cual piensa y organiza a la totalidad del tiempo y del espacio a partir de su propia experiencia, situando a su historia y su cultura como patrones de referencia superiores y universales (Lander, 2000).
Frente a lo dicho, en el presente trabajo se hace foco sobre una de las carreras que en la actualidad es más sensible a reproducir esta perspectiva a lo largo de las propuestas de grado en Argentina; es el caso de la Ciencia Política. Se propone la identificación de los aspectos que dan cuenta de la presencia de una matriz nordeurocéntrica en el diseño, la implementación y la evaluación curricular de dicha carrera en nuestro país, proponiendo una salida de este esquema de enseñanza y planificación educativa a través de una perspectiva crítica latinoamericana.

2. UNIVERSIDAD, CIENCIAS SOCIALES Y NORDEUROCENTRISMO
Los sistemas nacionales de educación superior son complejos institucionales propios de la modernidad, sin embargo, las universidades se presentan como su componente más antiguo, rastreando sus orígenes en el siglo XII en Europa, cuando nacieron como escuelas vocacionales para la enseñanza de las profesiones.
El concepto universitas originalmente designaba a un cuerpo de personas con intereses comunes y un estatuto legal independiente, un grupo bien definido, ya sea un gremio o una corporación local (Haskins, 2013, p. 38). Su constitución dio lugar al desarrollo de actividades educativas en relación a los requerimientos profesionales, gubernamentales y eclesiásticos de la sociedad de aquel entonces, con el fin de conservar, desarrollar y promocionar la cultura y los conocimientos de la especie humana, fines que al día de hoy esta institución sigue persiguiendo.
En el caso de América Latina y el Caribe las universidades se consolidaron como réplicas casi exactas de instituciones educativas modernas europeas, siguiendo los modelos de reforma napoleónica y humboldtiana (De Carvalho y Flórez Flórez, 2014). Frente a la necesidad de organizar colonialmente el mundo, estas instituciones se presentaron como ideales para cristalizar una cosmovisión que respondía directamente a los intereses europeos y reforzar la constitución colonial de los saberes, organizándose todas las culturas, pueblos y territorios en un gran relato que se universalizó y consolidó globalmente (Lander, 2000; Todorov, 2007).
A pesar de la masificación en el acceso a la educación superior que ha acontecido desde las últimas décadas del siglo XX, los procesos de formación no sufrieron cambios significativos respecto de incluir las voces y la visión de los nuevos actores involucrados.
Cuando el paradigma eurocentrista moderno fue creado, Occidente estaba en el apogeo de su poder sobre las demás culturas, y los académicos europeos -a los que más tarde se agregarían los estadounidenses- no dudaron que su ciencia estaba por encima de cualquier otra tradición intelectual, reafirmándose el rol del “Viejo continente” como el centro de la historia universal, determinando la existencia de una periferia que lo rodeaba y que era consecuentemente parte de su propia definición (Dussel, 1993). Sin embargo éste no solo emergió como un paradigma de conocimiento universalista sino además jerárquico, constituyéndose Europa como sede de la “humanidad racional” frente al resto del mundo (Mignolo, 2003).
Esta percepción de centralidad y superioridad se debió en parte a una pedagogía de transmisión del conocimiento expresada en los currículos y la estructura del dictado de clases, destinada a formar hombres que se ajustaran al fenotipo europeo blanco dominante. El aprecio tan exacerbado por los conocimientos originados en Europa, Estados Unidos y otros países anglosajones, impidió percibir las consecuencias negativas que acarreaba su transferencia para intentar utilizarlos y aplicarlos en la explicación de realidades tan diferentes como las de nuestra región, y por esto mismo ni siquiera en las universidades se percibió la necesidad imperiosa de nuestras sociedades de acceder a un conocimiento universal pero que priorizara la producción y la adquisición de conocimientos contextualizados sobre nuestros escenarios particulares (Fals Borda y Mora-Osejo, 2004).
Desde finales de la década de 1980, época a partir de la cual se dio un gran crecimiento a nivel nacional de la oferta y la matrícula universitaria, se reforzaron las relaciones entre la universidad y el ámbito laboral, erigiéndose la institución educativa como una gran proveedora de mano de obra altamente calificada para un mercado desregulado en el cual el Estado no tenía incidencia. En simultáneo las instituciones de educación superior privada se multiplicaron como nunca antes.
De este modo, se acentuó la visión de la educación como un producto y no como un proceso de enriquecimiento del ser humano, y el universitario pasó a ser un producto listo para incorporarse al mercado en donde primaban -y priman aún- la visión capitalista y nordeurocéntrica del mundo. Por lo tanto, lejos de pensar en la formación de profesionales críticos y reflexivos sobre sus realidades y sus comunidades, el hombre transitivo diría Freire (2011), los modelos de enseñanza se concentraron en lograr egresados aptos para la reproducción del sistema económico, político, cultural y social, favoreciendo la consagración de un modelo de educación bancaria en los niveles más altos de formación académica a los que se puede aspirar (Freire, 2008).
Bajo estas circunstancias que se extendieron a lo largo del tiempo y permanecen hasta la actualidad, la universidad enfrenta la dura responsabilidad de preparar a los estudiantes para que entiendan y se entiendan en la colonialidad del poder.

Esto es urgente porque toda la educación está orientada por la idea de desarrollo, progreso, éxito personal, es decir, la educación hoy por hoy, en Argentina, Estados Unidos, África del Sur o China, es una educación que evade la toma de conciencia de que desarrollo, progreso, éxito personal, etc., tienen como consecuencia la desigualdad, la explotación, la segregación, el racismo, el “generismo”… (Giuliano y Berisso, 2014).

Entender cómo se construyó y se sigue construyendo esta colonialidad del poder, cómo se modificaron sus mecanismos de hegemonización, quién la gestionó en distintos momentos históricos, en definitiva, entender cómo hoy está en disputa, implica que los estudiantes se entiendan a sí mismos y en ese proceso entiendan también el orden global en curso, el cual se ha venido cuestionando fuertemente desde los años ‘60 cuando surgieron en el campo de las ciencias sociales gran cantidad de propuestas y perspectivas alternativas a la planteada como hegemónica. Sin embargo, hasta la fecha, pareciera que se han dado solo como eso, simples alternativas, y no como fuente de igual valor que las nordeurocolonizantes. Y es que ha sido la propia dominación de este paradigma lo que ha impedido su tematización en la enseñanza.
En línea con esta última idea, Alatas (2005) explica como se aprecia el impacto de esta forma de concebir al mundo en la enseñanza interrogándose respecto de algunos intelectuales sobre los que se ha asentado el desarrollo de algunas disciplinas a finales del siglo XIX:

Si tomamos como ejemplo el estudio del siglo XIX, tenemos la impresión de que en ese período sólo Marx, Weber y Durkheim pensaban sobre la naturaleza de la sociedad y su desarrollo, y que no había nadie en Asia o África haciendo lo mismo. La ausencia de pensadores no europeos es particularmente llamativa en los casos en que ellos han influido en el desarrollo del pensamiento social. Típicamente, un texto sobre la historia del pensamiento social o un curso sobre pensamiento y teoría social abarcará a teóricos como Montesquieu, Vico, Comte, Spencer, Marx, Weber, Durkheim, Simmel, Pareto (…) y otros. En general, no se incluyen pensadores no occidentales, y cuando se incluyen, tienden a ser citados por interés histórico y no como fuente de ideas. Por ejemplo, Ibn Jaldún es citado ocasionalmente en historias del pensamiento social, pero raramente es presentado como fuente de teorías y conceptos sociológicos. Se lo considera un mero precursor o protosociólogo (Alatas, 2005, párr. 4).

Para el caso argentino, en particular, sucede algo muy similar. Existe una gran cantidad de pensadores que han gozado de prestigio profesional y/o académico de la talla de Jauretche, Sacalabrini Ortiz, Kusch, Nun o Laclau que en sus respectivos campos y momentos históricos han realizado valiosos aportes para la construcción de una visión más latinoamericana del ser y el hacer de las ciencias sociales y humanísticas, sin embargo quedan reducidos en varias ocasiones a unas pocas cátedras que presentan otra forma de concebir las disciplinas, y rara vez se erigen como autores en torno a los cuales se estructura el proceso de formación universitaria (como sí sucede con los “clásicos” desde la antigüedad hasta la modernidad).  
Lo expresado hasta aquí deja en claro que en nuestras casas de altos estudios prevalece una concepción de Occidente como monoriginador de ideas en las ciencias sociales, no dejando lugar a plantear la cuestión del origen multicultural de esas ciencias. Muchos pensadores sociales latinoamericanos, africanos y del sudeste asiático en los siglos XIX y XX, han sido contemporáneos de “los padres fundadores”, pero apenas son mencionados en los trabajos de historia de la sociología, la antropología y la ciencia política, o son directamente ignorados. Incluso aquellos que sí son reconocidos a la altura de autores provenientes de los países centrales, en general, resultan ser académicos que se han relocalizado para el ejercicio de su profesión mayormente en las principales universidades de los Estados Unidos y Europa (como los casos de los indios Amartya Sen y Homi Bhabha, por sus teorías de la economía del bienestar y del poscolonialismo, respectivamente).
Ahora bien, así como se da una preeminencia de la enseñanza de autores provenientes de esas regiones, también toda la estructura de producción científica está concentrada en pocas manos y unidireccionada.
Hoy en día los organismos de promoción científica nacionales como el CONICET o la CIC en la provincia de Buenos Aires, otorgan un mayor puntaje para la carrera de investigador a las publicaciones en revistas de mayor factor de impacto cuyo proceso de revisión por pares y el número de artículos rechazados por número parecieran asegurar criterios de transparencia y calidad.
No obstante, autores como Buquet (2013), Engels (2012) y Hicks (2004) esbozan argumentos para sostener por qué deberían discutirse los estándares internacionales establecidos en el “primer mundo” para evaluar las producciones latinoamericanas.
En primer lugar, los hábitos de publicación en las ciencias sociales difieren claramente de los que se practican en las ciencias exactas y naturales. En estas últimas la publicación en revistas arbitradas es una práctica ampliamente extendida en todo el mundo, independientemente de la región de la que se trate. Por el contrario, en las ciencias sociales y humanísticas, la comunicación de resultados de investigación por medio de libros y capítulos de libros es mucho más frecuente, por lo que el uso de indicadores bibliométricos pareciera no ajustarse a la especificidad de las disciplinas.  
En segundo término, sucede habitualmente que la producción de las ciencias sociales está enfocada en el estudio y el análisis de cuestiones locales o regionales que pueden no generar interés en las revistas. Por lo tanto, muchos artículos que podrían ser significativos por sus aportes al campo temático, no terminan accediendo a las publicaciones de mayor difusión.
Por último, otra razón es la hegemonía que ejerce en el ámbito científico el idioma inglés. No sólo las universidades de países en los cuales es lengua oficial, sino buena parte de las instituciones académicas del “primer mundo”, utilizan el inglés como lengua de referencia. A su vez, la enorme mayoría de las revistas indexadas en los rankings reconocidos internacionalmente admiten solamente artículos escritos en ese idioma. Así, los estudiantes y egresados que viven en esos contextos reciben a lo largo de toda su formación académica un gran entrenamiento en el uso de la lengua, consagrándose como los “más aptos” para publicar en las revistas más prestigiosas, y los investigadores de América Latina que divulgan los resultados de sus investigaciones en español o portugués -e incluso en lenguas nativas-, compiten con desventaja en ese ámbito. Aunque no puede negarse que el manejo del inglés es indispensable para la actividad científica, debería poder exigirse el mismo nivel de calidad a un texto escrito al menos en los idiomas que predominan en Latinoamérica en pos de incrementar la visibilidad de las producciones regionales.

3. LA CIENCIA POLÍTICA COMO UNA CIENCIA SOCIAL
El establecimiento de la Ciencia Política como un campo independiente de las demás ciencias sociales se produce cuando la política logra separarse de otras formas de la vida social y la ciencia se impone a la fe como paradigma de conocimiento y de la verdad científica (Raus y Respuela, 1997). En este proceso que se inicia con la diferenciación entre el “ser” y el “deber ser” de la política (con un Maquivelo cuyas ideas rebaten el idealismo de Tomás Moro) se identifican rupturas con la religión, la filosofía, el derecho y la sociología, entre otras esferas del conocimiento humano.
Como disciplina histórica, su objeto de estudio se desarrolla en el tiempo y está en continua transformación, lo que exige por parte de quienes la ejercen, un estudio minucioso del contexto y las condiciones en las cuales los fenómenos a estudiar se producen. Sin embargo la existencia de este campo nos revela que no siempre hubo un acuerdo respecto de cuál es su objeto.
Siguiendo a autores como Pasquino (1996) y Nohlen (2008), en el presente trabajo se comprende que la Ciencia Política se debe entender como una ciencia integradora, y su objeto de estudio es sencillamente la política misma.
Al centrar su atención en el desarrollo de las acciones y el funcionamiento de la política, debe reconocérsela como un saber de aplicación ya que su ejercicio la convierte en un instrumento para intervenir en la realidad (Sartori, 2011). Esto indica que como campo de saber, su función más importante está definida por la práctica, no debiendo limitarse la actividad de los cientistas políticos a la mera producción teórica, algo que ha caracterizado históricamente a los procesos de formación y a los planes de estudio de la disciplina en nuestro país. Y es que si la Ciencia Política logra salir de la academia, es decir, trascender extramuros, ya no solo se la asumirá como una disciplina científica sino que estaremos ante el debate de su utilidad social, discusión clave a la hora de pensar el proceso de formación profesional.
La expansión de las investigaciones en años recientes, incluso de las más operativas, ha permitido la adquisición de nuevos datos y la elaboración de nuevas hipótesis, superándose la elaboración de teorías netamente abstractas y reinsertando las variables políticas en el centro de todo análisis de los sistemas políticos.
Como ciencia que estudia la política, reconoce al debate, la controversia y el desacuerdo como inherentes a su ejercicio profesional, y a pesar de que las diferencias acerca de su objeto como así también en sus métodos parecieran haberse zanjado, existen aún en nuestro país y en la región latinoamericana discrepancias notorias en el modelo de politólogo que cada institución universitaria desea formar, y por ende, entra en discusión el rol del profesional en la sociedad actual.
Si bien cada casa de altos estudios tiene la potestad de darle la impronta que considera necesaria al perfil profesional con la intención de formar un tipo particular de politólogo, en el momento de elaborar o reformular los planes de estudio se debe comprender que esta ciencia, ante las actuales y constantes transformaciones de los sistemas y las instituciones políticas, requiere nuevos enfoques que realcen el pensamiento latinoamericano, conduciendo la formación profesional a generar politólogos capaces de buscar soluciones y alternativas propias e inherentes a los contextos sociopolíticos donde deben ser aplicadas, ahondar en la precisión descriptiva de los procesos y hechos políticos más allá de las grandes teorías angloeuropeas, actualizar los métodos de investigación y dejar de lado los juicios normativos y las eternas discusiones respecto de postulados epistemológicos o ideológicos que no le resuelven los problemas de la ciudadanía.

Los procesos de cierto agotamiento y declives de nuestras agencias y organizaciones políticas, los propios cambios que asume la política en esta parte del mundo, la creciente personalización del poder en detrimento de la institucionalidad democrática, aunando a otros fenómenos, conforman el principal indicador y denunciante de producir nuevas tematizaciones, elaboraciones, hipótesis, modelos y planteos que nos permitan asumir, por un lado, los desafíos, y presentarnos al mismo tiempo como una de las disciplinas de mayor punta, crecimiento y vanguardia del nuevo milenio (Rivas Leone, 2003, p. 118).

Al estudiar la organización y contenidos de las carreras como propuestas formativas de las instituciones de educación superior, se puede reconocer si la oferta educativa está próxima a favorecer el desarrollo de profesionales que puedan realizar aportes significativos al abordaje de nuevas temáticas y la propuesta de soluciones para las problemáticas existentes en el campo de la política, o simplemente se los prepara para reproducir modelos teóricos y conceptuales existentes que ni siquiera se producen en los contextos de aplicación. Y es que ésta disciplina, como expresara Rivas Leone (2003) “debe seguir siendo esencialmente problemática, en la medida que nuestro espacio de reflexión supera con creces al de la presentación de resultados” (p. 120).
Si las propuestas formativas en el área son pensadas e implementadas desde esta visión, se podrá hablar de una ciencia creativa y extrovertida, caracterizada por la inter y transdisciplinariedad. Así la innovación no dependerá solamente de lo que suceda al interior de la Ciencia Política sino que también dependerá de los intercambios que puedan realizarse con otros campos de estudio ya que todos los temas políticos importantes cruzan las fronteras de las disciplinas (Dogan, 2001).

4. LA ENSEÑANZA UNIVERSITARIA DE LA CIENCIA POLÍTICA.
Las primeras ofertas de planes de estudio en la disciplina aparecen a finales del siglo XIX, cuando la Ciencia Política deja de ser un mero curso ofrecido en carreras de Derecho y Ciencias Económicas y se crean la Escuela Libre de Ciencias Políticas de París (1872) y el Departamento de Ciencia Política de la Universidad de Columbia (1880) (Berndtson, 1987). Posteriormente comenzó a extenderse a partir del surgimiento de nuevas unidades académicas, como los Departamentos de Ciencia Política de las Universidades de Michigan, Yale, Harvard, Johns Hopkins y la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de Chicago.  
El desarrollo en Latinoamérica es tardío ya que puede empezar a hablarse de procesos de institucionalización recién a finales de la década de 1950, siendo al día de hoy tres los países con mayor tradición disciplinar: Argentina, Brasil y México.

Quizás, sólo estos tres países lograrían satisfacer (…) casi todos los criterios que se nos podrían ocurrir para hablar de institucionalización disciplinaria, como ofrecer títulos en los diferentes niveles universitarios, poseer programas de investigación consolidados, tener criterios claros para evaluar la calidad de la investigación, contar con una carrera profesional y académica, permitir vivir dignamente a los politólogos y politólogas de su trabajo, entre otras cosas (Altman, 2005, p. 4).

En el caso de nuestro país, la Ciencia Política comenzó a institucionalizarse como disciplina académica entre 1919 y 1923, con la creación de las carreras de Licenciaturas en Servicio Consular y en Servicio Diplomático ofrecidas por la Facultad de Ciencias Económicas, Comerciales y Políticas de la Universidad Nacional del Litoral, las cuales años más tarde se unificarían conformando la carrera de Ciencias Políticas y Diplomacia.
Ya en la década de 1950, la Universidad Nacional de Cuyo y la Universidad del Salvador fueron las primeras en ofrecer regularmente la carrera bajo la denominación de Licenciatura en Ciencia Política, tal como se la conoce en nuestros días. Años más tarde, se amplió la oferta académica a partir de la aparición de ofertas de posgrado en el área, en particular vale la pena mencionar los creados en la Universidad Católica Argentina a partir de 1965 (aunque la carrera de grado recién se dictaría allí a partir de 1972) (Bulcourf y D’Alessandro, 2012, p. 142).
Sin embargo, con la llegada de la última dictadura muchas de estas carreras dejaron de funcionar, en particular las ofrecidas en las universidades de gestión estatal. Recién en 1986 y con la democracia restablecida, la Universidad de Buenos Aires inició el ciclo de formación, época en la que también volvieron a dictarse varias de las carreras que durante el denominado “Proceso de Reorganización Nacional” habían sido prohibidas por ser consideradas espacios de formación de líderes políticos potencialmente desestabilizadores del orden instituido.
A finales de la década de 1990 y con el comienzo del nuevo milenio, empezaron a crearse cursos de estas licenciaturas en otras unidades académicas del resto del país, lo que terminó por consagrarla como una opción de estudio a lo largo y ancho de todo el territorio.
Actualmente, en Argentina se dictan unas 32 carreras de grado de manera presencial y algunas pocas con modalidad a distancia, distribuidas equitativamente entre universidades públicas y privadas. Todas ellas son ciclos de formación de 4 o 5 años de duración y están orientadas en su gran mayoría a la inserción laboral en el ámbito de la administración pública (con preeminencia del ámbito local), la investigación científica, la comunicación política y las relaciones internacionales. Estructuras curriculares (de la totalidad de las carreras), programas analíticos de materias con sus componentes (de al menos la mitad de la oferta mencionada), modalidades de evaluación y otros elementos curriculares fueron materia de análisis del presente trabajo. Se revisaron comparativamente buscando elementos que den cuenta de la presencia de la matriz nordeurocéntrica en el diseño, la implementación y la evaluación curricular.
Más allá de la variedad y las diferencias que pueden advertirse en los planes de estudio de cada una de las ofertas vigentes en el país, hay algunos rasgos comunes en varias licenciaturas: ausencia o insuficiencia de prácticas profesionales lo que deriva en una formación marcadamente academicista (véase Rinaldi, 2015); la preeminencia de un trabajo final de investigación, sin posibilidades para los alumnos de realizar una presentación más vinculada a sus intereses de futuro ejercicio profesional que pueden exceder a la actividad científica; falta de inclusión de temáticas y teorías emergentes; baja cantidad de materias electivas; entre otros. Sin embargo, quizá la cuestión que más se destaca en los cursos de formación es la hegemonía que ejerce la perspectiva nordeurocéntrica, denotando un alto grado de colonialidad curricular que impacta en el tipo de profesional que se está formando, cuestión de la que nos ocuparemos en el próximo apartado.

5. COLONIALIDAD EN EL DISEÑO, LA IMPLEMENTACIÓN Y LA EVALUACIÓN CURRICULAR.
La idea de “colonialidad” sobrepasa conceptualmente la noción de “colonialismo”, ya que pretende abordar no sólo el fenómeno de control y dominación política directos sobre las colonias que ejercieron las potencias europeas, sino también la existencia de una estructura que trasciende la situación de dominación una vez que la relación colonial formal ha desaparecido. En otras palabras, cuando desaparece el colonialismo como sistema político, el poder social subsiste aún constituido sobre la base de criterios originados en dicha relación colonial (Quijano y Wallerstein, 1992).
Esa colonialidad en el ámbito educativo, se expresa a través de diferentes formas de control del conocimiento, es decir, la “colonialidad del saber”. Si bien es cierto que en nuestro país las universidades gozan de un gran margen de autonomía a la hora de determinar qué es aquello que van a enseñar, en la práctica resultan estar condicionadas por las matrices en las que históricamente se han formado a los profesionales de las diversas disciplinas, careciéndose de un proceso de emancipación epistemológica y académica. La Ciencia Política no escapa a esto.
Al revisar los planes de formación disciplinares tanto en su concepción como en su ejecución, se observa como la perspectiva nordeurocéntrica permea en cada una de las etapas en las que se realiza el currículum.

5. 1. Diseño.
Muchas de las dificultades que enfrentan los planes de estudio de la Ciencia Política radican en la estructura inicial desde la cual se pensó el modelo de profesional a formar a lo largo de todo un ciclo.
Al momento de planificar un diseño curricular en el marco de la disciplina, se da por supuesto que las bases teóricas son de carácter incontrastable y que debe asentarse todo el proceso educativo sobre una serie de autores que han marcado el devenir científico a lo largo de la historia. Pero esa historia contiene un sinfín de sesgos que conducen a que exista una única versión de los hechos. Desde esta idea, la única Ciencia Política posible de ser hecha -a pesar de no haber una única teoría que domine en la actualidad- es la nordeuropea, aplicándose sus categorías de análisis a realidades particulares y disímiles con una fuerza universalizadora.
Esto conduce a determinadas decisiones curriculares que afectan sensiblemente el tipo de politólogo que emerge de las universidades argentinas, en particular de las de gestión estatal. Un ejemplo de esto es la sobreoccidentalización de los contenidos mínimos de los planes de estudios. Un estudiante de la disciplina se inicia generalmente estudiando algunos conceptos centrales para la formación: Estado, gobierno, sistemas y regímenes políticos, diferencias entre la filosofía política y la ciencia. Desde el primer momento todas las categorías que se abordan corresponden a nociones que se consagran en la modernidad europea y se extienden a otras realidades, como si el único modelo de “democracia” posible fuera el occidental y no existiera forma alguna de definir o argumentar que puede interpretarse algo distinto. Como si la abstracción de los conceptos de la que nos advirtiera Sartori (2011) no fuera tal y hubiera una única e irrefutable forma de entender los fenómenos políticos de los que la Ciencia Política se encarga.
Claro que hay quienes pueden sostener que existen debates entre corrientes y tradiciones de pensamiento que enfrentan teorías y formas de entender al mundo. Pero siempre se dan en el marco de un pensamiento occidental y occidentalizador. Si bien la búsqueda de perspectivas del conocer no eurocéntrico tiene una larga y valiosa tradición en América Latina, quizá desde José Martí, eso no forma parte del proceso de formación inicial de quienes se preparan para pensar la política. Incluso trabajos realizados en Estados Unidos demuestran como los programas de la carrera han sido desde sus orígenes elitistas en cuanto a su contenido y posicionamiento ideológico (véase por ejemplo Wilmer, Melody y Maier Murdock, 1994).
Luego de un primer año universitario en el cual los estudiantes se socializaron para la reproducción de conocimientos de las ciencias sociales/humanísticas occidentales (en lo específico de la disciplina pero también en los campos de la historia, sociología, la filosofía, la economía, entre otras), se continúa con la profundización de las teorías políticas frecuentemente en espacios curriculares que se organizan según el momento histórico de la producción. Así hay una teoría política antigua, una medieval, otra moderna y una última contemporánea, organizándose en dos o tres materias según el caso, pero con la impronta de que los autores que se aborden desde los lineamientos del plan sean esencialmente los “clásicos” y los “mismos”, varios de los cuales se han mencionado en un apartado anterior.  
Al concluir la carrera, se evidencia que no se ha priorizado la lectura y el estudio desde una perspectiva latinoamericana (Lander, 2000), en particular a raíz de la falta de asignaturas que apunten a discutir las teorías políticas latinoamericanas -sobre todo aquellas que se gestaron a lo largo del siglo XX y XXI que se plantean como emancipatorias y contrahegemónicas- ni se han incluido otras voces de diversos contextos que desafíen el status quo imperante.
Y esta perspectiva hegemónica no solo se ve en la selección geográfica de los autores que conforman la propuesta inicial curricular, sino también en el género de los mismos. En los ciclos de formación de grado de Ciencia Política que hoy en día se dictan en nuestro país se da un proceso de invisibilización de las perspectivas de género y de las producciones femeninas, reforzando el modelo que indica a la ciencia como una “actividad de hombres”, cuestionamientos que se realizan también en el contexto nordeuropeo donde se gestan inicialmente estas diferencias entre los géneros al momento de ponderar sus producciones académicas (cuestión evidenciada en trabajos como Cassese, Boss y Duncan, 2012; Curtin, 2013; Di Stefano, 1997; Jose, Convery, Mc Loughlin y Owen, 2011; Sawer, 2004).

5. 2. Implementación.
Así como decimos que hay cierto grado de libertad en el planificar de la universidad, también lo hay al interior de las asignaturas considerando el principio de libertad de cátedra. Sin embargo, lo extraordinario que acontece en la planificación de las clases es que docentes que seguramente no han tenido acceso al plan de estudios en su totalidad -por lo cual no pueden determinar el lugar que ocupa su materia en el entramado curricular- y probablemente solo tienen noción de los contenidos mínimos a enseñar (Follari, 2010), saben efectivamente lo que “tienen que dar” ya que se da un fenómeno de coincidencia entre los autores y las teorías tanto del plan como de los programas. En otras palabras, los programas de las asignaturas replican lo que dice el currículum formal prácticamente sin que los docentes lo hayan observado. Esto a la vista del no experto podría verse como una simbiosis entre ambos componentes de la enseñanza. Por el contrario, resulta que se debe a un proceso de reproducción del mismo docente de aquello que con frecuencia es considerado como “lo correcto” para ser transmitido en cada espacio curricular, como si no hubiera un mundo de teorías y formas de concebir la formación profesional fuera de la producción hegemónica de Occidente.
En este trabajo consideramos que los docentes son responsables, junto con los decisores políticos y curriculares de las instituciones, de la búsqueda de alternativas a la conformación profundamente excluyente y desigual del mundo moderno, debiendo realizar un esfuerzo para deconstruir el carácter universal y natural de la sociedad capitalista-liberal. Esto requiere el cuestionamiento de las pretensiones de objetividad y neutralidad de los principales instrumentos de naturalización y legitimación de este orden social: el conjunto de saberes que conocemos globalmente como Ciencias Sociales (Lander, 2000), y en particular del orden político que estudia la disciplina de la cual nos ocupamos.
En este sentido, creemos tal como dice Kusch (citado en Giuliano y Berisso, 2014), que “el miedo a pensar lo propio se manifiesta en la necesidad de tener una guía confiable de conocimiento”. Sin embargo, son los docentes quienes pueden desde el lugar que ocupan romper con el pensamiento unívoco.
La Ciencia Política se ha presentado desde sus inicios como disciplina universitaria en nuestro país como una formación netamente academicista. Esto ha derivado en que los alumnos reconozcan profundas dificultades para establecer un nexo entre la formación universitaria y el ámbito laboral, estando atada la inserción de los profesionales en el mercado de trabajo al desconocimiento y la desinformación que existe en torno al ejercicio de la disciplina, como señalan Schvetz y Snaidas (2010).
Si bien la no existencia de actividades prácticas concretas en el plan de estudios obedece en general a una decisión institucional, desde el espacio de las asignaturas se esperaría que los docentes generaran actividades intra y extramuros que favorezcan la representación de aquellas tareas que los estudiantes desarrollarán en su ejercicio cotidiano una vez que obtengan el título. Y es que el “hacer politológico” en nuestro país tiene especificidades que escapan a los análisis que pueden realizarse desde las grandes teorías estadounidenses y europeas y que solo se pueden experimentar en terreno. En definitiva y tal como lo sostiene Ferreirós (2015), se trata de evitar reducir la enseñanza al “tráfico de información a través de dispositivos didácticos bancarios cuyos supuestos se justifican desde tecnologías del aprendizaje sin sujeto”.
Otro de los cuestionamientos que se puede realizar a la tarea de implementación de los planes de estudio en la carrera está asociado a los conocimientos concretos que acreditan tener los mismos docentes a los que nos hemos referido. Sobre todo pensando en aquellos que están a cargo de materias troncales de la formación, ¿Es posible pedirle a un profesional que se ha alfabetizado en los usos disciplinares a través de una matriz nordeurocolonizante y que trabaja a diario sosteniendo un relato politológico en esa dirección, que amplíe su horizonte como enseñante a teorías y corrientes del pensamiento distintas a las “tradicionales”? En principio se cree que esto es posible, pero conlleva dos implicaciones. La primera, un profesional dispuesto a formarse y re-formarse en nuevos modos de asumir el proceso educativo del cual es parte. La segunda, y volviendo al punto anterior, un gobierno de la carrera que vehiculice esta transformación, por lo cual, la gestión curricular da cuenta de un grado de responsabilidad sobre el fenómeno que estudiamos.

5. 3. Evaluación.
La evaluación de los conocimientos a los que arriba un estudiante a lo largo de su período de formación académica opera en diversos niveles.
Un primer nivel sería el de la evaluación de contenidos en el ámbito de cada materia. Dada la matriz nordeurocéntrica de la hemos venido hablando a lo largo de todo este trabajo, resulta habitual que los mecanismos de evaluación apunten a la reproducción de textos particulares, y no a la crítica y al debate con esos y otros autores (Bulcourf, 2008). Siendo coherentes con lo que decíamos algunos párrafos atrás, el docente no solo evalúa sobre aquello que conoce sino también a través de modalidades que le resultan familiares. Pero la evaluación de “lo curricular” no culmina ahí.
En un segundo nivel, se da un proceso de evaluación por medio del colectivo profesional, que excede al ámbito universitario. Al ingresar al mercado de trabajo, más aún si esa inserción se da en el espacio académico, del Estado o donde prevalece la presencia de los politólogos, hay un conjunto de profesionales que se formaron en recorridos similares que esperan encontrar en uno un cúmulo de saberes semejantes. Pareciera que la calidad del proceso de formación dependiera en parte de qué tan cerca se está de manejar los temas centrales de una disciplina bajo la lógica de un conjunto de teorías que se asocian a determinados autores y contextos (e incluso, a determinadas casas de estudios). Lo que confirma la existencia de una “geopolítica del conocimiento”, que no sólo hace referencia a un espacio físico sino también a los espacios históricos, culturales, sociales y discursivos, en palabras de Mignolo (2000) “los espacios epistemológicamente diagramados”.
Y en tercer lugar, hay una evaluación que se realiza desde la misma sociedad a partir de los imaginarios que se tienen respecto del rol que desempeñan los cientistas políticos en sus comunidades. Diversos trabajos (Bulcourf, 2008; de la Garza, 2008; Espejo, 2010) han insistido en que pareciera que los politólogos de la región y del país son simples intelectuales que “piensan a la sociedad”, cuyos trabajos se limitan a analizar el devenir de la política desde las categorías occidentales. Más aún, al tratarse de una disciplina cuya especificidad profesional aún se encuentra en construcción y tras la conquista de espacios que le sean propios, el ejercicio de la politología en Argentina debería enfocarse en desarrollar un estilo de pensar propio, que tal como dice Kusch (1977) “se da en el fondo de América”, y que contemple los rasgos propios de su fenómeno de estudio en su tiempo y espacio avanzando hacia un enfoque más local con una mirada y categorías construidas en su contexto.
6. DECOLONIALIDAD DESDE UNA PERSPECTIVA CRÍTICA LATINOAMERICANA.
Hasta aquí se expusieron algunas de las formas en las que se expresa el nordeurocentrismo en las diversas instancias curriculares que se vinculan a la enseñanza universitaria de la Ciencia Política. Sin embargo y dado lo que se ha venido argumentando, la reflexión que se ha sostenido cobra importancia en tanto se planteen fundamentos que nos permitan señalar hacia qué dirección avanzar para lograr procesos de formación con identidad propia.
Primeramente, resulta significativo tomar conciencia a nivel institucional acerca de que el mundo aún no ha sido completamente decolonializado. Si bien aconteció en la mayoría de los territorios un proceso de descolonialización iniciado en el siglo XIX, este se limitó a la independencia de los territorios “periféricos”. Por eso es que en este trabajo nos referimos a la noción de “decolonialidad” como un proceso necesario que debe enfocarse en disolver las múltiples relaciones raciales, sexuales, epistémicas, económicas y de género que la descolonialización dejó indemnes. Lógicamente se trata de un trayecto de resignificación a largo plazo, que no se puede reducir a un acontecimiento jurídico-político (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007). Sin embargo, con frecuencia, estos dos fenómenos no se aprecian como parte de un mismo proceso.
Las universidades latinoamericanas en este transcurso juegan un papel decisivo no solo como centro formador de los recursos humanos más calificados sino también de ciudadanos comprometidos con sus comunidades de pertenencia. Entendemos que en esa relación constante que se da con el mundo de las empresas a las cuales proveen sujetos formados, necesita un cambio de dirección que le permita a los centros educativos poder imponer mayores condiciones respecto al profesional que desean formar, entendiéndolos a los egresados como agentes para el cambio social y no como meros reproductores o engranajes del sistema de mercado. Para eso resulta crucial que los procesos de formación incluyan miradas y perspectivas del ejercicio profesional que se diferencien de las que se han venido sosteniendo desde siempre.
En este sentido, Wallerstein (1996) subrayó hace un par de décadas la importancia de abrir las ciencias sociales a los saberes sistemáticamente excluidos, por lo que la mejor manera de alcanzar un conocimiento objetivo de los procesos sociales, y en este caso en particular, de los procesos políticos, es incorporar las experiencias de grupos históricamente invisibilizados, emprendiendo una apertura hacia la investigación y la enseñanza de todas las culturas en la búsqueda de un “universalismo pluralista, renovado, ampliado y significativo” (pp. 95-97).
Para ello, es necesario a su vez desarrollar un nuevo lenguaje que dé cuenta de los complejos procesos del sistema-mundo capitalista, patriarcal, moderno y colonial sin depender del viejo lenguaje heredado de las ciencias sociales del siglo XIX. Producir un lenguaje alternativo es uno de los desafíos teóricos más grandes que enfrentamos. “Es prioritario encontrar nuevos conceptos y un nuevo lenguaje que dé cuenta de la complejidad de las jerarquías de género, raza, clase, sexualidad, conocimiento y espiritualidad dentro de los procesos geopolíticos, geoculturales y geoeconómicos del sistema-mundo” (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007). Para encontrar/generar ese nuevo lenguaje, se torna imperioso mirar por fuera de nuestros paradigmas, enfoques, disciplinas y campos de conocimientos, aquellos que nos fueron heredados de la tradición angloeuropea decimonónica.
Ahora bien, a pesar de que en este trabajo se esboza una crítica a la tradición nordeurocéntrica de las ciencias sociales y se refuerza la importancia de abordar la disciplinas desde una perspectiva latinoamericana, se corre el peligro en este trayecto de terminar desarrollando disciplinas “americanocéntricas”, que pretendan lograr la misma fuerza de imposición que han logrado en otro momento histórico las que se señalan en este escrito. Es por eso que lo distintivo de los campos del conocimiento que analizamos en nuestra región, debería ser el corrimiento de un centro específico, recogiendo ideas producidas en múltiples contextos socio-políticos y culturales más allá de límites geográficos e idiomáticos (Walsh, Mignolo, y García Linera, 2006). Por lo tanto, el proceso de “descolonización intelectual” al que se refiere Mignolo (1995) y a partir del cual se vuelven a construir nuevos lugares legítimos de enunciación, debe incluir necesariamente una visión que combine lo singular con lo global, haciéndose uso de todos los saberes posibles pero situándose en el tiempo y el espacio en donde a uno le ha tocado transitar su vida. En el campo de la educación universitaria, esto supondría basar la formación profesional en lo “propio”, pero en un propio que se ha construido a partir de la lectura, el estudio y la discusión con lo “ajeno”, que puede provenir de Europa, Estados Unidos o el Centro de África. Así, aprender a enunciar implica abandonar la creencia sobre la existencia de una única posición desde la cual hacerlo transfiriendo poder de enunciación a otros actores.
A lo dicho se puede agregar que en el caso particular de la Ciencia Política se da un fenómeno de incomprensión respecto del espacio propio de la conciencia reflexiva y crítica en las múltiples culturas latinoamericanas, reduciendo su ámbito únicamente a la actividad desarrollada por los intelectuales profesionales. Si uno de los males que ha aquejado a la disciplina ha sido considerarla como un campo del conocimiento exclusivo de la academia (en especial por herencia de la visión nordeurocéntrica de “ciencia” que los politólogos de los países centrales mayormente promulgaron), trabajar desde una visión crítica y latinoamericana implicaría pensar a la profesión en su inserción social, reconociendo a la política, su objeto de estudio, como un bien común a todos los sujetos y que tiene sus propias lógicas en el contexto en el cual acontece. Así no solo estaríamos hablando de un proceso de descolonización intelectual sino también de una extensión de ese pensamiento latinoamericano y critico a la sociedad en su conjunto. Y es que no se puede desconocer de ningún modo el lugar de la reflexión, la crítica y la construcción de un conocimiento entre los diversos tipos de sujetos que interactúan y cuestionan la realidad social y cultural latinoamericana. El pensar es parte de una actividad cultural que está presente en las diferentes tradiciones, y la universidad como una institución más debe promover cómo pensar la política desde el propio contexto y con categorías pertinentes.
Ahora bien, tanto la decolonialidad de la que venimos hablando como la extensión de esa conciencia crítica, deben darse en condiciones de poder lograr un pensamiento que Mignolo denomina fronterizo. Este tipo de pensamiento es la singularidad epistémica de cualquier proyecto decolonial e implica salirse de las categorías de pensamiento y experiencia occidentales a partir de originarse una conciencia de colonialidad.

Nosotros y nosotras, anthropos, quienes habitamos y pensamos en las fronteras con conciencia decolonial, estamos en camino de desprendernos; y con el fin de desprendernos necesitamos ser epistemológicamente desobedientes. Pagaremos el precio, puesto que los periódicos y revistas, las disciplinas de las ciencias sociales y las humanidades, así como las escuelas profesionales, son territoriales. En otras palabras, el pensamiento fronterizo es la condición necesaria para pensar decolonialmente (Mignolo, 2013, p. 14).

En estos términos, la desobediencia puede conducirnos a reformular nuestros modos de ser en la disciplina. Claro está que esto implicaría que cada politólogo, en particular aquel en ejercicio de la tarea docente, de investigación o de diseño de planes de estudio, definiera el perfil profesional a partir de prácticas que considere que son productivas para el quehacer de la Ciencia Política más allá de las tendencias o los modos señalados desde los guetos de expertos. Se trata en definitiva de discutir con espacios instituidos pero a la vez de construir nuevas formas de enunciación que permitan ejercer una ciencia como la que nos ocupa desde un pensamiento crítico del “hacer ciencia” más tradicional.

7. CONSIDERACIONES FINALES
En el presente trabajo se realizó una descripción de los aspectos que dan cuenta de la presencia de una matriz nordeurocéntrica en las diferentes instancias curriculares de las licenciaturas en Ciencia Política, proponiendo una salida de este esquema de enseñanza y planificación educativa a través de una perspectiva crítica latinoamericana.
Tal como se expuso, desde los inicios de nuestros sistemas universitarios se consagró una forma de ver el mundo, y por ende, de hacer ciencias sociales, que se centró en el estudio y la reproducción de las grandes teorías nordeuropeas, cuestión que sigue vigente mayoritariamente en las aulas y sobre la cual se enfoca mayormente el proceso de formación.
Hoy más que nunca la ciencia política necesita una mirada distinta a la hora de encarar el diseño de planes y programas analíticos. El desafío que enfrentamos es el de promover investigaciones que tengan una mirada crítica sobre el currículo y las estructuras de enseñanza que persisten otorgando preeminencia a determinadas corrientes de pensamiento que invisibilizan y minimizan las producciones consideradas “alternativas” o “periféricas”. Para ello se requiere repensar las categorías desde las cuales se gesta la formación universitaria pero a la vez rediseñar el sistema científico-académico que permite el desarrollo profesional de los politólogos.
Al asumir la enseñanza en la disciplina desde una perspectiva crítica latinoamericana se potencian las posibilidades de conducir la educación hacia un proceso de decolonialidad que culmine con la visión de que existe una única y adecuada manera de preparar a los estudiantes para su ejercicio laboral. En definitiva, de la desobediencia epistemológica puede nacer una nueva y mejor ciencia política que fomente la participación de los expertos comprendiendo las singularidades del contexto de actuación y siendo su ejercicio significativo para la vida política de sus comunidades. 

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*Doctorando en Educación (UNTREF-UNSaM-UNLa). Magister en Currículum y Especialista en Didáctica y Currículum (UNLZ). Licenciado en Ciencia Política (UNLaM). Docente-Investigador (UNLaM) e integrante del Departamento de Calidad Educativa (ITBA).

Recibido: 17/09/2018 Aceptado: 21/03/2019 Publicado: Marzo de 2019

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