Ediel Pérez Noguera (CV)
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Universidad de Artemisa
I
Si la poesía no es el antecesor de la razón, tampoco es el sustituto de la razón. Decía Lezama que la poesía pese a haber emergido del mundo prelógico, no era lógica, es decir, que contiene una dialéctica, una relación extraña de los contrarios que, sin sustituir a la razón, crea su propio mundo, o para ser más precisos, busca reintegrar, salvar la unidad. La unidad de la poesía es más original que la que pretende funda la razón, y no por ello hemos de considerar a la segunda como una forma inferior; son dos cualidades del ser, dos acercamientos a un fin. Pero la poesía está inmersa en las aguas originales, cuando el hombre es aún parte del todo y no alcanza a definir dónde termina su cuerpo y comienzan los otros; ella es la conciencia de este origen. De ahí el vértigo de las palabras por hallar una coexistencia de todos los seres, y también el anhelo de un tiempo que se encuentra detenido en la espesura de las aguas. En este sentido, la poesía no puede ser nunca evasión, sino el gran intento de apresar toda la realidad. Lo que parece juego, fantasía, es el fluir de todas las cosas, de un modo tan vertiginoso que no puede ser racional. El poeta es el niño que no sabiendo nada de las cosas, ni de sí, mira el mundo como una extensión de sus manos, y a sus manos como una lanza extraña que penetra en su cuerpo.
María Zambrano interroga este origen y de él brotan dos raíces, dos pecados de un mismo árbol. De un lado la razón, el filósofo en busca del ser, el ser de los griegos que condujo a Platón a “la condenación de la poesía”. Y en el otro extremo, como salida de un tiempo irracional y puro, la raíz alada del poeta. La una entra seducida al mundo sensorial, pero rápido lo abandona porque siente el llamado de la esencia. La otra queda como una hija en el seno de las apariencias; es tímida, mimada y enteramente fiel a su principio. El poeta no quiere separarse de los sentidos para caer en el frío mundo de las esencias; quiere aglutinar todos los placeres y también el sufrimiento; quiere detener las horas: “La poesía se aferra al instante y no admite la esperanza, el consuelo de la razón”. Crea la otredad, las sombras que para Platón no podían ser otra cosa que la mentira. “El conocimiento -continúa María Zambrano-, es pues, purificación, separación del alma de sus cadenas para reintegrarse a su verdadera naturaleza”. Y esas cadenas -el cuerpo, los sentidos- son la única permanencia de aquel estado inicial donde el hombre aún no era, y la verdadera naturaleza es la separación para constituirse en algo individual, absoluto, libre. Sin embargo, existe un camino a través de la carne: el camino de la belleza, el amor a la belleza sensible. Mediante ella se reconcilian las apariencias y las esencias. María Zambrano resume esta idea platónica:
“El amor sirve al conocimiento, llega al mismo fin que él por diferente camino, por el camino que menos apropiado parecía, el de la manía o el delirio…”
Y más adelante:
“Hay un delirio divino que es el amor. ¿Cómo al llegar aquí, no sintió Platón la necesidad de justificar a los poetas como hombres esclavizados por este delirio? Delirio del amor que ejerce la misma función que la violencia filosófica.”
El concepto del amor, la expresión sublime de la carne que la trasciende y se encamina hacia lo divino. Aquí tiene su triunfo la poesía y su ascenso a la unidad del conocimiento:
“El amor se ha salvado por su ‘idea’, es decir, por su unidad. Se ha salvado porque partiendo de la dispersión de la carne lleva a la unidad del conocimiento, porque su ímpetu irracional es divino ya que hacia lo divino asciende.”
Con esto cierra lo que pudiéramos llamar la primera parte del libro; primera parte que compete, como hemos visto, a la relación poesía-filosofía en el espíritu griego que M. Z. se permite trabajar esencialmente bajo el pensamiento de Platón, porque en él se produce, digámoslo, la fusión de los dos elementos fundamentales de la cultura griega: razón y belleza.
II
Si en el mundo griego se perseguía la separación del hombre de la naturaleza, para erguirse como ser individual, pero absoluto en la Época Moderna esta individualidad adquiere un matiz más concreto, digamos psicológico. La cuestión no es la búsqueda del ser, pues esta ya se ha dado, sino la necesidad de existir como un ente particular, como persona (entiéndase por tal lo que decía Kierkeegard). El filósofo traza los límites con el mundo; es una fortaleza que levanta con su sistema de pensamiento, para protegerse quizás de de un medio hostil, de una sociedad que comienza a concentrarse en grandes ciudades, grandes soledades: “Como solamente consigo mismo contaba se dedicó a construir, a edificar algo cerrado, absoluto, resistente…” Son los siglos del individualismo; el hombre ha llegado a lo más alto: la libertad, aquella de la que nos habla el existencialismo; el hombre se ha desprendido finalmente, y esta libertad pesa sobre sus hombros. El filósofo quiere ser eterno, pero como un astro, como una roca inmutable y única. El poeta no busca la inmortalidad, o mejor, no buscándola la encuentra, porque lo que pretende es otra cosa, lo que anhela es la restauración de la materia toda, como Tomás de Aquino anunciaba. Es este un regreso a los orígenes, a la inmortalidad, pero sin la violencia de la filosofía, a través del camino del amor. Porque el poeta “no solo quiere volver a los soñados orígenes, sino que quiere, necesita, volver con todos y solo podrá volver si vuelve acompañado”. Extraña fidelidad del poeta que renuncia a ser él mismo y así se salva. Esta fidelidad se afianza en la Época Moderna por la conciencia. La poesía se torna conciencia de sí misma, conoce su problemática, su sentido en el universo, y ya no sublimiza, no se pierde en las apariencias. Dice Zambrano refiriéndose a la poesía pura y a Paul Valery: “Significa un paso decisivo y quizá la identificación más total hasta ahora de pensamiento y poesía.” Pero este equilibrio entre poesía y razón no ha de extenderse mucho; y ya se sabe cómo el surrealismo inclinó la balanza hacia lo irracional, queriendo escapar de la vigilia insoportable de la conciencia. El hombre moderno (poeta, filósofo) asiste a la crisis del pensamiento lógico, incapaz de aprehender la realidad en todos sus misterios y relaciones –problema planteado por Ortega y Gasset en sus “Apuntes sobre el pensamiento”-. El análisis de esta crisis nos lleva a la confirmación del origen común de la poesía y la razón, porque la insuficiencia de una en determinado tiempo histórico, se revierte en plenitud de la otra. Ambas nacen del intento de alcanzar algo que, por los medios que se tienen, es imposible. La razón lo logra en su unidad esencial del mundo; la poesía también, en su relación filial con las cosas. ¿Quién dominará sobre quién? La filosofía implica una violencia, ya nos decía María Zambrano; la poesía es la pasividad, la espera: el objeto ha de integrarse al poeta sin violencia. Una tuerce, obliga; la otra va como la brisa: con indiferencia, pero en todas partes. Una hace descender el fruto; la otra espera que él caiga como algo que siempre le perteneció, que es ella misma.
Quien viva en armonía con las cosas, perdurará, mas quien intente gobernar sobre las cosas solo vivirá la angustia de sus límites, pues nadie puede contener toda la energía, todo el conocimiento en sí. Y esta armonía, esta comunión, es lo que Zambrano define como el amor, la realización en otros. Y así el viaje imposible de la poesía se convierte al fin en una eternidad.
(Todas las citas pertenecen al libro “Filosofía y poesía”, de María Zambrano).