Marcos Cueva Perus (CV)
cuevaperus@yahoo.com.mx
Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM, México.
Resumen:
Este texto discute la idea de que en el siglo XIX América Latina habría sido “ingobernable” por el atraso de los sectores populares, y muestra en cambio los vicios de los grupos acomodados, de origen criollo, incapaces de dirigir o siquiera construir mínimamente Estados-nación. Esos grupos nunca se interesaron por otra cosa que el gasto suntuario y las formas de poder político asociadas al mismo gasto, sin miras a futuro ni construcción de una colectividad sólida y humana, donde todos se reconocieran como semejantes. Los testimonios del siglo XIX recogidos muestran lo correcto de ciertas tesis historiográficas según las cuales las “revoluciones de Independencia” fueron más actos de resistencia criolla que de auténtica emancipación, por lo que en el siglo XIX se vieron reforzados vicios heredados del periodo colonial y de la antigua metrópoli. En este texto se abordan algunos de esos vicios, que suelen tomarse como propios de América Latina, pero se encuentran en España y dan cuenta de una persistente influencia religiosa y militar, que impide la aparición de una esfera pública laica y cívica plenamente autónoma. En particular, el espacio público, que no termina de constituirse como tal porque la igualdad no es posible ni admisible, está suplantado por ambiciones personales de gloria y por golpes de fuerza en el reparto del poder entre facciones de los grupos acomodados en cuestión.
Palabras clave: Latinoamérica, gloria, honor, religión, monismo, criollismo, caudillismo.
Introducción
Durante el siglo XIX latinoamericano, la incapacidad de los grupos acomodados de origen criollo para gobernar fue suplida por gobiernos personalistas, que no tenían otro mérito que el de un frecuente origen estamental, en particular militar. La fuerza ocupaba el lugar del arte de gobernar. No eran tanto “operetas” parte de algún supuesto folklore local, aunque a la larga el caudillismo fuera visto desde el exterior y en el “folclore” como asunto “bananero”. No describir más que la dimensión grotesca de los caudillos excusa a la ex metrópoli, que durante la Colonia no enseñó artes de gobierno ni de convivencia cívica. El civismo hubiera implicado una igualdad ciudadana que quienes detentaban el poder no podían aceptar.
La historiografía y sobre todo ciertos discursos oficiales suelen proceder hoy como si una Independencia formal hubiera dado lugar a la real, es decir, a estructuras sociales y económicas y de mentalidades distintas de las coloniales, pero difícilmente podía ser el caso, por el tiempo, y porque no hubo esfuerzo en este sentido por parte de los grupos en el poder 1. En las polémicas se atribuyó con frecuencia –todavía a finales del siglo XIX, o incluso después- la “ingobernabilidad” al atraso o incluso la “barbarie” de “los de abajo”, como ni no se pudiera gobernar países de “extraños”, refractarios a la democracia. Sin embargo, junto a la dimensión militar y religiosa del personalismo, interesa destacar aquí la esterilidad social de quienes se hicieron del poder, esterilidad debida a la prioridad dada al gasto suntuario y a las disputas por el acceso al mismo: más contaba disputarse el poder y sus privilegios que gobernar. La referencia declamatoria a las virtudes de la Independencia puede disimular vicios heredados y hasta agravados durante el siglo XIX. No parece que esos grupos en el poder se hayan sentido realmente parte activa de los Estados nacionales formalmente fundados, ni de colectivo ninguno, menos entre iguales: más de un individuo buscó la gloria para sí –hasta llegar a formas cercanas a lo delirante, como Santa Anna en México- donde no había mayores virtudes cívicas ni verdadero bien común.
Los grupos sociales acomodados no tuvieron interés en el nacimiento de una colectividad capaz de reconocerse como tal: la sociedad quedó reducida a una prolongación de lo “doméstico”, símil de una “gran familia” con “bendición de Dios”. Los criollos y sus herederos no asumieron ningún deber republicano y dejaron perpetuarse las influencias militar y religiosa. El personalismo que suplió al gobierno real no puede interpretarse ni siquiera como una forma de expresión de “usos y costumbres” locales realmente organizados. El vacío cívico habría dado lugar a dos formas inhumanas: el caudillo, “semi-Dios” todopoderoso, y la identificación con él de seres “insignificantes”, considerados infrahumanos2 . Así, no hubo humanización –ni por ende emancipación- posible en los países “libres”. El lugar de la colectividad lo ocuparon las ambiciones de privilegios y de gloria, y el rechazo a cualquier cuestionamiento, por tenue que fuera, desde una visión religiosa monista.
I. Ambivalencia de la herencia criolla.
Si se dieron en el siglo XIX formas personalistas de gobierno que se prolongaron en el siglo XX y acaso persisten hasta hoy, se debe a la debilidad de la existencia de la sociedad como tal, a las fracturas de la colectividad, y al desinterés de “arriba” por ejercer otra cosa que la dominación cruda e incluso insolente de quien se siente extraño en “su” país, aunque “su” gente le sea supuestamente “familiar” cuando la necesita: esta dificultad se explica por las características del criollo previas a la Independencia. Se olvida con frecuencia que ésta, según tesis como la defendida hace ya algún tiempo por John Lynch (pero que bien valdría resignificar), podría haber llevado a otra cosa que la auténtica emancipación. Ante las reformas de los Borbones, independizarse habría sido un “mecanismo de defensa” 3 de criollos atrincherados en la propiedad de la tierra y en algunos casos en las minas, o en profesiones liberales, como la legal 4, y cargos comprados en las audiencias, la Iglesia y la alta jerarquía militar (aunque la costumbre del joven criollo fuera con frecuencia estudiar fuera)5 . Los valores señoriales se robustecieron, “(…) con el resultado, sostiene Lynch, de que fueron heredados por los estados independientes en una forma aún más dura”6 . El criollo aspiraba al poder político, pero sin cambiar a fondo un orden social que garantizaba por lo demás “un control absoluto sobre la mano de obra”7 . Ese criollo apareció paradójicamente frente a los Borbones como guardián de la herencia colonial 8.
Los vicios que se le atribuyen al pueblo suelen ser en realidad los del criollo sin virtud cívica ni interés por enseñar, “poner el ejemplo”. Con su impregnación religiosa y su clientelismo, el personalismo contribuyó a fragmentar la existencia colectiva, en vez de encauzarla hacia la construcción estatal y nacional, y llegó a hacerle perder el sentido humano, mismo que no llegaron a tener los grupos acomodados. Más de una nación estuvo en riesgo en el siglo XIX. Las potencias foráneas casi siempre lo supieron, o lo supusieron: descabezado, el colectivo no era capaz de auto-organización. El personalismo se mantuvo en la misma medida en que lo hicieron los estamentos eclesiástico y militar con sus fueros, refractarios –siempre siguiendo las constataciones de Lynch- a las reformas borbónicas 9. Las tesis de Lynch quedan reafirmadas por otros estudios y por testimonios –se verán más adelante- que apuntan en el sentido de que el comportamiento en el criollo y sus descendientes no difiere mayormente de la conducta del “señor” de la antigua metrópoli.
II. La gloria y la fuerza
Al consumarse la Independencia, en América Latina no había vida pública realmente constituida. Los llamados “poderes fácticos” –estamentales- llenaban el espacio de esa vida inexistente, a falta de Estado estructurado (pese a las cargas burocráticas del Imperio) y de naciones en el pleno sentido del término (ni España lo era). Los dos grandes poderes eran la Iglesia y la familia, según lo demostró por ejemplo Francisco Bilbao en Chile, con un pequeño texto que hizo escándalo 10. Para Bilbao, la familia impedía toda sociabilidad real –la comunicación con el mundo exterior- y propiciaba la aversión a lo nuevo, aunque se viera a la sociedad como “familia política”. La Iglesia impedía a su vez que el ser humano se convirtiera en ciudadano.11
Estos poderes proyectaron sus características sobre la “cosa pública”, que por lo demás aquellos pronto buscaron poner a su servicio. Así, salvo en muy contadas excepciones, en vez de un Estado laico fue apareciendo una “cosa pública” con rasgos personalistas y clientelistas acentuados, sin que la vida política y social real correspondiera en lo más mínimo a los ideales de muchos próceres, ni a las Constituciones adoptadas. Lo dicho por Bilbao abona en el sentido de las tesis que sostienen que la Independencia fue en buena medida anhelada por grupos sociales a los cuales había incomodado la voluntad de los Borbones de poner orden y limitar prácticas con frecuencia corruptas. En este sentido, el criollismo llegó hasta cierto punto a ser peor que la metrópoli.
No basta con decir que el siglo XIX se caracterizó por el caudillismo, o que el patrimonialismo se instaló en los asuntos de gobierno. El caudillismo que aparece cual rasgo local casi folclórico fue una herencia de la Colonia, herencia que consiste en privilegiar la búsqueda de la gloria particular a la vida pública, “llevando y trayendo” a la segunda según los caprichos de la primera. Este asunto de la gloria no es menor, ya que en él se funden la “idea” religiosa (que pide fe) y la de la hazaña militar real o supuesta. Para aspirar a la gloria hay que “ser alguien”, “mandar y hacerse obedecer” y “someter y reducir”, si es necesario, prolongando sobre otras vidas la “dimensión imperativa de la persona”, según la expresión de Américo Castro12 . Hay que hacerse sentir. No es casual que la idea monárquica haya seguido seduciendo -y mucho- en América Latina luego de la Independencia: “gloria” es “majestad, esplendor”, algo propio del gasto suntuario que los criollos prefieren a la acumulación y que convierte el fasto en algo permanente: la ceremonia, la celebración para “alguien”, para “mostrar”.
El prototipo del hombre de honor con poder es el de quien puede “vanagloriarse”, recibiendo alabanzas de quienes lo rodean, teniéndole “fe”; el que procede así apuesta a una fama o una reputación de algún modo “administradas”; “vivir en la gloria” es tener algo de inhumano que otros interpretan como positivo, así sea en realidad monstruoso: sucede que, merced a un poder que aparece como un “misterio” o algo “suprarracional”, quien tiene gloria ha llegado supuestamente a la “morada de los dioses”, porque es endiosado y queda exento de las obligaciones del común de los mortales –como si tuviera que serle regalada la exención. Quien es glorificado logra “vivir sin vivir en sí”13 , algo supuestamente preferible al desengaño de una vida con principio y fin, que con su mortalidad señalaría la igualdad de todos los seres humanos. La gloria es emblema de algo y hay que expresarla con un significativo “ademán”14 .
No es importante lo que se haga o deje de hacer; si se tiene gloria, es asunto de fe e importa más “quién” se es, por lo que los criollos y sus herederos usufructúan una “posición” sin preocuparse de nada meritorio. Se muestra, no se hace. El problema de la gloria se remonta a los tiempos de las luchas religiosas en las cuales la gente en la metrópoli se definía justamente por lo que “era”, desde el punto de vista religioso, no por lo que hacía. Hubo un tiempo en el cual, en la sociedad islámica andalusí en la que “convivían” –aunque queriendo al mismo tiempo destruirse- moros, cristianos y judíos, todos “(…) se (sentían) importantes por lo que (eran), al margen de lo que (hicieran)”15. Esta percepción de la persona no da mayor cabida al mérito, pero sí en cambio a la “virtud operante de (la) mera presencia” 16. Se puede creer así que se es todo “por el simple hecho de existir”17 , lo que, en síntesis, le ocurre al criollismo y sus personajes, que consideran que su sola existencia jerárquica los exime de cualquier deber, y los lleva insensiblemente a no reparar en nada. No hay que ocuparse de gobernar, ni de aprenderlo, ni siquiera de tener sensibilidad: el resultado, junto a tropelías, abusos e ilegalidades, es en la metrópoli, a juicio de Castro, “(…) la pérdida de la noción de lo justo y lo injusto, y la total desorientación en cuanto a los fundamentos de la ‘obediencia’”18 . El anarquismo popular es la contraparte de esta falta de arte de gobierno. En medio de ese anarquismo “(…) el español no piensa que es miembro de una colectividad nacional, ni que la marcha y el destino de ésta dependen de lo que hagan todos y cada uno de los individuos: espera que las cosas acontezcan, o que surja algún adalid de dotes taumatúrgicas”19 , prefiriéndose la creencia estática a las realidades objetivas gobernadas por el juego de acciones e intereses humanos 20. Castro habla de España, pero le atribuye características que para muchos son específicas de América Latina.
El poder llega a ser visto por la colectividad no como algo producto de la colectividad misma, sino como alguna “emanación” casi “mágica” de tal o cual persona “sacralizada” por lo que “es”. Es la gloria individual, pero ajena a la necesidad o incluso a la simple existencia de otros. Así, “(…) el español –escribe Américo Castro- sólo se siente unido a otras personas cuando éstas valen para él como una magnificación de la suya, y no por representar ideas con validez universal”21 . “La persona –prosigue este autor- no sale de sí misma, y aspira a atraer a ella cuanto existe en torno. La única vida social en que de veras cree y en la cual participa está fundada en coincidencias emotivas, sin fondo de ideas o tareas despersonalizadas. De ahí las agrupaciones cuyo centro de enlace es un caudillo, el cacique local o una común esperanza mesiánica” 22, algo que pudiera parecer propiamente latinoamericano, pero que no lo es, a juzgar por las observaciones de Castro. “Las personas –escribe Castro- se sienten (….) como radios dependientes del centro de otra persona”23 , y “(…) cuando esos radios son numerosos, surge el círculo del caudillismo dictatorial –a veces patriarcal-, forma política muy expresiva de vida hispano-portuguesa, dentro de la cual, velis nolis, queda poco margen para la individualidad ciudadana, tan poco como dentro de la creencia religiosa”24 .
En este “querer sentirse rodeado” hay, siempre según Castro, algo de voluntarioso, que tiene en el origen la búsqueda de la hazaña y tal vez –no estamos tan seguros de la tesis expuesta por Castro 25- el heroísmo. Las guerras de Independencia y las pugnas intestinas posteriores habrán de prestarse al resurgimiento de esta idea “heroica”, sin dejar de considerar por lo demás que los Borbones tuvieron que resignarse al hecho de que los criollos hubieran adquirido el fuero militar, por ejemplo en la Nueva España 26. En todo caso, en la Historia de la antigua metrópoli aparece esa “dimensión imperativa de la persona”27 –a la vez belicosa y sacra- que aúna la fe y la voluntad: “lo querido por el español, sostiene Castro, el querer por el querer, era un absoluto voluntarioso”28 . La fe se impone al pensamiento29 . ¿Cómo sobreviven estos rasgos de origen colonial –incluida la fe que fuerza la voluntad- en países independientes? Justamente en la medida en que las colectividades –fracturadas por la violencia- no consiguen organizarse cívicamente desde abajo y de modo duradero.
III. El código de honor y la fuerza
El gasto suntuario sirve para reproducir el poder mediante clientelas, círculos ampliados de “conocidos” –“fieles”- de quien tiene gloria o aspira a ella. Las clientelas son grupos de amistad, pero ésta no supone el sentido pleno de la palabra, es decir, no implica que se congenie en lo privado. Los amigos son más bien “conocidos” y “relaciones” que sirven como arma de poder 30: la amistad es la moneda de cambio del poder público latinoamericano 31, lo que explica los vuelcos de bando –entre liberales y conservadores- de más de un personaje durante el siglo XIX. Hay que “saber rodearse” y “mostrarse” bien rodeado, lo que el heredero del criollo busca a como dé lugar aunque critique en cambio –muy paradójicamente- los compadrazgos populares y sus despilfarros. Las relaciones no impiden pugnas intestinas, así exista una “comunidad de honor”: pese a la supuesta lealtad, el código de honor -que impide expresar “desprecio en la cara”- lleva a la proliferación del cotilleo detrás de una cortesía incluso exagerada, y a pasarse la vida dañando reputaciones, tal vez no directamente, pero sí con insinuaciones, según lo observa Julian Pitt-Rivers en comunidades como las de la sierra española de Cádiz 32. El recurso es tanto más dañino cuanto que quien busca honor no lo hace para su fuero interno, sino a la espera de que la sociedad le devuelva la mejor imagen de sí mismo, para exhibir “orgullo”, obtener reconocimiento y la recompensa al reclamo de posición e identidad33 . Dañar una reputación –ante una opinión pública que se convierte en “tribunal de reputaciones”- es destruir lo que el “hombre de honor” trata de “hacerse” a los ojos de los demás, ya que de lo contrario tal hombre no pasaría de ser tomado por vanidoso. Pese a la beneficencia que premia lealtades, el “círculo” no deja de ser el lugar de la habladuría y por lo mismo, de las suspicacias. Curiosamente, en este código de honor se vale mentir, pero no decirle a alguien que es mentiroso: lo primero, como el engaño, es permitido mientras no hay sanción pública, que el poder sirve para evadir, en tanto que lo segundo es una afrenta “a la cara” y al “honor”. “(…) Engañar por haber sido el más listo, escribe Pitt-Rivers, está permitido, e incluso es obligatorio en el marco de los tratos” 34, incapaces de reconocer lealtades impersonales (a un Estado, por ejemplo). Es válido timar a quien no está relacionado con el timador mediante el honor, e incluso existe cierto derecho a abusar del padrino35 . Mentir y engañar “se vale” y no lleva a perder el honor36 si no hay de por medio palabra dada, por lo general un juramento37 . Se entiende que más vale “posesión sin derecho” que a la inversa38 , de donde, agreguemos, la importancia de “madrugar”, según la expresión mexicana, de conspirar y “pronunciarse”, de anticiparse al otro, máxime que “en el campo del honor impera el derecho de la fuerza”39 . El código de honor y las coaliciones de amistades suponen la fuerza y la regulan mediante pactos frágiles, no contractuales, lo que explica la frecuencia del coup de force en los gobiernos latinoamericanos. El daño –cuando se destruye la reputación- no es menor por ser “cortesano” –las víctimas de ostracismo no faltan en la política latinoamericana- y no tratarse de una riña callejera.
Así como el negociante recibe crédito, el “hombre de poder” le da crédito o no (“su confianza”) a tal o cual persona o grupo. La “riqueza social” se mide por las “relaciones” que se tienen. Lo anterior no quiere decir que no haya interés por la riqueza material, pero no es cash, por así decirlo: el acceso depende de intercesiones, “recomendaciones”. Con las clientelas se llega al dinero… que se pierde luego en gasto suntuario para reintroducir el poder. El enriquecimiento tiene entrada siempre que se mantenga a cambio el viejo funcionamiento donde todo es interpersonal y nada por mérito o siquiera por experiencia, lo que explica incluso ciertas formas de rotación de cargos públicos sin relación con el conocimiento que se tenga o no de los mismos. Se accede al dinero para asegurar la reproducción del poder y su ostentación, despilfarrando en vez de acumular.
En la esfera “pública” impera el “medir fuerzas”. A juicio de Glen Dealy, aquella es dual, escindida entre la Ciudad de los Hombres, “pagana”, decadente y pecadora (digamos que “guerrera”), y la Ciudad de Dios. Con el Renacimiento y Maquiavelo, el espacio público, espacio mundano de la acción, se habría vuelto permisivo, secularizado según Dealy: “la calle” siempre es el lugar de todos contra todos, donde el más fuerte se lleva la gloria y reparte a “los suyos”, sin reparar mucho en los medios, lo que constituye lo “maquiavélico”, aunque probablemente se remonta más bien a un origen guerrero de siglos. Quedan entonces dos supuestos santuarios: la Iglesia, aunque ésta gira en torno a los sacramentos, con sus ocasiones de “socializar” y sacralizar al poder; y la familia, supuesto santuario privado, en donde por lo menos el hombre (varón) está llamado a ser piadoso. Supuestamente fuera de la “vista”, la familia puede ser sin embargo utilizada para chantajear al “hombre público” (que llega a tener un comportamiento bárbaro y luego a ir a confesarse y refugiarse en paz en familia). Tarde o temprano las múltiples dualidades –dobles vidas, unas a la vista y otras ocultas- permiten la intrusión del poder en lo íntimo, más si lo privado se exhibe o se facilita la incursión familiar en el espacio social exterior. Los “santuarios” no son tales: están al servicio del poder al que al mismo tiempo impregnan y “bendicen”, lo cual cuestiona la secularización: no es tan real como lo sugiriera tiempo atrás Dealy.
IV. Unanimidad: la impregnación religiosa
¿Cómo se mantiene el “aglutinamiento” social entre pugnas de intereses individuales, de clientelas y estamentales carentes de pactos fuertes o verdaderos “contratos sociales”? Contra lo que sugiere Dealy, y aunque las prácticas reales sean poco “celestiales”, con una impregnación religiosa tal de la sociedad y el Estado que, sin “consenso espiritual”, según la expresión de Alvarez Chillida, amenazarían con venirse abajo40 . El hecho de insistir en un consenso que busca convertir por fuerza la fe en voluntad deja suponer una cimentación social inexistente, ya que la unidad difícilmente se impone a los intereses particulares, de cuyo frágil “equilibrio” depende que no se interrumpa la reproducción social, así sea estacionaria. Los grupos acomodados no fomentan el ejercicio de virtudes públicas que desconocen, como la frugalidad, la tolerancia o el auténtico compromiso41 , ni siquiera bajo influencia cristiana (humildad, por ejemplo). Lo público es, por así decirlo, “lo social que se ve” o se muestra, no lo cívico o secular. De lo que se trata es entonces de guardar apariencias, lo que liga el honor –y la unanimidad entendida como “honor grupal”- a la revestidura religiosa que las sacraliza, de la misma manera en que se sacraliza la gloria. En su forma moderna, los intereses particulares someten a “lo público” (y por cierto que también a lo religioso), en vez de sometérsele. Al mismo tiempo, esos intereses son “bendecidos” y todo les es “perdonado” siempre y cuando no rompan ciertos rituales y pactos.
Para Dealy, las democracias latinoamericanas rechazan el pluralismo y la “libertad de competencia”: los intereses particulares pactan y “distribuyen” la riqueza entre sí, pero no compiten. Ciertamente, América Latina es lugar por excelencia de grandes concentraciones de poderes en unos cuantos intereses eminentemente particulares, incluso corporativos42 , dispuestos según Dealy a “intercambiar dentro del poder”, pero no tanto a “compartirlo”43 . América Latina no conoció fase histórica duradera de libre competencia (la dispersión decimonónica de fuerzas es otra cosa), por lo que se tiende a “centralizar”, en palabras de Dealy, los intereses potencialmente competidores 44, siempre “amarrándolos” (dicho en otros términos, lo que diverge es cooptado). El “de abajo” busca por su parte la afiliación que mejor convenga y “toma parte” según como logre la inserción en los círculos de relaciones creados desde arriba. Con todo, difícilmente puede atribuirse a un solo factor, de origen religioso, la frecuente intolerancia en América Latina ante quien discrepa o es simplemente independiente, ni puede argüirse que el liberalismo sea menos asfixiante por su supuesto origen protestante, o que Estados Unidos sea lugar por excelencia de la “libre competencia”. Se caería en un sesgo, del que Dealy no está exento.
Lo relevante del análisis sugerido por Dealy estriba en que lleva a concluir que en América Latina se confunde unidad y unanimidad: se prefiere la segunda, que no admite “excepción de criterio”, ni por ende independencia real. A nombre de la unidad el poder pretende anular toda discordancia, y al mismo tiempo guardar las apariencias aunque haya pugnas intestinas y se acostumbren todos los “pecados”. La impregnación monista pareciera llevar a que, si tal o cual es corrupto, piense que todos lo son, real o potencialmente: “por esencia” todos son “pecadores” y sería “inexplicable” que alguien no “caiga en tentación”. Esta impregnación religiosa vuelve difícil la tolerancia a la autonomía, como vuelve difícil la tolerancia a visiones del mundo basadas en conflictos de intereses45 . A juicio de Dealy, la independencia real puede ser erróneamente acusada de propicia al faccionalismo de intereses particulares, potencialmente “tiránicos” 46, aunque podemos arguir que en realidad éstos se imponen, justamente por la inercia de un colectivo dividido e incapaz de mayor iniciativa: sus “sujetos” no sienten respaldo si éste no es unánime, no actúan por cuenta propia y se ven envueltos en los vaivenes de “equilibrios” entre facciones. Contra lo que sugiere Dealy, lo paradójico es encontrarse ante un mundo en el cual, aunque se hable mucho del “bien común” en realidad no se lo protege, salvo en la apariencia; por lo mismo, cada interés particular cree que debe hablar a nombre de “todos”, para que no parezca que opera como “factor de división”47 , y para tratar de hacerse del consentimiento general buscando pactar. Dealy sin duda tiende a cierta confusión entre la “independencia”, objeto incluso de hostigamiento en América Latina, y lo que el mismo llama, no sin reduccionismo, “intereses en competencia”48 , a veces tolerados mientras estén abiertos a la negociación. La obsesión del discurso de la unanimidad por el “orden social de base”49 revela que no hay sociedad que cuaje fuera de grandes intereses particulares con pactos endebles. En el fondo, ocurre que, pese a la reiteración sobre la unanimidad, el poder no admite mayormente la existencia de una comunidad horizontal, porque es contraria a los “gremios”, y porque el colectivo está a la espera de una inmortalidad individual, ganada a veces porque esa misma comunidad es muy débil: “está muerta” (por pasividad “unánime”), por así decirlo. El monismo está entonces al servicio de un interés particular o una “coalición” de intereses, como en el ámbito religioso lo está al de la Iglesia, que por su parte “tapa”, “absuelve” o solapa también pugnas familiares nada idílicas.
H.C.F. Mansilla señala: “Esta herencia cultural favorece la obsesión por la unanimidad de opiniones y actitudes y percibe en el pluralismo el principio maligno de la corrosión de la fe única y de la disolución de la unidad de voluntades que deberían prevalecer en un orden social justo”50 . En el marco de lo que Mansilla considera una institucionalización débil51 , se tiende con facilidad a esperar una “autoridad” que emane de una sola persona, como representación del monismo celestial, “a la cual la población debe obediencia absoluta, es decir sumisión práctica y acatamiento teórico simultáneamente”52 . No considerar el valor de la autonomía –lo diferente o divergente es visto como “amenazante” y “cismático”- 53 conducen, agreguemos, a instalar una homogeneidad ficticia –pero paralizante- sobre la heterogeneidad real, que con frecuencia no consigue gran articulación más allá de lo fragmentario, ni tolera las individualidades. La falta de respeto por la autonomía lo es también por la intimidad, la iniciativa individual y a veces la propiedad privada, que “no está protegida efectivamente y permanentemente contra los abusos provenientes del Estado”54 , o ante formas de colectivismo arcaico –gregario- que ven algo difícilmente aceptable, no digno de ser reconocido, en lo que no es patrimonialismo. En el seguimiento a una sola persona parece preferible el “enlace vinculante entre un patrón con habilidades para el reclutamiento y control de individuos de personalidad débil y sin raíces sociales profundas, por un lado, y una masa de seguidores que quieren adquirir seguridad y ventajas materiales a cambio de su sometimiento, por otro”55 . No hay valores cívicos fuertes contra la fuerza “pactada” en permanente estira y afloja, ni contra el encubrimiento de origen religioso, que sacraliza este tipo de “orden” y de combate por “el poder y la gloria”.
V. Testigos de la esterilidad
Como señalamos previamente, es posible encontrar en el siglo XIX testimonios que dan cuenta no nada más de la incapacidad de los grupos acomodados por gobernar, sino incluso del desinterés por hacerlo, ya que el signo de distinción se encuentra en el ocio. José María Luis Mora constató en el siglo XIX algo similar a lo descrito por Fernando Benítez –a partir de la Relación de Dorantes de Carranza- a propósito de la generación de Martín Cortés en el XVI: pasada la hazaña, llegó en poco tiempo la más completa disipación y la dilapidación. La “posteridad” dura poco. “El empeño de pasar a la posteridad, escribe Mora a propósito de negociantes españoles ricos, (…) muy pocas veces tuvo efecto , pues los hijos educados en el ocio y en el regalo, sin idea ninguna de las virtudes sociales, después de haber disipado los bienes libres, gravaban los vinculados con licencia de la Audiencia; como carecían de todos los hábitos industriales y aun se desdeñaban de tenerlos, el gravamen de los bienes iba en aumento, y a la tercera generación el vínculo se acababa desapareciendo con el mayorazgo y el nombre de quien lo fundó. Esta mala conducta, unida al aire desdeñoso que afectaban, respecto de las demás clases de la sociedad, unos hombres ignorantes, llenos de vicios, y cuyo menor defecto consistía en carecer de toda virtud, los hacía ridículos y despreciables en términos de que vinieron a ser el ludibrio de todas las clases de la sociedad”56 . Lucas Alamán, conservador, hace observaciones similares sobre los criollos hijos de negociantes oriundos de España: a dichos hijos “(…) los destinaban a los estudios que los conducían a la iglesia o a la abogacía, o los dejaban en la ociosidad y en una soltura perjudicial a sus costumbres”57 , de tal modo que quedaban arruinados; “(…) el aire de caballeros que tomaban en la ociosidad y en la abundancia, escribió Alamán, les hacía ver con desprecio a los europeos, que les parecían ruines y codiciosos porque eran económicos y activos, porque se empleaban en tráficos y profesiones, que consideraban indignos de la clase a que con ellas los habían elevado sus padres”58 . No es asunto de religión, en el sentido de que el catolicismo impida lo que a otros facilita el protestantismo. Ciertamente, faltan hábitos industriales, pero el asunto llega más lejos en la medida en que, así haya algunos hábitos cortesanos, no hay educación, sino el ocio hecho pasar por virtud y la licencia convertida en regalo, con frecuencia, por cierto, por excesiva “benignidad” materna, que lleva a los “funestos extravíos” de los hijos, según Lucas Alamán59 . Se da rienda suelta al goce - incluido el de la prosperidad -de tal forma que se vuelve rapiña porque ni los grupos sociales acomodados saben qué será de ellos mañana, estando como lo están “de paso” en la ciudad terrena para despilfarrar una renta y gozar. El goce de las comodidades adquiridas por sus padres les permite a los criollos no escoger profesión, no honrar lo recibido y ser, según Alamán, “desidiosos y descuidados”60 ; son los criollos “de ingenio agudo, pero al que pocas veces acompaña(ba) el juicio y la reflexión; prontos para emprender y poco prevenidos en los medios de ejecutar; entregándose con ardor a lo presente y atendiendo poco a lo venidero; pródigos en la buena fortuna y pacientes y sufridos en la adversa”, todo lo cual lleva a la “corta duración de las fortunas” y a la necesidad de traer más inmigrantes61 . No son, entonces, rasgos predominantemente populares la pereza y la imprevisión, contra lo que con la mayor frecuencia suele darse por sentado; son rasgos frecuentes entre quienes se harán de los gobiernos luego de las Independencias, no encontrando nada mejor que poner en riesgo la sobrevivencia de los países nacientes o buscando “rentarlos”, para que sean otros quienes los hagan “prosperar” o mantengan un semblante de estabilidad. El pueblo es ignorante, pero los grupos acomodados no son mejores, hecho que suele omitirse. En vez de la instrucción o al menos el entretenimiento honesto, el criollo “(…) se abandona al juego y a la disipación, o pasa su tiempo en la ociosidad y la ignorancia”, tal cual62 , ignorancia que se vuelve grave en materia política63 .
En esta perspectiva, incluso la “posteridad” acaba convertida macabramente en otra renta más para gastar (el “nombre”). Escasean la “instrucción, moralidad y cultura” incluso dentro de las instituciones eclesiásticas64 . Agrega Mora: “demasiados ejemplos hay en el mundo, y no faltan en México, de la frecuencia con que el espíritu de cuerpo hace que las clases privilegiadas no sólo disimulen las faltas y delitos de sus miembros, sino aun de que los sostengan contra cualquiera que pretenda castigarlos: esto se entiende si el delincuente ha sido fiel a los intereses de su clase, pues en caso contrario, los mayores enemigos son sus hermanos que le espían la menor falta o se la suponen, y entonces con el más leve pretexto descargan sobre él todo el peso de sus venganzas”65 . El monismo sirve al disimulo. Así describe Mora el comportamiento de quienes no responden ante nadie y pareciera incluso que reciben lo de otros como regalo particular e incluso como debido; de este origen criollo surgen luego quienes alegan no poder gobernar países “bárbaros”, pero Mora dice muy otra cosa, y es que la población tiene que vérselas con grupos acomodados por decir lo menos “excéntricos”: esa población “(…) tiene de luchar no sólo con los obstáculos morales y los de la naturaleza de la cosa (los gobiernos, nota nuestra), sino con las extrañas pretensiones de los que mandan, comúnmente en conflicto con la prosperidad pública” 66. En conflicto porque, dicho sea con ironía, a lo público se le da un trato “familiar”, no producto de esfuerzo alguno.
De viaje por la audiencia de Quito, Humboldt creyó descubrir los jóvenes con mayor talento intelectual potencial en América, sólo para comprobar que una vida monótona –no exenta de corrupción y molicie- acababa pronto con ese mismo potencial. En algunas de sus Cartas americanas, no es exactamente que esté en tela de juicio todo un país en su atraso: son el lujo y el acomodo de los favorecidos que ponen al Ecuador cerca del precipicio, de tal modo que “(…) los habitantes de Quito, escribe el científico, son alegres, vivos y amables. Su ciudad sólo respira voluptuosidad y lujo y en ningún lado como allí reina un gusto decidido y general por divertirse. Así es como el Hombre se acostumbra apaciblemente a dormir al borde del precipicio”67 . Décadas más tarde, el diplomático estadounidense Friedrich Hassaurek hizo constataciones similares. Era tan poco el interés por gobernar de las clases acomodadas ecuatorianas que en vez de legislar para todos, creían que las leyes eran para los pobres, indios y cholos, no para la aristocracia (“los de categoría”)68 , dispensada así de obligaciones y de una de las tantas formas de un supuesto “bien común” nacional. Seguramente ocurría así ya que, como lo observó a su vez Bilbao en Chile, el rico pensaba que el pobre, el “plebeyo”, no teniendo honor, no tenía por qué ser tratado con consideraciones y urbanidad, aunque el rico robara.69 En todo caso, a juicio de Hassaurek el clima de desconfianza entre los serranos ecuatorianos llegaba al grado que todo espíritu de asociación es imposible70 .
Lo mismo se encuentra en otros países, sean más grandes o más pequeños y con mayor o menor – incluso nula- población indígena. Lo que escribiera José Pedro Varela sobre el Uruguay da cuenta de un problema que no es de color de piel: es la costumbre de no acumular, de consumir por encima de lo posible de producir y de desconocer las necesidades del país –que no se atienden porque es signo de distinción no tener obligaciones- para anteponerles las aspiraciones de unos pocos, a costa del Estado –es la empleomanía que critica Mora en México-, y al precio del endeudamiento. Un absurdo pretende modernizar conservando hábitos pre-modernos: “lo que se ha desarrollado en proporción, escribe Varela, no son los hábitos de trabajo, no es esa paciente perseverancia que acumula el ahorro, para formar el capital, la fortuna; son las aspiraciones ilegítimas que anhelan conquistar el primer puesto sin esfuerzo, el deseo enfermo que quiere elevarse de un salto hacia la cima”71 . Se imita pretendiendo originalidad: “así, escribe Varela, la imitación de los gustos, los placeres y las costumbres de las sociedades más adelantadas y más ricas, sin imitar a la vez su potencia productora y sus hábitos de trabajo y de industria (…)” 72. Llega el momento de pagar o saldar lo que Varela llama “el espíritu despreocupado” 73, y se disuelve entonces el colectivo –sin que se le impida hacerlo- en culpas personales, o dicho de otro modo, no se reconstituye el proceso social de conjunto que llevó al callejón sin salida: si caudillos o doctores podían hacer hazañas, ocurre también que “la política militante, esa política –según Varela- del momento actual en la que todos entienden y todos influyen, (…) hace consistir todos nuestros males y todas nuestras desgracias en la presencia o el alejamiento de uno o de unos cuantos hombres, extiende su acción a todas las esferas de la actividad humana, y a poco más el pensamiento tiene que permanecer mudo, como si la vida hubiera cesado (…)”74 . No existe mayor posibilidad de aprender de lo sucedido: “¿qué debe esperarse, se pregunta Varela, que resulte en realidad, cuando el ciudadano elige al acaso, dejándose guiar, no por sus opiniones, sobre las cuestiones principales que afectan al país, sino por las simpatías que le inspiran éstas o aquellas personalidades: simpatías que recono(cen) su origen, no en comunidad de ideas y de aspiraciones, sino en esas afinidades de sentimientos difíciles de explicar en todos los casos, y más aún en las cuestiones políticas, pero no por eso menos ciegas?” 75. La ausencia de una sociedad sólida se explica para Varela por el “extravío de las clases ilustradas” (de las que puede suponerse que no dirigen, no orientan ni guían), y la ignorancia de las “capas inferiores”.
Agustín Alvarez, ensayista y moralista, se encontró con algo similar en la Argentina de finales del siglo XIX. El “menosprecio de las virtudes vulgares en la gloria, escribe Alvarez,” hace que el que la tenga “se exonere de la honestidad común”, y “todo le será perdonado al grande, inclusive lo que es delito en el pequeño”76 , tentaciones a las que no habrían escapado por ejemplo ni Rivadavia ni Alberdi. “Hemos sido educados en el amor a la gloria, reflexiona Alvarez. Pero el amor a la gloria es ineptitud para ver las pequeñas causas que producen grandes efectos; es incapacidad para llegar a la raíz de las cosas. La historia y el paganismo católico han hecho en nuestro espíritu el ideal del hombre del ingenio brillante, en lugar del ideal del hombre bueno”77 ; que, dicho sea de paso, ni siquiera es particularmente bien visto ni valorado –o ni siquiera visto. Lo que en economía es gasto suntuario, en vez de vocación de acumular, se destina a sufragar las aspiraciones entre cortesanas y guerreras de tal o cual, a beneficiar el “interés particular”, al decir de Alvarez, y así, “(…) el resorte que mueve prácticamente a los sudamericanos es la vanidad; su gran principio es el honor; su principal preocupación, la gloria; su traje de gala, la hidalguía; su industria predilecta, la altivez”78 todo lo anterior es irreconciliable con el buen sentido y susceptible de derivar en quijotismo79 , eso sí con su dogma, noli me tangere 80, que de paso vuelve imposible cualquier auténtico debate. A fin de cuentas, no se quiere valer: se quiere “importancia”, “trascendencia”. Es lo que se hereda, así sea a hijos arruinados 81.
Del anhelo de gloria se desprenden vicios como el de la obsesión por “hacer figura”82 , la creencia ciega en “lo que relumbra” y en que las gentes no valen por su capacidad, sino por el brillo 83; y la afición por la reyerta y el insulto, en un espacio donde se le rinde culto al coraje84 , mal entendido como “valor por el valor”85 , lo que puede conllevar desde la proliferación del “chisme” hasta el “medrar a tajos” y tener el revólver siempre listo86 . En este contexto, “no se hablan los hechos, sino las apariencias” 87 y no falta el “espíritu abogadil” que supla el hecho ausente con el “argumento brillante”88 . Con gloria, quienes viven de la hazañas reales o supuestas del pasado y sus próceres no quieren a la patria o al gobierno que tanto invocan: se trata de otra cosa, de “monomanía de los honores y las prerrogativas”89 y de anhelo de grandeza –para sí mismos, sin sensibilidad por un exterior que no se autonomiza como “cosa pública”- que en el límite lleva a “imponerse en el atropello”,90 agreguemos que a nombre de esas mismas grandes causas y de la “trascendencia”: casi todo parece de “poca importancia” frente a tanto apremio “trascendente”. “La gloria es un resorte de pelea, pero no es un resorte de gobierno”, escribe Alvarez91 . Ningún sentido práctico es posible, al grado que se cae en la monomanía de reformar leyes que nunca se ejecutan92 . Los males del gobierno, como la empleomanía 93, o la manía de hacer reglamentos y comisiones94 , no son distintos de los observados por Mora en México, ni los defectos de la educación familiar, sin autoridad paterna95 . Esos defectos podrían estar en el origen del comportamiento de quien, “apto para brillar pero no para conducirse”96 , “no obra para ser independiente sino para ser admirado y envidiado”, parafraseando a Alvarez97 . Los ricos, “afidalgados” 98, tienen hijos a quienes se les salvan todas las formas99 . Todos quieren mandar sin obedecer, “no ser menos” 100 y sin esfuerzo ninguno cuentan con padrinazgos para medrar en puestos públicos 101. La vanidad impide percatarse del error 102 y la complacencia con los defectos parece no tener fin, como la complacencia con la falta de carácter de los vástagos ricos: es una “debilidad que se cohonesta a sí misma” con el brillo suficiente para hacer pasar excusas por explicaciones103 . Ello se acompaña de un entusiasmo por el propio valer que cree ver una difamación en cualquier señalamiento proveniente del exterior sobre un defecto104 . Alvarez insiste una y otra vez en la falta de voluntad y carácter que provoca lo enumerado en la personalidad nacional argentina.
Así, en dos países sudamericanos sin población indígena a finales del siglo XIX, Uruguay y Argentina (donde esa población ha sido reducida al mínimo), el problema no difiere mucho de México: se trata de usufructuar poder y pelear su distribución, no de crear riqueza ni de gobernar. La riqueza ha venido desde el interior, del trabajo del antiguo colonizado. Además, desde mediados o finales del siglo XIX, según los casos, la inserción internacional abre la perspectiva de tomar parte, de la riqueza producida con ayuda de un exterior más productivo y “jugoso”, sin abandonar por ello el gasto suntuario ni ceder poder político (militar y religioso).
CONCLUSION
Sorprende bastante que se haya atribuido históricamente al pobre y/o al racialmente “inferior” rasgos que son frecuentes, casi típicos, del criollo y sus descendientes, y que pueden ir desde lo rijoso y timador –incluso ladrón, dueño de riqueza mal habida, en todo caso no ganada con esfuerzo propio- hasta lo ocioso (lo que nunca parece “bárbaro”, porque es cortesano), renuente al trabajo e incapaz además de la menor previsión. Peor, los vicios descritos son socialmente tolerados porque a los grupos acomodados se les regala el perdón en familia y en contubernio con la religión, aunque en los “de abajo” esos defectos pasen por equivalente de “barbarie”. El problema de la desorientación –por decir lo menos- de los países latinoamericanos independientes responde a la incapacidad de gobernar (lo que no significa incapacidad para someter al de abajo, aunque sin brindarle ni la menor educación) o, si se quiere, “dirigir”, y a la dilapidación de lo que tenga que ver con gobierno y “hacienda” en aquellos vicios, entendibles en el marco medieval español, pero que aparecen de otro modo en la modernidad: agrandados por los recursos a disposición, siempre deslumbrantes, y al mismo tiempo absurdos frente a las proclamas “modernizadoras” desde el siglo XIX latinoamericano. Los sectores sociales desfavorecidos, que trabajan (lo que les valiera el reconocimiento de Mora o Humboldt, por ejemplo), a lo sumo encuentran el modo de imitar al patrón como si tuviera atributos incluso personales y mágicos de poder. Cualquier independencia o “excepción de criterio” es en cambio brutalmente castigada o silenciada.
Sostenemos, en abono de las tesis de Lynch que distan mucho de haber perdido actualidad, que quienes “gobernaron” o usufructuaron la riqueza no consiguieron crear valores en verdad alternativos a los coloniales. Que el caudillo de turno fuera tolerado no quiere decir por cierto que se le siguiera en todo: se lo temía y al mismo tiempo se intuía que era el chivo expiatorio ideal en caso de dificultades. En la mayoría de los países latinoamericanos, esta tradición de origen español, fuerte por su origen guerrero y religioso, perduró incluso hasta bien entrado el siglo XX. Si para más de un intelectual la nación siempre fue un “proyecto”, algo “impracticable”, se convirtió en pretexto de enaltecimiento personal y jactancia para el “personaje” glorificado, a quien, como a las familias oligárquicas, más de una vez el país les regaló “en familia” el perdón por las tropelías y con tal de salvar las apariencias.
NOTAS
Escribió alguna vez Octavio Paz: “La Independencia fue un falso comienzo: nos liberó de Madrid, no de nuestro pasado”. Paz, El ogro, 1981, p. 60.
2 El militar salvadoreño Maximiliano Hernández Martínez lo expresó a su modo en 1932: matar a un ser humano no es nada al lado de matar a una hormiga, ya que el primero puede reencarnar, a diferencia de la segunda
3 Lynch, Las revoluciones, 1976, p. 27
4 Lynch, Ibid, p. 27
5 Lynch, Ibid, p. 27
6 Lynch, Ibid., p. 31
7 Lynch, Ibid, p. 18
8 Lynch, Ibid, p. 34
9 Lynch, Ibid, p. 32
10 Bilbao. “Sociabilidad”, 1988, pp. 12-13 Señaló alguna vez Octavio Paz: “(…) en el régimen patrimonial, escribe, son más bien vagas y fluctuantes las fronteras entre la esfera pública y la privada, la familia y el Estado. Si cada uno es el rey de su casa, el reino es como una casa y la nación como una familia. Si el Estado es el patrimonio del Rey ¿cómo no va a serlo también de sus parientes, sus amigos, sus servidores y sus favoritos? En España el Primer Ministro se llama, significativamente, Privado”. Este patrimonialismo es además “cortesano”. Paz, El ogro 1981, p. 99.
11Bilbao, “Sociabilidad”, p. 10
12 Castro, Sobre el nombre., 2000: 316-317
13Castro, Aspectos, p. 20
14Castro, Ibid., pp. 17-18
15 AlvarezChillida, El antisemitismo, 2002, p. 31
16 Castro, La realidad, 1980, 254
17 Castro, Ibid., p. 255
18Castro, Ibid., p. 287
19 Castro, Ibid., p. 242
20 Castro, Ibid., p. 242
21 Castro, Ibid., p. 261
22 Castro, Ibid., p. 261
23Castro, Ibid., p. 253
24 Castro, Ibid, p. 253
25 Castro, Sobre el nombre., 2000, p. 316
26 Lynch, Las revoluciones, 1976, p. 19
27 Castro, Sobre el nombre., 2000, p. 315
28Castro, Ibid, p. 312
29 Castro, Ibid.,, p. 312
30Dealy, The public.,1977, p. 12
31 Dealy, Ibid., p. 10
32 Pitt Rivers, Antropología, 1979, pp. 41-42
33 Pitt-Rivers, Ibid., p. 18
34 Quiere decir “del trato”. Pitt-Rivers, Ibid., p. 63
35 Pitt-Rivers, Ibid., p. 65
36Pitt-Rivers, Ibid., p. 31
37 Pitt-Rivers, Ibid, p.32
38 Pitt-Rivers, Ibid.,p. 22
39 Pitt-Rivers, Ibid, p.22
40 Pitt Rivers, Ibid., p. 32
41 Dealy, “The tradition”, 1974, p. 80
42 Dealy, Ibid., p. 91
43 Dealy, Ibid.,p. 73
44 Dealy, Ibid., p.72
45 Dealy, Ibid., p. 76
46 Dealy, Ibid, p. 87
47 Dealy, Ibid.,p. 77
48Dealy, Ibid., p. 91
49 Dealy, Ibid.,p. 89
50 Mansilla, Tradición, 1997, p. 128
51 Mansilla, Ibid., p. 128
52Mansilla, Ibid.,: p. 127
53 Mansilla, Ibid., p. 130
54Mansilla, Ibid, p. 151
55 Mansilla, Ibid, p. 143
56Mora, El carácter, 1997, p. 6
57 Alamán, Historia., 1985, p. 10
58 Alamán, Ibid.,: 11
59 Alamán, Ibid.,: 15
60 Alamán, Ibid., p.11
61 Alamán, Ibid., p.11
62 Alamán, Ibid., p.19
63 Alamán, Ibid., p.19
64Mora, El carácter, 1997, p. 24
65 Mora,El carácter,1997, p. 38
66Mora, Ibid, p.79
67Humboldt, Cartas, p.82
68 Hassaurek, Four years , 1868, p.122
69Bilbao, “Sociabilidad”, pps 13 y 14
70 Hassaurek, Four years, p.123
71Varela, La legislación 1964, p. 66
72 Varela, Ibid. p. 66
73 Varela, Ibid., p. 67
74 Varela, Ibid, p. 25
75Varela, Ibid, pp. 104-105
76 Alvarez, Manual, p. 162
77 Alvarez, South America, 1933, p. 16
78 Alvarez, Ibid.,, p. 123
79Alvarez, Ibid.,, p. 123
80Alvarez, Ibid.,, p. 123
81Alvarez, Manual, p. 103
82 Alvarez, Ibid., p. 156
83 Alvarez, Ibid.,, , p. 186
84 Alvarez, Ibid.,, p. 128
85 Alvarez, Ibid.,, p.168
86 Alvarez, Ibid.,, p. 130
87 Alvarez, Ibid.,, p. 211
88 Alvarez, Ibid.,, p. 225
89 Alvarez, Ibid.,, p. 324
90Alvarez, Ibid.,, p. 150
91 Alvarez, Ibid.,, p. 202
92 Alvarez, Ibid.,, p. 152
93Alvarez, Ibid.,, p. 174
94 Alvarez, Ibid.,, p. 14
95Alvarez, Ibid.,, p. 175
96Alvarez, Ibid., p. 268
97 Alvarez, Ibid., p. 324
98Alvarez, Ibid.,, p. 102
99 Alvarez, Ibid., p. 103
100 Alvarez, Ibid., p. 71
101 Alvarez, Ibid., p. 177
102Alvarez, Ibid., p. 207
103 Alvarez, Ibid, p. 28
Alvarez, Ibid., p. 36
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