Roberto Fermín Bertossi
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Generalmente no se piensa que el globalismo económico sea precisamente un proyecto inspirado en la solidaridad para contribuir recíprocamente en la solución o mitigación de crisis y emergencias actuales, viejas y nuevas, dado que aumentan las naciones donde su construcción o reconstrucción del Estado, de la democracia y del crecimiento económico persisten como elementos pendientes y claves para un desarrollo humano, pleno y duradero.
Al menos en los últimos veinticinco años, esa mundialización luce más como un fenómeno financiero donde la solidaridad ha estado muchas veces ausente en las agendas internacionales de los países o de sus líderes.
De esta forma, aún espera mejor suerte una concreta armonización axiológica universal, de especial interés para preservar la identidad humana solidaria y democrática de los embates de la ola uniformadora de la globalización, una de las razones por la cual, precisa y sabiamente, Juan Pablo II propusiera globalizar también la solidaridad.
Para ello, la mejor articulación posible de la autoridad política en el ámbito local, nacional o internacional, es uno de los cauces privilegiados para poder orientar o reorientar ética y equitativamente la globalización económica como asimismo, un modo de evitar que esta mine de hecho los fundamentos de la democracia y el bienestar de los pueblos.
En principio, no deberíamos percibir actitudes fatalistas ante el proceso irreversible de la globalización dado que las metodologías que la dispararon no provienen de fuerzas anónimas e impersonales o de estructuras independientes de la voluntad humana sino de tratados internacionales con alcurnia constitucional donde el conjunto de sus objetivos adquiere primacía no necesariamente contrapuesta con los objetivos de cada Estado miembro.
De tal manera, no podemos ver ni aceptar sólo una dimensión socioeconómico en la globalización ya que, con la misma, `late´ una humanidad cada vez más intercomunicable para alcanzar estadios legítimos de fertilidad, fecundidad, beneficios y desarrollos compartidos.
Tampoco hemos de reducirla a la superación de las fronteras ya que no se trata (no debería) sólo de un hecho económico y financiero, sino también cultural, en sus causas y en sus efectos.
A pesar de algunos aspectos estructurales innegables con efectos perversos pero que no deberíamos absolutizar, el globalismo no es, a priori, ni bueno ni un malo verdugo global.
En realidad y, finalmente, como señala Benedicto XVI, será lo que hagamos de ella o, no será, puesto que, todos debemos comparecer a la misma como protagonistas, no como sus víctimas.
Aquí se juega esto de hegemonías o solidaridades dado que, oponerse ciegamente a la globalización seria una actitud errónea, prejuiciosa y preconcebida, que iniciaría y acabaría por ignorar un proceso que tiene también aspectos positivos, con el riesgo de perdernos una enorme oportunidad de desarrollo que la misma promete.
Un auténtico, genuino y noble `globalismo´ adecuadamente entendido y gestionado, ofrece la posibilidad de una gran redistribución de la riqueza a escala planetaria como nunca se ha visto antes; pero, si se gestiona mal, interesada o tendenciosamente, incrementará toda pobreza, desigualdades, carencias, indigencias y exclusión, contagiando además con crisis sucesivas a todo el mundo poco menos, una radioactividad negativa también mundial.
Por eso apremia denunciar y corregir las disfunciones, a veces muy graves que causan nuevas y novedosas divisiones entre los pueblos y en su interior, de modo que la redistribución de la riqueza no comporte una redistribución de la pobreza, e incluso la acentúe, como podría hacernos temer una mala comprensión, insolidaridad y gestión de la situación actual a nivel supranacional.
Cuando los recursos materiales disponibles para sacar a los pueblos pobres de la miseria y del escándalo del hambre, son hoy potencialmente mayores y mejores que antes, pero cuando también inaceptablemente se han servido de ellos principalmente los países centrales más desarrollados, que han usado y abusado la liberalización de los movimientos de capitales humanos y de trabajo, alejando también y hasta su eliminación hasta la idea de `empleabilidad´, estos países no han hecho ni hacen otra cosa que profundizar y cangrenar mas todavía disparidades hirientes espantando en una perspectiva de estampida, toda síntesis humanista propia de una mirada fraternalmente articulada y mancomunada del desarrollo en cuanto tal.
Ahora bien, en los hechos se verifican contradicciones y posiciones desencontradas ya que aún están fuera de control estrategias destinadas a facilitar y favorecer intereses hegemónicos todo lo que, en si mismo, no garantiza la libertad de negociación y un razonable equilibrio entre las partes que supuestamente contiene, promueve y equilibra esta lógica envolvente a nivel global.
Por ahora, este nuevo `derecho del globalismo´ no brinda los medios que aseguren a las naciones económica o militarmente menos dotadas, alguna compensación para sus insuficiencias en la perspectiva y prospectiva de apropiados reequilibrios que doten y empoderen su anterior posición de una nueva disposición más digna, robusta y acorde para sentarse a toda mesa de negociaciones dejando a salvo sus recursos, su autonomía, independencia e integración soberana en un nuevo contexto de las naciones donde un nuevo derecho internacional solidario deberá regular actualizando y unificando y expandiendo sus cuerpos normativos.
Pero hoy, contrariamente y sin mayor esfuerzo, se advierte su reverso ya que los mejores ideales y propósitos esenciales previstos en los tratados de Roma, Maastrich u otros, son absorbidos y sacrificados por aquellos países o grupos económicamente dominantes que vienen imponiendo todo predominio en las políticas, planes y programas diseñadas y destinadas a lograr un globalismo más humanamente estructurado conforme sus fines originarios, acuerdos, contratos y expedientes.
En efecto, no otra cosa se debe señalar cuanto las presiones para ajustes nuevos y sorprendentes (Vg., en los países denominados (PIGS) Portugal, Irlanda, Grecia y España), en los gastos públicos, cuado la eliminación o implantación de restricciones y cuando los programas de las instituciones financieras internacionales, no buscan clara e inclusivamente una gradual, paulatina, equitativa y ecuánime liberalización del comercio exterior eliminando toda obstrucción que dificulte, impida, ralentice o retraiga inversiones extranjeras
Entre nosotros, el Mercosur no es ajeno a todo eso ya que es frecuente constatar como la economía de mercado acaba por imponer la prevalencia de sus perspectivas más contractualistas que integradoras, esgrimiendo e implementando exigencias que invariablemente favorecen a sus miembros más dotados sin respetar una supuesta primacía y preferencia propia de los Estados miembros fundadores del Grupo Común del Sud.
Efectivamente, en el seno del Mercosur, Argentina no operó siempre en armonía, con reciproca fraternidad e igualdad ante cada segmento del grupo común del sud. Esto es así cada vez que al negociar con otras menos dotadas, suele imponer sus restricciones (cuando no su desdén), aspectos de los que paradójicamente reniega en sus propios contratos con otras naciones más poderosas del globo terráqueo.
En general, la difusión y expansión de ámbitos de bienestar en el mundo no deberían ser obstaculizadas por proyectos hegemónicos egoístas, proteccionistas o dictados por intereses particulares que subsisten desde el fin de la segunda conflagración mundial pero, peor aún, cuando hacen prevalecer ruinosamente dentro de un país, caprichos, ideologías del pasado o intereses sectoriales por encima de su propio y superior interés general cuando, sólo una participación soberana y en plenitud principalmente de los países emergentes o en vías de desarrollo en el contexto de las naciones, permitirá gestionar mejor las crisis y sus propias crisis.
El periodo de asimilación cultural transicional que el globalismo supone, implica grandes amenazas, dificultades y peligros impensados que sólo se podrán superar, atenuar o mitigar si se toma profunda y sostenida conciencia del espíritu antropológico y ético que en el fondo impulsa –o debería hacerlo- esa globalización que nos lleve hacia metas de humanización solidaria.Desgraciada y apenadamente, este espíritu muchas veces se ve marginado y/o entendido desde perspectivas ético-culturales alternativas de carácter individualistas y utilitaristas.
La mundialización es un suceso multidimensional y polivalente que nos exige comprensiones y disposiciones solidarias en la multiculturalidad, en la diversidad y en la unidad de todas sus dimensiones.
Esto podrá consentir vivir, convivir, orientar, construir y reconstruir una globalización de la economía progresivamente más humana en términos de relacionalidad, comunión y participación cuya articulación e institucionalización definitiva se cimiente en la ética y en un personalismo comunitario imprescindible e impostergable, al menos si nos referimos a una globalización, pero, a una globalización humana y humanitaria cuya llave no sea otra que el humanismo.
La globalización no asegura relaciones filantrópicas ni muchos menos pero, en modo alguno, puede consistir o permitir depredaciones ni acentuar autodepredaciones sino más bien, compatibilizar y aprovechar diferencias, oportunidades y posibilidades no solo económicas, financieras ni tecnológicas sino fundamentalmente aquellas ecológicas, culturales y humanistas cuyo objetivo último, sea una emancipación humana civil solidaria capaz de revertir las desigualdades y asimetrías que vienen excluyendo a una parte demasiada grande de la población mundial.
La incomparable visión desarrollista de Pablo VI para articular satisfacciones en pro de sociedades y civilizaciones más solidarias, masa desarrolladas y mas pacificas no es otra cosa que un antecedente supremo que esgrime Juan Pablo II tras el derrumbe de los sistemas económicos y políticos de los países comunistas de Europa Oriental y el fin de los llamados “bloques contrapuestos” sugiriendo con la energía que le caracterizaba, la necesidad apremiante de un replanteamiento total del desarrollo.
Ya en 1987 este santo polaco indicó que la existencia de estos “bloques” era una de las principales causas del subdesarrollo, pues la política sustrae recursos a la economía y a la cultura, y la ideología inhibía la libertad.
Concomitantemente la Doctrina Social de la Iglesia convoca como nunca a la Sociedad Civil señalando que “con un papel mejor ponderado de los poderes públicos, es previsible que se fortalezcan nuevas formas de participación en la política nacional e internacional que tienen lugar a través de la actuación de las organizaciones de la sociedad civil, singularizando que, en este sentido, es de desear que haya mayor atención y participación en la `res publica´ por parte de todos los ciudadanos, personas, habitantes con un protagonismo que visualice un la regeneración para un futuro común más salutífero y solidario.
Por tanto, vale insistir, hay que esforzarse incesantemente para favorecer y acoger orientaciones culturales, personalistas y comunitarias, abierta a la trascendencia humana inescindible de un cabal `esqueleto´ de integración planetaria `aboliendo´ todo supuesto opuesto al hombre entendido como alfa y omega de todo entre todos los todos del todo social, de cada uno como de cada cual, aquí, allá, Urbi et orbi para que, finalmente, toda hegemonía sea mucho menos que una utopía y todas las solidaridades humanas mucho pero mucho más que una esperanza.
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