Jesús Armando Martínez Gómez (CV) Resumen
En el trabajo se analizan diferentes concepciones filosóficas sobre el poder y
su incidencia en la solución de la contradicción entre los interés individuales
y colectivos. Se parte del análisis de las concepciones acerca del bien común y
su contenido ético, que predominaron en la antigüedad clásica y en la edad
media, explicando a continuación su reemplazo en la modernidad por teorías que
se centran en la relación entre el interés individual y el social. Finalmente se
analiza la contraposición entre las interpretaciones liberales y marxista de la
referida relación en el Estado moderno, puntualizando aspectos relevantes de las
posiciones teóricas de los seguidores del pensamiento de Marx y las
consecuencias de su realización práctica, valorando las razones que
condicionaron su fracaso. Palabras claves: Poder, Estado, bienestar, interés individual e interés social.
jesusarmando@fch.suss.co.cu
Introducción
El tema del poder es de por sí atrayente. De hecho se llega a su concepto empíricamente, desde que el hombre comienza a socializarse, pues el poder se manifiesta en relaciones de fuerza (del latín fortis, sólido, enérgico) en las que una parte es capaz de controlar, superar, dominar, subordinar e imponerse a las demás en el orden físico y/o espiritual. Pero entre todos los poderes, es el político el que más requiere de atención por ser visto como el monopolio de la fuerza dentro de la sociedad.
Históricamente se ha considerado que el poder político ejercido a través del Estado, cuya etimología (del latín status, acción de permanecer, situación, y de stare, permanecer en pie) ya nos habla de alguien, de un sujeto que necesita permanecer o estar en el poder. Son muchas las cuestiones que se derivan de este tema, pero nos centraremos en una de ellas: ¿cuál es la finalidad del poder político? No se puede responder a esta pregunta sin emitir juicios de valor, sin justificar de alguna manera el ejercicio del poder. Esto hace que el tema que nos ocupa sea eminentemente axiológico, y que no se pueda abordar sin tener presente los valores.
Por otra parte, toda vez que alguien quiere permanecer en el poder lo hace movido por algún interés. Obviamente, el poder ofrece siempre ventajas a quien lo ejerce, pero el problema es mucho más profundo porque no siempre los móviles coinciden con la realidad objetiva que acompaña al ejercicio del poder y, por supuesto, el ejercicio del poder es una resultante de interacción entre sujetos que está condicionada por ciertas condiciones socio-históricas. La máxima atención por tanto debe recaer no sobre el problema de determinar el interés concreto de los individuos que ejercen o se valen del poder político, sino de los intereses que con éste objetivamente se defienden. Es un tema complejo, pues también los intereses interfieren en las interpretaciones y valoraciones de quienes se deciden a abordarlo.
Poder y bien común
Desde la antigüedad la idea del poder político ha estado vinculada a la del bien común. Platón (428-347 a. C.) diseñó el Estado ideal de su República teniendo en cuenta esta idea, desde la que pretendió inspirar el proyecto social que propuso. En la obra platónica la estructura sociopolítica encontró justificación en la máxima aspiración de realizar la idea del bien. Las incomprensiones o posibles desacuerdos con su propuesta las criticó a través de un mito, el de la caverna, con el que trató de demostrar que no todos están capacitados para comprender las causas inteligibles que muestra en su teoría. En esencia, Platón pensaba que el Estado surge respondiendo a la necesidad de superar las limitaciones individuales del hombre, que no está en condiciones de satisfacer todas sus necesidades, y tiene por finalidad el logro del verdadero bien: general, abstracto y trascendente. Para ello cada parte debe quedar ajustada al todo social, diseñado por el gobernante filósofo para garantizar el bienestar colectivo. En semejante tarea la educación debe ser baluarte, toda vez que es preciso formar a los ciudadanos para que puedan contemplar la idea del bien y entiendan la conveniencia de convivir en las condiciones idealmente creadas. ¿Cuáles son las causas fundamentales que alejan al individuo del bien común y lo llevan a preocuparse exclusivamente por su bien particular? Para Platón no son otras que la propiedad y la familia, de ahí su prédica a favor de que los guerreros vivan compartiendo los bienes y las mujeres.
Aristóteles (384-322 a.C.) siguió en la apuntada dirección aunque sin la pretensión utópica de su maestro. Concibió al Estado como la resultante de una necesidad natural, la de vivir en sociedad, y vio su finalidad en el logro del bien común, que definió como felicidad e identificó con la vida virtuosa que se logra con la actividad contemplativa. Como el individuo es parte en relación al todo, que lo supera y a la vez lo completa, creyó que haciendo posible el bien común se harían reales la felicidad y bienestar individuales. Eso explica la subordinación axiológica del bien individual al bien común que se aprecia en su obra, donde este último llega a ser la característica definitoria del “buen gobierno” o de la forma correcta de gobierno. Los medios fundamentales para el logro de tamaño objetivo son la educación de los menores y la observancia de las leyes (o constitución) por los individuos adultos, ya que éstas constituyen el principio unificador de la ciudad. La justicia aprovecha al bien común, y está determinada por la constitución, que es la que establece el rasero para diferenciar lo justo de lo injusto. La eticidad del individuo está concentrada en la justicia legal. Estos elementos han llevado a considerar la filosofía política de Aristóteles como la continuación y el complemento de su ética1.
Los latinos -sobre todo Cicerón (106-43 a.C.) y Séneca (4 a.C.-65 d.C.) - se hicieron eco de estas ideas. El bonum commune estuvo presente en las ideas políticas de los estoicos, que tendieron a identificarlo con la vida virtuosa que creyeron poder alcanza viviendo en correspondencia con la naturaleza. Cicerón interpretó el bien común en el sentido de utilidad pública (utilitas rei publicae), sirviéndole para diferenciar en su obra al verdadero gobierno o justo, del que no lo era. Estos conceptos trascendieron al pensamiento medieval en el que adquirieron un hilo de fundamentación que ya no se centraría en el iusnaturalismo naturalista antiguo, sino en otro nuevo de corte teológico. En la concepción agustiniana bueno por antonomasia es Dios, y la Ciudad de Dios (o vida divina) la única buena en sí. Y de la misma manera que la bondad de la vida del hombre ya viene enturbiada por el pecado, la ciudad terrena o humana adquiere sentido en la medida en que se dirige a hacer posibles los designios de la ciudad celestial y no los niegue. La finalidad del Estado está en procurar la paz para que los hombres puedan consagrarse al verdadero bien, de origen divino y trascendente. Indagando en esta misma dirección, aunque sin reducir el bien común exclusivamente a Dios como San Agustín (354-430), Tomás de Aquino (1225-1274) establece tres gradaciones del bien común: el social, el del universo y el de todas las criaturas. A través del primero de éstos el hombre alcanza su suficiencia o perfeccionamiento en la medida en que ordena sus actos personales al beneficio de la comunidad política, y no al propio, para lo cual es preciso que la sociedad esté ordenada al fin último, Dios, que constituye la base para diferenciar lo justo de lo injusto. Entre la sociedad y Dios se encuentra el orden natural, siguiendo al cual el hombre participa del bien del universo. A fin de cuentas, el bien social en Santo Tomás es un medio para llegar al bien último y definitivo. En esto su doctrina se diferencia de la de Aristóteles, para quien el bien común de la sociedad es un fin en sí.
Maquiavelo (1469-1527) continuó desarrollando la doctrina del bien común, pero a diferencia de sus predecesores tendió a su desmoralización. En su doctrina la política adquiere un status propio, y en correspondencia con la naturaleza humana en la que predomina el vicio, no puede renunciar a ser viciosa para poder lograr sus fines. Por eso justifica los medios inmorales si con ellos se puede defender el bien común, del que la independencia política y la soberanía son elementos esenciales. La moral se expresa en el derecho natural que es rígido, inmutable y eterno, por lo que los que se ocupan de la cosa pública o política se ven muchas veces precisados a prescindir de ella para poder lograr alcanzar los fines del Estado y preservar el bien común. El fin justifica los medios, he aquí el principio supremo por el que se debe guiar el accionar político según Maquiavelo.
En todos estos casos, el “bien común”, el “interés común” o la “utilidad pública” son cualitativamente diferentes y superiores a la suma de los bienes particulares de los individuos que los componen, de ahí que estos últimos deban subordinárseles, siendo el Estado en abstracto el garante de la subordinación. En estos sistemas teóricos, la funcionalidad social se acoge al principio de subordinación de la parte al todo, de lo particular a lo público, del interés individual al común. De manera que aquí un Estado se considera justo si hace corresponder su política con un orden considerado natural, siguiendo determinados principios de inclusión y exclusión. Por naturaleza hay hombres libres y esclavos, ciudadanos y extranjeros, señores y siervos, siendo el bienestar general de los primeros el que está llamado a garantizar el Estado. Los segundos quedan excluidos y sujeto su bienestar a la suerte, la misericordia o la caridad de los que tienen el poder. También queda excluida la naturaleza, concebida entonces como objeto moralmente neutro del accionar humano.
La Edad Moderna se mueve en otra dirección. Ahora el referente ya no será sólo la comunidad, sino también la individualidad. Las teorías iusnaturalistas y empiristas liberales pretendieron erigir al Estado en garante de los intereses individuales. Ese es el sentido y finalidad fundamental de la enunciación de la llamada primera generación de derechos humanos, los civiles y políticos: derecho a la libertad (de conciencia, de reunión, de empresa), a la vida, a la salud, a la propiedad. La garantía de estos derechos se aspira a lograr organizando racionalmente a la sociedad con un contrato social que los asuma como inviolables porque se le reconocen al hombre por su naturaleza, y los respalde con una superestructura política democrática basada en la división de poderes. En resumen, estos derechos son negativos porque existen antes del contrato, de ahí que el derecho positivo deba normar su observancia y garantizarla al amparo de las facilidades que brinda el Estado de Derecho. Así se abría paso la ideología liberal que llegó a alcanzar incluso al positivismo de Spencer, quien sigue afirmando que la vida de la sociedad “depende del mantenimiento de los derechos individuales”2.
Las revoluciones modernas fueron concebidas como proyectos encaminados al logro de un ideal de sociedad en el que el bienestar general hiciera posible a su vez el bienestar individual. En este contexto, el bien común se ordena en función del bien de los individuos particulares, considerando que no puede existir sin el bien de las personas individuales. Los modernos tuvieron el gran reto de definir la relación entre bien común y bien de las personas individuales, cuestión en la que entran en consideración las circunstancias históricas del desarrollo de la cultura y de la sociedad. Hasta la Edad Media dominó una perspectiva holista de la sociedad, en la que se aprecia el predominio del todo sobre las partes. En estas sociedades no se había llegado aun al concepto de privacidad propio de los modernos.
A partir de la filosofía moderna y, en concreto, del liberalismo político que se inició con el empirismo inglés, el concepto de bien común pasó a ser tratado en función de aspectos económicos fundados en el derecho “natural” a la propiedad privada; fue entonces que se comenzó a hablar preferentemente de “interés general”, noción más ligada al contexto socioeconómico de la época que la de bien común, que tiene un sentido mucho más ético y metafísico. Los principios del cálculo utilitarista son una de las formulas con que se aspiró a dar solución a la tensión que se creaba entre el interés general y el bien privado. Con el proyecto moderno se desarrolló la convicción de que los derechos del hombre eran inalienables e inviolables, de ahí que desde entonces se entendiera que no debía defenderse una idea de bien común que no tuviera en cuenta determinados derechos propios e intransferibles de la persona humana. Por eso comenzó a decirse que el bien común (o interés general) sólo podía prevalecer sobre el bien particular en determinados aspectos y que aquél, en general, debía tender a promover éste.
Así, el proyecto moderno confió su éxito en el Estado de Derecho, la división de poderes, la economía de mercado y la educación cívica; pilares que garantizarían el fomento de la iniciativa privada encargada de producir riquezas abundantes para todos los miembros de la sociedad en un régimen salido del contrato social y al amparo de un Estado en el que se concentraría, para bien de todos, el monopolio de la fuerza a título de una voluntad general, compartida para evitar el absolutismo. Pero aquí también operaron mecanismos de inclusión-exclusión3. En primer lugar, el contrato social únicamente incluía a los individuos y no a la naturaleza que quedó confinada en ese estadio de desarrollo ya superado, el llamado “estado de naturaleza”. La única naturaleza relevante era la humana porque era la que tenía dignidad en virtud de su racionalidad. En segundo lugar, el contrato incluía a la ciudadanía territorialmente fundada, de ahí que los no ciudadanos seguían habitando en estado de naturaleza por mucho que pudieran interactuar con los ciudadanos. En tercer lugar, solo podían ser objeto del contrato los intereses que se pudiesen expresar en la sociedad civil, por lo que los intereses personales que tuvieran que ver con la vida privada, la intimidad o el espacio doméstico, quedaban fuera del contrato.
Pero la tensión entre lo general y lo individual no se pudo frenar acudiendo al cálculo utilitarista y mucho menos a los resortes del Estado Liberal de Derecho. Eso explica el surgimiento del marxismo y del proyecto social postmoderno. Ambos vinieron a ser expresión de la inconformidad con las realidades que acompañaron al proyecto moderno. El primero trató de revolucionar la sociedad sin abandonar el presupuesto de la razón, mientras que el segundo tendió a abandonarla o cuando menos le quitó su protagonismo.
Desde sus obras tempranas, Marx (1818-1883) y Engels (1820-1895) pusieron de manifiesto la razón del fracaso de todos los intentos de resolver la contradicción entre los intereses individuales y generales o sociales. Según ellos, las teorías que le precedieron abordaron el estudio de la sociedad y el Estado de manera abstracta, sin percatarse de la naturaleza clasista de estos. Por ello, entendieron que lo que se proclamaba como interés general, común, no era más que el interés común de la clase que dominaba económica y políticamente en la sociedad. Desde esta perspectiva fundamentaron su tesis de que la clase dominante erige “su dominación común en poder público”4 y de que los burgueses no permiten al Estado inmiscuirse en sus intereses privados y “sólo le confieren el poder necesario para su propia seguridad y para la salvaguardia de la competencia, porque en general, los burgueses solo actúan como ciudadanos del Estado en la medida en que su situación privada se lo ordena así”5. Marx y Engels estaban convencidos de que: “En la clase, burguesa, como en cualquier otra, no hacen más que desarrollarse las condiciones personales en las condiciones generales y comunes bajo las que poseen y viven los miembros individuales de la clase”6.
Partiendo de estos supuestos fundamentaron en el plano teórico una nueva propuesta, aclarando que el interés general es creado por los individuos privados, por lo que en modo alguno puede verse como una potencia independiente que se levanta frente a estos7. En este sentido consideraron que los intereses se generan en determinado contexto socio-histórico y que están condicionados en última instancia por el modo de producción imperante, por lo que si se quiere un cambio real de intereses hay que empezar revolucionado el orden de cosas que se levanta sobre éste. El Estado es un elemento de la superestructura social que responde a ese modo de producción y representa, en última instancia, los intereses de la clase que lo sustantiva y se vale del poder político precisamente para imponer a la sociedad su interés común (general).
En la concepción marxista, el Estado es visto como un órgano de dominación socio-clasista: es el medio de que se vale la clase económicamente dominante para mantener un orden de cosas que responde a sus intereses. ¿Lo anterior significa que en esta concepción queden fuera de los intereses defendidos por el Estado, los intereses de los demás grupos y clases sociales, y que el poder se reduzca a ser un instrumento de los que lo detentan? ¿El Marxismo vio esa defensa de manera lineal y totalmente excluyente o admitió ciertos matices?
Conviene recordar que Marx y Engels no se dedicaron de forma académica a desarrollar las tesis en que se fue fundando su filosofía y que, por tanto, estas se fueron elaborando para dar respuesta a necesidades del movimiento obrero que ellos ayudaron a organizar y desarrollar. Esto ha condicionado buena parte de la multiplicidad de interpretaciones dadas a su obra por sus seguidores. Hoy el tema recobra especial vigencia después del derrumbe del socialismo real en Europa del este.
Intereses y valores al filo de una experiencia histórica
Marx es sin duda el autor más referenciado del siglo XX y aun en lo que va del XXI. Sus concepciones teóricas sirvieron de base a un tipo de construcción social que desvió de su proyección general el rumbo que seguía la historia. Hasta entonces fueron vistas como naturales la desigualdad social y la explotación del hombre por el hombre, que encontró siempre formas diversas de explicación y sobre todo de justificación. El marxismo se propuso la gran tarea histórica de liberar a la humanidad de los mecanismos de desarrollo social basados en la explotación. Por eso, para sus fundadores de lo que se trataba era de pasar del reino de la necesidad al de la libertad. En otras palabras, quisieron hacer realidad el ideal de racionalización social propuesto por los modernos, liberándolo de su obstáculo más importante: el de las profundas diferencias socioeconómicas que lo comprometían.
Con la Revolución de Octubre, la teoría de Marx acerca de la posibilidad de un nuevo cambio revolucionario de la vida social alcanzó a tener confirmación práctica. Sin embargo, después de varias décadas de existencia del llamado “socialismo real”, en el terreno decisivo, el de la productividad, se dobló su espina dorsal: la economía. ¿Cómo es posible que un sistema creado para la liberación del hombre se haya derrumbado sin contar con apoyo social en qué sostenerse o al menos enfrentar a quienes lo llevaron al fracaso total? Para responder a esa cuestión se impone hacer un análisis retrospectivo que tiene que ver con la concepción y uso del poder desde que este sistema se erigió.
Durante los primeros años de construcción del socialismo se instauró una línea teórica reduccionista con respecto al poder, que llevó a concebirlo en una dimensión puramente represiva y jurídica. Se siguió operando con la idea del monopolio de la fuerza, aunque en un sentido clasista, apoyada en el Derecho, definido siguiendo una expresión de Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, como la voluntad de la clase dominante erigida en ley8. El vocero más importante de esta línea fue Andrei Vichinski, fiscal general de la República Socialista Federativa Rusa y luego de la antigua URSS.
La realidad de los acontecimientos vendría a darle la razón a Roussea cuando planteó que en las democracias representativas no existe tal poder del pueblo, porque al ser mediatizado comienza a ser directamente el poder de quienes le representan. En el caso soviético, como bien señala Julio Fernández Bulté, el reduccionismo político impidió ver a sus teóricos que la voluntad de la clase dominante que se expresaba en el orden jurídico era directa y realmente voluntad estatal, voluntad política, pues sufría una transformación al estar mediatizada por el aparato estatal.
Tampoco se puede olvidar que el contenido de la voluntad política suele tener un importante sentido axiológico que trasciende lo específicamente político, pues en él también encuentran cabida valores económicos, culturales, éticos, estéticos, etc. La clase dominante no puede gobernar al margen del contexto socio-histórico en que vive. Ello permite entender la observación de Engels acerca de que en “un Estado moderno, el derecho no sólo tiene que corresponder a la situación económica general, ser expresión suya, sino que tiene que ser, además, una expresión coherente en sí misma”9.
Además, las condiciones históricas de la época en que Marx y Engels fueron sentenciosos con la idea de voluntad de clase fueron cambiando, y con ellas la forma específica de estructuración del poder. Esto explica la valoración que hiciera Engels al final de su vida sobre el Imperio Alemán. “El Imperio alemán –decía-, como todos los pequeños estados y, en general, todos los estados modernos, es un producto contractual: producto primero de un contrato de los príncipes entre sí y, segundo de los príncipes con el pueblo”10. Con este planteamiento reaparecía la problemática contractualista con el mensaje de la necesidad de cumplir lo pactado porque, en caso contrario, las partes quedaban también desligadas de su compromiso de subordinarse al poder constituido.
Coincidimos con Bulté en que los valores se elevan a la categoría de ideales en un determinado momento, llegando a cobrar fuerza simbólica, y los que gobiernan no pueden llegar a eludir eso. Los intereses materiales de la clase dominante tienen que convertirse en apreciaciones, en ideas, en valores políticos, y adoptando esas formas es que pueden llegar a ser voluntad política estatal. Pero esto tampoco se logra al margen de los valores generales históricos, culturales, éticos, etc., en los que se sustenta una determinada nación.11
La posición de Vichinski no contempla el contenido axiológico del fenómeno político-jurídico y su evolución, reduciéndolo a voluntad política de la clase dominante. Con ello olvida que el interés de clase se conforma históricamente en un proceso en el que es grabado de continuo por la lucha de clases. Marx fue pródigo en ejemplos en El Capital, en los que demuestra como los burgueses se veían muchas veces forzados a hacer concesiones a los obreros, aprobando leyes que los beneficiaban. Además, en virtud de su relativa independencia de la base económica, el Estado no representa por igual los intereses de cada miembro de la clase, de ahí que estos no se encuentren fatalmente abocados a asumir los valores que se correspondan con su situación económica. La correspondencia entre los valores que se asumen y la posición económica se da en última instancia a escala de toda la clase, como tendencia, pero no con una exactitud matemática, aritmética. Su manifestación es solo en el orden probable, estadístico, como el de la inmensa mayoría de los fenómenos sociales.
Lo anterior indica que las causas que en un determinado momento comprometieron la viabilidad del socialismo real, en modo alguno tienen que llevar al fracaso a todo proyecto socialista. Con ese espíritu emprenderemos su análisis.
El replanteo del tema del poder
La situación creada generó dos cuestiones importantes: ¿Por qué se emitieron y lograron imponer puntos de vistas reduccionistas, esquemáticos y dogmáticos del legado de Marx? ¿Cómo se puede entender su teoría sobre el poder para determinar en ella lo que resulta aplicable en las nuevas condiciones históricas?
La joven república soviética se vio sometida desde los primeros momentos a agresiones que la llevaron a fortalecer, en vez de debilitar como pretendiera Marx, el aparato estatal. La Política del “Comunismo de Guerra” llevó a un notable fortalecimiento del poder estatal y a la estatalización de la vida social, aumentando el número de medidas coercitivas con el consiguiente abandono de la participación de los trabajadores en la gestión económica, política y social. Después, la “Nueva Política Económica” (NEP) no logró incidir en el plano político en el que se fortalece la burocracia y el papel del partido. Así comenzó la construcción del sistema socialista que se consideró terminado en 1936, cuando se proclamó constitucionalmente que el socialismo ya existía en la URSS. Su construcción se sostuvo en el eje de la industrialización acelerada y la colectivización forzosa, lo que se logró a un costo humano muy alto. En concreto, se trató de construir el socialismo desde el poder en condiciones históricas adversas, sin la participación consciente de las masas trabajadoras y sin contar con la adhesión de la mayoría de la sociedad.
El contexto descrito llevó a los teóricos de esa sociedad a sumir el marxismo y los principios en que Marx basó su utopía social sin un análisis crítico, desde posiciones reduccionistas, dogmáticas y esquemáticas12. Así comenzó a difundirse la idea de la dictadura del proletariado sin más, asumida como un método de fuerza no siempre orientado a responder a la violencia interna y externa que se desató contra el poder soviético, sino a neutralizar cualquier tipo de manifestación u oposición teórica a las políticas trazadas desde el poder. De este modo, se pasó a una política de exclusión de todo lo que no fuera oficialmente socialista u opuesto a la ideología oficial, socialista. Después del derrumbe se suceden las interpretaciones a favor y en contra del legado de Marx, y lo más importante, se trató de esclarecer lo planteado por él y su verdadera trascendencia.
Adolfo Sánchez Vásquez plantea que el socialismo implantado por Stalin fue un “socialismo de cuartel”, y que se hizo posible en virtud de los siguientes elementos: 1) La concepción de la “dictadura del proletariado” como “dictadura del partido”; 2) La teoría del partido como vanguardia; 3) La concepción del Estado todopoderoso fundido en un partido único; 4) La exclusión de todo pluralismo político que hace imposible la democracia13. Según él, la mayoría de los críticos del socialismo real coinciden en atribuirle las siguientes características:
1. La propiedad sobre los medios de producción es directamente estatal.
2. Quien posee, controla y dirige los medios de producción es la burocracia.
3. El Estado no pertenece ni representa a los trabajadores sino a la burocracia.
4. Son precisamente los miembros de la burocracia quienes ocupan los puestos claves en la economía, el Estado y el partido.
5. Los trabajadores no participan ni en las empresas ni a nivel estatal en la toma y control de las decisiones.
6. El Estado con su reforzamiento creciente congela la creación de condiciones para la transformación de su administración en autogestión estatal.14
Teniendo en cuenta lo anterior, se han emitido diversas valoraciones del socialismo real que han llevado a definirlo como estado obrero degenerado por la usurpación del poder por la burocracia; capitalismo de Estado o sociedad capitalista peculiar en la que tienen como clases fundamentales a la burguesía estatal y al proletariado; sociedad socialista autoritaria dada por la ausencia de democracia, entre otras15.
Lo cierto es que no se valoró críticamente el legado de Marx ni los cambios que se venían suscitando en la realidad sociopolítica a finales del siglo XIX. Desde su época, el comunista italiano Antonio Gramsci (1891-1937) criticó la concepción soviética que reducía el poder a su forma represiva y sus manifestaciones prácticas. Con el propósito de superarla desarrolló su teoría sobre la dominación asentada en la hegemonía y la sociedad civil. Gramsci entendió el poder político como hegemonía de una clase sobre las demás, pero interpretó la dominación implicando el elemento de consenso, entendiendo que para gobernar la clase hegemónica necesita del consenso de las demás, sin el cual la sociedad estaría en un estado de guerra perenne. Por tanto, comprendió que la dominación – hegemonía de la clase no se debe reducir a la acción del Estado por encontrarse vinculada a la sociedad civil.
Según él, el Estado no es en modo alguno, como se ha creído, un instrumento institucional y orgánico de aparatos dedicados a la opresión, pues el mismo encuentra un espacio en la sociedad civil, en la cual apoya su hegemonía sobre la sociedad; de ahí que lo defina señalando que “por Estado debe entenderse además del aparato gubernamental también el aparato ‘privado’ de hegemonía o sociedad civil”16. Según sus ideas, el poder se manifiesta en todas partes, aunque no en igual cantidad y cualidad porque unos individuos y grupos sociales tienen más poder que otros. Era del criterio que el Derecho no expresa los intereses de toda la sociedad sino directamente los de su clase dirigente, pero a partir del consenso, es decir, por una parte es un medio coercitivo amparado en la fuerza del Estado, pero por otra debe expresar la parte del consenso en que descansa la hegemonía del Estado. Por ello consideraba que la educación de las masas era un eslabón fundamental del Derecho, al que dota de esta forma, a decir de Fernández Bulté, de contenido axiológico al Derecho, cuyo éxito va ha depender de la capacidad educativa y movilizadora que tenga tras un consenso político.
Desde una perspectiva teórica parecida, el filósofo francés Michel Paul Foucault (1926-1984) criticó la concepción sustancialista e instrumental del poder dentro del marxismo. Con estas pretensiones enuncia su tesis de los micropoderes. Según Foucault, no existe una instancia puntual del poder, al que ve como “una compleja relación estratégica en una sociedad dada”17. Entiende al poder en esencia como relación de fuerza, como “una red más o menos organizada, jerarquizada, coordinada”18, por lo que toda relación social es un vehículo de expresión y transmisión del poder, al que reconoce el carácter de constructor de la vida social.
Lo propio de la relación de poder es que sirve de “modo de acción sobre otras acciones”19, de ahí que defina “el ejercicio del poder como el modo en que ciertas acciones pueden estructurar el campo de ciertas acciones posibles”20. El verdadero poder conduce e induce conductas. Por tal razón, ejercer el poder es mucho más que coaccionar, convencer, prohibir, ocultar, amenazar, etc. Ejercer el poder es “gobernar”, que es tanto como estructurar el campo de acción eventual de los otros o dirigir su conducta hacia un fin deseado. ¿Cómo se puede en general lograr que esto suceda? Según Foucault, a través de la producción del saber y la verdad social, más que por su carencia u ocultamiento. Ello hace que cada régimen social tenga su propio “régimen de verdad”.
En relación con el planteamiento anterior se debe ver otra de sus tesis: la del poder pastoral. De acuerdo a Foucault, los estados modernos han asimilado el poder pastoral anteriormente ligado a las instituciones eclesiásticas cristianas, y cuya misión era guiar a las personas hacia la salvación. Despojado de su eclesiástica institucionalización y finalidad trascendente, el poder pastoral hoy es utilizado con la finalidad terrena de amoldar la individualidad a patrones sociales específicos o, en otras palabras, para poder integrar a los individuos a la compleja estructura del Estado moderno mediante la modelación de su conducta de forma que pueda ser “sometida a una serie de patrones específicos”21. Para ello se precisa de un régimen de verdad capaz de producir la subjetividad humana, que en modo alguno se crea de manera espontánea y libre en la sociedad actual, sino que se construye por el poder valiéndose de estructuras de socialización que le permiten sujetar la conducta del individuo a patrones impositivos.
El poder pastoral es ejercido desde distintos centros -familia, sociedades privadas, de bienestar, instituciones médica, etc.- y no de una forma centralizada y única, permitiendo al Estado ejercer una función de individuación acorde con sus proyecciones generales o de globalización, o sea, viene a ser un mecanismo de prevención y solución de las contradicciones entre los intereses de los individuos, clases y grupos sociales y el interés general, social, que ha impuesto y defiende.
Desde esta perspectiva, Foucault entiende que una revolución social no llega a ser radical si no toca “las relaciones de poder que forman la base del funcionamiento del Estado”22. Al poder capitalista lo caracteriza la forma peculiar de conducir los procesos de individuación, es decir, una forma diferente de articulación del individuo y la totalidad social, y el control de su relación. Sin embargo, el filósofo francés no pudo responder al por qué del cambio, para entender el cual habría que verlo en relación a toda la historia de la humanidad.
La limitación de Foucault estuvo en fundar las relaciones de poder en ellas mismas y en absolutizar la capacidad englobadora y homogeneizadora de las estructuras de poder, lo que le impidió ver cómo es que surge la resistencia y la oposición al poder. No obstante, ayudó a formar una nueva perspectiva teórica desde la cual librar a la teoría marxista del poder del carácter sustancialista e instrumental que le dieron muchos de los teóricos soviéticos.
Así, buscando superar las limitaciones de la experiencia soviética que llevaron al derrocamiento del socialismo real, el filósofo francés consideró la necesidad de entender que “el poder no está localizado en el aparato del Estado, y que nada en la sociedad cambiará si no son transformados también los mecanismos del poder que funcionan fuera, por debajo y a lo largo de los aparatos del Estado, al nivel de la vida cotidiana, de cada minuto”23.
Conclusiones
Hasta la modernidad se concibió que el fin fundamental del Estado era la defensa del bien común, que se asumió como un valor per se desde el que se podían corregir los actos individuales contrarios al todo social. En semejante esquema axiológico, la despersonalización o anulación de la individualidad es condición del éxito de la totalidad. En otras palabras, la sociedad es una cualidad superior a la suma de sus partes, que las precede y condiciona, por lo cual salvando a la primera se debe garantizar el bienestar y felicidad de las segundas. Para lograrlo el Estado tiene el monopolio de la fuerza que es ejercida sin reparar en las particularidades individuales, de ahí su carácter abiertamente totalitario y absorbente.
La modernidad trató de salvar la situación anterior a través de un nuevo mecanismo, el de la individuación, que vino a ser expresión de una nueva realidad socio-histórica: la capitalista. El capitalismo llevó a la consideración de lo privado en el plano político como no lo hizo nunca antes sociedad alguna, llegando a fracturar los asuntos sociales en dos áreas bien delineadas: la pública y la privada. Para los antiguos todo era público, en cambio los modernos sustraen a la publicidad un área específica, la de su intimidad, y todo lo que no alcanza a tener expresión pública deja de tener interés para el Estado o poder político.
Pero en el marco del sistema moderno, la individuación se hace real y efectiva con la propiedad, eso hace que muchas de las garantías constitucionales sean meramente formales para los no propietarios. Esto explica la necesidad histórica del proyecto de Marx y su tentativa de llagar a la igualdad y a la justicia social efectiva. La justicia es a la sociedad y sus instituciones como la verdad a la ciencia: siempre que falta genera la necesidad de cambiar. Y ese fue la fundamental debilidad del proyecto liberal moderno, que acabó fracturando la eticidad de su doctrina política y comprometiendo su proyección internacional
El socialismo real se construyó siguiendo las ideas de Marx, que se interpretaron a tono con la nueva tarea histórica por la vanguardia de la clase obrera, protagonista de los nuevos cambios. Pero no pudo sobrevivir al propio planteamiento marxista, pues el fortalecimiento del Estado conlleva al fortalecimiento del grupo que detenta el poder. Así, la proclamada dictadura de clase (o del proletariado) en esencia no fue más que el instrumento de un nuevo grupo hegemónico de dominación: la burocracia. La burocracia gobernó en nombre del pueblo, pero lo excluyó de la participación en las decisiones políticas. Por eso el sistema fracasó: no sólo no fue justo sino además, y por añadidura, realmente totalitario.
Sin lugar a dudas, se malinterpretó, a conveniencia, la dialéctica de Marx. Para triunfar realmente y negar dialécticamente al capitalismo, el socialismo tendría que conservar lo positivo del anterior sistema y dar un paso más en la espiral histórica. En otras palabras, no podría realmente triunfar y desarrollarse sin superar los mecanismos de participación burguesas y el sistema de sus libertades fundamentales, haciéndolos reales a través de su universalización en un nuevo contexto de justicia social. Pero se hizo todo lo contrario, se procedió a la anulación política, voluntarista, de las antiguas estructuras y no a superarlas. Por eso no pudo competir en la esfera fundamental, la económica, y siguió atrapado en la sociopolítica en el tipo de injusticia que intentó combatir: la asentada en las diferencias socio-clasistas.
Referencias bibliográficas
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2. Spencer, H. El hombre contra el Estado. Buenos Aires, Editorial M. Aguilar, 1953, p. 160.
3. de Sousa Santos, B. Reinventar la democracia. Reinventar el Estado. La Habana, Editorial “José Martí”, 2005, p. 18.
4. Marx, C. y Engels, F. La ideología alemana. La Habana, Editorial Política, 1979, p. 398.
5. Idem, p. 399.
6. Ibidem, p. 409.
7. Ibidem, p. 273.
8. La cita en cuestión dice: “Vuestro derecho no es más que la voluntad de vuestra clase erigida en ley, una voluntad cuyo contenido está representado por las condiciones materiales de existencia de vuestra clase”. Vid. Marx, C., Engels F. Manifiesto del Partido Comunista. Moscú, Editorial Progreso, 1971, T.1, pp. 34-35.
9. Engels, F.: “Carta a K. Scmidt de 27 de octubre de 1890”. En: Marx C. y Engels F. Obras Escogidas en dos tomos. Moscú, Editorial Progreso, 1971, T. II, p. 492.
10. Engels, F. “Introducción” a la edición de 1895 de Marx, C. La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850. En: Marx C., Engels, F. Oras Escogidas en tres tomos. Moscú, Editorial Progreso, 1978, T. I, p. 207.
11. Fernández Bulté, J. Filosofía del Derecho. La Habana, Editorial Félix Varela, 1997, p. 277.
12. Idem, pp. 265-285.
13. Sánchez Vázquez, A. A tiempo y destiempo. La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 2004, p. 463.
14. Idem, p. 440.
15. Ibídem, pp. 440-448.
16. Gramsci, A. Cuadernos de la cárcel. México, Ediciones Era, 1981, t. 3, p. 105.
17. Foucault, M. P. Power/Knowledge. New York, Pantheon Books, 1980, p. 93
18. Ídem.
19. Foucault, M. P. El sujeto y el poder. Escuela de Filosofía de la Universidad de ARCIS, p. 17, disponible en: www.philosohia.cl.
20. Idem.
21. Ibídem, p. 10.
22. Foucault, M. P. Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones. Madrid, Tecnos, 1981, pp. 122-123.
23. Idem, p. 60.
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