Yuri Fernández Viciedo (CV)
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Resumen: El proceso de constitucionalización liberal español que culminaría en
la redacción del texto doceañista, constituyó el catalizador para la entrada de
la entonces colonia española de Cuba en la órbita del constitucionalismo. En la
Isla, sin embargo, existían para entonces un cúmulo de condiciones económicas y
teóricas que permitieron la inserción de sus grupos hegemónicos en la coyuntura
liberal, desde una posición auténtica que les permitió conferir, desde el primer
momento, forma constitucional a sus necesidades.
Palabras clave: Constitucionalismo, Liberalismo, Cuba, Cádiz, Esclavitud.
Cuba, posesión colonial española en El Caribe, entraba en el siglo XIX a la órbita constitucional: en el plano social, de la mano de la esclavitud; en lo político, como posesión ultramarina de una potencia europea débil, ocupada por un ejército extranjero, con su trono vacante primero, y secuestrado después; presentándose en lo económico, fundamentalmente como una colonia plantacionista.
Ramón Infiesta describía la situación política de la Isla en la siguiente manera:
“En los albores del siglo XIX el régimen político de Cuba era, con insignificantes variaciones, el mismo de que la dotaron, trescientos años atrás, don Diego Velásquez y los conquistadores. La potestad política y la militar se confundían en las mismas funciones.” (1)
La continuidad, apenas sin variaciones, de este modelo colonial, expresa por sí misma la medida de lo que significó, en aquellos momentos, el inicio del proceso de refundación, sobre bases liberales, de aquel imperio absolutista, con la apertura constitucional de las Cortes gaditanas.
El impacto que la reestructuración metropolitana del Estado tuvo sobre los territorios ultramarinos bajo soberanía de la Corona, y sobre la isla de Cuba específicamente, ha influido notablemente en la costumbre de definir los orígenes constitucionales cubanos como meros resultados colaterales de la invasión napoleónica a España y del inicio de la actividad juntista en el territorio metropolitano. Ello ha ocurrido de manera mecánica, sin tener en cuenta, en muchas ocasiones, la decisiva influencia que en este proceso jugaron las particularidades intrínsecas por las que atravesaba la colonia cubana, y que le permitieron a un sector de sus grupos hegemónicos expresarse en un lenguaje constitucional desde condiciones originales y específicas.
No pretendemos, con la afirmación anterior, negar el efecto detonante y catalizador que, en la práctica, ejercieron sobre Cuba los acontecimientos sucedidos en la Metrópoli durante los años de 1808 y 1810, sino aclarar que el propio crecimiento económico e intelectual operado en la colonia cubana, unido al consiguiente fortalecimiento de una oligarquía local esclavista, terrateniente y plantacionista, ayudaron a generar un clima, que podríamos calificar de pre constitucional, y que contribuyó a preparar teóricamente a esta clase para el debate que se abriría entre 1810 y 1814.
1. En el principio estaba la Ilustración.
No podría abordarse seriamente la cuestión del origen y formación del pensamiento constitucional cubano al margen del importante papel que, en ello, desempeñó el desarrollo del pensamiento ilustrado, así como de la obra reformadora que, en la enseñanza y las instituciones, trajo consigo su difusión en el ámbito de la colonia.
La Ilustración arribó oficialmente a costas cubanas de la mano del Despotismo Ilustrado. Esta peculiar postura metropolitana hacia las colonias ha sido descrita por el historiador cubano Ramiro Guerra en la siguiente forma:
“Dicho ideal se caracterizó (…), por un marcado interés respecto de los problemas referentes a la mejora de las condiciones fundamentales de vida y de cultura de cada nación: restauración de la riqueza nacional y de la hacienda de cada país, fomento de la población y cultivo del suelo; renacimiento de las industrias tradicionales; expansión de las relaciones mercantiles; tendencia a levantar la consideración social de las clases inferiores; difusión de la cultura, con un marcado carácter popular y con el deseo de arrancar a la masa general del pueblo del estado de ignorancia en que vivía (…) vino a significar una especie de transformación desde arriba.” (2)
En la última década del siglo XVIII verían la luz en la Isla aquellas instituciones a cuya sombra vendría a completarse la obra intelectual de la ilustración cubana: la Sociedad Económica de Amigos del País, la Real Intendencia, el Real Consulado y el “Papel Periódico de La Habana”.
Este movimiento era el mismo cuyas dos tareas inmediatas consistían en la demolición del edificio de la escolástica, y en la búsqueda de aquellas vías que permitieran la inserción de la colonia en el sistema de relaciones capitalistas de producción, sin la necesidad de una ruptura política inmediata con su Metrópoli. En tales empeños, ambos fines terminaron por revelarse como presupuestos básicos el uno del otro: abrir hacia la modernidad el pensamiento, significaba, de por sí, el primer paso hacia ella.
El proceso de reforma en la enseñanza de la filosofía y la creación de un aparato institucional orientado a los estudios económicos, fueron sus primeras manifestaciones materiales. En 1798 confesaba José Agustín Caballero:
“Yo fui en mis primeros años de esta secta, y la amaba tiernamente; mas la recomendé y enseñé a mis discípulos. ¡Qué vanidad no tenía del poder de mi entendimiento! ¡Cómo revolvía todo el universo y lo sujetaba al discurso! ¡Experiencia! Lo mismo era oírla nombrar que cerraba y apretaba los ojos hasta arrugarlos. Pero los abrí, al fin y la vi con tiempo; me avergoncé mucho de no haberla visto antes.” (3)
La Ilustración cubana fue el resultado, social e intelectual, del fortalecimiento de la economía criolla y de su clase dirigente bajo las condiciones planteadas por el Despotismo Ilustrado: esta coincidencia de factores permitirían que, ideológicamente, un poderoso sector de la colonia consiguiera huir, a distancia prudencial, del letargo medieval que seguía envolviendo a la Metrópoli.
El cuadro criollo, en el lienzo tropical dibujado por el Despotismo Ilustrado, no estaba exento a la acción corrosiva de los pigmentos que coloreaban la imagen, y la ilustración criolla tampoco era ajena a los mismos. A pesar de la fuerte censura, su espíritu cuestionador no había fallecido y, de manera solapada, apenas perceptible, se propuso darle ciertos retoques de modernidad al óxido en los colores de aquel cuadro.
Si bien la colonia cubana había logrado insertarse en el joven sistema capitalista internacional, lo hacía sobre la base de relaciones de producción primitivas: la esclavitud, su abolición o mantenimiento, fue pasto para el pensamiento liberal de los ilustrados criollos, y, a la vez, constituyó la gran contradicción teórica (y práctica) que latió en los orígenes y en el desenvolvimiento del debate constitucional en la Cuba decimonónica; tanto, y más allá, que su propia condición política frente al secuestro de la monarquía metropolitana. En esta institución, a semejanza de una cabeza de Jano, radicaban la fuerza y la debilidad de aquel mundo que, en privado, soñaba convertirse en Nación.
El negro rincón de la colonia.
Durante el último tercio del siglo XVIII se abrió un nuevo período para la esclavitud en Cuba. El avance del capitalismo en la Isla, y la salida de Haití del mercado azucarero, contribuyeron a incrementar el desarrollo de la institución en la colonia, como garante de la fuerza de trabajo que habría de hacer crecer los capitales.
Por esos años ocurriría el tránsito de la esclavitud de corte patriarcal que, amparada en la legislación de Indias había existido formalmente en Cuba, y que establecía un precio fijo al esclavo dificultando su venta sucesiva; a una esclavitud plantacionista, donde la aptitud para el trabajo, la habilidad, destreza y adaptación de la “pieza” al país, condicionaban el alza de su precio respecto al “bozal” (4).
En 1789 había sido autorizada por dos años la libre entrada de negros al territorio cubano con el fin de hacer competitiva la industria azucarera criolla. El 24 de noviembre de 1791 sería prorrogada a seis años y, posteriormente, lo sería con carácter indefinido. La avalancha tratista llegaría al punto de cambiar, en forma inquietante durante el mando de Luís de Las Casas, la composición étnica de la población (5).
En el liberalismo criollo de principios del siglo XIX, sin embargo, la esclavitud resultaba una antinomia y una pieza “defectuosa” dentro del engranaje con el que se construía el discurso público. El triunfo final de sus defensores -quienes habrían de poner a su servicio todo el arsenal teórico elaborado por el racionalismo ilustrado, y que en Europa se usó para fundamentar los derechos individuales del hombre- determinó que en nuestros orígenes constitucionales, el pensamiento esclavista criollo, antepusiera, al derecho a la libertad, el “sagrado” derecho de propiedad.
La singular colisión entre estos derechos, sería la característica fundamental del pensamiento constitucional criollo en sus primeros tiempos, el resultado de la misma, por su parte, estaría destinado a echar su suerte en la defensa y legitimación del sistema esclavista.
En aquel discurso de corte lockiano (6), donde el ejercicio de las libertades civiles y políticas debían tener como condición básica la cualidad de propietario, el esclavo vino a ser considerado como una “cosa en sí” (7), su transformación en ente “para sí”, o sea, su descosificación, pasaba también por el tamiz de la propiedad, en la forma del peculio que costaba su coartación. La afirmación social y jurídica de su condición humana dependían, entonces, de su aptitud para la apropiación: el derecho de propiedad terminó venciendo, en la isla de Cuba, al natural derecho de los hombres a su libertad. En palabras de Torres – Cuevas:
“Los más ilustres pensadores de la Ilustración Esclavista Cubana siempre vieron la esclavitud como “un mal necesario” (José Agustín Caballero) o una necesidad transitoria (Francisco de Arango y Parreño).”(8)
Más allá, sin embargo, del marco limitado de la plantación, toda aquella sociedad estaba saturada con la esclavitud. La gran división entre libres y esclavos marcaba el profundo tajo que impedía su integración en una colectividad homogénea. Jurídicamente, el color de la piel clasificaba los diferentes escaños de su estructuración: blancos y pardos. Estos últimos, a su vez, se clasificaban en mulatos, cuarterones, quinterones y morenos; diferenciados del que llevaba grilletes por el peyorativo término de negro.
La ausencia de libertad en uno de los extremos sociales no solo impedía la cohesión de la sociedad, que veía al esclavo como un ente enajenado y extraño a la misma, sino que también propiciaba las condiciones básicas para la aparición de numerosas formas de agrupamiento que, en el caso de los blancos adinerados, adoptarían rápidamente expresión política, a pesar de su constante mutación interna, resultado de la ausencia de una definitiva estructuración clasista (9).
La existencia de esta sociedad castiza, donde la contraposición entre libres y esclavos definía su contradicción más traumática, azuzada a su vez por los sucesos de la Revolución haitiana, contribuyeron a que un sector de la oligarquía plantacionista criolla viese en el mantenimiento del régimen colonial un factor de orden y estabilidad social, en tanto representación del poder común al que estaban sujetos todos los intereses de la colonia. En esta línea de pensamiento y postura política, estaban presentes ya los gérmenes de lo que sería conocido años después, como autonomismo.
No es de extrañar, por ello, que hacia 1798 José Agustín Caballero recomendara una educación especial que “ilustrara” las costumbres de aquella sociedad donde los hombres eran dueños de hombres:
“…habiendo entre nosotros una clase de hombres que no tienen estado, persona, ni propiedad, parece que debía esmerarse la legislación en dar a los hombres libres o señores una educación proporcionada a la situación tan elevada y superior de éstos sobre aquéllos; una educación que templase el vigor del despotismo que el amo naturalmente propende a ejercer sobre su esclavo; que le inspirase aquellas virtudes, aquella alta dignidad propias del hombre que está llamado a poseer un derecho tan peligroso como el de reconocer dominio y propiedad sobre sus semejantes;…” (10)
Pero la fuerza de trabajo esclava resultaba necesaria a pesar de todo, y el incremento de brazos era sinónimo de una productividad más competitiva. Ya para entonces Arango y Parreño había roto lanzas a favor del incremento de la trata:
“Nada será más útil que alentar con premios y con ensayos nuestro comercio directo a las costas de África, y para esto convendría fundar establecimientos en la misma costa o en su vecindad (…). Más animada la concurrencia de negros (...), y protegida la entrada de todo utensilio o máquina de labranza con la libertad de derechos, estaremos en estos dos puntos poco más o poco menos la nivel del extranjero.” (11)
La esclavitud, sin embargo, constituía un ciclo cerrado donde resultaba sumamente difícil reponer de manera natural la fuerza de trabajo. A diferencia de una sociedad proletarizada, donde el proletario, como individuo libre, era capaz de reproducirse a sí mismo, con el esclavo ocurría todo lo contrario. En 1808 el obispo Espada clamaba por una progresiva transformación de las relaciones de producción que propendiera a suprimir la trata y esclavitud, animado por el altísimo costo humano y económico de la institución (12). En su Informe sobre Diezmos, alegaba:
“El trato duro y acoso inhumano los desespera, les hace emprender fugas; los castigos fuertes los van destruyendo y al fin se ven aniquilados. ¿Es posible que de los doce millones que se han traído no se encuentren en todas las colonias ni 400 mil esclavos criollos y que puedan conservar el millón y medio que se supone necesitan, sino reemplazándolos anualmente con los que incesantemente se están pidiendo a la Metrópoli con gracia y con ampliaciones de comercio?” (13)
La posición anterior, sin embargo, no era la de la mayoría. El pensamiento esclavista cubano defendió a ultranza aquella institución en la cual había cifrado sus esperanzas de lograr el salto hacia una sociedad capitalista que, aupada sobre relaciones de producción superiores, le diera a la esclavitud carta de muerte natural. No ocurriría. El proyecto de los esclavistas criollos vino a concretarse demasiado tarde, y la Isla se encontraba ya en la periferia del sistema de relaciones capitalistas. Lastrada por su peso, la institución terminaría hundiéndose, décadas después, en el estancamiento.
En torno al debate esclavista, sin embargo, orbitaron otras cuestiones estrechamente relacionadas al mismo. La cuestión del poblamiento de la Isla, que no recibía mayor atención desde la etapa de la conquista, se volvía un asunto perentorio para el pensamiento pre constitucional del grupo criollo de hacendados y terratenientes plantacionistas en busca de su supervivencia y desarrollo.
Los peligros de una colonia despoblada.
La población y su incremento fue una de las cuestiones abordadas con mayor énfasis por el pensamiento ilustrado preconstitucional en la colonia cubana.
En los primeros años del siglo XIX Cuba seguía siendo un territorio apenas habitado. Hacia 1792 la Isla contaba con 272 301 habitantes, según el censo de Luís de Las Casas (14); otras fuentes la cifraban, para 1810, entre 250 718 (15) y 300 000 habitantes (16). A pesar de las discrepancias en el número, lo cierto era que, tras 300 años de colonización, la población en la colonia se revelaba particularmente pequeña en relación con la extensión de su territorio y las potencialidades productivas de este.
Para los sectores hegemónicos e ilustrados de la Isla, el despoblamiento traía anexas dos problemáticas importantes: perpetuaba la escasez de fuerza de trabajo y disminuía la capacidad defensiva del territorio en un momento en el que el número de efectivos resultaba un factor decisivo para lograr la victoria en los conflictos armados.
Particularmente, la escasez permanente de fuerza de trabajo, atentaba contra las perspectivas de productividad de la colonia, comprometida con un mercado voraz, a la vez que impedía la diversificación de su economía.
En 1808 el obispo Espada calculaba que las condiciones naturales de la Isla eran perfectamente capaces de sostener una población superior a los 9 millones, a la vez que lamentaba el hecho que, “teniendo sólo 300 000, se evidencia que la población está en una decadencia de las más dolorosas que cabe imaginarse después de 314 años de conquista.” (17)
A su vez, se quejaba de la ya manifiesta incapacidad de la esclavitud, tanto para acrecentar la población de la colonia, como para aumentar su productividad:
“Los esclavos que la violencia arranca de África, impiden que los grandes hacendados busquen jornaleros a quienes por la necesidad harían mejores partidos: con estos partidos adquirirían terrenos, tomarían una esposa, se multiplicarían los propietarios y la población; y no sucederá como con los esclavos que sepultan con su cuerpo su posteridad (…). La manía de servirse de esclavos para el cultivo de las haciendas, unida a la grande extensión de estas, son dos fuertes obstáculos que hay en América para la población y prosperidad de la agricultura.” (18)
Arango y Parreño ya se había manifestado contrario a esta posición, al atribuir la causa de la despoblación al modo en que había sido dividida, desde un primer momento, la propiedad de la tierra:
“Lejos de creer que la despoblación resulta de estas mercedes, juzgo que tales mercedes resultaron de la despoblación, y que las que subsisten hoy es por la misma causa.” (19)
A pesar de considerar la esclavitud en los peores términos, este paladín de la plantocracia criolla, la juzgaba necesaria a las condiciones reales de desarrollo de la colonia en aquel período, manifestándose favorable al incremento de la trata, aludiendo, sin embargo que tal negocio debía descansar en las manos de los españoles en su totalidad, a fin de romper la dependencia con los tratantes extranjeros.
Sin embargo, con independencia de la toma de posiciones dentro del debate esclavista y tratista, el poblamiento de la colonia cubana continuaba como asunto de la mayor importancia para el ambiente insular. Tal preocupación no era casual. El sector de los hacendados y terratenientes esclavistas constituía ya, a las puertas del siglo XIX, un poderoso grupo de presión en la política colonial metropolitana. Sus perspectivas por obtener un papel protagónico en la administración colonial, y en la dirección de las relaciones con la Metrópoli, pasaban por su fortalecimiento económico dentro del espacio geográfico cubano que, en todas las visiones del momento, podía brindar de conjunto, y bajo una sagaz administración, algo más que azúcar (20).
El proyecto político de esta clase, a largo plazo, puede hacerse desprender de las siguientes palabras de Arango y Parreño en 1811:
“Vemos crecer —no a palmos, sino a toesas— en el septentrión de este mundo, un coloso que se ha hecho de todas castas y lenguas y que amenaza ya tragarse, si no nuestra América entera, al menos la parte del norte; y en vez de tratar de darle fuerzas morales y físicas, y la voluntad que son precisas para resistir tal combate; en vez de adoptar el único medio que tenemos de escapar —que es el crecer a la par de ese gigante, tomando su mismo alimento— seguimos en la idolatría de los errados principios que causan nuestra languidez, y creemos conjurar la terrible tempestad quitando los ojos de ella, ….” (21)
En estas palabras podría resumirse el proyecto económico, bajo cuya sombra aguardaban profundos intereses políticos, de aquel grupo de esclavistas criollos que desdeñarían el camino de la independencia, ante la opción de implementar reformas económicas tales como el libre comercio, el mantenimiento de la trata y el fomento de inmigración blanca.
Aumentar la población en la Isla significaría, por tanto:
- Equilibrar el número de blancos con el de negros y mestizos en la colonia por el fomento de la inmigración blanca.
- Incrementar la fuerza de trabajo libre disponible, lo que permitiría, con la implementación de las nuevas técnicas productivas, crear las bases para la natural extinción del sistema eslavista y la consecuente proletarización de la sociedad.
- Finalmente, influiría notablemente en la diversificación productiva de una economía que ya se veía enrumbar a la monoproducción.
Esclavitud y poblamiento constituyeron dos de los puntos centrales por los que discurrió, frente a la problemática económica y social, la Ilustración criolla en sus primeros años. Las herramientas utilizadas en la argumentación de los mismos, provenientes en su mayoría del iusnaturalismo racionalista anglonortamericano y europeo, prepararon considerablemente a una clase intelectual dentro de la colonia para su entrada al constitucionalismo y al debate constitucional. A su vez, integrarían el arsenal de argumentos con los cuales los representantes criollos ante las Cortes gaditanas, obtendrían sus primeras victorias constitucionales en pro de la legitimación y del reconocimiento de su modo de vida en el nuevo pacto colonial que representó Cádiz.
2. Una colonia, coyunturalmente, constitucional.
El secuestro napoleónico de la Corona ibérica, así como la ocupación militar del territorio español por los ejércitos franceses, causaron, en todo el mundo colonial, una profunda crisis de soberanía que afectó sensiblemente a la administración de las colonias. El carácter sagrado de la monarquía, del cual dimanaba el poder en aquel Imperio, se vio, de pronto, patéticamente cuestionado. Sus representantes en América, por extensión, ostentaban una autoridad derivada de un Rey que ya no reinaba.
Por otra parte, la organización en España de la Junta Central, y la creación de juntas locales en las distintas provincias, influyó en el despertar de las propensiones criollas al autogobierno, hasta ese entonces ocultas tras las memorias, informes y discursos, en los que se hallaba implícita ya la afirmación de la capacidad de los naturales del país para conocer mejor y dar solución a sus propios asuntos internos. La colonia cubana no fue una excepción. Desde ese momento, el autogobierno, así como las vías de fundamentación de la necesidad de su ejercicio dentro de la colonia, conformarían la “línea dura” del proyectismo constitucional que se desarrollaría en la Isla, en opinión de Ramiro Guerra:
“Nadie, hasta entonces, había hablado de gobierno provincial o autonómico, pero existía, de hecho, y se había manifestado reiteradamente entre la clase acomodada de los productores, una decidida inclinación a tomar parte activa, en la forma hasta entonces autorizada por las leyes, en la resolución de las cuestiones de interés insular” (22).
No obstante, el empeño del grupo de criollos plantacionistas occidentales por constituir Junta Provincial a semejanza de las erigidas en el resto del Continente, resultó torpedeado. Su instauración habría venido a llenar, dentro de la colonia, el vacío de soberanía dejado por la ausencia de Rey. Por otra parte, tal instrumento, en manos de los hacendados y terratenientes esclavistas, en su mayoría criollos, vendría a servir como canal para sus propósitos de autogobierno, abriéndoles un importante espacio dentro de la administración de la política colonial.
Los ataques a la formación de la Junta provinieron del que se perfilaba ya como grupo económico antagonista de los hacendados y productores esclavistas: el sector comerciante. Atrincherado en tres importantes centros burocráticos al margen de la fiscalización de la Capitanía General (la Intendencia de la Real Hacienda, la Superintendencia de Tabacos, y la Comandancia de la Marina), alegaban que la Junta no pretendía otra cosa sino tiranizar a la colonia y romper con la llamada “integridad nacional”. Con la exacerbación de los ánimos entre criollos y peninsulares dentro de la Isla, con motivo del proyecto juntista de Someruelos, la sociedad colonial terminaría polarizando, en dos facciones contrapuestas, a su clase hegemónica.
Al otro lado del mar, el 14 de febrero de 1810 el Consejo de Regencia de España e Indias, que sustituía a la Junta Central, dictaba el Real Decreto por el cual se convocaba a los Diputados de los dominios españoles de América y Asia para las próximas Cortes a celebrarse. El mismo establecía el acceso a representación para el Cónclave a diputados de “los Virreinatos de Nueva España, Perú, Santa Fe y Buenos Aires, y de las Capitanías Generales de Puerto Rico, Cuba, Santo Domingo, Guatemala, Provincias Internas, Venezuela, Chile y Filipinas.” (23) La cuota, sin embrago, era particularmente restringida: uno por “cada capital cabeza de partido de estas diferentes provincias.”
El Acuerdo de 4 de septiembre de 1810 tomado por el Ayuntamiento de La Habana, protestaba en estos términos al respecto de la cuota de Diputados concedida en el Real Decreto:
“Establecida la igualdad de derechos entre los españoles de Europa y de América, (…) y declarado asimismo en los anuncios y convocatorias de estas Cortes (…), que su grande objeto es la salvación y regeneración del Estado haciendo leyes generales que lleven consigo como lo deben llevar las verdaderas leyes el gran carácter del consentimiento público, ¿se puede suponer este consentimiento de parte de las Américas por el voto, aunque sea unánime, de los Diputados que ahora envían; por el voto de veintiocho individuos que sólo llevan el de sus respectivos Ayuntamientos?”(24)
A pesar de desacuerdos como el anterior, el Real Decreto abriría la colonia cubana a un período unánimemente constitucional. Proliferaron los proyectos, memorias y exposiciones; instrumentos que debían hacer llegar a las Cortes, a través de sus representantes electos, los intereses que animaban la polémica en la colonia. Fue dentro de esta primera conyontura “proyectista” que las oligarquías regionales y locales se dieron prisa a definir sus intereses con el fin de obtener las reformas necesarias que, al interior de la nueva legalidad imperial, les permitieran asegurar la continuidad de su supremacía colonial, así como su desarrollo económico como clase. Precisamente en tales intereses se encontraban las peculiaridades que integrarían el discurso constitucional criollo de aquellos primeros años.
A cuestiones ya tradicionales como el poblamiento de la Isla y el blanqueamiento de su población, se uniría la referente a la viabilidad y necesidad del autogobierno de la colonia dentro de los márgenes de autonomía concedidos por el liberalismo español. El debate sobre la esclavitud y la supresión de la trata, retornaría con fuerza y, en este punto, liberales españoles y criollos se verían enfrentados respecto a la legitimación de la funesta institución en el nuevo pacto colonial.
Resulta sumamente curioso, sin embrago, el hecho que los liberales criollos no se propusieran romper con el fraccionamiento de la sociedad colonial cubana homogenizándola, sino todo lo contrario: su propósito radicó en ajustar aquel mundo segregado al nuevo Estado que se configuraba. Prueba evidente de ello se encuentra en el hecho de que los proyectos constitucionales criollos más relevantes del momento, debatidos en Cádiz, resultan, tanto en su fundamentación como en su articulación, verdaderos cuerpos orgánicos, sin lugar para la regulación de derechos subjetivos.
La ausencia de Cartas o Declaraciones de derechos individuales, al estilo norteamericano o francés, en los Proyectos de Arango y Caballero, evidencian que el interés verdadero de aquel grupo no radicaba en el logro de la cohesión social, sino en el control directo de las nuevas instituciones locales que debían rectorar el espacio colonial.
Pero, ¿y la libertad? ¿Acaso este pensamiento no se consideraba liberal a sí mismo? Hay que decir que el esquema de libertad importado de la Península, permitía abordar estas cuestiones como categorías creadas por el constituyente en la Ley, a despecho de que el agonizante iusnaturalismo postulara tanto su carácter de naturales, como de individuales.
Ello explica que las escasas referencias hechas a derechos o libertades en los proyectos y memorias de los criollos, se encuentren en su mayoría formuladas en abstracto, o en un sentido meramente objetivo, como podría ser libertad de imprenta o libertad de comercio. El sufragio, una vez reconocido a los españoles de ultramar, no pudo librarse de los remanentes dejados por la antigua concepción estamentaria del voto, imbricada ahora con requisitos adicionales como la limpieza de sangre y cierta fortuna económica.
El derecho de propiedad copará, por su parte, casi todo el exiguo espacio dogmático, y en torno suyo habría de girar toda aquella sociedad. Su inevitable conflicto con el derecho a la libertad vendría a plantearse desde el eslabón más débil de aquel mundo: la esclavitud del negro.
Aquí subyacía la explicación de la incompatibilidad de una concepción individualista de la libertad y los derechos, con las condiciones económicas de la colonia cubana, así como con los intereses de hacendados esclavistas, y comerciantes. El arribo de tales ideas al Santo Domingo francés habían contribuido a soliviantar las negradas: en Cuba no podía ocurrir.
La vieja concepción del Fuero castellano, heredada en parte por el liberalismo peninsular, dejaba un resquicio para la introducción, con ciertos aditamentos, de la vieja idea corporativa de libertad como privilegio de un grupo. A semejanza de las antiguas regiones españolas, la sociedad cubana se estructuraba jerárquicamente, en niveles designados por el origen nacional y color de la piel. Quedando apartados del ejercicio de la misma aquellos individuos segregados por el color de su piel o por su “sangre sucia”, de la misma sólo gozarían las clases económicamente poderosas de la colonia., libres para la administración política de esta: tal era el objetivo oculto tras las demandas criollas de autogobierno que en su discurso obviaban este peliagudo asunto.
El tortuoso recorrido de este sendero doctrinal, constituía la cuadratura del círculo para el grupo de plantócratas criollos, que llevará a Félix Varela años después a afirmar que en Cuba no había amor a la independencia, ni a España, y sólo a las cajas de azúcar y a los sacos de café.
Donde pervivía la esclavitud, no podían existir derechos individuales. Ello, en las condiciones de la colonia cubana, hubiera significado la implosión del sistema. Los ideólogos de aquella clase lo sabían; por ello tuvieron el tino de no proponerse la abolición, en sus demandas, del régimen militarista existente en la Isla, prefiriendo mantener los mecanismos coercitivos del poder en manos del Capitán General, representación personal de la Metrópoli. Este último garantizaba la estabilidad y el consenso común, incluso hacia el interior de aquellas oligarquías con intereses dispares, necesarios para que aquellos grupos obtuvieran los esperados beneficios económicos que les permitiesen saltar a formas de relaciones capitalistas superiores.
Estos fueron los elementos que diferenciaron el camino constitucional seguido por las oligarquías cubanas, en aquellos momentos en los que sus pares de la América hispana discutían la independencia política en el campo de batalla.
El proyecto independentista, por su parte, no constituía, para la mayoría de los representantes de estos grupos, una tendencia relevante, fundamentalmente porque el modelo colonial, en sus augurios de reforma, aún podía brindarles ciertas perspectivas de desarrollo y funcionalidad; por ello, y en relación con la rebelión de las colonias hispanas, alegaba José Agustín Caballero:
“¿No sería más oportuno concederles, desde luego lo que se les ha prometido, y darles, con el consentimiento del Supremo Gobierno, aquel auxilio paternal y exterior que necesita todo nuevo gobierno, que no exponerlos a que obtengan, quizá por caminos sangrientos y siempre lastimosos para la causa nacional, una independencia absoluta, a la cual acaso no aspiraban al principio?” (25)
Hacia su interior, sin embrago, el “proyectismo” criollo del momento, oscilaría dentro de posiciones más o menos conservadoras, apreciables en dos de sus más prestigiosos representantes: Francisco de Arango y Parreño y el presbítero José Agustín Caballero.
En 1810 Francisco de Arango y Parreño (1765 – 1837), por conducto del diputado a Cortes Andrés de Jáuregui, presentaba un Memorándum que había tenido como antecedente directo al “Discurso sobre la Agricultura de La Habana y medios de fomentarla” (26)
En el mismo, Arango se limitaba a proponer la creación de un Consejo Provincial (con el cual se le daría estatus de provincia a la Isla), presidido por el Capitán General (27) y compuesto por veinte miembros, elegidos en proporción de diez por La Habana y los otros diez por el resto del país, correspondiendo su elección a los cabildos municipales.
La autoridad de dicho Consejo vendría a recaer sobre la Superintendencia de Hacienda, que administraría los fondos recaudados en el país. Con ello, el control de los mismos recaería sobre las manos de los hacendados criollos, de ahí la importancia que concedía al manejo de los mismos (28).
Tal institución tendría funciones tanto civiles como administrativas, de forma tal que viniera a ejercer control sobre el aparato comercial y productivo de la colonia. La fuerza pública, así como el ejército y la administración de justicia, continuarían en las manos del Capitán General.
A ojos vistas, tales proposiciones tendían a propiciar un desgajamiento parcial de las facultades centralizadas y omnímodas de los Capitanes Generales, representantes del sector peninsular de la Isla, a favor de la clase productora y comerciante de los esclavitas criollos, necesitada del libre comercio, tanto exterior como doméstico, y del control de la producción.
El reparto de funciones, según el cual la actividad económica pasaba a ser controlada por los criollos, representaba, en sí mismo, todo un pacto entre clases para la supervivencia común en un mismo espacio geográfico, político y económico que comenzaba a vislumbrarse como territorio en disputa.
Dentro de la misma tendencia asimilista, la Exposición a las Cortes Españolas, elaborada por el presbítero José Agustín Caballero (1762 – 1835) representó, en este primer período constitucional, la línea menos conservadora, al proponer presupuestos de mayor autonomía para la clase criolla.
La Exposición resulta un documento de transición dentro del temprano liberalismo constitucional decimonónico cubano porque, si bien se afilia en su fundamentación al modelo publicístico inglés, aún es apreciable el sentido corporativo que sigue teniendo en el mismo la concepción acerca de la adquisición y ejercicio de las libertades políticas (29), en contraposición con el individualismo británico.
En sus propuestas para la reforma del gobierno colonial en la Isla, Caballero expone un modelo de descentralización donde, a semejanza del Memorándum de Arango y Parreño, el Capitán General continúa siendo la figura representativa de la Corona en el país; sin embargo la actividad legislativa estaría en las manos de un cuerpo asambleario que el pide se denomine Cortes Provinciales de la Isla de Cuba, el cual tendría la misión de preparar la legislación especial por la cual había de regirse la proyectada provincia:
“Debemos (…), suplicar al Congreso Nacional que constituya aquí una Asamblea de Diputados del Pueblo con el nombre de Cortes Provinciales de la Isla de Cuba, que estén revestidas del poder de dictar las leyes locales de la Provincia en todo lo que no sea prevenido por las leyes universales de la Nación,…”(30)
El cuerpo legislativo se compondría de sesenta Diputados; “los 30 correspondientes a la jurisdicción territorial más necesaria por su opulencia, población e ilustración, quizá menos iguales al resto de la Isla. Los otros 30, en esta proporción: 9 de la jurisdicción de Santiago de Cuba; 6 de la Villa de Puerto Príncipe y 3 por cada una de las 5 jurisdicciones de Trinidad, San Juan de los Remedios, Sancti Spíritus, Villa Clara y Matanzas” (31).
La elección de los Diputados se haría por medio de representantes y, el ejercicio mismo del sufragio, tenía un carácter tan censitario como fragmentario era el de la sociedad colonial cubana:
“Nos parece que en un país donde existe la esclavitud y tantos libertos como tenemos, conviene que el derecho primitivo de sufragio descanse exclusivamente en la calidad de español de sangre limpia, con bienes de arraigo en tierras o casas urbanas y rurales,..” (32)
El brazo ejecutivo del gobierno estaría integrado por el Capitán General y un Consejo Ejecutivo, compuesto de doce vocales. La administración de justicia, así como la dirección de los cuerpos armados y la policía permanecería bajo el Capitán General, auxiliado, para los asuntos judiciales, de un Corregidor independiente.
Las Cortes de Cádiz votarían su Constitución el 19 de marzo de 1812, proclamándose en La Habana el 21 de julio. Durante su efímera vigencia, y a pesar de todo, la institucionalidad de la colonia no sufrió cambios significativos. En este sentido, las reformas más importantes ocurrieron en cuanto a la división de los poderes civiles y militares, con lo que se despojaba a los gobernadores y alcaldes ordinarios del ejercicio de la actividad judicial, la que pasó a ser ocupada por un cuerpo de jueces de letras, llamados así por requerir para su nombramiento la cualidad de letrados. Fueron creadas las intendencias de Puerto Príncipe y Santiago de Cuba, con lo cual la Isla quedó dividida económicamente en tres Intendencias, bajo la autoridad del Superintendente que residía en La Habana (33). En el plano económico, sin embrago, y en opinión de Olga Portuondo, la colonia:
“…quedó en situación precaria, motivada por la pérdida de mercados a causa de la lucha independentista en Hispanoamérica, por la supresión de los situados mexicanos y la perpetuación del monopolio comercial”. (34)
Este primer período liberal español terminó, a pesar de los pesares, con una significativa victoria constitucional para el grupo de los hacendados esclavistas, que vino a reafirmar, dentro del contradictorio espacio liberal español, su forma de vida: unida a la metrópoli por lazos políticos y culturales, pero separada en cuanto a los intereses de una maquinaria productiva tan jugosa como la propia caña de azúcar: la esclavitud y la trata no se irían tan fácilmente de la colonia caribeña.
En el año 1811 se presentaron a las Cortes españolas, por presión de Gran Bretaña (35), aliada de España en la lucha contra Napoleón, dos proyectos de ley tendientes a suprimir el comercio de esclavos, así como la paulatina abolición de la esclavitud en las colonias españolas, respectivamente. Como efecto colateral, fue separada de las Cortes la diputación cubana en la sesión del 2 de abril de 1811 (36).
Tal noticia sembró el pánico entre el poderoso grupo de hacendados y terratenientes esclavistas de la colonia, que encargó a Francisco de Arango y Parreño, a la sazón, Alférez Mayor de la ciudad, la redacción de una representación a Cortes que justificara los perjuicios causados por la adopción de tales prohibiciones, propuestas por los diputados José Miguel Guridi y Alcocer, de México, y el Divino Agustín de Arguelles.
El extenso documento se valía de argumentos relativos al carácter necesario de la representación de las provincias americanas, sin la cual resultaba imposible la toma de decisiones tan trascendentales como la presente, a la vez que usaba como referencia, en la argumentación del mismo, el ejemplo norteamericano donde pervivían dos sistemas económicos tan dispares:
“Finalizóse la guerra; hablóse de Constitución. Se estableció para hacerla un Cuerpo de Representantes con título de Convención, y entonces se vino a hablar de introducción de esclavos y arreglo de esclavitud. Pero, ¿de qué manera? ¿Con qué circunspección, Señor? ¿Con qué miramientos por los derechos provinciales, y aun por los errores y extravíos de la opinión individual? Dígalo mejor que nosotros la misma letra de aquella Constitución; dígaselo a V.M. la Sección IX de su artículo I,…” (37)
Las Cortes no suprimieron la trata. Los hacendados y terratenientes cubanos se legitimaron constitucionalmente como grupo dominante en la colonia, e influyente en la Península; y Arango y Parreño era elegido Diputado a la legislatura de 1813 (38).
3. La muerte de una coyuntura.
El primer período constitucional y liberal español, que tuviera como colofón la aprobación de la Constitución de Cádiz, en las diferentes etapas de su desarrollo, hizo proliferar dentro del el espacio cubano la conciencia cívica, liberal y democrática, pero no la independencia, la que era vista como la solución más inoportuna a las problemáticas de los sectores de clase hegemónicos de la Isla.
Resultaba obvio que, para la sacarocracia cubana, cuyo poder económico iba en ascenso, el proceso de creación del texto gaditano suponía una especie de refundación del pacto colonia – metrópoli, que vendría a permitir la continuidad del desarrollo colonial desde presupuestos y resortes más liberales.
El retorno de Fernando VII a España el 22 de marzo de 1814 significó el fin del primer período constitucional español y, por extensión, del cubano. A mediados de julio, el Capitán General Juan Ruíz de Apodaca recibía las órdenes del Soberano que abolían el régimen constitucional.
El cese de la diputación cubana en 1814 no significó, sin embrago, para la clase de hacendados esclavistas criollos, el fin de su representación ante la Corona: quedaba su vocero, Arango y Parreño. Por su mediación la sacarocracia cubana supo adaptarse al nuevo juego político metropolitano, asegurando y acrecentando sus privilegios económicos, así como sus demandas en cuanto al tráfico de esclavos y el paulatino “blanqueamiento” del país.
Sin embargo, a pesar de que este primer período constitucional había cerrado sus puertas, sus efectos pervivirían. El pensamiento constitucional cubano había nacido definitivamente, y había aparecido allí, en el pequeño círculo compuesto por sacerdotes de ideas liberales y por los ilustrados representantes de la plantocracia azucarera esclavista.
Precisamente, fue a partir de sus proyectos, representaciones, exposiciones y memorias, que se le confirió la forma constitucional requerida a los reclamos e intereses de los grupos económicos coloniales, de los que se consideraban representantes, para insertarlos - en forma, fines y contenidos – dentro de la corriente constitucional española del momento.
Notas.
1) INFIESTA, R: Historia Constitucional de Cuba. Cultural, S. A. La Habana, Cuba, 1951, p. 26.
2) GUERRA, R.: Manual de historia de Cuba. Desde su descubrimiento hasta 1868. Ed: Ciencias Sociales, La Habana, Cuba, 1973, p. 177.
3) CABALLERO, J. A.: “Discurso filosófico”, en Obras. Ed: Imagen Contemporánea, La Habana, Cuba, 1999, p. 166.
4) “Bozal” era el nombre dado al esclavo recién traído de África y que aún no podía hablar el español.
5) Cfr: GUERRA, R.: Ob cit. p. 201.
6) En la visión de Locke, la existencia de propiedad, dentro del estado presocial, constituye uno de los hechos que distinguen la individualidad humana. La necesidad de salvaguardar esta institución y garantizar, a la vez, su ejercicio, es uno de los móviles que fundamentan el pacto social que da origen al Estado, cuya misión no consiste en otra cosa que en asegurar la condición libre de los propietarios. En este sentido, el contractualismo lockiano se proponía justificar la existencia de una sociedad política de propietarios; en Cuba, en cambio, los ideólogos del esclavismo, pretendieron (y de hecho justificaron) fundamentar una sociedad donde un grupo de hombres era propietario, y otros eran únicamente “propiedad”.
7) Cfr: TORRES, E.: En busca de la cubanidad, t. I. Ed: Ciencias Sociales, La Habana, Cuba, 2006, pp. 200 – 201.
8) Idem. p. 231.
9) Cfr: TORRES, E.: Félix Varela. Los orígenes de la ciencia y con – ciencia cubanas. Ed. Ciencias Sociales, La Habana, Cuba, 2002, p. 14.
10) CABALLERO, J. A.: “De la consideración sobre la esclavitud en este país”, en Ob. Cit., p. 203.
11) ARANGO, F.: “Discurso sobre la agricultura de La Habana y medios de fomentarla”, en Obras, (volumen I). Ed: Imagen Contemporánea, La Habana, Cuba, 2005, p. 160.
12) Al hallarse el negocio de la trata en manos de tratantes ingleses y norteamericanos fundamentalmente, el valor de cada “pieza” era considerablemente elevado, siendo frecuente que la prematura muerte del esclavo impidiera recuperar el costo de lo invertido. En sus “Diezmos Reservados” el Obispo cifraba el precio para los varones mayores de 18 años, entre 400 y 450 pesos.
13) DÍAZ DE ESPADA, J.: “Diezmos reservados”, en Papeles. Ed: Imagen Contemporánea, La Habana, Cuba, 2002, p. 242.
14) Cfr: LE RIVEREND, J.: Historia económica de Cuba. Ed: Revolucionaria. La Habana, Cuba, 1974, p. 189.
15) Cfr: VALDÉS, E.: Los antiguos diputados de Cuba y apuntes para una historia constitucional de esta Isla. Impr. El Telégrafo. La Habana, Cuba, 1870, pp. 10 -12.
16) DÍAZ DE ESPADA, J.: “Diezmos reservados”, en Ob. Cit. p. 209.
17) Idem. pp. 209 – 210.
18) Idem. p. 222.
19) ARANGO, F.: “Discurso sobre la agricultura de La Habana y medios de fomentarla”, en Ob. Cit. p. 197.
20) La diversificación de la economía cubana, a través del desarrollo de otros renglones productivos, era un reclamo unánime en los más importantes representantes del pensamiento criollo insular. Este tópico había sido abordado en sus escritos por José Agustín Caballero, el Obispo Espada y por el propio Arango.
21) ARANGO, F.: “Representación de la Ciudad de La Habana a las Cortes”, en Ob. Cit. (volumen II), p. 40.
22) GUERRA, R.: Ob. Cit. p. 217.
23) “Real Decreto de 14 de febrero de 1810”, en ARANGO, F.: Ob. Cit., (volumen II), p. 2.
24) “Acuerdo de 4 de septiembre de 1810”, Idem. pp. 10 -11.
25) CABALLERO, J. A: “Exposición a las Cortes españolas,” en Ob. Cit. p. 223.
26) Cfr: DE ARANGO, F: Obras (volumen I). Ed: Imagen Contemporánea, La Habana, Cuba, 2005, pp. 144 – 199.
27) Cfr: DE LA TORRE, E, y LAGUARDIA, J. M.: Desarrollo histórico del constitucionalismo hispanoamericano. Universidad Nacional Autónoma de México. México, 1976 p. 64.
28) Cfr: CARRERAS, J. A.: Ob. Cit, pp. 152 – 153.
29) Cfr: CABALLERO, J. A.: “Exposición a las Cortes españolas”, en Ob. Cit., pp. 216 – 217.
30) Idem. p. 231.
31) Ibídem.
32) Ibídem.
33) Cfr: WHITE, B.: “Constitución Política de 1812”, en El Español, citado en VALDÉS, E.: Ob. Cit., pp. 9 – 10.
34) PORTUONDO, O.: Cuba. Constitución y liberalismo (1808 – 1844), tomo I. Ed: Oriente, Santiago de Cuba, Cuba, 2008, p. 98.
35) El gobierno británico había suprimido el comercio de esclavos en 1807 y pretendía, con esta nada filantrópica posición, sabotear la adquisición de la mano de obra barata que alimentaba la industria española del azúcar en Las Antillas.
36) Cfr: VALDÉS, E.: Ob. Cit. p. 7.
37) DE ARANGO, F.: Ob. Cit. p. 21.
38) Para este nuevo período resultaron elegidos Diputados por la Isla de Cuba Francisco de Arango y Parreño, Pedro de Santa Cruz, José Varona y Gonzalo de Herrera y Santa Cruz, en relación a una población que en 1810 se cifraba en 250 718 habitantes; saliendo rumbo a Cádiz, el 12 de julio de 1813. Cfr: VALDÉS, E.: Ob. Cit. pp. 10 – 12.
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