Contribuciones a las Ciencias Sociales
Noviembre 2009

 

PERSPECTIVAS DEL PATRIMONIO HISTÓRICO: ¿TIENE FUTURO EL PASADO?
 


Ignacio Casado Galván (CV)
dphicg@yahoo.es
 


 

Resumen: La evolución del concepto de patrimonio ha sido de una constante ampliación, en la consciencia cada vez mayor de la importancia de preservar los elementos que nos han ido configurando como grupo. Paradójicamente, a la vez que cada vez se valora más la dimensión patrimonial, ésta pierde su función esencial. Del monumento soporte de la memoria hemos pasado al patrimonio soporte de la identidad: como factor de cohesión, la identidad ofrece a un grupo los medios para el propio reconocimiento, para perpetuarse, para proyectarse en el futuro. Pero ese refugio se muestra incapaz de ser algo más que una mercancía, destinada a consumirse inmediatamente, incapaz de fijarse a una identidad duradera.

Palabras clave: patrimonio histórico, patrimonio industrial, ecomuseo, turismo cultural, gentrificación.
 



Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:
Casado Galván, I.: Perspectivas del patrimonio histórico: ¿tiene futuro el pasado?, en Contribuciones a las Ciencias Sociales, noviembre 2009, www.eumed.net/rev/cccss/06/icg3.htm



Quizá la definición integral de patrimonio actual tendríamos que entenderla en sentido negativo: valoramos todo precisamente porque hemos perdido todo, solo cuando se ha roto definitivamente el vínculo con la historia, cuando ya nos hemos separado del pasado de forma que ya no nos habla de nosotros sino de los otros, podemos valorar indistintamente todas las dimensiones del pasado, el historicismo ha eclipsado a la historia: “... Situación histórica nueva y original en la que estamos condenados a perseguir la Historia mediante nuestras propias imágenes pop y mediante los simulacros de esa historia que, por su parte, queda absolutamente fuera de nuestro alcance” (Jameson, 1991, 60).

El patrimonio no sería otra cosa que la necesidad de recuperar algo que vamos perdiendo irremediablemente con la modernidad: “cuando lo real ya no es lo que solía ser, la nostalgia adquiere todo su significado. [...] Necesitamos un pasado visible un continuum visible, un mito de origen visible, que nos de confianza en nuestros fines, ya que en última instancia nunca hemos creído en ellos” (Baudrillard, 2000, 257 y 259). Aún más, es esta búsqueda compulsiva la que destruye el pasado, al pretender hacer visible lo que era una dimensión oculta , al trasladar un orden simbólico duradero al orden de la ciencia, la historia y los museos. Se trata de una violencia irreparable contra todos los secretos que expresa el odio de toda una civilización hacia sus propios fundamentos.

Los bienes culturales han sido convertidos en mercancía hasta el punto que se ha creado en un mercado nuevo atizado por el fuego de la nostalgia, un peculiar mercado de la cultura que se alimenta del pasado, de un pasado recreado a la medida del hombre moderno, que contiene un ingrediente de evasión y que se utiliza de muro de contención contra la presión diaria de la vida moderna. Pero se trata solo de la ilusión de pasado ofrecida por la pseudo-cultura mediática a la mayoría de la población: "los grandes centros comerciales y los museos cada vez se parecen más; son contenedores destinados al tiempo libre y a las relaciones sociales, que tienden a homogeneizarse" (Solà Morales, 1995).

El pasado se ofrece como calmante a la pérdida de raíces, al extrañamiento provocado por la civilización moderna. La cultura homogeneizadora dominante, amalgama de consumismo y de pragmatismo, que proclama a través de los mass media el consumo y el utilitarismo como filosofía de vida explica que “para una mayoría el éxito perceptible de la modernización, reforzado por la lógica del discurso intelectual dominante, consolida una visión de la sociedad moderna como ampliamente superadora de la sociedad tradicional” (Ballart, 1997, 228). Sin embargo, más que en forma de progreso se presenta como una huida hacia delante eternamente insatisfactoria en forma de nuevos objetos: los productos del consumo son efímeros, enseguida se vuelven obsoletos. Esta inestabilidad quizá sea la clave de la constante necesidad de pasado que se presenta así de forma paralela a la necesidad de consumir continuamente nuevos productos, es la otra cara del mismo proceso, de la búsqueda de recursos compensadores de los individuos ante el vacío de la vida moderna: “lo que es consumido nunca son los objetos sino la relación misma” que de esa manera es aniquilada como relación vivida, esto explica que el consumo no tenga límites, se desea consumir cada vez más, se convierte en una razón de vivir “El proyecto mismo de vivir, fragmentado, decepcionado, significado, se reanuda y se aniquila en los objetos sucesivos” (Baudrillard, 1997, 229).

Los vestigios del pasado al constituir un territorio fácil de cultivar por el imaginario colectivo son explotados a fondo por la industria turístico-cultural y del ocio, para lo cual se crea un producto estandarizado para el mercado. El patrimonio deviene así en un componente privilegiado de la demanda de consumo cultural de las sociedades contemporáneas, una mercancía más a disposición del turista, cliente o consumidor potencial.

El turismo cultural masificado a partir de la difusión del automóvil se convierte en el elemento clave de esta auténtica industria del pasado. Por una parte este turisnmo cultural se beneficia del eterno mito de la peregrinación: “El signo oculto que se intuye que transportan los objetos del patrimonio, que expluica en última instancia su capacidad de simbolización, como las potencialidades que habitan en las reliquias de los santos, es en el fondo para la gente, una pura cuestión de fe. [...] La conservación del patrimonio, una empresa ilustrada con fundaments racionales y destino en el futuro, exige hasta cierto punto en el presente el ingrediente de la sacralización” (Ballart, 1997, 246), los nuevos peregrinos acuden a las reliquias del pasado intentando llenar su necesidad de simbolismo y de pertenencia ante la turbadora soledad del individuo moderno, pero solo pueden acceder a ellas bajo la forma reductora de mercancías. Se trata por tanto de un sentimiento de nostalgia: los individuos se sienten gratificados en la evocación de un pasado definitivamente perdido: “el turista cultural va a la captura de la cosa singular y sorpresiva, va a la búsqueda de la diferencia. El patrimonio histórico es parte de esta diferencia que evoca imágenes primitivas, auténticas, como sacadas del fondo de los tiempos” (Ballart, 1997, 247).

El patrimonio industrial no ha sido ajeno a este proceso, sino bien al contrario ha sido uno de los ámbitos privilegiados donde se ha ido desarrollando, su propio origen vinculado al redescubrimiento de territorio en un momento en que este era amenazado por las transformaciones tecnológicas que a subes hacían desaparecer formas de producción obsoletas nos habla de esa misma idea de inestabilidad moderna. El ecomuseo quizá su propuesta más interesante que intenta de vincular esa necesidad de pasado, de permanencia con el desarrollo de la comunidad local es un proyecto utópico al no cuestionar el propio modelo de desarrollo. Su intento de realizar el sueño del museo total, que relacionase pasado y presente en toda su complejidad social y material, sobre una extensa área territorial, siendo un lugar vivo y dinámico con la participación local fue un intento frustrado: “Pronto fueron asociados a lugares en proceso de reconversión económica donde los sentimientos de nostalgia iban a mandar; hasta el punto que un periodista francés llegó a decir: si el museo gana lo hace de la misma forma como crece el desierto: avanza donde la vida retrocede y, pirata de amables intenciones, se apodera de los restos que aquella dejó” . [...] Lowenthal cita como en el país de Gales se llegó a temer que la arqueología industrial convirtiera el país en una nación de guías y vigilantes de museo, prestos a enseñar a quien fuera el mausoleo más grande del mundo” (Ballart, 1997, 234).

Como observa Baudrillard “para que la etnología viva su objeto debe morir”, si este ya no es el salvaje, sino nuestra sociedad, ésta se convierte en mero simulacro, como en Le Creusot “donde, en forma de exposición al aire libre, han “museificado” sobre el terreno, como testigos históricos de su época, barrios obreros enteros, zonas metalúrgicas en uso, una cultura completa que incluye hombres, mujeres y niños con sus gestos, lenguajes y costumbres –seres vivos fosilizados como en una instantánea. El museo en lugar de circunscribirse a un emplazamiento geométrico, está ahora en todas partes como una dimensión de la vida misma. Así la etnología liberada de su objeto dejará de estar acotada como una ciencia objetiva y particular y pasará a aplicarse a todas las cosas vivientes hasta volverse invisible, como una omnipresente cuarta dimensión, la del simulacro” (2000, 258).

Durante los años ochenta la crisis económica hace que el patrimonio desde su concepción más nostálgica entre en la industria del ocio y el turismo. El objetivo era hacer compatible el crecimiento económico y la defensa del medio natural, los paisajes tradicionales y el patrimonio cultural, sobre todo las viejas regiones industriales en crisis y las regiones tradicionalmente desfavorecidas; con ello se pretendía frenar las corrientes migratorias hacia las zonas urbanas favoreciendo el sentimiento de pertenencia al lugar y contribuyendo al mantenimiento de las identidades locales. Para ello el turismo aparecía como una posible solución, al dar protagonismo a los turistas y a los consumidores indiscriminados y con ellos a la sociedad entera, esta se implicaría gradualmente en la conservación desde el conocimiento que le proporcionaría el acceso desenfadado, en función de una secuencia de comportamientos que va de la difusión al conocimiento, del conocimiento a la apreciación y de la apreciación a la exigencia de protección y valoración.

Pero este planteamiento didactista se muestra tremendamente ingenuo al no prever los nuevos problemas que genera la masificación del patrimonio: en la esfera del consumo el patrimonio deviene un “potente medio de comunicación al alcance de la mayoría” que pasa a gestionarse de manera economicista por “una nueva estructura técnica formada por administradores de oficio, gerentes y managers, flanqueada por una nómina de comunicadores y de relaciones públicas” (Ballart, 1997, 242).

En estas condiciones el patrimonio mercantilizado nos ofrece una historia falsa, el patrimonio que nos ofrece el consumo masivo ha sido previamente “edulcorado”, para adaptarlo al “gusto de la mayoría”. “Al depender cada vez más del mercado, es decir del número de visitantes, los museos que quieren sobrevivir tienden a esquematizar y empobrecer conceptualmente los mensajes que trasmiten y acaban trasmitiendo ideas tan simples como “pase una tarde viajando a través del tiempo”, cosa que los pone a la altura de las atracciones como Disneyland, de las cuales precisamente han aprendido las políticas de clientes y la manera de fabricarse una imagen comercial. Todo ello hace que la experiencia del pasado se convierta en un puro acto de evasión, al presentarse como la creación sofisticada de unos expertos, autónoma y estanca, que poco tiene que ver con el presente, a la cual viajamos por unos instantes para aislarnos y gozar de la propia capacidad de jugar con nuestra imaginación para retornar rápidamente a la “normalidad” de la que provenimos” (Ballart, 1997, 253).

El patrimonio industrial nos sitúa ante un callejón sin salida, ante un mecanismo binario que se basa en los conceptos opuestos de conservación o destrucción. Este propio mecanismo simplificador es el que impide cualquier salida y el patrimonio industrial queda abocado a ser una falsificación del pasado sino quiere desaparecer. Entre el ecomuseo nostálgico de las zonas en declive y su destrucción material en las nuevas urbanizaciones metropolitanas, la “gestión del patrimonio industrial” es incompatible con su propia operatividad en la actualidad, ya sea desaparecido, falsificado o descontextualizado pierde todo lazo con los nuevos habitantes, imposibilitando así cualquier función en la comunidad y con ello la propia existencia del patrimonio (por definición lo que confiere lazos de unión a la comunidad), tanto más grave para un grupo o con Marx una clase que formó en él gran parte de su identidad, como es la clase obrera.

Incluso el propio concepto de patrimonio industrial se puede convertir en una pieza clave de la estrategia del mismo proceso que lo niega. Convertido en una de las estrategias espaciales del capitalismo posmoderno: la expansión urbanística en las viejas áreas industriales (y/o centros históricos degradados), adoptando a veces incluso un cínico guiño al patrimonio.

El modelo podemos verlo definido en Los Ángeles que ha convertido parte del viejo centro en el nuevo Downtown: el nuevo distrito financiero posmoderno, mediante una gigantesca operación urbanística que ha permitido construir una enorme estructura, una especie de fortaleza separada del resto del centro de la ciudad:

“La preparación del terreno a gran escala, con escasa oposición movilizada, ha hecho subir el valopr del suelo, a partir de lo cual los grandes promotores y el capital extranjero [...] han erigido una serie de megaestructuras monolíticas de miles de millones de dólares: Crocker Center, el Hotrel Bonaventure y su centro comercial, el Worl Trade Center, Brodway Plaza, Arco Center, CitiCorp Plaza, California Plaza, etcétera. Una vez suprimido el paisaje histórico, con las megasestructuras y los grandes bloque monolíticos como componentes primarios, y con un sistema de circulación cada vez más autónomo y denso, el nuevo distrito financiero se comprende mejor como una enorme estructura autónoma, diabólicamente autorreferencial, una construcción a lo Mies elevada a la demencia” (Davis, 2003, 199).

Responde a una estrategia socioespacial deliberada de segregación, que se materializa en un brutal muro arquitectónico que lo separa del resto del centro con el objetivo de destruir toda asociación con su pasado e impedir en el futuro cualquier relación con el elemento urbano no anglosajón . Se trata de “destruir la multitud”: “garantizar un flujo continuo de ocio, trabajo y consumo de clase media, sin ninguna insólita exposición al ambiente callejero de la clase trabajadora” (Davis, 2003, 202-203).

Esto conlleva que el deliberado endurecimiento de la superficie urbana en contra de los pobres se lleve a su extremo, que en terminos espaciales se concreta en la persecución de los peatones, especialmente de los peatones eternos que son los mendigos e indigentes, haciendo para ello que los servicios y espacios públicos sean lo más “invivibles” posible para los pobres y los sin techo .

No es casual que, precisamente un arquitecto de Los Ángeles, Frank Gehry, que ha trabajado con gran ingenio esta obsesión por la seguridad urbana, fuera el elegido para realizar el buque insignia de la remodelación de un sinificativo espacio industrial: la ría de Bilbao. La arquitectura “pop deconstruida” de Frank Gehry tiena la cualidad –en palabras de Mike Davis- “de transmutar el género negro en pop a través del reciclaje de elementos de un paisaje urbano decadente y polarizado (por ejemplo, el cemento desnudo, los eslabones de cadena, las paredes traseras vacías, etcétera) en expresiones gráciles de un estilo de vida feliz (facultades de Derecho, acuarios, bibliotecas de cine, etcétera). Es una especie de alquimia arquitectónica que consigue lo mejor de los espacios urbanos malos, [...], mediante la combinación de una geometría atractiva con complejos sistemas de seguridad física” (2003, 60).

La obra de Gehry, verdadero maestro en la síntesis entre arquitectura y pintura moderna y entre el estilo antiguo vagamente izquierdista y el contemporáneo, básicamente cínico, “es al mismo tiempo una severa refutación del posmodernismo y una de sus sublimaciones más astutas; una evocación nostálgica del constructivismo revolucionario y una celebración mercenaria del minimalismo burgués decadente” (Davis, 2003, 206).

El asunto más fuerte de su arquitectura, siguiendo de nuevo a Davis, sería “su explotación directa de los espacios urbanos más duros y la agresiva incorporación en su obra de los extremos más degradados y del detrito como poderosos elementos de representación”. Desarrolla un nuevo realismo urbano, antirromántico y antiidealista, intenta “hacer lo mejor posible con las cosas tal y como son en la realidad” pero que sirven a las estrategias inmobiliarias del gran capital. Como en Los Ángeles, donde sus construcciones amuralladas con las que inserta bienes de gran valor y espacios lujosos en barrios degradados, constituyen una especie de cabeza de puente arquitectónica para elevar el nivel del barrio ; en Bilbao se trata de igualmente de revalorizar una zona industrial para la nueva Bilbao del capital financiero, mediante la construcción del museo Guggenheim de arte contemporáneo sobre lo que había sido el solar de los Altos Hornos de Vizcaya y que luego se continuará con el Palacio Euskalduna sobre los astilleros del mismo nombre.

Conclusión: los problemas del patrimonio en la sociedad actual.

Se ha dicho que el patrimonio en la actualidad expresa un peligro de ruptura que, sentimos, amenaza a nuestras sociedades, enfrentadas a cambios excesivamente rápidos y que por ello buscan en el patrimonio un refugio compensatorio. Del monumento soporte de la memoria hemos pasado al patrimonio soporte de la identidad: representación simbólica de la identidad como factor de cohesión, como espacio referencial; la identidad ofrece a un grupo los medios para el propio reconocimiento, para perpetuarse, para proyectarse en el futuro.

Pero ese refugio se muestra cada vez menos resistente incapaz de enfrentarse al vendaval de cambios, el patrimonio vaciado de contenido se muestra incapaz de llegar más allá de una mercancía más destinada a consumirse inmediatamente, incapaz de fijarse a una identidad duradera.

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- Zulián, Claudio (2001), La plaza del mercado. Lápiz, 176, 18-27.

 


Editor:
Juan Carlos M. Coll (CV)
ISSN: 1988-7833
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