Manuel J. Peláez
(*)
Miriam Seghiri (**)
Aragón ha dado en los treinta últimos años del siglo XVIII y los cincuenta primeros del XIX un preclaro y sólido grupito, no numeroso, de juristas y canonistas, entre los que destacaríamos a Manuel Abella Peligero de Bernabé (1763-1817), Braulio Foz Burgués (1791-1865), Juan Francisco Marco Catalán (1771-1841), Alejandro Oliván Borruel (1796-1878), Dionisio Bardaxí Azara (1760-1826), Isidoro de Antillón (1777/1778-1820), Ignacio Jordán de Asso del Río (1742-1814), Joaquín Escriche (1742-1814), Pablo de Irazoqui Remón (1780-1855) y Tomás de Arias de Leiza Eraso (n. 1760). Por supuesto, aquí nos vamos a ocupar del pensamiento de un aragonés francamente conspicuo, del que se desconocen muchas cosas. Recogemos en apéndice un sentido elogio del Estatuto Real de 1834, escrito por Mariano Latre, hasta ahora manuscrito e inédito, en el que ensalza al Gobierno y su labor junto a la Reina Gobernadora. El Gobierno que promovió dicho Estatuto estaba compuesto por Francisco Martínez de la Rosa Berdejo Gómez Arroyo, como Presidente del Consejo y Ministro de Estado, y por Nicolás María Garelli Battifora, Antonio Remón Zarco del Valle Huet, José Vázquez Figueroa, José Imaz Altolaguirre y José María Moscoso de Altamira Quiroga.
Mariano Latre Juste es un intelectual de amplia formación, cuya importancia no ha sido demasiado puesta de manifiesto, ya que la casi totalidad de su producción escrita se encuentra actualmente inédita. Dejó un número significativo de obras escritas a mano, cuyos originales se conservan en el Archivo Particular Ferran Valls i Taberner de Málaga, de manera provisional, hasta su traslado al Archivo Nacional de Cataluña de Sant Cugat del Vallès, Barcelona. Sin embargo, de momento el acceso y consulta de estos fondos se reduce a nuestras solas personas como firmantes del presente artículo. El conjunto de los escritos de Latre Juste le fueron entregados a Isidre Valls Vilaseca (1), canonista y civilista, que fue un canónigo del obispado de Urgell y luego del obispado de Barcelona, que mantuvo una relación estrecha con Latre y con los liberales de Urgell y Lérida. Se han publicado algunas cosas mínimas sobre el personaje (2).
Latre nació en Junzano en 1770, que era una localidad de muy reducidas dimensiones y menor población dependiente del Obispado de Huesca. Se formó en Huesca, Cervera y Zaragoza, en cuyas Universidades estudió Filosofía, Teología y Derecho Canónico. Presumiblemente debió de adquirir tambien alguna formación en Jurisprudencia civil. Se doctoró en Teología en Huesca, donde además fue Rector del Seminario y profesor de Teología moral. Más tarde consiguió ser canónigo y prior de la Iglesia de Montearagón que sería suprimida en 1835 por la reina gobernadora María Cristina. Se le nombró entonces arcediano de la catedral de Jaca, donde estuvo hasta 1842. Pidió su traslado a Barcelona y fue nombrado canónigo presbiteral el 5 de septiembre de 1842. Pero además estuvo vinculado a liberales moderados y constitucionalistas. Con ocasión del restablecimiento de la vigencia de la Constitución de 1812, tras la revolución de 1820, se crearon cátedras de Constitución en diversos lugares de España. Latre ocupó en 1821 y 1822 la de los Estudios de San Isidro de Madrid, que era el centro de enseñanza superior con que contaba entonces la capital de España, ya que la única Universidad próxima a Madrid que existía en aquellos años era la de Alcalá de Henares, que fue trasladada a Madrid en 1836, pasando a llamarse Universidad Central. El actual nombre de Universidad Complutense es bastante reciente ya que procede de 1968. Cuando en 1823 quedó suspendida la vigencia de la Constitución de 1812 Latre pasó a ser profesor de Derecho público en los mencionados Estudios de San Isidro (3).
Mariano Latre fue testigo directo de las guerras napoleónicas en España y de momentos intensos de libertad y antiabsolutistas en España, como el promovido al abrigo de las Cortes de Cádiz, en el periodo 1810-1813, el del trienio liberal de 1820 a 1823, el alzamiento de los sargentos en La Granja de San Ildefonso en defensa de la Constitución de 1812, que se tradujo en la vigencia de la misma decretada temporalmente el 23 de agosto de 1836, mientras las Cortes no manifestasen su voluntad de aceptar el texto elaborado en Cádiz u otra Constitución alternativa, que fue la de 1837, cuyo proyecto articulado se presentó el 24 de febrero de 1837, tras ser preparado por una Comisión nombrada a tal efecto. En este punto en uno de sus escritos llega a decir en defensa de esta Constitución: «Unámonos todos los españoles en un cuerpo compacto con un mismo espíritu y entusiasmo en defensa del trono y de la Constitución de 1837» (4).
Tuvo en cuenta en sus teorías sobre la revolución y se inspiró en el pensamiento del conocido hombre de Estado e intelectual prusiano Johann Peter Friedrich Ancillon (5), nacido en Berlín el 30 de abril de 1767 y fallecido el 19 de abril de 1837, del que utilizó sus Tableau des révolutions des systèmes politiques de l’Europe dépuis le XVe siècle. No da la impresión de que conociera la totalidad de las obras de Ancillon, aunque es posible de que contara con ellas, tales es el caso de su Essai sur la science et sur la foi philosophique, obra publicada en París en 1830, o De juste milieu, ou du rapprochement des extrêmes dans les opinions, traducida del alemán al francés y publicada en Bruselas en 1837 en dos volúmenes. Es muy probable que dispusiera de los Mélanges de politique et de philosophie morale, editados en Berlín y París en 1801. En cualquier caso Latre Juste conoce a Ancillon por sus textos en francés, es decir a través de las versiones galas de sus escritos y eso a pesar de que en una ocasión dé a entender que haya podido tener al alcance alguna versión originaria en lengua alemana al precisar que muchas de las ideas de su discurso Sobre el abuso de la unidad y de los juicios exclusivos en Política están tomadas de lo publicado por Ancillon sobre la soberanía en Alemania que presenta algunas diferencias con lo publicado en Francia, que es no obstante el texto que Latre sigue. Quizás también manejara la publicación de Ancillon sobre la libertad de prensa (6), aunque es posible que igualmente contara con el escrito que recogía el texto publicado en París en 1822 de la Sesión de la Cámara de los Pares de Francia del 26 de febrero de 1822, con la opinión de Tayllerand sobre el Proyecto de ley sobre la represión de los delitos comunes cometidos por cualquier medio de publicación impresa de que se tratase a través de la prensa. Es un texto corto en su versión impresa, de tan sólo quince páginas. Latre es autor de un Ensayo sobre la libertad de imprenta que se conserva de forma manuscrita (7). Es probable que no conociera otras obras del afamado historiador y político prusiano (8). Igualmente tuvo a su alcance alguna disertación sobre filosofía moral de Juan de Lafont, que apareció publicada en Barcelona en 1838, donde se precisaba que «las sociedades no se conservan, sino por las virtudes, ni se pierden, sino por los vicios: máxima cierta que confirma la historia de todas las naciones, y que conviene inculcar a los jóvenes para que se imprima en sus corazones, un amor real a la pureza de costumbres, con el fin de formar a su tiempo héroes llenos de gloria y explendor» (9). Consecuentemente la revolución sólo conducía, según Lafont, al desastre más absoluto, ya que «la experiencia histórica está clamando que, apenas se oscurece la luz del imperio de la ley interna, da principio el de las pasiones, y que éstas como los vientos de la gruta de Eolo, una vez desatadas, no se paran ni obedecen a freno alguno, hasta que han concluido la carrera de todas las calamidades. El hombre procede siempre de una misma manera en cualquier sistema de ideas o de sentimientos que le domine; y así el orden moral apenas abandona las máximas de la virtud, es impelido ciegamente por el viento impetuoso de los afectos hacia los escollos que más alhagan su orgullo o sus sentidos. Es en realidad muy triste ver reconcentrado al hombre en el círculo espantoso de sus apetitos».(10) Consecuentemente, en una sociedad sin ética y sin virtudes, como pueden ser los modelos de sociedades revolucionarias, «los vínculos sociales desaparecen, los hombres son tigres, las leyes el instrumento de las pasiones, la pública autoridad, ejecutora cruel de las venganzas», y de esta forma para Lafont de Ferrer la sociedad «lejos de ofrecer un agradable teatro, presentará el funesto espectáculo de un desierto de fieras que mutuamente se devoran» (11).
En materia de relaciones entre la Iglesia y el Estado, que en gran medida se vieron alteradas por los procesos revolucionarios europeos, Latre Juste sigue al ya citado Charles Maurice Talleyrand-Périgord, nacido en París el 13 de febrero de 1754 y fallecido también allí el 17 de mayo de 1838. En particular en su intervención en la redacción del Concordato de 1802 y todo lo referente a los bienes de la Iglesia, particularmente en su Moción del 10 de octubre de 1789 del obispo de Autun y diputado en los Estados Generales sobre los bienes eclesiásicos, texto impreso en Versalles. Son interesantes en este sentido las reflexiones que Latre hace sobre el diezmo (no perdamos de vista que Talleyrand fue uno de los promotores de la abolición de los diezmos en Francia), que no considera un impuesto, ya que si así fuera considerado se le podría calificar como «el más injusto y detestable de todos los impuestos». Según Latre, «el pago de los diezmos es anterior a las leyes que hablan de él; cuando comenzó a pagarse no era igual ni idéntico en todas partes, ni en su cuota ni en la especie de sus productos, como en algunos se ve hoy todavía, y esto es una consecuencia natural del modo en que comenzó a pagarse el diezmo; que primero fue como un don libre y voluntario, que hicieron algunos propietarios; luego fue generalizándose con el ascendiente de las ideas religiosas, concluyendo en ser una verdadera cesión por aquellos que transmitían sus bienes, cuyos herederos o donatarios los adquirían con la precisa condición de tratar de pagar el diezmo del producto de sus tierras» (12). Latre Juste admira al clero francés y los cambios que en el mismo se han producido tras la revolución, el Concordato y la restauración. Esto le llevaba a señalar que «Francia es tal vez el único país católico de Europa que se ha portado con su clero de un modo justo y razonable. En Bélgica apenas se han hecho otras mejoras que las de los obispos y las catedrales» (13). Elogia Latre la restauración social y religiosa de Francia tras el 18 brumario y diez años de persecución contra la Iglesia. Para Latre la actitud de Napoleón y la del Pontífice fueron las más sabias y acertadas posibles.
La Constitución civil del clero de 26 de diciembre de 1790, las constituciones de 1793 y de 1795 y el Informe de Maximilien Robespierre redactado el 18 de Floréal de 1794 en nombre del Comité de Salud Pública sobre las relaciones de las ideas religiosas y morales con los principios republicanos no merecen el apoyo ni el concurso de Latre, pero sí la política napoleónica y la actitud del Papa «con su espíritu de sabiduría, de caridad y de doctrina, que quiso olvidar y borrar las culpas y manchas pasadas, y tendiendo su palio sobre todos sus hijos, abrió a todos los tesoros de perdón y de indulgencia, y poniendo todo en manos de Dios y del tiempo, se aplicó con su acostumbrada mansedumbre a reunir en todos su corazones el espíritu de servicio común de la Iglesia, y el mantenimiento de la paz. Éste fue el objetivo del Santo Padre que, lejos de tratar a los franceses como apóstatas y rebeldes, quiso con la indulgencia ganarlos a todos y reunirlos en su redil como hijos obedientes, sumisos y agradecidos dándoles la paz y la tranquilidad» (14).
Expone luego Latre cuál fue el modo de actuar del primer cónsul tratando de restaurar el orden eclesial, los nombramientos de cardenales llevados a cabo por el Papa Pío VI, la redacción del Concordato y el ejemplo que, según Latre, dio entonces Francia al resto de Europa. Latre califica la nueva situación en los siguientes términos: «Espectáculo verdaderamente admirable ver en Francia unos días tan nuevos y serenos, tan inesperados y consoladores, en que después de diez años de irreligión y de horrores antisociales, vuelve triunfante el culto católico a los mismos templos de donde había sido arrojado con execrables ultrajes. Por todo el territorio de Francia resonaron las aclamaciones de júbilo y alegría, como sinceros intérpretes de la opinión pública, que sofocaron los gritos de los descontentos y los furores que el restablecimiento de la religión había suscitado en corazones perversos e impíos» (15). Para Latre no le cabe la menor duda que, de todas las actuaciones llevadas a cabo por Napoleón, fue ésta la que vino a reconciliar, en mayor medida, a la sociedad francesa con el poder político (16).
Es bastante probable que el Proyecto de decretos sor la instrucción pública de 1791, del que es autor Talleyrand-Périgord, sirviera de principal fuente de inspiración de la reducida obra de Latre Juste, El poder de la instrucción pública (17).
En otra de sus obras, la titulada Del espíritu del tiempo y de las formas políticas (18), Latre se inspira de nuevo en autores franceses al distinguir entre revoluciones y reformas. En el pensamiento de Latre no salen bienparadas las revoluciones, pero sí apuesta decididamente a favor de las reformas políticas y recomienda no se confundan unas con otras. Pueden enumerarse las críticas a las revoluciones en las siguientes seis afirmaciones: 1ª) las revoluciones son trastornos violentos, rápidos e inesperados; 2ª) «las revoluciones atacan a la autoridad legítima, y con el falso pretexto de mejorarla, la destruyen haciendo pasar la palanca o el principio del movimiento de las manos del Gobierno a las de los fanáticos y malvados»; 3ª) «las revoluciones atacan al mismo tiempo y en regla todas las relaciones sociales, amenazan a todos los derechos y propiedades, desprecian lo pasado, hollan y hacen pedazos lo presente y corrompen anticipadamente el porvenir, con la temeridad y precipitación de querer hacer pronto lo que sólo puede hacerse bien con lentitud y calma»; 4ª) «las revoluciones nunca son necesarias como lo son los grandes acontecimientos de la naturaleza, porque para los seres libres no hay otra cosa más necesaria que el derecho y la libertad»; 5ª) «si se quieren hacer imposibles las revoluciones, no hay otro medio más seguro que comprender bien la necesidad de hacerlas, pero sacrificándolas voluntariamente todo lo que ellas exigen» y 6ª) en el primer tercio del siglo XIX están en germen todas las revoluciones posibles. Por el contrario, Latre Juste defiende la conveniencia de reformas saludables y calculadas, que no deben confundirse involuntariamente o de manera consciente con los procesos revolucionarios. Han de ser reformas hechas desde el supremo poder político y destinadas a subvenir las necesidades de la población. Las reformas son necesarias en muchas ocasiones y hay que cambiar y modificar las instituciones políticas, en lo que resulte conveniente según el momento histórico preciso para su cambio. El tiempo irá dando soluciones, sin que se pueda perder de vista el sello particular que a los cambios puedan ir dando los responsables políticos de cada nación (19). Al final incluso Latre recurre al conocido simil del cuerpo humano para tratar de reflejar la sociedad política, que tiene su origen en la teoría del corpus bene dispositum medieval, que parte de la epístola a los romanos de San Pablo (Rom, XII, 4-5) (20) y que fue desarrollada por Juan de Salisbury, Dante, Guillermo de Ockam, Marsilio de Padua, Francesc Eiximenis, Jerónimo de Merola (21) y los teólogos-juristas de la segunda escolástica de la denominada escuela de Salamanca del siglo XVI, aunque Marcel Bataillon había señalado, cuestión que le ha sido muy criticada, que la idea del corpus mysticum aparece en España como una aportación de Erasmo de Rotterdam a la cultura filosófica y política española (22).
Es en otro de los escritos inéditos de Latre, titulado Pintura y tono del siglo XVIII, donde son más claros sus argumentos sobre la revolución. Allí se detiene Latre en la descripción de algunos de los aspectos de las modificaciones producidas en el siglo XVIII en la administración pública europea, señalando como los ministros y los hombres de Estado siguieron el ejemplo de los cortesanos y luego todo el poder de una forma efectiva y práctica pasó a manos de la clase letrada, bien en unos casos ejerciendo la acción de gobierno o en otros entorpeciendo su funcionamiento. Entre las consecuencias de la Revolución francesa señala entre las negativas que «los gobiernos dejaron de reposar sobre bases sólidas, los hábitos de obediencia se aflojaron y rompieron, luego que se comenzó a discutir sobre la obediencia y luego que todos querían convencerse de la bondad de las leyes antes de obedecerlas, hiciéronse dudosos los principios de la sumisión de los pueblos a sus soberanos» (23).
Contempla luego Latre la revolución en los distintos estados de la sociedad, partiendo de fuentes esencialmente literarias y de lucubraciones donde se mezcla lo literario con lo real, la historia y la especulación, no digamos en sentido estricto la ficción (24). Comenzó la revolución en Francia por la posición geográfica que tenía este país dentro del conjunto de Europa desde donde se extendió al resto de Europa. Además, según Latre, por la capacidad que tienen los franceses de conectar con todas las cuestiones que comporta el espíritu ingenioso y fecundo de sus habitantes, algo tan natural como la superioridad moral e intelectual de los franceses -probadamente manifiesta en la historia- sobre otros pueblos como los portugueses, italianos, españoles y griegos. La revolución, según Mariano Latre, se produjo no sólo en el espíritu y el carácter de los pueblos, sino también en las instituciones políticas. Contrasta Latre la evolución experimentada en los países protestantes, llegando a substituir la autoridad pública en virtud del arbitrio de criterios que no fueron siempre racionales. En este sentido resalta los progresos habidos como resultado de la incredulidad y la irreligión, señalando la importancia de autores como François Marie Arouet de Voltaire (1694-1778), ya que «Voltaire había recibido la marca de un siglo antes de proporcionarle él la suya» (25). Sin embargo, según Latre Juste, «Voltaire ha sido el hijo de la Regencia, antes de ser el representante de su siglo; y el espíritu y las costumbres de la regencia ha sido, con algunas modificaciones, el espíritu y las costumbres de todo el reinado de Luis XV. ¿En qué consistía el espíritu de la Regencia? En no creer en la dignidad de la naturaleza humana, en nada puro, noble y sublime; si no en negarlo todo, mofarse de todo... con tal de que se hiciera con finura; en hacer la disolución de costumbres, más y más picante, asociándola con todos los desórdenes del espíritu, en divertirse con los vicios como cosas ridículas, y no ver en los crímenes más que unas combinaciones audaces y extravagantes; y en los principios no ven otras cosas que usos rancios. El colmo del mérito y del arte era borrar y hacer desaparecer todas las ideas morales con el juego de la ironía y de la táctica de lo ridículo; que consisten en reducirlo todo... Pudiera decirse con verdad que el duque de Richelieu que, como Voltaire, era también hijo de la Regencia ha sido el representante de las costumbres y del carácter de las clases superiores de la sociedad, como lo fue Voltaire del espíritu del siglo» (26). Señala Mariano Latre que Voltaire adquirió cierta audacia en los discursos y en el pensamiento, en particular en Inglaterra, que en algunos casos llegó a degenerar en desenfreno, no en indecisión. Denuncia Latre Juste el tren de vida de Voltaire y que se permitiera censurar, desde su posición ideológica, las contradicciones de un sistema cuando él participaba de muchos de los beneficios que el mismo comportaba. Su lujosa mansión y el hecho de que no viviera en París han sido elementos a considerar como cauce a través del cual adquirió mayor crédito e influencia, particularmente en Inglaterra donde el genio de Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781) y de David Hume (1711-1776), unidos al de Voltaire, provocaron un giro coopernicano de las ideas. Para Latre, «Lessing, a quien el arte hizo poeta y a quien la naturaleza había hecho pensador ingenioso y profundo, reunía con una erudición variada y sólida una razón luminosa, una dialéctica precisa y aplastante, un espíritu eminentemente filosófico: su amor a la verdad y a la gloria era el resorte activo, el principio vital de su fuerza intelectual» (27). Sin embargo, según el propio Latre, David Hume estaba «más hecho para las observaciones de detalle, que para las miras generales, tenía más bien una gran fuerza de entendimiento, que una razón elevada, amplia y profunda: para la experiencia tenía un juicio perfecto, pero fuera de ella nada veía bien. No se le puede disputar una sagacidad vana y una prodigiosa penetración; pero le faltaba habitualmente imaginación y alma, y se hizo incrédulo de los defectos de su metafísica y por el silencio de su corazón» (28).
Sin embargo, Latre valorando la teoría del contrato social de Jean-Jacques Rousseau en el origen de la sociedad da la razón a Voltaire quien había afirmado que el contrato social era un contrato insocial (29). Ello no le impide a Latre considerar la enorme importancia e influencia de los escritos políticos de Rousseau y de Montesquieu. No obstante, trata de establecer al mismo tiempo grandes distancias respecto a Nicolás de Maquiavelo (1469-1527) y Rousseau. Así, dice Latre, «el ciudadano de Ginebra Jean-Jacques Rousseau es el otro político aún más terrible y peligroso que el italiano. Dotado de una pluma siempre elocuente y algunas veces sublime, queriendo combatir la desigualdad que hay entre los hombres, los abusos y los excesos del poder que los sacrifica, no encontró medio más del caso que hacer del hombre un animal inferior a todos los cuadrúpedos, enemigo de toda sociedad, más salvaje, feroz y solitario que los tigres y leones, y destinado a vivir en los montes y desiertos» (30). Latre considera que a dos obras de Rousseau Du contrat social (1762) y Sur l’origine de l’inégalité (1755) «deben atribuirse las grandes explosiones y catástrofes sangrientas de todas las revoluciones, que desde el año 1789 han agitado casi todas las naciones de Europa; en estos dos escritos ha mezclado y confundido el error con la verdad, con tanto arte y seducción, que aún a los hombres de una sólida y verdadera doctrina, aunque no los convenzan, pueden inducirlos a una especie de escepticismo casi tan funesto como la misma ignorancia» (31). En este sentido indica Latre que la terminología, las calificaciones y las expresiones, las ideas y las palabras de los momentos más sanguinarios de la revolución están directamente inspirados en Rousseau. Desde el momento que se establece que «los hombres no están destinados para vivir en sociedad, que el estado presente es contrario a la naturaleza, y enemigo de la felicidad y de la libertad, es evidentemente instigar a los hombres -señala Latre Juste- a disolver la sociedad en que viven, y sofocar en sus almas todos los sentimientos de humanidad, para gobernarse solamente por su interés personal y por su estúpido egoismo» (32). Como propuesta regeneradora aboga Latre por eliminar la hipocresía y el halago de los gobernantes, la adulación del trono, a la vez que recomienda respetar la Constitución vigente y procurar la felicidad nacional (33).
Igualmente tuvo oportunidad de resaltar Latre la influencia de la mentalidad abierta y al mismo tiempo agnóstica de Voltaire en los territorios de Alemania, pues allí «se atacó la fe por la razón, y después a la razón misma por el discurso: partiose de la idea de que es falso todo lo que la razón no puede concebir ni comprender; y con este principio se echaron por tierra los milagros y se negaron los misterios. Diose un paso más; creyóse que era necesario dudar de todo lo que no puede demostrarse e hízose del raciocinio y del silogismo el principio de la base de la razón. No dirían que habría necesidad de probar la razón misma, y perdióse de vista el verdadero principio de toda la filosofía; es porque todo lo que comprendemos supone alguna cosa incomprensible» (34). Añade además Latre que aunque se atacaban los principios, al mismo tiempo no se dejaba, por parte de ciertos sectores de la sociedad, de suspirar por ellos «y se sentía tener que ceder a la cruel necesidad, que el amor a la verdad parecía imponer a los pensadores» (35).
Terminando ya este artículo quisiéramos hacer una aclaración complementaria, que yendo destinada a interlocutores francófonos y italoparlantes y para no modificar sus palabras, recogemos en el presente párrafo en las lenguas del jurista parmense el aristócrata Widar Cesarini Sforza (36), que no es Giuseppe Bottai, ni Luigi Federzoni, pero que fue mucho más destructivo que Amedeo Giannini o que los tres hermanos sicilianos Ambrosini (37) y del ya citado varias veces en este artículo François Marie Arouet de Voltaire, de Joseph-Marie de Maistre, sobre quien tanto sabe y ha escrito Pierre Glaudes, de Raymond Saleilles (38) o de Léon Duguit (39). La verdad es muy importante en los trabajos histórico-jurídicos y por ello Manuel J. Peláez se siente obligado a relatar un caso real, reproduciendo lo que dejó escrito, como uno de los dos firmantes de este artículo en la Revista de Estudios Histórico-Jurídicos, de Valparaíso, XXX (2008), que era lo siguiente: «Esto de los plagios en las Memorias o Proyectos docentes de Historia del Derecho no es tan frecuente, como uno pueda imaginarse, pero se han dado tres casos paradigmáticos, los tres pertenecientes a la Escuela de José Antonio Escudero. Con ocasión de un concurso a una plaza de profesor titular celebrada en la Universidad de Castilla-La Mancha concurrieron Concepción Gómez Roán y Dionisio Perona Tomás, ambos dos de la misma escuela, habiendo utilizado el proyecto docente del catedrático Ricardo Gómez Rivero (“copier et s’attribuer la paternité”, como dicen los franceses). Casualmente estaba en esa comisión una persona avezada, doctora y discípula de Francisco Tomás y Valiente, quien observó que había párrafos iguales en las dos memorias, la de Perona y la de Gómez Roán, pero en uno de los casos la inteligencia del plagiario no había llegado muy lejos y no se le ocurrió modificar que aquella plaza a la que concurría no era una cátedra de Universidad sino una titularidad. Puesta en conocimiento del resto de la comisión la entidad de la actividad plagiaria, la comisión invitó a Gómez Roán y a Perona a abandonar el concurso, con la amenaza de ser anatematizados en público y suspendidos de inmediato. Casualmente concurrió a esa oposición una doctora, autora de una monumental tesis doctoral publicada, que maravilló a una parte del tribunal con su exposición, pero que como no estaba prevista para ella por la mayoría de tres frente a dos (se ha de decir que ninguno de estos dos era de su escuela) quedó eliminada. Ello no impidió que el asombro y la objetividad que mostraba la comisión se tornara en desfachatez cuando, aprovechando otra oportunidad y pasado algún tiempo y con una comisión diferente, naturalmente habiendo cambiado la memoria y procurando que fuera el menor número de personas las apercibidas del chanchullo, tanto Gómez Roán como Perona (en este caso en detrimento de un hombre trabajador y honesto como José Solís) fueran promovidos a sendas plazas de profesores titulares, tratando de ocultar el asunto y lanzando toda clase de desconsideraciones a un catedrático de la Complutense que estaba interesado en que se escribiera sobre el particular. El tercer caso de plagiario descubierto de la escudería es el de Emilio Lecuona Prats, que no se entretuvo como Gómez Roán y Perona en copiar algunos párrafos (más Gómez que Perona) de la Memoria de Ricardo Gómez Rivero, sino que directamente concurriendo a un concurso público a una plaza de profesor asociado a tiempo completo de la Universidad de Málaga en 2000-2001 no paró en mientes a la hora de copiar líneas y párrafos, tecleándolos en un ordenador, sino que fue de cabeza a la fuente del texto de un Proyecto docente presentado a una cátedra de una Universidad de las Islas Canarias y del diskette al plató (que no al plato) del aula, remitiéndolo como de su propiedad intelectual, cuando le era totalmente ajeno, y recibiendo por ese proyecto que era bueno (no iba a serlo si había servido para presentarse y ganar una cátedra de Universidad) la calificación de 9,5 sobre 10, lo que le situaba en un tercer lugar muy discutible entre los candidatos. Recomendando quien podía hacerlo a los dos primeros calificados y baremados por sus muchos méritos que renunciaran a esa plaza en expectativa de otra mejor, lo hicieron y el que seguía -con notables méritos, pero distante en Madrid, donde por no enterarse poco podía discutir o reclamar- no se apercibió a tiempo de que se había producido el sorpasso por parte del entonces desconocido plagión Emilio Lecuona Prats. Claro: esto se descubre seis años después, como suele ocurrir a veces, en julio de 2007 (en el caso de Alfonso Otero Varela, cincuenta años después de que hubiera plagiado el proyecto docente de Rafael Gibert y Sánchez de la Vega). Consuelo Juanto fue eliminada con ocasión de las habilitaciones a titulares de Universidad de mayo-junio de 2007 por un plagio de pequeña entidad puesto de relieve por el catedrático Carlos Garriga» (págs. 676-677). Por avatares del destino, sin embargo, fue apoyada aquella persona que fue suspendida en la oposición de los proyectos plagiados de la Universidad de Castilla La Mancha, por contar esta vez con el beneplácito de quienes habían sido sus fustigadores durante años. De eso mucho saben algunos de la Fundación Universitaria Española, fundación que generosamente otorga ayudas y subvenciones a iniciativas muy diversas, cumpliendo a veces lo acordado y olvidándose en otras de lo dicho o prometido. Pero merece la pena que profundicemos más sobre la ratio essendi de estos plagios, en relación a la verdad. Así, la verdad, conforme a la noción clásica del escolasticismo, docenas de veces recordada, es la «adaequatio intellectus et rei». La verdad está en la obra de Otero en sentido propio, salvo en su proyecto docente cuando plagia a Rafael Gibert, de la misma forma que en el caso de los cuatro trabajos que Emma Montanos Ferrín ha plagiado de la Escuela compostelana de Otero Varela, lo está en sentido impropio, secundario, «ad mentem Alphonsi Otero et Varela», pues todas las ideas han salido de él y Emma Montanos se ha beneficiado de ellas, como de otras muchas de la Escuela oterina, que no suyas, sino de Otero, aunque aparezcan en los artículos de Emma Montanos Ferrín. Mejor dicho sí lo son, pero lo son por participación. En el caso de Concepción Gómez Roán, cuando copia el proyecto de Ricardo Gómez Rivero, ella no participa de las ideas del catedrático de Elche, porque es incapaz de darse cuenta de lo que ha copiado, no se entera de nada, y ni siquiera advierte que a lo que se presenta es a una titularidad de Universidad no a una Cátedra. Es decir, Emma Montanos Ferrín ha sido capaz de descifrar lo que decía Otero, lo que escribía Otero y copiarlo entendiéndolo. En cambio, Gómez Roán ha copiado desde una posición de ceguera científica funcional, que no le ha permitido darse cuenta. Es decir, como historiadora del derecho estaba desfuncionalizada cuando copiaba, pues no era capaz de seguir el discurso narrativo de Gómez Rivero. Dionisio Perona sí lo seguía, sí lo entendía y sin embargo lo copiaba; consecuentemente es responsable. Emilio Lecuona Prats ni pensaba, ni leía, simplemente reproducía sin más. Copió de forma total. Tenía un problema de calendario, situación en la que no se encontraban Concepción Gómez Roán y Dionisio Perona. Otero Varela es un copión inteligente de Gibert, que no calculó que aquél llegara a publicar su proyecto cuarenta años después de haberlo escrito, ni que su hija iba a publicar el suyo cinco años después de haber muerto Don Alfonso. Emilio Lecuona Prats ha cometido un magnicidio plagiario: lo ha copiado todo, sin dejarse ni la raspa de la pescadilla. Chicha es, como dicen los italianos, grossolanamente crapulona, es decir irresponsable científica de su actividad plagiaria y consecuentemente moralmente no delinque, ni peca. Dionisio Perona ha tenido un despiste, sin haber sido adecuadamente informado de que debía ser estrictamente original, y Emma Montanos Ferrín no ha sido todavía capaz de entender que «chien hargneux a souvent l’oreille déchirée». Ya Quinto Fabio Máximo reflexionó indicando que la Verdad con frecuencia sufre mucho, pero no muere jamás. Poco a poco, D. m. et ad., irán apareciendo todos los plagios de la escudería, por incumplir sus promesas, mientras no las cumplan.
En conclusión, Latre es un pensador liberal y conservador al mismo tiempo, defensor de la división de poderes, de que exista una Constitución que modere y regule el funcionamiento del Estado. Igualmente defiende las reformas políticas y no comparte las revoluciones destructoras y fanáticas. Otra cosa bien distinta es su opinión sobre los procesos revolucionarios pacíficos que destituyan a un monarca absoluto, respecto a los que sí se manifiesta favorable. Bien distante está por tanto Latre de las petroleras o pétroleuses, las concubinas de París, que con fines subversivos incendiaban la capital de Francia durante la revolución de la Comuna de 1871, como nos recordó Marie-France Borod en el Centro de Investigaciones Revolucionarias de la Universidad Blas Pascal de Clermont-Ferrand.
APENDICE
«Principios de Derecho Político» (I-IV)
de MARIANO LATRE JUSTE
(Archivo Latre Juste, manuscrito D-25/29, fols. 1rº-11rº)
[I]. La actividad de los seres se ramifica y distingue en efectos y acciones: cada clase de efecto, y de acción tiene alguna cosa uniforme; esta uniformidad puede expresarse en fórmulas y éstas son las leyes.
Los efectos de la naturaleza desconocidos de las causas que los producen, suceden sin su noticia; y por esto no pueden erigirse en leyes, pues no están al alcance de los seres inteligentes, y así se llaman y son leyes físicas.
Los seres racionales son los únicos que pueden hacer acciones verdaderas con conocimiento de causa y voluntariamente: las fórmulas con que se expresan estas acciones se llaman leyes morales.
Los efectos se producen necesariamente, o pueden ser producidos en virtud de leyes físicas.
Osamos emprender alguna acción y debemos ejecutarla según las leyes morales.
Esta palabra, es preciso, expresa una necesidad física y es imposible que deje de tener efecto.
Esto es posible expresa una posibilidad física, esto es, que no es contrario a las leyes físicas, que cierto efecto se produzca.
Esto debe hacerse, expresa una necesidad moral: la voluntad de un ser racional se pondría en contradicción consigo misma, sino considerase ciertas acciones como necesarias.
Osar es una posibilidad moral; es decir que se puede ejecutar una acción sin contradecir a las leyes morales.
Independientemente de las relaciones que una acción tiene con las leyes morales, las tiene también siempre con las leyes físicas; y como toda acción es un efecto, y todo efecto supone cierto grado de fuerza toda acción la supone también.
Y de aquí resulta que alguna vez osaríamos hacer una acción, que no podemos hacer; y así una acción puede ser a un mismo tiempo moralmente posible y físicamente imposible: un niño tendrá osadía para resistir a un agresor injusto, pero le falta fuerza para ello.
Al contrario, cuando una acción debe hacerse, jamás deba admitirse que aquél a quien se le impone la obligación de hacerla, pueda dejarla de hacer, pues ésta sería una evidente contradicción. ¿Cómo podría ser una acción a un mismo tiempo imposible, y ser sin embargo moralmente necesaria?
Lo que es moralmente necesario forma el dominio de los deberes; y lo que es moralmente posible forma el dominio del derecho.
Deber y obligación, osar y derecho son por consiguiente dos términos relativos.
Ambos a dos son los hechos de la conciencia, que desde luego se anuncian en el hombre, que, antes de despertarse la razón, la dirigen como ciego, pero con seguridad; los hechos que él distingue con igual prontitud que precisión, de los que parecen tener afinidades con ellos, sin que pueda siempre expresar con claridad esta semejanza; los hechos que contienen el germen nunca perecedero de toda la moral.
Cuando estos hechos, que reposan envueltos en las profundidades del alma, se observan, se comprehenden, y expresan por la reflexión cuando la conciencia desplega su actividad, y llega a sincerarse distintamente de estos tesoros secretos; cuando la razón adquiere un verdadero conocimiento de estas intuiciones interiores correspondientes a existencias reales, entonces el deber y el derecho, en oposición a la necesidad y a la posibilidad, elevan al hombre a la ley absoluta de las naciones libres. Mirada esta ley por los ojos de la razón, se convierte ella en ley de Dios; porque todo lo que hay en el hombre de absoluto, no puede venir sino del ser absoluto.
Esta es una ley universal y necesaria dada a todos los seres racionales y libres.
[II]. La razón y la libertad son las dos condiciones de esta ley: de ellas dimana, y la ley las supone; y sin ellas no podría nunca llegar a ser objeto del pensamiento.
Sin la razón no puede haber en ella nada universal y necesario: el entendimiento que nunca hace más que comprehender las semejanzas y las diferencias, no podría formar una ley semejante; porque lo que es absoluto, nunca puede ser comprehendido, ha de ser siempre una cosa dada.
Sin la libertad, la ley no tendría sentido; habría sí una necesidad en el mundo, pero no habría voluntario, y sin embargo deberían suponer que lo había; y como la libertad es el mismo poder absoluto, que no tiene fuera de sí las condiciones de su actividad, no puede reconocer ella sino una ley de este género.
Es verdad que en los hechos que sirven de base a esta ley, parece que hay una contradicción aparente. La libertad y una razón soberana, que le impone leyes absolutas, parecen destruirse mutuamente; pero ya que no podemos concordar la una con la otra, tampoco podemos el uno y el otro de estos hechos. Cuando llegamos hasta aquí, nos encontramos en el borde del abismo de las existencias, estamos ya cerca de la raíz y de la esencia de los dones y envueltos en dificultades insolubles.
Bastan los hechos simples y evidentes para probar que la razón y la libertad son necesarias, si queremos fundar, que digo yo, si queremos pensar en la ley. Los animales no tienen derechos ni deberes, aunque los seres racionales y libres tengan deberes que cumplir con ellos. Los locos y los imbéciles no tienen deberes, aunque sus derechos siempre subsistan: en el mismo caso se encuentran los niños hasta cierta edad; aquellos pensaron la razón y estos otros no la poseen todavía.
Así que la razón y la libertad son los fundamentos de toda la legislación moral, porque sólo ellas dan a los seres la personalidad y la suponen al mismo tiempo. Las personas solamente son las que pueden hacer valer los derechos y los deberes con respecto a otras personas: todo lo que no pertenece a la clase de las personas, cae en la de las cosas.
Los derechos y los deberes suponen que las personas se toquen y se encuentren en el mundo sensible, que obren unas sobre otras y se limiten recíprocamente, en fin unas personas que pueden respectivamente cambiar de estado.
No puede moverse cuestión acerca de los derechos y deberes de dos seres, cuya libertad fuese infinita, o que el uno fuese inaccesible al otro.
Los derechos y los deberes son combatidos, y se suponen unos a otros.
Ningún ser racional y libre tiene derechos sin deberes, ni deberes sin derechos.
Hay derechos que nacen de los deberes: cada uno tiene derecho de hacer todo lo que es necesario para cumplir sus deberes.
Hay deberes que se fundan en los derechos, y los suponen, cada uno está obligado a respetar y no violarlos nunca los derechos de otros.
En rigor pueden ponerse los deberes antes que los derechos, fundando todos estos en aquellos, porque en el fondo el derecho de defender su vida, sus fuerzas, su libertad descansa en el deber de existir, y existir como ser racional, y de conservar su personalidad.
Los saberes que corresponden a los derechos no pueden cumplirse también, como todos los otros, si el corazón no los inspira, y no los dicta el sentimiento, y los principios. Pero en su naturaleza particular, hay que observar que esta clase de deberes pueden ser forzosos, y compelidos a su cumplimiento.
Este carácter propio de esta clase de deberes procede de que ellos se refieren a los derechos y por eso mismo son precisados y determinados: y aún el derecho de poder compeler a los hombres a cumplirlos es enteramente inseparable de ellos.
Y así en el momento que se admitan en el mundo sensible seres libres y racionales, y se pongan en comunicación y contacto unos de otros, su acción se hace posible recíprocamente, y han de resultar derechos y deberes coactivos.
La libertad exterior, esto es el derecho de obrar, es el derecho general, que cada cual tiene de ejercer sus derechos: porque cada uno posee cierta medida de esta libertad, y todos tienen la obligación de respetarla.
Supongase un hombre solo tan aislado en la naturaleza que le fuera imposible entrar en comunicación y verse con ningún otro ser de su especie; con tal hombre nunca podría haber cuestión acerca de sus derechos.
Pero como ni aun mentalmente es posible separar a un hombre de los otros seres de su especie, en el momento que unos estén en presencia de otros, nacen para ellos los derechos y deberes correspectivos.
Como todos los hombres son libres, y deben todos ejercer su libertad exterior, ninguno de ellos posee una libertad ilimitada, siendo la libertad de cada uno el límite natural y necesario de la libertad de los otros: la libertad de todos está limitada por la de cada individuo y por la de todos.
La razón de cada hombre alcanza y reconoce estos límites naturales, necesarios y recíprocos; y ellos hacen la ley también, pero no la libertad interior del alma, y considerados así los derechos y deberes que resultan de estos límites recíprocos son solamente éticos y morales.
Pero, como despreciada la ley moral, puede ser amenazada la libertad exterior de cada individuo, y como es insuficiente la seguridad que da la ley moral, es preciso que la libertad exterior se arme de una garantía exterior, para no ser destruida.
En la noción misma de la libertad exterior hallamos ya dado el derecho de ejercer una fuerza coativa contra todos los que, despreciando la ley moral, se tentaran a ofender o perturbar a su antojo nuestra libertad; porque cualquiera que posea un derecho tiene este título solamente el de obligar a otros a respetarlo y a cumplir estas obligaciones, que este derecho les impone.
El agregado total de los derechos y deberes coactivos, que nacen de las relaciones que tienen los hombres entre sí, y con las cosas en el mundo sensible, constituye el derecho de la razón o los principios del derecho.
Ningún ser razonable que no renuncie a tan noble prerrogativa, podrá negar que existe un derecho semejante, que comúnmente se llama derecho natural o de la naturaleza, nombre que parece impropio y expuesto a conducir al error, nombre que ni tiene sentido, ni es inspirado al hombre por su misma naturaleza, y que tampoco es, como exclusión de todo derecho positivo, el único que sea apropiado a la naturaleza del hombre.
[III]. Este pretendido derecho de la naturaleza puede también dañar a los progresos de la ciencia, engendrar teorías falsas, porque puede hacer admitir e imaginar un estado de naturaleza que, de hecho, no tiene fundamento ni en la filosofía ni en la historia.
No sólo se puede, sino que también se debe oponer el derecho ideal al derecho real y positivo: el uno es general, el otro particular; el uno se aplica a soluciones ficticias, el otro a relaciones verdaderas. Éste está enunciado y garantizado con claridad por una fuerza coactiva; aquél no existe más que en el pensamiento, y aunque sea inseparable de él una garantía, ésta sin embargo no es en sí nunca posible. Como la idea sólo no basta para realizarla, el derecho ideal siempre sin garantía real, tenderá siempre a parecer o tener siempre una existencia equívoca, vaga e incierta.
En el momento que en el mundo sensible se pongan los seres racionales y libres unos cerca de otros, y en que se les atribuyan derechos coactivos y obligaciones coactivas, los contratos serán posibles y legítimos. Estos son unos cambios recíprocos y condicionales de los derechos y deberes. Si los seres racionales y libres poseen derechos, poseen también el de cederselos por un tiempo, y en tiempo determinado: se puede renunciar a una parte de su libertad en favor de otro ser libre, que a su vez cada una parte de la suya.
Los derechos, pues, no se fundan únicamente sobre los contratos; los contratos suponen ya los derechos, sino se preguntaría, si no existieran derechos anteriores a los contratos ¿qué podría ser cedido entre dos partes, o cederse recíprocamente la una a la otra?¿De dónde nacería la obligación de estar al contrato aun cuando no conviene ya al uso de los contratantes, y cuando este último no puede ser forzado a cumplirlo físicamente? ¿Qué principios de derecho dan su valor a los contratos?
Anteriormente a todos los contratos, los derechos y las obligaciones existen en la razón de un modo ideal. Unos y otros se derivan de la ley de Dios, y la ley de Dios no es otra cosa ella misma, que la relación de la razón eterna y de la libertad absoluta a la razón y a la libertad del hombre. Si antes de todos los contratos no existiera una ley tal, no podría tratarse de la santidad de los contratos.
Los deberes y los derechos coactivos, tanto aquellos que siendo anteriores a todos los contratos, son inseparables de la naturaleza humana, o de la noción de hombre, como aquellos que se derivan de los contratos, necesitan de una garantía exterior para su existencia real, y ésta sólo puede encontrarse en un poder coactivo: sin él la libertad existiría sí en el mundo ideal, pero en el sensible perecería absolutamente. La primera condición de la libertad debe ser una coacción razonable.
Y este poder coactivo, ¿cómo puede nacer y sostenerse legítimamente? ¿Cómo podrá organizarse de un modo que sea apropiado a su objeto? He aquí los dos puntos importantes a que puede reducirse todo el derecho político. De dos modos puede responderse a estas dos cuestiones, fundando esta respuesta en la historia, o en los principios, buscándola en el mundo ideal o en el mundo real. Cuando ponemos en oposición uno con otro estos dos puntos de vista, de ninguna manera pretendamos exaltar el uno a expensas del otro, y mucho menos aún desechar el uno enteramente, procediendo por la vía exclusiva. Al contatrio es fácil probar que estos dos puntos de vista se corrigen recíprocamente, y necesitan el uno del otro; y aún no será imposible probar que estos dos modos de ver se encuentran y coinciden juntos. El primero contiene el germen del segundo y la historia encierra los principios sin saberlo. En efecto, los principios que sirven de base a la teoría del derecho político se encuentran no obstante en la historia de todos los estados, que, debiendo sus formas a las circunstancias, se han cristalizado en cierto modo por sí mismos, y estos principios existen de hecho de tal manera, que en la profunda obscuridad del origen de las sociedades y de los imperios, que muchos filósofos han creído, que no eran más que una abstracción de los hechos. Pero sería caer en un error grave, creer que se puede llegar a la verdad, abrazando exclusivamente alguno de los puntos de vista bajo los que se ha considerado esta cuestión.
El poder coactivo, primera condición de todas las sociedades políticas, se forma en cierto modo por sí mismo, porque la necesidad lo trae. En la familia en que nace el hombre y recibe su educación, es el padre de familia quien todo lo protege, quien fuerza las voluntades rebeldes a obedecer a la suya y quien extiende su protección a todos los miembros de la pequeña república.
[IV]. Cuando, multiplicándose las familias, habitan juntas unas con otras, y forman una tribu, va naciendo a un mismo tiempo del seno de la desiguldad de fuerzas y de facultades, y por efecto de las circunstancias, por un lado, la necesidad de ser defendido y protegido, y por otro el poder de proteger y defender: fórmanse luego por una especie de instinto, o por reflexión y conocimiento de causa, ciertas relaciones tácitas o formalmente expresadas, de mando por un lado y de obediencia por otro. La necesidad de ser gobernado ha hecho nacer las pequeñas asociaciones protectoras y defensivas, las primeras sociedades políticas, del mismo modo que la necesidad de pensar y de comunicar sus pensamientos ha hecho inventar las lenguas.
Estas relaciones se multiplican, se extienden y toman formas diferentes. Cuando algunas tribus se reunen y forman estados, parecen compuestas de un grande número de pequeñas sociedades y de todas las asociaciones particulares resulta una asociación general. Y así en el curso de los siglos los Estados son la obra del tiempo, de la nacesidad y de la previsión, y parecen formados de muchas piezas que quedan y deben quedar intactas, mientras que sean unas mismas las circunstancias que les han dado su nacimiento.
Siguiendo este punto de vista veremos diversificarse las combinaciones y aprenderemos a conocer mejor la historia de la sociedad civil.
Pero con la historia de la sociedad no se nos da aún todo lo que nos importa conocer para que podamos apreciar y juzgar bien el mecanismo social, porque aunque estos hechos sean muy importantes, no son bastantes para el objeto.
Las circunstancias accidentales, los acontecimientos imprevistos, las necesidades recíprocas podrán explicar bien ciertas relaciones civiles y ciertas formas con que se han manifestado al mundo los derechos y deberes coactivos; pero esta historia de la sociedad no da los principios generales de derecho, únicos legítimos, del poder coactivo, que pone trabas a la libertad de cada individuo, para que se defienda y conserve la libertad de todos. Este género de explicaciones históricas serán buenas para ilustrarnos acerca del origen y de las formas de tal o tal estado, pero nunca nos ofrecen cosa alguna general, que pueda servir para dar fundamento sólido a la teoría de la sociedad civil.
Pudiera aun decirse con verdad que en esta teoría del derecho político desaparece y casi se pierde enteramente la idea fundamental de la unidad del Estado. Los diferentes estados de la Europa no son en este sistema sino una agregación de diferentes relaciones y pactos y aunque es fácil ver la diversidad de formas que ha tomado la obediencia y la sujeción, y qué vinculos diversos de dependencia han existido y existen aún; pero en este punto de vista es difícil comprender cómo ha podido formarse de derecho el vínculo general, que abraza a todos los miembros del Estado, y coloca a todos bajo la relación de sujetos a un mismo poder soberano, y cuáles son los principios de estricta justicia que le sirven de base. Hasta la noción misma de estado corre riesgo de que desaparezca.
La noción de estado, y la unidad que es inseparable de él, suponen la soberanía, es decir, la noción de un potestad legislativa y coactiva en todo lo que respecta a la conservación y seguridad del todo. Basta esta definición para dar a conocer que esta potestad no debe tomarse por una autoridad ilimitada, y menos aún por alguna arbitraria. Pues esta noción simple y pura de la soberanía, cual acaba de manifestarse no se encuentra en la deducción histórica de la ciencia del derecho político, y aún la destierra para siempre de él.
Esta deducción histórica del origen de las sociedades, y de los derechos y deberes de las diferentes clases que la componen es la única fuente del Derecho político que Monsieur Haller (40) admite en la obra que ha escrito sobre la restauración de esta ciencia, y la única que da por base a su legitimidad. Todo lector imparcial que la lea, hará justicia a los sentimientos puros y sublimes del autor y tributará sus homenajes al alma sensible, al espíritu conservador, que ha inspirado a Monsieur Haller.
Pero tan fuerte y ardiente como él es cuando fulmina y pulveriza las falsas y peligrosas doctrinas de un contrato social originario; tan débil y flojo se manifiesta y tan imperfecto e inconsecuente, cuando nos presenta su inducción histórica de las diferentes formas de gobierno, como la única teoría verdadera del derecho político como fuente única de la legitimidad: feliz cuando combate el error y desgraciado cuando pretende establecer la verdad de un modo irrefragable.
Lo que ya hemos dicho de un modo general de todo género de deducción histórica, se aplica particularmente a la naturaleza de las pretendidas demostraciones de Monsieur Haller. Su teoría presenta una multitud de flancos débiles que procuraremos desmontar señalando los más notables.
Ninguna deducción histórica es siempre completa, porque no es posible apurar bien los hechos que tienen realidad, y aún menos los que son meramente posibles. Los principios que de ellos pueden sacarse nunca llegan a tener más que una generalidad comparativa y no una universalidad, cual supone y debe llevar consigo toda teoría. Monsieur Haller ha desenvuelto el origen de las democracias, de las monarquías, de las aristocracias, de los estados eclesiásticos, tales cuales los da a conocer la historia desde la edad media. Es claro que haciendo esto no ha desenvuelto los principios, y que no ha hecho más que sacar su pretendida teoría del cantón de Berna, y de otros pequeños cantones suizos y de los estados eclesiásticos y legos de la Alemania; pero en la antigüedad y en los tiempos modernos ha habido otros estados, que han tenido un origen diferente, y aún han podido formarse en el discurso de los tiempos otros estados de origen muy diferente, y de otro desarrollo que aquéllos. Es tanta la variedad, que el encadenamiento de las causas y de los efectos, que por poco que se sustituya una exposición de fenómenos aislados al análisis completo de las nociones, no podrá creerse nunca que la materia se haya apurado.
«La Monarquía según el Estatuto Real de 1834»
texto escrito por MARIANO LATRE JUSTE
(Archivo Latre Juste, manuscrito D-43-1, págs. 1-4 y 48-49)
[I]. El objeto de este escrito es facilitar a todos los españoles, que no puedan dedicarse al estudio del Derecho público, una noticia razonada y suficiente, para conocer la naturaleza del gobierno que los rige y las apreciables ventajas que el mismo les proporciona para labrar su propia felicidad y de las generaciones venideras, recordándoles las leyes antiguas fundamentales, bajo cuya observancia fueron sus mayores virtuosos, honrados, ricos, nobles y esclarecidos por su amor a la Santa religión católica, y su ejemplar lealtad a la sagrada persona de sus Reyes.
Mientras tanto que alguna pluma docta se empeñe en escribir un Curso arreglado de Derecho público para la instrucción de nuestra juventud en las Universidades, permitirá a mi celo y amor por las libertades patrias, levantarlas del abatimiento y humillación en que han estado por el largo espacio de tres siglos y celebraré con toda la nación el día diez de abril de 1834 en que nuestra inmortal Reina Gobernadora D.ª Cristina de Borbón y de Borbón, en nombre de su Augusta hija D.ª Is[abel] II, reina legítima de los españoles, deseosa de nuestra dicha [tacha: felicidad de los españoles] tuvo la gloria de sancionar el Estatuto Real, que la eminente sabiduría y consumada prudencia de sus Secretarios de Estado y del Despacho (de eterna memoria en los fastos de la Historia [tacha: española]) concibió y propuso a S. M. para la firmeza y esplendor del trono y para la suerte futura de todos los españoles.
Pero esta grande obra, que seguramente ha de fijar la época más gloriosa de nuestra nación, pudiera echarse a pique, si los españoles en vez de acogerse todos a este puerto de seguridad y de salvación, y de albergar en sus corazones la llama sagrada de la justa libertad, y los nobles sentimientos de sus progenitores, se dividieran en bandos, queriendo los unos más y los otros menos de lo que con tanta meditación y tino prescribe el Estatuto Real. Ruego a los primeros que vuelvan sus ojos atrás y consideren con calma y recta conciencia los fatales sucesos y las sangrientas escenas que han causado en la Europa, y por desgracia en nuestro suelo también, las opiniones vanas y exageradas de la libertad; y a los otros recordaré el honor y carácter de buenos españoles, y la necesidad de una sólida y verdadera reconciliación, para que unidos todos al interés común, y estrechados con los vínculos de la fraternidad, que nos impone nuestra Santa religión, entren y vivan gustosos en el redil, a que los llama el bien de España bajo la observancia del Estatuto Real y obediencia a las leyes, y fidelidad al trono de S. M. Is[abel] II.
[II]. El Estatuto Real es una ley, que sin apartarse del camino de las antiguas leyes fundamentales de España, ha llegado felizmente a consolidar un verdadero gobierno monárquico representativo. El objeto de este escrito es dar a conocer la función de este gobierno, sus fundamentos y ventajas. Antes de entrar en este examen conviene presentar un prospecto o idea general de la forma de gobierno antigua desde el nacimiento de la monarquía goda hasta su pérdida bajo el yugo sarraceno; y desde su restauración hasta la infausta época de la monaquía austriaca. Y aunque de esta importante materia han tratado con extensión, solidez y verdad eruditos, no siendo a todos dable acudir a consultarlos, hacemos aquí una reseña de los principios conservadores que dirigieron a nuestros antiguos legisladores para mantener con esplendor y gloria el trono de nuestros reyes a la par que las justas y verdaderas libertades de los pueblos.
[III-X]. [Prosigue una historia constitucional española].
[XI]. Con el Estatuto Real amaneció nuestra dicha; él es el puerto seguro de la nave del Estado tan combatida y quebrantada por las furiosas borrascas de los partidos y de las pasiones: en nuestras manos lo ha puesto el cielo compasivo de la esperada felicidad de la Monarquá española. El reinado de Isabel II, bajo el gobierno tutelar de su excelsa madre D.ª Cristina de Borbón, ha abierto la época más memorable y majestuosa de la historia de nuestra heroica nación. Seamos cuerdos, prudentes y moderados. Si queremos coger el fruto del amor de nuestra augusta Reina, madre y señora de los españoles, y no hacer inútiles los deseos y penosa tarea la de su celoso e infatigable ministerio, ni sepultar en el fango de viles y mezquinas pasiones las esperanzas de la lealtad de todos los buenos españoles, para conseguirlo, me he determinado a dirigiros algunas reflexiones hijas de mi celo y de mi experiencia, que podrán servir para conocer el aprecio inestimable del Estatuto Real, y rectificar las opiniones, que por ignorancia o falta de meditación o tal vez por malicia, se le opusieron para desacreditarlo. Leed y contemplad el sabio y juicioso discurso que precede al Estatuto Real, y no se borre jamás de nuestras almas la gratitud y amor a los grandes hombres, que han tenido el honor de presentarlo a S. M.
El Estatuto restablece en su plenitud y grandeza la venerable institución de nuestras antiguas leyes fundamentales, da mayor firmeza y esplendor al trono, y asegura la futura feliz suerte de la nación; y lejos de aventurar innovaciones arriesgadas, con él volvemos a entrar en el camino de la ley, del que nunca se debió salir, se restituyen los derechos que no pudieron abolirse, ni enagenarse, ni perderse por la prescripción o el olvido; y asegurando un conducto legítimo a todos los intereses sociales se acalla con la voz de la Nación al murmullo de los partidos.
La España tiene la gloria de haber gozado siempre de un gobierno monárquico moderado.
NOTAS
* Catedrático de Historia del derecho. Universidad de Málaga.
** Profesora Ayudante doctora de la Universidad de Córdoba.
1. Isidre Valls Vilaseca nació en Sallent (Barcelona) en 1785. Era hijo de Ramon Valls Casaña y de Antonia Vilaseca Traver. Los primeros estudios los hizo en el Seminario Conciliar de Barcelona. Con posterioridad pasó a la Universidad de Cervera donde completó su formación haciendo los estudios de Derecho Canónico, ciencia sagrada en la que se doctoró en 1810. Fue ordenado diácono y más tarde presbítero. Canónigo en la Seu d’Urgell y luego en Barcelona. Unido a los liberales y constitucionalistas, tuvo que sufrir amargas depuraciones. Fue además canónigo de la Iglesia catedral de Barcelona, por conmutación de la canongía de Urgell, nombrado el 15 de agosto de 1841. A partir de 1845 pasaría a ser Vicario General Capitular y Gobernador Eclesiástico de la diócesis barcelonesa. En la Universidad de Barcelona, solicitó la convalidación del grado de doctor en Cánones conseguida en Cervera por el de doctor en Jurisprudencia, a lo que fue autorizado por el Ministerio de la Gobernación en virtud de la Real Orden de 18 de mayo de 1843, pero tuvo que realizar las correspondientes pruebas, sufriendo el 30 de abril de 1844 exámenes de todas las materias que no tenía superadas conforme a lo establecido por un decreto de 1 de octubre de 1842, alcanzado la calificación de Sobresaliente por unanimidad en todas las asignaturas. Sobre Valls Vilaseca han escrito Elías Romero González, «Implicaciones de la soberanía sobre Andorra del Obispo de Urgel en la reforma eclesiástica liberal del XIX. (A través de un singular documento capitular de 1837, redactado por Isidre Valls i Vilaseca)», en Annals of the Archive of «Ferran Valls i Taberner’s Library»: Studies in the History of Political Thought, Political & Moral Philosophy, Business & Medical Ethics, Public Health and Juridical Literature, 11-12 (1991), pp. 29-43; C. Serrano, Historia de los Valls: Una familia catalana de juristas, catedráticos, empresarios, políticos, banqueros y eclesiásticos. (Dos siglos de derecho, finanzas y política de la Cataluña contemporánea), Barcelona, 1994, pp. 35-46 y Manuel J. Peláez, «Isidre Valls Vilaseca (1785-c. 1856)», en Diccionario crítico de juristas españoles, portugueses y latinoamericanos (hispánicos, brasileños, quebequenses y restantes francófonos), Zaragoza-Barcelona, 2006, vol. II, tomo 1º, p. 638, nº 1.174.
2. Ver la interesante obra no sólo de síntesis sino también de investigación de Alberto Gil Novales, Ana Boned Cólera y María Antonia Fernández Jiménez, Diccionario biográfico del Trienio Liberal, Madrid, 1991, aunque proporciona una información bastante reducida sobre nuestro personaje: «Presbítero, prior de Montearagón, catedrático de Constitución, substituto con nombramiento real en los Estudios de San Isidro, 1821-1822, y de Derecho Público, segunda enseñanza en la Universidad Central, 1823» (p. 362); Manuel J. Peláez y C. Serrano, «Mariano Latre Juste, filósofo de la política y sus escritos de Derecho Político», en Estudios en homenaje a Juan José Ruiz-Rico, Madrid, 1996, vol. III, pp. 1625-1635; Peláez, «Mariano Latre Juste (1770-c. 1845)», en Diccionario crítico de juristas españoles, portugueses y latinoamericanos (hispánicos, brasileños, quebequenses y restantes francófonos), Zaragoza-Barcelona, 2005, vol. I (A-L), pp. 461-462, nº 451; Peláez, «Del espíritu y de las formas políticas y El poder de la instrucción pública, dos textos inéditos del catedrático de Constitución y canónigo liberal Mariano Latre Juste (1770-c. 1845)», en Estudios en homenaje al prof. Mariano Peset Reig, Universidad de Valencia, Valencia, 2007, pp. 395-401.
3. Algunos estudiosos de la historia de la enseñanza del Derecho constitucional en España no mencionan para nada a Latre Juste. Tal es el caso de Mariano Peset Reig, en «La enseñanza de la constitución de 1812», en Estudios sobre la constitución española de 1978, Valencia, 1980, pp. 515-528 y Mariano Peset y Pilar García Trobat, «Las primeras cátedras de Constitución», en Homenaje a Joaquín Tomás Villarroya, Valencia, 2000, vol. II, pp. 889-905. Se ha de decir que Joaquín Tomás Villarroya (1927-1992), que ha sido catedrático de Derecho Constitucional, y que antes lo fue de Teoría del Estado en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de Valencia, es quien se ha ocupado con más extensión y mayor acierto del constitucionalismo español del siglo XIX. Sin embargo no vemos que en sus obras cite en ninguna ocasión a Latre Juste.
4. Mariano Latre Juste, De la sociedad en general, en Archivo Latre Juste, D-17, f. 9r.
5. Era hijo de L. Friedrich Ancillon (nacido en Berlín el 21 de mayo de 1740 y fallecido el 13 de junio de 1814) y de Maria Mathis. Sus antecesores eran franceses y era biznieto de David Ancillon (1690-1723), natural de Metz, pastor calvinista de la iglesia francesa de Berlín. Johan Peter Friedrich Ancillon fue Ministro de Asuntos Exteriores de Prusia. Ver Paul Haake, Johann Peter Friedrich Ancillon und Kronprinz Friedrich Wilhelm IV. von Preussen, Múnich, 1920, 180 pp.
6. Johann Peter Friedrich Ancillon, «Sur la législation de la Presse», en Abhandlugen der Königlichen Akademie der Wissenschaften in Berlin, 1816-1817, Berlín, 1819, p. 1-24.
7. Ver en el Archivo Latre Juste, D-43.
8. Ancillon, «Denkschrift auf Ernst Ferdinand Klein», en Abhandlungen der Königlichen Akademie der der Wissenschaften in Berlin, Berlín, 1812-1813, pp. 33-50; Über den Geist der Staatsverfassungen und dessen Einfluss auf die Gesetzgebung, Berlín, 1825, 350 pp. y Nouveaux essais de politique et de philosophie, París, 1924.
9. Juan de Lafont de Ferrer, Breve disertación sobre la utilidad de la ética o sea de la filosofía moral compuesta para la instrucción de la juventud según los principios de los clásicos filósofos antiguos, Barcelona, 1838, p. I.
10.Lafont, Breve disertación, p. 19.
11.Lafont, Breve disertación, p. 21-22.
12.Mariano Latre Juste, Sobre las propiedades de la Iglesia, en Archivo Latre Juste, ms. D-51, f. 1rº.
13.Mariano Latre Juste, en Archivo Latre Juste, mss. 61, f. 1rº.
14.Mariano Latre Juste, Restauración social y religiosa de la Francia en el 18 brumario, en Archives Latre Juste, ms. D-62, f. 1vº-2rº.
15.Mariano Latre Juste, Restauración social y religiosa de la Francia en el 18 brumario, en Archivo Latre Juste, ms. D-62, f. 2vº-3rº.
16.«De todos los actos de Napoleón, éste fue el que más le concilió los sentimientos de la nación, porque era el que penetraba más profundamente en el corazón de la civilización, porque el pueblo francés estaba bien convencido de que la privación de la religión, que por tanto tiempo había sufrido, era lo más injusto y contrario a la nación, sentimiento verdaderamente justo, pues sin religión no hay civilización, y los hombres caen o en el fanatismo o en la rebelión» (Mariano Latre Juste, Restauración social y religiosa de la Francia en el 18 brumario, en Archivo Latre Juste, ms. D-62, f. 3rº).
17.Mariano Latre Juste, El poder de la instrucción pública, en Archivo Latre Juste, ms. D-51, cuyo texto ha sido parcialmente publicado por Manuel J. Peláez, en los mencionados estudios en homenaje a Mariano Peset, cit.
18.Texto de esta obra parcialmente publicado por Manuel Peláez en los citados estudios dedicados a Peset, cit.
19.«No es posible evitar en las instituciones políticas de los estados algunas innovaciones, porque las cosas humanas nunca son estacionarias, y es preciso que la legislación marche siempre a la par de los progresos de la civilización y cultura de las naciones. Cuando la autoridad legítima hace estas innovaciones en tiempo oportuno, y con la prudencia que se requiere, ellas impiden o previenen la extracción de los tumores en el cuerpo político y derraman por su venas jugos puros y una nueva vida... Así que los gobiernos lo mejor que pueden hacer es observar y seguir la marcha del tiempo y advertir en lo que se encamina a destruir, y lo que tiene relación a crear, pasando de mover voluntariamente lo que merece más ira, y no merezca conservarse, para sostener y mantener lo que es útil, y evitar que se destruya; para facilitar todas las creaciones benéficas e impedir las funestas y nocivas... El buen resultado de las reformas depende en gran parte de la naturaleza de los principios políticos de los gobiernos y de los gobernados, y del progreso de las ciencias políticas» (Mariano Latre Juste, Del espíritu del tiempo y de las formas políticas, ap. VI et VII).
20.Henri de Lubac, Corpus Mysticum, París, 1949.
21.Merola es autor de una obra titulada República original sacada del cuerpo humano, Barcelone, 1587. Hay una segunda edición de 1595. Este libro y el autor ha sido estudiado por Enrique Tierno Galván, «Jerónimo de Merola y su República original sacada del cuerpo humano», en Estudios de pensamiento político, en colaboración con Raúl Morodo Leoncio, Madrid, 1976, pp. 37-88; Manuel J. Peláez, «Pensamiento político y jurídico en la República original sacada del cuerpo humano del médico de Balaguer Jeroni de Merola: nuevas aportaciones», en Actes del IIIer Congrés d’Història de la Medicina Catalana, Lérida, 1981, vol. I, pp. 294-301; Alfredo Rodríguez García, «El tacitismo español en nuestro Siglo de Oro», en La evolución del Derecho en los últimos diez años, Madrid, 1992, pp. 384-400 y en M. Peláez, «Noblesse et culture aristocratique dans la pensée de Francesc Eiximenis (XIV siècle), de Jeroni de Merola (XVIe siècle) et de Marco Antonio Savelli (XVIIe siècle)», presentada como comunicación al Congreso internacional Noblesse et culture aristocratique au Moyen âge et à l’époque moderne, septiembre 1998, Universidad de Toruń (Polonia), cuyas actas se publicaron en Études médiévales, Amiens, 1 (1991), pp. 331-339.
22.Marcel Bataillon, Erasmo y España, México, 1950, vol. II, p. 160.
23.Mariano Latre Juste, Pintura y tono del siglo XVIII, en Archivo Latre Juste, ms. D-43, f. 8vº.
24.En este sentido, Anne-Marie Garat, en su libro Dans la main du diable, Paris, 2006, piensa que «l’Histoire et l’histoire individuelle sont de même nature. Je crois que nous ne vivons qu’à cette échelle-la, au moins séculaire, d’être historique, d’héritier d’Histoire... Dans la période de crise que nous traversons, l’amnésie, la mauvaise mémoire souvent révissioniste, ont fait émerger avec force cette question de notre rapport au temps historique et aussi un besoin d’histoires. Un courant de la littérature d’ailleurs... montre aussi qu’on ne peut se passer du roman car il a cette fonction décisive d’être l’imagination de l’Histoire. La fiction n’est pas le contraire de la réalité, c’est la façon dont s’organise, se forme notre vraie pensée de l’Histoire qui opère dans le roman... C’est une grande fonction du roman que d’être un laboratoire et une observatoire de l’Histoire» (Christine Rousseau, en Le Monde des livres, 12 de mayo de 2006, p. 12).
25.Mariano Latre Juste, Pintura y tono del siglo XVIII, en Archivo Latre Juste, ms. D-43, f. 15vº. La importancia de las ideas de Voltaire en España y la entrada de las mismas ha sido resaltada por diversos autores, en particular Jean Sarrailh, La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, México-Madrid-Buenos Aires, 1979, 2ª reed., p. 17, 90, 162, 247, 275, 290, 292, 296, 299, 303, 305, 312, 314-317, 339, 363-366, 371, 374-376, 404, 489, 543, 617, 619-621 et 625.
26.Mariano Latre Juste, Pintura y tono del siglo XVIII, ms. de Archivo Latre Juste, D-43, f. 15vº-16rº
27.Mariano Latre Juste, Pintura y tono del siglo XVIII, ms. de Archivo Latre Juste, D-43, f. 17rº-vº.
28.Mariano Latre Juste, Pintura y tono del siglo XVIII, mss. des Archives Latre Juste, D-43, f. 17vº.
29.Mariano Latre Juste, Sobre el abuso de la unidad y de los juicios exclusivos en Política, en Archivo Latre Juste, D-46, f. 8rº. Esta obra está inspirada en la de Ancillon, Du juste milieu, ou du rapprochement des extrêmes dans les opinions, Bruselas, 1837.
30.Mariano Latre Juste, De la sociedad en general, en Archivo Latre Juste, ms. D-17, f. 7rº.
31.Mariano Latre Juste, De la sociedad en general, en Archivo Latre Juste, ms. D-17, f. 8rº.
32.Mariano Latre Juste, De la sociedad en general, en Archivo Latre Juste, ms. D-17, f. 8vº.
33.De esta forma, según el parecer de Latre, «los gobiernos legítimos jamás temen la luz; los tronos no caen sino porque la rechazan. La adulación y los malos consejeros son los que dan a las naciones príncipes nulos y tiranos» (Mariano Latre Juste, De la sociedad en general, en Archivo Latre Juste, ms. D-17, f. 10rº).
34.Mariano Latre Juste, Pintura y tono del siglo XVIII, en Archivo Latre Juste, ms. D-43, f. 19rº.
35.Mariano Latre Juste, Pintura y tono del siglo XVIII, en Archivo Latre Juste, ms. D-43, f. 20rº.
36.Sobre ese personaje ver nuestro artículo "El aristócrata Widar Cesarini Sforza (1886-1965), catedrático de las Facultades de Jurisprudencia de Pisa y de Roma: veneno fascista en el pensamiento jurídico del siglo XX", en Contribuciones a las Ciencias Sociales, septiembre 2008, www.eumed.net/rev/cccss/02/mjp.htm/. Me he concentrado en los últimos años en este personaje. Ver también Manuel J. Peláez, “Del Derecho de la navegación y la Historia de los tratados en Amedeo Giannini a la Historia y doctrina del fascismo del duque Widar Cesarini Sforza (dos hombres de ciencia servidores de un sistema totalitario)”, en Revista europea de Derecho de la navegación marítima y aeronáutica, XVIII (2002), pp. 2577-2578, 2585-2593; IIª Parte, en XIX (2003), pp. 2720-2729 y IIIª Parte, XXI-XXII (2005), pp. 3299-3338.
37.Manuel J. Peláez, “Tres hermanos que fueron grandes juristas, servidores del fascismo, luego integrados en la democracia republicana italiana: Gaspare (1886-1985), Antonio (1888-1983) y Vittorio Ambrosini (1893-1971)”, en Contribuciones a las Ciencias Sociales, octubre de 2008, www.eumed.net/rev/cccss/02/mjp.htm/. No obstante, una de las denuncias más claras sobre la violación de las libertades públicas en la Italia fascista la hizo, naturalmente en Francia, en su tesis doctoral, Breillat-Milhaud, Les libertés publiques dans l’Italie fasciste, Paris, 1939, 160 pp.
38.Su mejor estudioso, como ya hemos reiterado, es Alfons Aragoneses, de quien ver Recht im “Fin de siècle”. Briefe von Raymond Saleilles an Eugen Huber (1895-1911), Fráncfort del Meno, 2007, 216 pp. Aragoneses ha trabajado varios años en el Instituto Max-Planck de Historia del Derecho Europeo de Fráncfort y en los Archives Nationales de París.
39.Consultar Jean-Louis Clément, Les assises intellectuelles de la République. Philosophies de l’État 1880-1914, París, 2006, pp. 89-95.
40.Karl Ludwig von Haller (1768-1854), escritor suizo autor de Restauration der Staats- Wissenschaft, oder Theorie des natürlich-gesellingen Zustands der Chimäre des künstlichbürgerlichen entgegengesetzt, Winterthur, 1820-1825, 6 tomos en cinco vol., con una muy clara visión escatológica de la Ciencia Política. Ver esta misma obra en versión francesa traducida por el propio Haller, Restauration de la science politique, ou Théorie de l’état social naturel opposée à la fiction d’un état civil factice, Lyon y París, 1824 el primer tomo. Resulta conveniente indicar algunas otras obras de Haller, Mélanges de droit public et de haute politique, París, 1839; De la Constitution des Cortès d’Espagne, París, 1820 y Études historiques sur les révolutions d’Espagne et de Portugal, París, 1841, 2 vols.
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