No sabemos si será cierto que llegamos al “fin de la historia” 1, lo que sí parece claro es que ha cambiado mucho la manera en que ésta se concibe y escribe. En la sociedad de las nuevas tecnologías los medios de comunicación en tiempo real se han alzado con la victoria. No hay plazos ni posibilidad de pensar lo acontecido, simplemente acontece y se narra-muestra en directo. Los medios de comunicación dominan nuestra concepción sobre el mundo, incapaces como somos de poder contemplar los acontecimientos históricos con nuestros propios ojos. No hay perspectiva que nos permita contemplar y asimilar ni tan siquiera aquello de lo que somos testigos. Pongámonos en el ejemplo de haber observado la caída de las Torres Gemelas en directo, al sur de Manhattan, y haber sobrevivido al desastre. La confusión del momento, el caos, nos hubiera impedido ni tan siquiera poder adivinar las causas y consecuencias de lo ocurrido. Tendríamos que ir a casa y encender el televisor o el ordenador para tratar de entender mínimamente el hecho vivido. Conclusión: la cercanía al lugar de los hechos no sólo no nos haría mejores conocedores de ellos, sino todo lo contrario.
Quizás de lo comentado (además de otros motivos) venga el enorme poder de los medios: la única manera de ver el mundo, de conocerlo, viene a través de los medios de comunicación y, principalmente, entre ellos, de los audiovisuales, pues lo escrito está devaluado ante lo visto. Lo mostrado en las pantallas es lo único que existe. Si nuestra versión como testigos de un hecho se contrapone y contradice a la de un medio, claramente terminaremos por creer que nosotros estábamos equivocados y no el informativo que vemos desde el sillón de casa.
La paradoja gana: sólo existe lo representado. Sólo es real aquello de lo que podemos cerciorarnos a partir de la virtualidad de la imagen. Nuestro único modo de constatación de la verdad es a través de la documentación audiovisual, una documentación peligrosamente abierta a la manipulación, pues es, de base, limitada, parcial, generada y montada.
Por todo ello, sumidos en lo digital sufrimos la desrealización del mundo. Las imágenes y las experiencias virtuales provocan sentimientos y sensaciones, pero son fruto de un simulacro. Nuestras reacciones ante lo vivido en mundos virtuales (un videojuego, una red social, un chat...) son reales pero su causa no es tangible.
La sociedad global, la de internet y el post-capitalismo, termina por ser la de la telépolis. El mundo está unido y la información fluye al segundo de un punto al otro del planeta, pero como indica el prefijo: siempre “a distancia”. Estamos conectados a todo lo que pasa, pero sin ser partícipes de ello, desde la soledad y el confort de nuestra conexión a la red. El espacio físico ha sido así superado, uno de los ejes de coordenadas apenas es ya necesario. El tiempo es el dueño absoluto de la realidad. El mundo se ha convertido en tiempo, el poder se mide en tiempo. Ser capaz de moverse satisfactoriamente en este mundo es cuestión de timing, de ritmo. Hay que llegar rápido a la información pues en muy poco tiempo ésta estará desfasada y será inservible. En todo caso nuestra posibilidad de acceder a los hechos será siempre virtual, pues está “mediada”, pero, más aún, nunca saldremos del quicio de nuestra puerta para acercarnos y hacernos una idea personal de los mismos. “El medio es el mensaje”, como dijo MacLuhan, el medio manda, fue creado por nosotros, amplifica nuestras capacidades en un primer momento para terminar moldeándonos, haciéndonos esclavos de la herramienta.
El conocido como mundo en tiempo real no es tal, pues quizás lo menos real de todo sea nuestra posibilidad de conocer y entender un acontecimiento ocurrido a miles de kilómetros de nuestra casa, careciendo por completo de una mínima idea del contexto del mismo. Tuvimos información de la llamada Primavera Árabe de manera directa a través de blogs, vídeos, etc. Sin embargo en ningún momento ningún medio ni ningún usuario del mismo parecía atender a las causas que la precedían ni a las consecuencias que pudiera tener. Tan sólo importaba el ahora, algo que más allá del “estar informado” o del entretenimiento es inservible históricamente hablando.
Lo que parece claro es que el mundo está acelerado, ha modificado las relaciones espacio-tiempo, dejando al primero en desventaja. Lo físico se ha visto devaluado, sufrimos una desvinculación, una desterritorialización, quizás como nuevo modo de control social, pues de lo físico deviene la fricción, el conflicto, la violencia, conceptos que tratan de ser ocultos, pues no generan “confianza” en los mercados en una sociedad que ha querido llamarse del bienestar cuando sólo atendía al consumo. El tiempo real, la retransmisión en directo, en todo caso nunca fue tal, pues el retardo por pequeño que sea siempre es suficiente para elegir la imagen adecuada en cada momento y generar así una censura más sofisticada, ahora más pendiente del fuera de campo que permite el gran número de cámaras simultáneas que la antigua omisión del tijeretazo en la película. Como decía la canción “La revolución no será televisada” y un gran número de acontecimientos físicos no llegarán a “realizarse” si no se visibilizan en los medios.
El tiempo no es real (del latín res, rei: “cosa”), no es cosa, muy al contarrio es intangible y, aún más, es susceptible de alteración (puede mentir) si tenemos en cuenta la posibilidad del montaje audiovisual de los medios (que no deja de ser un juego con la narrativa temporal de lo que se cuenta). La vida a día de hoy queda desprovista de sustancia 2. Lo que ocurre es que vivimos en un tiempo presente, o mejor dicho en la imposibilidad de asumir el pasado más allá de una mera moda cíclica o el futuro como posibilidad real fuera de la ciencia ficción literaria y cinematográfica. No aprendemos de lo ocurrido ni estamos dispuestos a trabajar por un proyecto firme para lo venidero. Vivimos en la unicidad de un presente que todo lo abarca y que desecha con rapidez lo acontecido como desfasado y lo futuro como irrelevante (ya que no puede ser noticia lo que aún no pasó).
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