por Fernando Gómez-Bezares
Publicado en el Boletín de Estudios Económicos, nº 140, Agosto, 1.990, págs. 283-304
En la última década hemos asistido a un importante desarrollo de nuevos instrumentos financieros, que han dado lugar a nuevos y cada vez más sofisticados mercados. Es lo que se ha denominado “innovación financiera”. Pero también los instrumentos tradicionales han sufrido transformaciones importantes, sobre todo en su forma de contratación; tal es el caso de las reformas en los mercados bursátiles, de lo que tenemos ya una interesante experiencia en España. Estos temas han sido desarrollados en una abundante literatura, donde el lector interesado puede estudiar su utilidad y los mecanismos que rigen su funcionamiento (véanse, por ejemplo, los dos números dedicados al tema por el Boletín de Estudios Económicos -Varios 1987 y 1988-).
Esta importante “revolución financiera” tiene detractores y defensores. Entre los primeros se encuentran los que ven en estos mercados un nido de especuladores, amigos de las ganancias rápidas, y que aportan poco a la sociedad. Entre los segundos los que afirman que los nuevos mercados financieros son un síntoma de progreso, que han nacido en los países punteros del desarrollo económico y son de gran utilidad para el crecimiento. Probablemente algo hay de cierto en ambas posturas. Existen peligros y existen ventajas en este desarrollo financiero.
El objetivo de este artículo es dar una visión de los nuevos mercados financieros en la que se ponga de manifiesto su interés para posibilitar la diversificación de riesgos. Creo que este punto de vista, quizá por suponerse bastante evidente para los especialistas, no ha sido suficientemente comentado en la literatura sobre el tema. Veremos así cómo los nuevos mercados sí pueden resultar útiles.
El tema va a ser tratado a un nivel sencillo para que el lector no familiarizado con los desarrollos recientes de la teoría financiera pueda leerlo sin mucha dificultad. Pero téngase en cuenta, que al tratar de evitar las consideraciones teóricas demasiado complejas, he aceptado algunas simplificaciones, por lo que para un tratamiento más riguroso de estos temas me permito sugerir al lector mi libro sobre dirección financiera (Gómez-Bezares, 1989b).
Comenzaremos explicando el concepto de riesgo y su división entre riesgo sistemático y riesgo diversificable. En esta línea divulgativa comentaremos también el funcionamiento de dos instrumentos de moda en los mercados españoles: las opciones y los futuros. Con todo ello espero tener el suficiente material para que el lector pueda ver con claridad las posibilidades de diversificación que los nuevos mercados ofrecen. Es claro que también ofrecen otras cosas, así podemos presumir que los nuevos mercados serán más eficientes, pero este aspecto no quiero tratarlo directamente en este trabajo.
Pero tampoco podemos olvidar que los nuevos mercados tienen peligros. Tal es el caso de las posibilidades de utilizar informaciones privilegiadas, o de llegar a situaciones oligopolísticas o incluso cercanas al monopolio. Esto da lugar a que se precise una regulación eficaz, tal como ya está funcionando en los países más avanzados. Por ello trataré de esbozar al final algunas reflexiones éticas.
Podemos empezar preguntándonos qué es el riesgo. Todos tenemos una idea intuitiva de este concepto, y sabemos que unas actividades son más arriesgadas que otras. De asociarlo a algo lo haríamos a “peligros”, diciendo que es más arriesgado lo más peligroso. De ahí que a nadie le resulte extraño escuchar que somos enemigos del riesgo. Todo esto se mueve dentro de una excesiva indeterminación, sobre la cual no se pueden construir modelos que nos sean útiles a la hora de acercarnos a la realidad.
Afortunadamente la teoría financiera ha avanzado mucho en este campo, y hoy somos capaces de conceptualizar el riesgo con suficiente precisión. Autores como Markowitz, Sharpe o Fama, entre otros, han colaborado a conseguir que en la actualidad haya un consenso bastante amplio entre los especialistas de la materia.
Para el objeto de este trabajo nos bastará con decir que riesgo es variabilidad (que los expertos en estadística asociarán con desviación típica o con varianza). Según esto serán más arriesgadas las actividades con mayor variabilidad en sus resultados.
Supongamos dos negocios con iguales rentabilidades medias -el 20% en ambos casos-, pero uno de ellos (llamémosle A) varía entre el 15% y el 25%, mientras el otro (el B) lo hace entre el 10% y el 30%; el segundo es más arriesgado que el primero (véase figura 1). En este supuesto queda bastante claro que la actividad más arriesgada, la B, no es obligatoriamente peor; en realidad puede ser mejor o peor según cuáles sean las circunstancias. Lo único que es claramente es “más arriesgada”. ¿Por qué decimos entonces que los inversores son enemigos del riesgo? ¿Por qué suponemos que va a ser preferida la actividad menos arriesgada, la A? Entiendo que la inmediatez con la que antes hemos afirmado que debemos actuar como enemigos del riesgo, puede haber resultado precipitada a la vista del concepto de riesgo que hemos manejado. Es posible que haya inversores que prefieran la actividad A, otros la B y, finalmente, puede haber otros a los que les resulte indiferente.
Figura 1
La teoría económica ha dado respuesta desde hace tiempo a esta cuestión, inclinándose por la actividad A, por ser la menos arriesgada, consagrando la idea de que somos enemigos del riesgo. En efecto, si suponemos, como parece lo normal, que las utilidades marginales son decrecientes, es preferible, para el mismo promedio de resultados, aquella actividad que nos proporcione un menor riesgo; veámoslo con un ejemplo: supongamos que me proponen dos actividades entre las que tengo que escoger una. La primera, denominémosla M, me proporcionará un beneficio seguro de 10 millones de euros, y la segunda, la N, me dará 0 ó 20 millones con probabilidades del 50%; ambas tienen un valor esperado (promedio) igual, diez millones en ambos casos, pero el beneficio seguro es más interesante para la mayoría, que se inclinará por la actividad M. En eso se basa el que actuemos como enemigos del riesgo.
Esto puede comprobarse gráficamente en la figura 2; en ella vemos cómo la curva de utilidad del dinero es creciente, pero creciendo cada vez más despacio (por ser las utilidades marginales decrecientes). Una cantidad segura de 10 millones da una utilidad de 8,75; una de 20 millones da algo más, pero poco más, exactamente una utilidad de 10. En estas condiciones la actividad N que me da un beneficio de 0 ó de 20 millones, en realidad me está ofreciendo una utilidad de 0 ó de 10; la utilidad media es de 5. La actividad M me ofrece 10 millones, y la utilidad de esta cantidad es de 8,75. Como esta utilidad es mayor que 5, preferiremos la actividad M, la actividad segura.
Figura 2
Esto se ha aceptado y se sigue aceptando que es así: somos enemigos del riesgo, y como tales hemos de actuar. Algunos autores han puesto esta afirmación en duda, como es el caso de Friedman y Savage (1948), mientras que los comportamientos de los inversores en bolsa, de lo que tenemos experiencia reciente, nos hacen sospechar que muchos actúan como verdaderos amigos del riesgo, prefiriendo las acciones que pueden dar rentabilidades altas, aunque también puedan sufrir grandes pérdidas, tal como he puesto de manifiesto en un reciente trabajo (Gómez-Bezares, 1989c).
Sin embargo la teoría mayoritaria, y entiendo que refleja también la actitud mayoritaria, basa sus estudios en el supuesto de que los individuos actuamos como enemigos del riesgo y, que en consecuencia éste debe ser remunerado para ser aceptado. En este supuesto basaremos nuestro análisis subsiguiente, pero creo que no es malo que quede en el aire una cierta duda sobre si el principio general de aversión al riesgo no debe ser reexaminado, planteándose que en algunos casos, seguramente no mayoritarios, pero sí algo frecuentes, la actuación de los individuos no se guía por ese principio.
Aceptando que los individuos son enemigos del riesgo, para que éstos lo asuman, el riesgo debe ser remunerado. Esta remuneración se hace normalmente “primando” a la actividad arriesgada con un mayor valor esperado, con una mayor esperanza de resultado. Así en la figura 3 tenemos dos proyectos: el C (coincidente con el A de la figura 1) y el D (parecido al B de la ya citada figura 1, pero con dos puntos más de rentabilidad en cada uno de sus supuestos, lo que da también dos puntos más en el valor esperado). El proyecto D es más arriesgado que el C, pero también tiene una mayor rentabilidad media, por lo que para un enemigo del riesgo podrían ser indiferentes. A esto es a lo que nos referimos cuando decimos que el riesgo debe ser remunerado. Para que un proyecto más arriesgado sea indiferente a uno menos arriesgado, el primero ha de ser más rentable (como promedio). Ese premio de rentabilidad es la remuneración del riesgo.
Figura 3
En consecuencia, las actividades más arriesgadas deberán ser más remuneradas para ser interesantes. Luego la empresa que desee acometer actividades arriesgadas tendrá un coste adicional por riesgo que se manifestará en un mayor coste de los fondos; es decir, tendrá que remunerar con una prima especial a los fondos de que dispone para que éstos acudan a tal inversión. Pongamos un ejemplo: pensemos en una empresa dedicada a un negocio poco arriesgado como pueden ser muchos de los de alimentación (así, por ejemplo, las alteraciones en la renta de las personas afectan poco a sus resultados, siempre que aquéllas no sean drásticas), sus accionistas pedirán una rentabilidad acorde con ese riesgo “bajo”. Si esa empresa pretende hacer grandes inversiones para, abandonando su actividad tradicional, acceder a una nueva área producto-mercado de gran riesgo, es normal que sus accionistas sólo den su aprobación si la rentabilidad esperada es mucho mayor; es decir, exigirán un rendimiento más alto, o, lo que es lo mismo, el coste de los fondos para la empresa tendrá un prima por riesgo mayor, un mayor coste en definitiva.
Con todo lo anterior creo que queda justificado que el acometer actividades más arriesgadas es más costoso, más caro, pues habrá que remunerar más a los fondos comprometidos en tales actividades. La pregunta que surge es si esto sucede siempre así, indefectiblemente. Y la respuesta, para nuestra fortuna, es que no. Hay decisiones, que aun soportando altos riesgos, no resultan caras de financiar; veamos cómo es esto: supongamos una empresa periodística que apuesta por la información deportiva, y pone en circulación un diario monográfico sobre deportes. Parece lógico pensar que esta decisión, además de los riesgos típicos de la prensa (que la gente lea más o menos periódicos, que los costes suban más o menos, etc.) tiene unos riesgos específicos (mayor o menor afición en el futuro por la prensa deportiva, mayores o menores costes para conseguir esa información, etc.), que hacen que su riesgo sea, en principio, más alto que el de un periódico de información general. Pero ese riesgo incremental, parece, en principio, fácil de eliminar; una primera vía es que la propia empresa trate de eliminar ese riesgo teniendo varios diarios (junto al específicamente deportivo, otro de información general, otro más de tipo económico, etc.), con lo que el riesgo específico de la prensa deportiva queda diversificado (supuesto que la venta global de prensa permanece inalterada, una variación en la venta de prensa deportiva quedaría compensada por una variación de signo contrario en la venta del resto de los tipos de prensa). Una segunda vía es que esa diversificación se haga en el mercado; si los accionistas del periódico deportivo son accionistas de otras empresas periodísticas el riesgo que no diversifican las empresas lo diversificará cada accionista en su “cartera” gracias al mercado.
Una primera idea que hay que considerar en este punto es por lo tanto que: hay riesgos que se pueden diversificar, bien dentro de la propia empresa, bien en el mercado de capitales. Y este tipo de riesgos, quedan eliminados, desaparecen, por lo que no han de ser remunerados. Es ésta una de la funciones importantes del mercado de capitales y también de otros mercados como veremos. Gracias a ella, los capitales invertidos en negocios arriesgados resultan más baratos.
Podemos seguir haciéndonos preguntas, y la siguiente sería, creo yo: ¿hasta dónde puede llegar la diversificación? En nuestro caso de los periódicos hemos visto cómo diversificar el riesgo “específico” del periódico deportivo, pero se ve intuitivamente que hay más posibilidades de diversificación. Por ejemplo, si en vez de invertir sólo en prensa, lo hacemos también en radio y televisión, habremos eliminado probablemente un riesgo mayor (el específico de la prensa escrita). Y así podríamos seguir ampliando nuestra diversificación a otros sectores afines: editoriales, espectáculos, etc. Y volvemos a preguntarnos: ¿y hasta dónde se puede seguir diversificando? Aquí aparecen ya diferentes teorías. Si dejamos los planteamientos más generales como la “Teoría de la Preferencia de Estado” o, a un nivel inferior de generalidad, la “Teoría de Cartera de Markowitz”, me encuentro con dos modelos fundamentalmente: el CAPM y el APT (véase, p.ej., Gómez-Bezares, 1989b, tema V).
El Modelo de Valoración de Activos de Capital (CAPM en sus siglas en inglés) propone que en la economía hay dos tipos de riesgo: el Riesgo Sistemático y el Riesgo Diversificable. Si aceptamos esta postura habría un riesgo general, el sistemático, que viene determinado por la marcha general de la economía; si la economía en su conjunto va bien, la mayoría de las actividades van bien, y al revés. Luego habría un riesgo específico de cada actividad, pero tal riesgo sería diversificable. ¿Cómo?, pues muy fácil: invirtiendo en una cartera representativa del conjunto de la economía yo me quedaría con el riesgo que depende del conjunto, eliminando los riesgos diversificables.
Veamos esto con algún ejemplo: pensemos en la actividad de un inventor, es claro que tal actividad es muy arriesgada, hay mucha diferencia entre lo que le sucederá si consigue un invento revolucionario y lo que acontecerá si fracasa estrepitosamante; su negocio es muy arriesgado, tiene mucha variabilidad. Imaginemos, valga la hipótesis, que la empresa de nuestro inventor cotizara en una bolsa de empresas de invención, al igual que las empresas de todos los inventores del mundo; si un inversor construyera una cartera con acciones de todas esas empresas su riesgo disminuiría de forma espectacular. Será muy raro que muchos inventores tengan éxito, tampoco es probable que fracasen todos, lo normal es que unos pocos triunfen y otros no. El riesgo se ha reducido, podemos suponer que el riesgo específico de cada inventor ha quedado eliminado (y hagamos la suposición, por simplificar, de que con él ha desaparecido también todo el riesgo diversificable). Por otro lado, parece que el interés de los inventos, su rentabilidad, estará habitualmente relacionada con la marcha general de la economía (parece normal que la mayoría de los “inventos” vean favorecida su implantación si hay un auge económico, o al menos vamos a suponerlo así para que sea más fácil de entender el ejemplo); queda por lo tanto el riesgo sistemático, si la economía en general va bien la media de los inventores obtendrá más éxito que si va mal. Pero probablemente ese riesgo sistemático no será muy grande, y nuestro hipotético inversor que tiene en su cartera acciones de todas las empresas de invención, no estará demasiado preocupado por la marcha general de la economía, pues junto a inventos que resulten más rentables en épocas de auge económico (pensemos, verbigracia, en un avance en la informática doméstica), puede haber inventos que sean más rentables en épocas de depresión (cajas fuertes para el ahorro, por ejemplo); y junto a éstos, otros muchos a los que pequeñas variaciones en la marcha de la economía afectarían muy poco (imaginemos que se descubre un crecepelo infalible o una vacuna contra el cáncer). Hemos pasado en este ejemplo de un alto riesgo de cada actividad particular a un bajo riesgo final, al diversificar el mucho riesgo diversificable y quedarnos con el escaso riesgo sistemático.
Hay actividades en las que no sucede nada de esto: pensemos en una empresa de componentes electrónicos, y supongamos que esta actividad tiene mucho que ver con la marcha del mercado; una economía en auge anima la demanda de este tipo de productos, mientras que una economía en depresión ralentiza de manera importante la marcha de este tipo de industrias. Parece claro que el riesgo de una empresa de componentes electrónicos, aun siendo relativamente alto, es muy inferior al del inventor individual del que antes hablábamos, pero tiene una característica que lo hace también cualitativamente diferente: es un riesgo que, en una proporción importante, no es diversificable. La gran mayoría de las actividades (supongamos que todas para simplificar) tienen relación positiva con la marcha de la economía, lo mismo que le sucede a la empresa de componentes electrónicos, en consecuencia no podemos cubrir tal riesgo con otras inversiones. Ese riesgo que no podemos cubrir es el que hemos denominado “sistemático” y parece lógico que sea mayor que en el caso del inventor. Es cierto que la empresa de componentes electrónicos también tendrá algo de riesgo específico (como puede ser el mayor o menor éxito de sus productos concretos) y tal riesgo será diversificable, pero podemos presumir que será pequeño. La consecuencia de esto es que la empresa de componentes electrónicos tiene más riesgo sistemático que la empresa del inventor, y dado que ese riesgo es el realmente importante, podemos decir que tiene más riesgo relevante.
La conclusión del CAPM es que hay que ver cuál es el riesgo sistemático de cada actividad y remunerar sólo el riesgo sistemático, el riesgo relevante. Dejando el riesgo diversificable para que lo diversifique el accionista.
Si aceptamos la doctrina del APT (del que el CAPM puede considerarse un caso particular) habría diferentes tipos de riesgo sistemático. Pero a efectos de nuestra argumentación existirían pocas diferencias conceptuales. Habría que remunerar en todo caso el riesgo sistemático dejando el diversificable para que lo elimine el accionista.
Hasta aquí hemos dado por supuesto que el riesgo se puede cubrir (eliminar) con tal de tener posibilidades de invertir en actividades poco relacionadas (es el caso de las acciones de diferentes empresas de invención que veíamos antes). Esto es cierto, pero vamos a comprobarlo gráficamente.
Veamos qué significa cubrir el riesgo: en la figura 4 tenemos el caso de dos actividades con correlación negativa (y perfecta), cuando una de las actividades va bien la otra va mal y viceversa; en nuestro caso los resultados positivos de una se compensan exactamente con los negativos de la otra (por tratarse de una correlación negativa y “perfecta”). Es claro que si invertimos en ambas actividades al 50% el riesgo final es nulo, la actividad conjunta tiene unos resultados finales constantes.
Pero es raro que encontremos actividades con correlación perfecta negativa, por lo que hemos de ver qué sucede cuando esto no se da, y construimos una cartera. En la figura cinco podemos ver dos actividades con correlación baja, el resultado de la cartera es de menor riesgo que si tomamos cada una de las actividades por separado. En general dependerá del signo y del tamaño de la correlación el que esa cartera tenga un riesgo mayor o menor. Lo importante es que invirtiendo en valores poco relacionados (todavía mejor si la correlación es negativa) podemos ir eliminando el riesgo, hasta en el límite hacerlo desaparecer.
Figura 4
Figura 5
Hemos visto que con una cartera de dos valores el riesgo ha comenzado a disminuir, construyendo una cartera con muchos valores poco correlacionados, con una proporción pequeña invertida en cada uno, puedo llegar a hacer desaparecer prácticamente el riesgo.
Finalmente, en la figura seis tenemos dos actividades con correlación perfecta, pero positiva; el invertir al 50% en ambos activos no hace variar el riesgo final. En realidad es como si invirtiéramos en el mismo activo el 100% de nuestra riqueza.
Figura 6
Lo que sucede en la figura seis es lo que ocurre con el riesgo sistemático, la parte de riesgo de cada actividad que se debe a la marcha de la economía. Para verlo más claro pensemos en dos empresas con sólo riesgo sistemático, y en consecuencia perfectamente correlacionadas con la marcha de la economía del país. Si ésta va bien las dos van bien y viceversa. Creo que resulta claro que ambas empresas irán bien a la vez y mal a la vez, luego la cartera formada con acciones de tales empresas no diversificará riesgos.
En el mundo real, cada empresa tendrá una parte de riesgo sistemático, que refleja el hecho de que parte de los resultados de la empresa vienen dados por la marcha de la economía del país. Esa parte del riesgo no se puede diversificar.
Parece claro, a la vista de todo lo anterior, que existe la posibilidad de diversificar algunos riesgos, y que este hecho abaratará los costes del capital, y así tendremos fondos más baratos para poder acometer las inversiones. Una posibilidad es diversificar dentro de la empresa, tema que no voy a discutir ahora; pero parece existir una preferencia por la diversificación en el mercado (Porter, 1988; también puede verse un resumen de los argumentos en pro y en contra en Gómez-Bezares, 1989b, cap. IX). Es claro que no todas las empresas pueden acudir al mercado (me refiero al de capitales), tal es el caso de las empresas familiares, etc. Pero según lo expuesto estas empresas tendrán, al menos por las causas indicadas, unos costes de los fondos superiores a las empresas que pueden acudir a bolsa.
Vemos pues que el mercado bursátil da la posibilidad (entre otras que no vamos a comentar aquí) de abaratar los costes de los fondos de las empresas con riesgo (que en mayor o menor medida lo son todas). Y en consecuencia tiene una importante misión en este sentido. Cuanto más eficiente sea ese mercado más posibilidades tendrá de alcanzar el éxito en esa función. Pero también cuanto más grande, pues ofrecerá más posibilidades de diversificación.
En efecto, si yo puedo adquirir acciones de países extranjeros, cuanto más alejados mejor, más podré diversificar mis riesgos. En este sentido la unificación de mercados, en la que tanto se ha trabajado en la última década, y hacia la que parece que vamos en un futuro próximo, ha de ser vista con optimismo.
Lo mismo hemos de decir de las políticas que tratan de conseguir un mercado más eficiente, como es el caso de la aparición en nuestro país del mercado continuo. Pueden ser discutibles algunas medidas concretas pero no el sentido general de la idea.
Hasta ahora nos hemos referido fundamentalmente a mercados donde se negocian acciones, como son las bolsas de valores. Aunque se encuentran en un importante proceso de reforma, en lo esencial siguen siendo mercados de capitales clásicos. Pero han aparecido nuevos instrumentos financieros que también tienen sus mercados. Trataré brevemente de estudiarlos desde la perspectiva del análisis del riesgo, que es la directriz de este trabajo.
Comencemos por las opciones (aunque un instrumento que comenzó a popularizarse en su forma actual en 1973 habría que denominarlo clásico, en nuestro país todavía es novedoso). Simplificando, una opción de compra (call) es un contrato que permite a su poseedor adquirir un determinado bien en un determinado momento y a un determinado precio (precio de ejercicio). La opción siempre tendrá un valor positivo o nulo, pues da derechos y no comporta obligaciones. Evidentemente puede haber opciones sobre muchos tipos de bienes: acciones, inmuebles, divisas....
Se distingue entre opciones europeas y americanas. Las primeras sólo pueden ejercerse en un momento determinado (fecha de expiración), las segundas en cualquier momento, hasta su fecha de expiración. Para entender mejor el concepto nos centraremos en las opciones europeas de compra, después ampliaremos esto.
Supongamos una opción sobre una acción. Llegado el momento en el que se puede ejercitar la opción (suponemos que es un momento determinado, opción europea), si la acción vale menos que el precio de ejercicio (E), no interesará ejercitar la opción y ésta no vale nada. Si por el contrario la acción vale más que el precio de ejercicio, la opción se ejercitará, comprando la acción al precio E; en este caso el valor de la opción será la diferencia entre el precio de la acción y el de ejercicio. Lo que nunca puede tener una opción es valor negativo.
Vamos a ver el resultado del contrato de opción para los dos contratantes. Llamemos PC al precio de compra de la opción (y prescindamos del valor del dinero en el tiempo; para un tratamiento más riguroso puede acudirse a Gómez-Bezares, 1989b, cap. VI). En la figura siete podemos ver que para precios bajos de la acción (en abscisas) el vendedor de la opción gana PC (línea continua) y el comprador pierde (línea discontinua) esa cantidad. Para ver esto claro piense el lector en que la acción tuviera un valor inferior al precio de ejercicio; es claro que no interesará ejercitar la opción, luego el único resultado es que el que vendió la opción se quedará con el precio de la opción (PC), que es la misma cantidad que pierde el comprador de la opción. Pero en cuanto la acción va aumentando su valor, por encima del precio de ejercicio, el comprador empieza a ganar y el vendedor a perder respecto a la situación anterior.
Figura 7
Es evidente que en el valor de la opción jugará el precio de la acción y el de ejercicio; pero además hay otros elementos que también son importantes: el tiempo hasta el momento del ejercicio, el tipo de interés sin riesgo y la variabilidad de la cotización de la acción. Veámoslos despacio.
Es claro que, en el momento del ejercicio, el precio de la acción y el de ejercicio marcarán el valor de la opción. Es lo que en la figura 8 (donde en ordenadas, c, tenemos el valor de la opción y en abscisas, s, el de la acción) se denomina valor teórico. La opción toma valor desde que la acción supera el precio de ejercicio. Pero si el momento del ejercicio está muy alejado (suponiendo que la acción no reparte dividendos) el precio de ejercicio puede llegar a despreciarse, con lo que el valor de la acción y el de la opción coinciden, es el denominado valor máximo.
Entre estos valores oscilará el verdadero valor de la opción, atendiendo al tiempo que falta hasta el ejercicio (conforme se acerca, pasaremos de la curva 3 a la 2 y de la 2 a la 1), al tipo de interés sin riesgo (coste de oportunidad de invertir sin riesgo) y a la variabilidad de la acción. Detengámonos un momento en esta idea que creo que es interesante. Si la acción tiene mucha variabilidad, su poseedor puede ganar mucho o perder mucho; si tenemos una opción sobre esa acción, podremos ganar mucho, pero nunca perder mucho, luego el riesgo de la acción aumenta el valor de la opción.
Figura 8
Existen modelos complejos para la valoración de opciones de los que el más popular es el de Black y Scholes (1973), pero no es éste el momento de desarrollarlo (puede acudirse a la bibliografía citada). Sólo se pretende aquí dar una idea del instrumento y de su utilidad.
Es claro que las opciones permiten trasladar una parte del riesgo. Pensemos en un fabricante que desea que una materia prima le cueste, en su momento, como mucho una cantidad, llamémosle X. Puede adquirir una opción de compra, donde X sea el precio de ejercicio; si la materia prima está más barata, la compra y ya está; si está más cara ejercita la opción, costándole exactamente X. Al final, al fabricante, si ha comprado la opción, la materia prima le costará X o menos de X, nunca más. El riesgo de que le cueste más lo ha trasladado al vendedor de la opción.
Existen también opciones de venta (puts). Así un agricultor puede comprar una opción de venta para poder vender su cosecha a un precio Y. Si al llegar el momento de la venta el precio es superior a Y, simplemente no ejercita la opción; pero si es menor, la ejercitará haciendo que se la compren por Y. Creo que queda claro que nuestro agricultor tiene garantizado un precio de al menos Y.
Evidentemente la opción da a su poseedor unos derechos, por los que habrá de pagar un precio. Ese es el precio de la opción. Tales derechos le permiten cubrir parte de su riesgo, luego volveremos sobre ello.
Pero existe otra fórmula de cubrirse contra el riesgo, de forma más perfecta, los contratos de futuros, vamos a comentarlos en el próximo punto.
En un contrato a plazo se compra hoy, a un precio dado, para recibir el bien en un momento futuro determinado y entonces pagarlo. El contrato a futuros es muy similar a un contrato a plazo, pero con la característica particular de que se produce un aseguramiento continuo de que el contrato llegará a buen fin. Y no se interprete esto como que al final se realizará la entrega del bien, pues esto es lo menos importante; lo crucial es que ninguno de los contratantes quede defraudado. Esto puede conseguirse resolviendo el contrato, pero recibiendo cada uno lo que ha ganado o perdido. Veamos un ejemplo (tomado de mi trabajo 1989b):
Un comprador adquiere el 1 de Febrero (al cierre de la sesión) 100 toneladas de azúcar en el mercado de futuros, a 1 euro el kilogramo y con entrega el 31 de Marzo. La Cámara de Compensación (CC) exige un margen, supongamos, del 10% a cada participante (10.000 euros), materializado en activos financieros sin riesgo que rinden un 0,03% diario (10,95% anual), interés que suponemos se mantiene constante. El día 2 de Febrero el azúcar (con entrega el 31/3) cierra a 99 céntimos de euro; los movimientos en CC aparecen en el cuadro 1.
Si el comprador deseara cerrar el contrato, haría uno de sentido contrario, vendiendo azúcar a 99 céntimos, perdiendo los 1.000 euros que se han puesto de manifiesto en el cuadro y colocando a otro en su posición. También puede hacer lo propio el vendedor. Por lo que se refiere a los intereses, se irán abonando en las cuentas de ambos, según la posición inicial de cada día. Supongamos que el día 3 de Febrero el contrato de futuros cierra a 1,02 euros (los movimientos correspondientes aparecen en el cuadro 2).
posición inicial 10.000 10.000
ganancia -1.000 1.000
posición final 9.000 11.000
intereses iniciales 0 0
intereses del día 3 3
intereses finales 3 3
Cuadro 1
posición inicial 9.000 11.000
ganancia 3.000 -3.000
posición final 12.000 8.000
intereses iniciales 3 3
intereses del día 2,7 3,3
intereses finales 5,7 6,3
Cuadro 2
Puede comprobarse que la suma de intereses es de 6 euros cada día, pero su reparto depende de la posición con la que comienza el día cada agente. Así seguiría la mecánica del contrato, pudiendo suceder que en un momento el margen de un agente fuera muy bajo, lo que obligaría a la CC a demandarle fondos adicionales.
En un contrato de futuros las pérdidas o las ganancias de cada agente contratante se van poniendo de manifiesto en sus respectivas cuentas de la cámara de compensación. De esta manera, si al llegar el 31 de Marzo el azúcar cotiza a 1,04 euros, prescindiendo ahora de los intereses, el comprador tendrá en su cuenta 14.000 euros, 4.000 más de los que aportó, lo que le permite comprar el azúcar a 1,04 el kg (104.000 en total) y que en realidad sólo le cueste a 1 euro (100.000 que pone más 4.000 que ha ganado).
La valoración de los contratos de futuros es complicada, pues hay que valorar el riesgo que se traslada. Frente a las diferentes teorías que tratan de evaluar este hecho, la experiencia empírica está dividida, no habiendo todavía una postura generalmente aceptada.
Lo que es claro es el interés de estos contratos para trasladar el riesgo. Y a este punto volveremos enseguida.
Hemos visto con cierto detenimiento cómo las opciones y los futuros trasladan el riesgo. Podemos preguntarnos ahora por el interés de ese traslado. En la utilización de este tipo de instrumentos es claro que puede haber una motivación puramente especulativa; si yo creo que un activo va a subir puedo comprarlo, y si no tengo dinero puedo adquirirlo a futuros, o hacerme con una opción de compra sobre él, así trataré de conseguirlo más barato para revenderlo después. Si por el contrario espero que un bien va a bajar trataré (sin tenerlo en mi cartera) de venderlo a futuros o de adquirir una opción de venta; pasado el tiempo, si mis predicciones eran acertadas y el bien ha bajado, podré vender a un precio superior al de mercado. Esto que puede ser útil para trasladar la información más rápidamente, también causa problemas. Pero no es lo más interesante desde el punto de vista de este trabajo.
Lo que quiero destacar es su interés porque dan la posibilidad de trasladar el riesgo a aquél que mejor lo puede diversificar, y en consecuencia cobrar menos por correrlo. Lo lógico es que los riesgos se trasladen a una especie de “mayorista de riesgos” con grandes posibilidades de diversificación. Así el fabricante que quiere asegurarse el precio de una materia prima, o el agricultor que desea conocer el precio de venta de su cosecha, tienen escasas posibilidades de diversificación. Por el contrario el que opera en el mercado de opciones o futuros de esos bienes puede diversificar gran parte de ese riesgo. Pensemos en el siguiente ejemplo muy simplificado: supongamos dos materias primas, la A y la B. Si el año es lluvioso la A tendrá una gran cosecha y la B desastrosa, si el año es seco sucederá exactamente lo contrario. En ambos casos la abundancia dará lugar a precios baratos y la escasez a precios caros. Supongamos que hay empresas que están preparadas para trabajar con A y otras que lo están para trabajar con B. En principio estas empresas correrán un gran riesgo si tales materias primas son importantes en su proceso. Pero si existe un mercado de futuros, unas comprarán materia prima A y otras materia prima B en ese mercado, asegurándose su precio futuro. Y el agente que opera en el mercado de futuros venderá ambas materias primas sin correr apenas riesgo, lo que gane con una lo compensará con lo que pierda con otra.
Algo parecido puede pasar con los Swaps de tipos de interés, Facilidades subastables, etc. La mayoría de estos instrumentos pueden servir para trasladar el riesgo a aquel que mejor puede correrlo; y en definitiva, al que menos debe cobrar por correrlo.
Como ya hemos comentado, esto no es obstáculo para que todos estos instrumentos tengan interés por otras causas (por ejemplo para conseguir mercados más eficientes), pero aquí me he querido centrar en su capacidad como instrumentos de diversificación del riesgo.
Para muchos, y no sin alguna razón, el nuevo mundo financiero se parece demasiado a una jungla donde impera la ley del más fuerte, donde los principios éticos brillan por su ausencia, y donde el único objetivo es el lucro desmedido. Las noticias del mundo de los negocios, no son edificantes, muchas veces, desde el punto de vista moral. Sin embargo, bastantes de los que nos dedicamos a estos temas tenemos una preocupación por los aspectos éticos del mundo financiero. Además, desde hace unos años el tema de ética empresarial parece que interesa de una manera especial. Me permitirá el lector que dentro de esta corriente exponga esta breve reflexión, con la humildad del que desde las finanzas se acerca a este campo tan profundamente interdisciplinar, y en la confianza de que estas ideas serán completadas y mejoradas en trabajos posteriores.
La economía de mercado se basa en que los individuos, guiados por su deseo personal de lucro, logran una asignación correcta de los recursos. Es la teoría de la mano invisible de Adam Smith que hace que la búsqueda del beneficio personal lleve a un beneficio social. La teoría financiera ha recogido este principio y de él ha colegido el denominado objetivo financiero de la empresa: “La maximización de su valor en el mercado”. No voy a discutir aquí ni la forma de llegar a este objetivo ni las limitaciones de este concepto (puede verse Gómez-Bezares, 1988 y 1989b, págs. 76 y ss.), pero no cabe duda de que el Estado deberá intervenir para proporcionar aquello que no proporciona el mercado (seguridad, justicia, obras públicas, obras sociales...) así como para realizar una redistribución de la renta, pues si el mercado es un buen asignador de recursos, es por el contrario un mal distribuidor de la riqueza. El tamaño que debe tener la actuación del Estado es un tema discutido y aunque no es objeto de este trabajo conviene recordar el fracaso del “Estado omnipresente” en los países del Este europeo, sin olvidar tampoco que un Estado demasiado pequeño no podrá prestar los servicios que demanda la sociedad actual.
Una primera cuestión es si un sistema que se basa en el lucro personal es éticamente aceptable. Personalmente entiendo que el incentivo (que en este caso sería el beneficio) no es malo en sí, siempre que al final las actuaciones se encaminen al bien común. Función del sistema económico será que la actuación incentivada lleve realmente al bien común. Así si una persona gana dinero inventando productos útiles, su actuación, que es socialmente interesante, es correcto que esté incentivada. Habrá que lograr que gane lo suficiente para que siga interesado en su trabajo, y que no gane tanto como para tener efectos perjudiciales.
Tenemos así un sistema en el que las actuaciones dirigidas al bien común (éticamente correctas) son incentivadas (mediante el beneficio). Sería deseable que las personas actuasen desinteresadamente por el bien común (y así sucede en ocasiones, lo que es éticamente preferible), pero es utópico pensar que todo el mundo va a actuar así. Pensemos que el cristianismo también utiliza incentivos para motivar nuestra actuación hacia el bien (cfr. Cielo e Infierno).
Frente a las actuaciones encaminadas al bien común e incentivadas, tenemos las prohibidas. Si una persona se enriquece vendiendo droga, es claro que actúa en contra de las leyes y deberá ser perseguido por ello. Pero simultáneamente está realizando una labor antisocial y éticamente reprobable.
El problema aparece cuando una conducta no se persigue legalmente, y por ser lucrativa es atractiva, cuando no es socialmente beneficiosa. Imaginemos que por causa de mi trabajo llega a mis manos información sobre los planes urbanísticos de un municipio (pero nada hay legislado sobre el uso de esa información), lo que me puede permitir un rápido enriquecimiento, comprando determinados terrenos. Esta actuación sólo me beneficia a mí, y parece claro que estaríamos ante una laguna legal, en la que el legislador no habría reparado. Un comportamiento ético entiendo que llevaría a no buscar ese enriquecimiento.
Más claro todavía es cuando mi actuación, no sólo no beneficia sino que perjudica a la colectividad. Si yo utilizo mis influencias para que se acepte como válido para el consumo un producto que puede resultar tóxico, puedo conseguir un enriquecimiento, y aunque tal actuación no esté contemplada por las leyes penales, será claramente inmoral.
En el trabajo antes citado de 1989b, pág. 78, insisto en que el Estado debe actuar positivamente para mantener las condiciones de competencia. Y esto fundamentalmente se refiere a que se creen las condiciones para que nadie se enriquezca basado en privilegios de ningún tipo y que en el mercado todos se sitúen en una situación suficientemente igualitaria (ya que nunca podrá ser idéntica). Habrá que desterrar los abusos de los monopolios, las actuaciones basadas en informaciones privilegiadas, etc. En definitiva lo que hay que conseguir es que las actuaciones incentivadas, las que producen beneficio, redunden en un beneficio para la sociedad y que el beneficio privado que de ellas se consiga sea “razonable”.
Apliquemos estos principios a los nuevos mercados financieros y a su capacidad de diversificar el riesgo. Al diversificarse un riesgo, éste desaparece y no se ha de remunerar; los nuevos mercados posibilitan este hecho, y el ahorro de coste que supone la no remuneración del riesgo actúa como incentivo. Pero esto ¿es socialmente interesante? Yo creo que sí. Pensemos en un mundo con sólo dos personas y dos proyectos, ambos con riesgo. Si cada individuo se enfrenta con un proyecto (no tiene capacidad para ambos) puede resultar que ninguno se realice por el riesgo que cada uno implica. Pero si los riesgos de ambos se compensan (total o parcialmente) puede suceder que el riesgo del conjunto de los dos proyectos sea muy bajo, o incluso nulo. Si los individuos de nuestro mundo se ponen de acuerdo, quizá decidan abordar los dos proyectos, con un beneficio común. Esto es lo que pretenden (entre otras cosas) los nuevos instrumentos financieros, en unos mercados cada vez más eficientes y completos. Es éste un modelo que busca la cooperación entre los agentes implicados, y que a la vista de lo comentado parece que aporta evidentes ventajas.
Son claros también los peligros del nuevo modelo, con la posibilidad de una especulación excesiva, de prácticas abusivas por parte de las grandes corporaciones, etc. Por eso es más importante que nunca el que se establezcan reglas claras para defender la competencia y mecanismos para hacerlas cumplir. El reto es importante, pero los resultados confío en que también lo serán.
Pero hay otro tema que no debemos olvidar. Como ha comentado el P. Uriarte (1990), no podemos dejarnos guiar sólo por el beneficio y sobre eso construir el sistema económico. Es fundamental fomentar otros valores, los valores éticos. Siempre habrá temas no suficientemente regulados y otros mal regulados, donde la ética del individuo sea la única luz para guiar la actuación. Y esto es evidente en un mundo tan complejo como el de los nuevos mercados financieros. Los agentes que en ellos trabajan han buscado, en ocasiones, el lucro de forma desenfrenada, sin preocuparse de las consecuencias sociales de su actuación.
Creo, en consecuencia, que hay que actuar en un doble frente: por un lado una regulación legal adecuada, que encamine las actuaciones hacia el bien común, por otro una profundización en los valores éticos, que indiquen a las personas que determinadas actuaciones no son aceptables moralmente aunque lleven al enriquecimiento, de la misma manera que otras son muy positivas aunque no estén económicamente incentivadas.
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