Flores, Fabián Claudio
La ciudad de San Nicolás de los Arroyos, en el noreste de la provincia de Buenos Aires (Argentina), experimentó notables transformaciones en la producción de su espacialidad a partir de la supuesta manifestación mariana a una vecina de lugar en 1983, y el posterior desarrollo de una nueva veta turística para “pensar” a la ciudad como un centro de turismo religioso, emergente de los procesos de invención de un patrimonio cultural que generó modificaciones profundas en el lugar, y en la que participaron un conjunto de actores locales y extra-locales.
Desde mediados de la década de 1980, y sobre todo en la siguiente, el éxito del proceso de invención patrimonial se tradujo en un notable crecimiento de la afluencia de personas que arribaban al nuevo santuario en construcción, activando una incipiente actividad turística orientada al turismo religioso.
Pero el actual paisaje “visible” del Santuario, nodo hierofánico por excelencia del escenario urbano, esconde, encriptadas “otros paisajes” invisibles que remiten a experiencias espaciales del pasado y el presente, religiosas y no religiosas.
Enmarcados en estos lineamientos, la ponencia se propone explorar mediante la metodología de los hologramas espaciales, la experiencia territorial anclada en torno a un barrio de la ciudad de San Nicolás que sufrió grandes transformaciones a partir de la instalación del Santuario de la Virgen del Rosario. En este sitio en particular, que hoy es testigo material del fenómeno religioso visibilizado en el paisaje del Santuario, se invisibilizan “otros lugares” relacionados con la San Nicolás industrial, su auge y posterior decadencia.
Palabras clave: Virgen del Rosario, Santurio, San Nicolás de los Arroyos, hierópolis, Paisaje visible.
Introducción:
El mapa de las rutas peregrinas y las ciudades santuarios de la Argentina contaba por lo menos hasta la década de 1980, con cierto grado de estabilidad. Con devociones surgidas y consolidadas entre los siglos XVII y XIX, la cartografía mariofánica mostraba una fuerte matriz regional: el santuario de Nuestra Señora de Luján, devoción del siglo XVII que se consolidó con la construcción de la Basílica en el siglo XIX proyectándose como Santuario nacional y principal centro de peregrinación del país; en el noroeste, la devoción de Nuestra Señora del Valle, con centro en San Fernando del Valle de Catamarca, cuyo origen data del siglo XVII; el litoral y noreste con la influencia de Nuestra Señora de Itatí entronizada en 1900 y, finalmente, la incorporación tardía de la zona sur del país, retrasó la configuración de un centro mariano de carácter regional, que muy levemente, logró desarrollarse con la erección de la catedral en San Carlos de Bariloche en los 1940, en torno a la advocación de Nuestra Señora del Nahuel Huapi. Este panorama se enriquecía, además, con la presencia de otros cultos (marianos y no) de menor magnitud que poblaban el universo del pluralismo católico y sus manifestaciones territoriales (Flores, 2011).
Pero además de los fijos que se constituyen en torno a estas hierópolis, entendidas como áreas donde se activa el locus de la hierofanía1 , operan los flujos, que dinámicamente conectan estos mapas con itinerarios sagrados (Rosendahl, 2009) cuya manifestación más evidente son las peregrinaciones, trayectorias que materializan una expresión de fe, identidad y memoria, y que son portadoras de símbolos y significados (Carballo, 2011).
Este esquema comenzó a resquebrajarse a mediados de la década de 1980 cuando una nueva manifestación mariana irrumpe en la matriz territorial. Así, San Nicolás de los Arroyos pasa a ser el segundo centro de peregrinaje más importante del país, desplazando a las históricas devociones existentes hasta ese entonces.
Sumado a esto, el encauzamiento del milagro hacia la patrimonialización y su posterior turistificación redefinió el perfil de la ciudad que, hasta la década del noventa, se vinculaba a una fuerte tradición industrial.
En pocos años, un sector de la ciudad –hoy llamado Bario Santuario- pasaría a ser el centro neurálgico de las transformaciones materiales y simbólicas del territorio, cuya manifestación más acabada se expresa en la implantación del Santuario en homenaje a la Virgen y la atracción de los flujos peregrinos que comenzaron a hacerse evidentes desde la última década del siglo pasado.
Sin embargo, la emergencia de este nuevo paisaje religioso, visible a través de la organización material del territorio, esconde, encripta y eclipsa otros paisajes invisibles que configuran esa esfera de la inmaterialidad, pero que son esencialmente necesarios de descifrar para comprender los procesos de producción de la espacialidad en la medida que entendemos que se trata de “entender las lógicas de orden material que en éste se cristalizan, así como también el complejo entramado de relaciones sociales que dan sentido y razón de ser, y los sentidos qué grupos e individuos le atribuyen. Esto es, los modos en que los actores operan en el mundo material tangible, y la forma en que la instancia social interviene y actúa sobre los agentes individuales y es afectada por ellos” (Ortega Valcárcel, 2004: 27).
El artículo se propone explorar el proceso de producción de la espacialidad de San Nicolás en tanto nuevo centro mariano, enfocando el análisis en las formas en las que se configura el paisaje visible emergente y los otros paisajes invisibles.
Nuevos territorios religiosos, nuevos abordajes geográficos
Recién en las últimas dos décadas del siglo pasado, e impulsadas por el impacto del giro cultural que empapó de nuevas perspectivas a todas las ciencias sociales, la religión se transformó en un tema cada vez más investigado por los geógrafos. Es prueba de ello el creciente interés por estudiar temas religiosos que tienen fuerte implicancia territorial como es el caso de las peregrinaciones, los santuarios o las identidades religiosas de los lugares, en pos de construir un área específica vinculada a una geografía de las religiones donde “los estudios geográficos de lo religioso pasan progresivamente de lo morfológico a lo simbólico” (Racine y Walther, 2006: 484) y, de este modo, permiten acceder a un nivel donde el paisaje cultural a secas no proporciona nada de inmediato si el científico no realiza una práctica interior que le permita acercarse a las formas, sentidos y signos propios del grupo religioso.
En este contexto, el espacio y los lugares comenzaron a tener una importancia crucial a partir de los contenidos simbólico-religiosos que le atribuyen los sujetos y los grupos. Estas marcas que se fueron cimentando a lo largo de la historia transforman al paisaje cultural en un palimpsesto2 . Así se concibe que los territorios de lo sagrado y de lo simbólico son resultado de la sedimentación histórica donde pueden convivir (o no) componentes de disímiles improntas religiosas en el espacio, generando una especie de collage que se muestra no como capas sucesivas, sino como producto de una mezcla constitutiva (Amselle, 2001)3 .
Un gran aporte a este tipo de miradas lo constituyó la consolidación de la geografía cultural y su corpus teórico-metodológico renovado en la última década del siglo XX. Desde este abordaje, la geografía cultural, puede [...] crear una nueva cultura, una cultura que implantará la producción de nuevos paisajes y de nuevos significados a los paisajes ya habitados” (Cosgrove, 1984: 9-10).
Pero plantear los problemas espaciales en clave cultural no significa, de ninguna manera desechar el conjunto de variables sociales, políticas, económicas que marcan el territorio, sino por el contrario se trata de apuntar la mirada hacia una perspectiva que integre el aporte interdisciplinario poniendo a la producción de la espacialidad en el centro de la cuestión; construyendo así una mirada que exprese la relación espacio-cultura desde una perspectiva reflexiva y crítica; que vincule las dimensiones materiales y simbólicas. Siguiendo a Cosgrove, sería lograr una geografía cultural “con un cariz político, crítico y comprometido que dé evidencias que la cultura no es solo una construcción social que se expresa territorialmente, sino que la cultura está, en sí misma, constituida espacialmente” (Cosgrove, 1984: 22).
Además, al tratarse de una reflexión espacial sobre una problemática de raíz cultural (los paisajes visibles e invisibles y sus dimensiones simbólicas) se hace necesario bucear en otros universos territoriales más allá de las materialidades, ya que las formas materiales del espacio pueden ser apropiadas de distintas maneras y con distintos usos según los sujetos que intervengan en cada momento, aunque “ello no traiga consigo un cambio en la materialidad misma” (Lindón, 2010: 177); también esas formas espaciales rígidas pueden ser resignificadas de acuerdo a estrategias que se toman en el marco de relaciones sociales que expresan igualmente, relaciones de poder. Por lo tanto, la espacialidad no sólo implica una apropiación material sino también una simbólica y subjetiva (relacionada con la experiencia espacial y los espacios de vida).
Una de las particularidades que tienen los territorios y sus paisaje es el constante dinamismo producto de las transformaciones propias de dicho ámbito, pero también de su relación con el afuera. El dinamismo se vincula con las prácticas y también con el movimiento, con el contaste fluir.
En el contexto de las transformaciones surgidas con el llamado “giro cultural” y su correspondiente impacto como giro espacial (Jackson, 1999: 43) se comenzó a plantear un nuevo matiz acerca del movimiento, a partir del reconocimiento de que el desarrollo de la vida de las personas como sujetos espaciales implica otros tipos de movimientos que no son/están contemplados. Y esto tiene que ver con darle una centralidad al sujeto-habitante como el principal referente de la producción de la espacialidad, en términos de escenarios espaciales. El sujeto aparece indisolublemente ligado al movimiento, porque el discurrir de su vida es movimiento (Lindón, 2010) y el actuar en el espacio es una forma de movimiento, incluso cuando no hay desplazamiento de un sitio a otro, por ejemplo al existir constantes interacciones de los sujetos sociales, al obrar, al crear y al experimentar, al imaginar los territorios.
Entonces, en esta perspectiva renovada y teñida de matices culturales, el movimiento lo comprendemos como el devenir constante de la vida que “hace” el espacio en cada instante, acercándonos no solamente a lo permanente, sino también a lo efímero y lo fugaz. Así, la idea sería pensar los escenarios espaciales como “múltiples expresiones condensadas del tiempo y el espacio, que constituyen las acciones ocurridas en esas unidades espacio-temporales” (Lindón, 2010: 183).
En el marco de las geografías surgidas a partir de los giros (Hiernaux, 2010) el concepto de actor aparece redefinido en torno al de sujeto, o como bien menciona Lindón (2010) “sujeto-habitante”, ya que “hablar de sujeto parece más amplio que el de actor, cuyo énfasis radica solo en la capacidad de actuar […]en cambio el concepto de sujeto social retiene ese vínculo con la acción (al igual que el actor) a través del propio concepto gramatical de sujeto: es quien ejecuta la acción o de quien se habla […] y al mismo tiempo incluye un segundo aspecto (que no está presente en el concepto de actor): el sujeto se refiere a un ser que experimenta el mundo (de ahí la relación entre sujeto y subjetividad)” (Lindón, 2010: 185).
El movimiento que los sujetos-actores despliegan en el territorio puede tener distintas modalidades, expresiones y duraciones. Por ello, un camino metodológico para captar ese movimiento que hace al espacio es a través de instantes, fragmentos espacio-temporales. Estos fragmentos son escenarios (Lindón, 2010) que condensan el movimiento en tiempo y espacio, realzando la espacialidad a costa de la temporalidad (Soja, 1996). En estos escenarios, todos los registros materiales e inmateriales pueden ser apropiados de distintas formas y para usos disímiles, según los sujetos que intervengan en cada momento, tanto en las expresiones visibles como en los paisajes invisibles.
Desde esta perspectiva planteada, los escenarios tienen anclaje en un lugar con toda la materialidad que ello implica y también con la carga simbólica (inmaterial) que conlleva cada lugar; además un rasgo esencial de esta concepción de escenario radica en que se constituyen a partir de lo que ciertos actores ponen en juego en ese lugar en un fragmento de tiempo y con las particularidades del proceso histórico que a través del tiempo le dio formas a ese entorno. “Y aquello que se pone en juego tiene relación con el lugar materialmente dado, también con el significado social que ese lugar posea, pero la cristalización es indisociable del componente situacional derivado del encuentro de sujetos en ese ámbito” (Lindón, 2011: 188).
Estos escenarios se anclan en torno a lugares y, al respecto, creemos viable alinearnos a los planteos de Doreen Massey (1993) que ve al lugar como un dador de identidad basada en su historia interna, pero que a la vez ofrece una caracterización en la que es posible reconocer la identidad del mismo a partir de un proceso producido dentro de un conjunto de relaciones que involucran al lugar en sus relaciones con el afuera4 .
Concebimos que el hecho de poner la noción de lugar en el centro de la discusión nos permite incorporar nuevos elementos de análisis que ayuden a entender los procesos de visibilización e invisibilización de distintos escenarios anclados en torno a la producción de un espacio religioso en la ciudad de San Nicolás de los Arroyos y los procesos socio-históricos que le dieron forma, origen y sentido.
Claro que el adherir a estos nuevos enfoques teóricos hace necesario incorporar herramientas y procedimientos que nos permitan acceder a ese universo del mundo simbólico en el que sujetos (con intereses, representaciones, experiencias, historias, etcétera) producen y experimentan el espacio a través de su vida cotidiana. Un trabajo de campo experiencial donde se construya un vínculo fuerte con los sujetos-habitantes, el desarrollo de narrativas espaciales, la lectura material y simbólica del paisaje y el análisis de fuentes cualitativas desde diferentes miradas, son algunas de las armas utilizadas a tal fin. Todo ello pudiendo ser plasmado en una cartografía holográfica5 que visibiliza las formas espaciales que subyacen más allá del mero paisaje material.
Los orígenes de la ciudad. Del “Acuerdo” a la ciudad portuaria
El 14 de Abril de 1748, Rafael de Aguiar fundó el pueblo de San Nicolás de los Arroyos en las tierras de una estancia perteneciente a su esposa Juana Paulina Ugarte situada entre los arroyos Ramallo y del Medio. Ferviente católico, Aguiar organizó el asentamiento en torno a la capilla que construyó bajo la advocación de San Nicolás de Bari, santo del cual era devoto, donando además tierras para la construcción de los principales edificios públicos.
Sus condiciones de puerto fluvial le otorgaron una creciente importancia en el período de constitución del Estado Nacional, incrementada por su posición intermedia entre el puerto de Buenos Aires y las ciudades del interior del territorio6 . En una fuente de la época se mencionaba:
Desde comienzos de siglo XIX el asentamiento ya tenía un desarrollo notable expresado en su crecimiento demográfico; de hecho en 1801, contaba con 4200 habitantes y medio siglo después alcanzaba casi los 9000, de los cuales 2000 vivían en la zona rural7 .
Para ese entonces, la estructura urbana respondía al modelo típico de ciudad pampeana en donde la plaza constituía el centro, y en su entorno se localizaban los principales edificios administrativos y de control: la municipalidad, la escuela, la aduana, los tribunales y la Iglesia8 . “En su periferia se han trazado avenidas y en relación con la posterior estación ferroviaria han crecido sectores comerciales provistos de negocios minoristas, centros de asistencia, instituciones educativas [...] estos centros son sedes de actividades que atraían población del entorno rural” (Chiozza, Figueira, 1975: 70).
Ya a principios del siglo XX, el puerto de San Nicolás consolidó su actividad en torno a la exportación de cueros, carnes salada y posteriormente congelada. Estas actividades se combinaban con la producción de cítricos y viñedos en el entorno rural circundante.
Respondiendo a estas mutaciones, la ciudad también cambiaba. La llegada del ferrocarril a mediados de 1880, une al antiguo centro histórico fundacional con el sureste de la ciudad, en zonas portuarias linderas. En 1903 se hace cargo de la administración y explotación del puerto la empresa "Sociedad Puerto” suscribiendo un contrato por setenta años. El elevado nivel de inserción en la economía agroexportadora en las primeras décadas del siglo XX se tradujo en la consolidación de una sociedad nicoleña caracterizada por sectores medios y altos, con alto nivel de consumo.
Pero explicar el espacio significa entender las lógicas de orden material que en éste se cristalizan, así como también el complejo entramado de relaciones sociales que dan sentido y razón de ser, y los significados qué grupos e individuos le atribuyen. Esto es, los modos en que los actores operan en el mundo material tangible, y la forma en que la instancia social interviene y actúa sobre los agentes individuales y es afectada por ellos (Ortega Valcárcel, 2004).
Todo ese conjunto de materialidades que constituyen la esfera visible de la producción del espacio nicoleño de principios de siglo XX se apoyan en lazos sociales que se articulan en torno a relaciones de producción y materializan un modelo urbano específico; pero también gravitan sobre ciertas representaciones espaciales 9 que construyen una imagen de San Nicolás como “la ciudad del Acuerdo”, haciendo referencia al Tratado firmado en esta ciudad hacia 1852 y que sentó las bases de la posterior Constitución Nacional.
El viraje a la ciudad industrial: “Paisajes del acero”
La crisis de 1930 produjo notables cambios en los vínculos entre la economía nacional y el sistema internacional. La consecuencia inmediata fue el inicio de un proceso de expansión y desarrollo industrial apoyado en la sustitución de importaciones.
En este nuevo contexto socio-económico, los núcleos urbanos (sobre todos las ciudades grandes) experimentaron notables transformaciones en su estructura y función a partir del impacto que provocó el proceso industrializador; y si bien se privilegiaron algunos centros como Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Bahía Blanca, también otras ciudades intermedias o más pequeñas advirtieron el impacto de la localización industrial.
La ciudad de San Nicolás, con algunos antecedente proto-industriales como los saladeros, frigoríficos y algunas textiles, experimentó el impacto más notable de esta política nacional de desarrollo industrial a partir de la instalación de SOMISA (Sociedad Mixta Siderurgia Argentina) en 1947, creada por el gobierno de J. D. Perón10 .
A pesar de su temprana idea de desarrollar el polo siderúrgico en San Nicolás-Ramallo, su implementación efectiva se demoró, en parte, debido a las trabas impuestas por el capital norteamericano al desarrollo siderúrgico y recién SOMISA se inauguró, produciendo las primeras coladas de acero y arrabio en 1960 (Ciccolela, 1986: 830).
La puesta en marcha del proyecto SOMISA generó grandes cambios a nivel territorial ya sea en el nuevo espacio de implantación del enclave siderúrgico situado a unos 15 km. del centro histórico de San Nicolás, como en la propia ciudad que consolidó en las décadas que van de 1950 a 1970, un sólido perfil de ciudad industrial.
Este modelo urbano se cristalizó enmarcado en un contexto de creciente empleo industrial y de un proyecto político nacional sustentado por la presencia de un Estado benefactor.
El crecimiento demográfico fue constante ya desde mediados de los años 1940 por la ola inmigratoria de trabajadores provenientes de las provincias, sobre todo del Litoral (Entre Ríos, Santa Fe, Corrientes) así como también del centro-norte del país (Tucumán, Córdoba, Santiago del Estero) e inclusive países vecinos. Así lo recordaba uno de ellos:
Vine de Barranqueras (Chaco) en el ´48 cuando en el puerto ya había poco trabajo. Paré en una pensión al principio porque estaba solo; va, sin familia. Había un montón de provincianos como yo. En esa época y unos años después, también llegaba mucha gente a trabajar en la construcción de SOMISA11 .
La migración interna fue una constante a partir de la construcción de la planta. Esto generó el surgimiento de distintas formas de alojamiento: pensiones, habitaciones en alquiler, e inclusive, se incrementó el loteo en las zonas mas periféricas de la ciudad, donde estos trabajadores podían asentarse a precios muy bajos u ocuparlos de forma ilegal12 .
Con el correr de los años un nuevo sujeto social irrumpiría en la urbe nicoleña, ahora ampliada hacia el este: los “negros somiseros”. Bajo este colectivo se agrupaba a todos esos recientes trabajadores del interior que poblaban la periferia con nuevos asentamientos a partir de la creciente oferta de trabajo de la planta industrial. “El lugar de origen de los trabajadores no era la referencia inmediata que dificultaba su integración en la sociedad nicoleña tradicional, sino su pertenencia a SOMISA” (Rivero, 2008: 58)13 .
La planta siderúrgica se inauguró finalmente el 25 de julio de 1960, luego de más de una década de iniciada su construcción incrementando las transformaciones urbanas14 .
Este nuevo modelo urbano fue resultado del impacto que la industrialización generó no solo en la esfera productiva sino, sobre todo, en las relaciones sociales y culturales que se vieron profundamente alteradas al desarrollarse de forma paralela industrialización y urbanización, pero también al generalizarse, con la presencia masiva de las fábricas, nuevas formas de trabajo apoyadas en la mecanización, la producción estandarizada y la disciplina de la fábrica (Nel-lo y Muñoz, 2004).
Claro que a nivel espacial, los cambios más significativos llegaron con la construcción del Barrio Somisa15 , repitiendo el modelo territorial de fábrica con villa obrera en donde se advierte “la producción de un sistema de relaciones sociales que gira en torno a una industria que funciona como estructuradora de un mercado de trabajo antes inexistente” (Neiburg, 1988: 20). Las relaciones sociales cercanas entabladas por los trabajadores en torno a ese espacio, fueron generando un sentido de pertenencia de los obreros con respecto a la fábrica y con el lugar: una topofilia (Tuan, 1974) donde los límites entre la esfera laboral y la doméstica se borraban o superponían, y en donde las fronteras entre la planta y el barrio pasaban a ser más que difusas, reforzando la idea de una “gran familia” representada en la “comunidad del acero” (Rivero, 2008).
El barrio Somisa fue emplazado en las afueras del centro de San Nicolás, a unos 15 km., en las cercanías del arroyo Ramallo con un total de 1000 viviendas aproximadamente. La organización espacial también respondía a la jerarquía que los empleados tenían dentro de la empresa: el 1 alojaba al personal gerencial; en el 2 los jefes de secciones; en el 3 los capataces y en el 4 los obreros de menor jerarquía. El estilo constructivo y la estética espacial son similares a los modelos territoriales de los barrios estadounidenses. Con el correr de los primeros años fue creciendo en cuanto al nivel de bienes y servicios: escuela, iglesia, cooperativa del personal de la empresa, despensa, club social, asociaciones culturales y sociales, bibliotecas, y servicios de transportes.
Por otro lado, este conjunto de mutaciones en el nivel de las materialidades, produjo también nuevas representaciones espaciales que nominaban a San Nicolás como “la ciudad del acero” 16. Estas imágenes de la ciudad refieren a un espacio conceptualizado desde las estructuras de poder (local y extra-local) y generadas por una lógica de visualización hegemónica (Lefebvre, 1991). Referir a San Nicolás en este período es correlacionarlo con SOMISA, con la principal empresa siderúrgica del país, con un tipo de sociedad y un proyecto urbano específico. Estos imaginarios se sugerían a través de visiones y representaciones normalizadas presentes en las esferas de la política, de la economía de la sociedad (Oslender, 2002) y en las experiencias cotidianas de los propios nicoleños. Así “el imaginario construido alrededor de San Nicolás como la ciudad del acero tenía su fundamento, por un lado, en el tipo de producción industrial que permitía al país promover otras industrias importantes a partir del funcionamiento de SOMISA logrando un desarrollo económico sostenido. Por otro lado, en los beneficios sociales y económicos que otorgaba directamente a quienes trabajaban e indirectamente al resto de los habitantes de San Nicolás” (Rivero, 2008: 63).
La vida en el Barrio SOMISA o en el centro, el trabajo en planta o en otros ámbitos, la pertenencia o no a la “comunidad del acero”, se cristalizan en un innumerable abanico de espacios de representación (Lefebvre, 1991), es decir experiencias espaciales, espacios vividos que representan formas de conocimiento local y menos formales, pero también necesarias a la hora de entender el proceso de producción de la espacialidad (Soja, 1986). Estos espacios “son dinámicos, simbólicos y saturados; con significados, construidos y modificados en el tiempo por los propios sujetos y están arraigadas en experiencias que constituyen un repertorio de articulaciones caracterizadas por su flexibilidad y su capacidad de adaptación sin ser arbitrarias (Oslender, 2002: 6).
Camino a la “Ciudad de María”
La debacle de SOMISA, y por ende de la “ciudad del acero” que culminaría hacia la década de 1990 con la privatización, tuvo sus primeros cimbronazos ya durante el gobierno de la dictadura cívico-militar instaurada en 1976, que aplicó un conjunto de medidas de ajuste tendientes a un mayor control de la fuerza de trabajo (huelgas, sindicatos, partidos políticos, etc.), severa disciplina fiscal, fomento a la libre movilidad de bienes y capitales dejando en el mercado el funcionamiento de la economía y por lo tanto de los comportamientos sociales, y se asume la idea de que el Estado del Bienestar debía dar paso a un “Estado subsidiario” que poco a poco debía retirarse de su función reguladora e interventora dejando paso al libre mercado (Rofman y Romero, 1998).
Hacia mediados de los 1980 se vivió localmente el proceso de reestructuración de la empresa a partir de los primeros intentos de privatización bajo el discurso de que se trataba de una planta obsoleta, la cual era necesario reconvertir y modernizar. Bajo el lema de “SOMISA, no se alquila ni se vende, se defiende” se resistió la privatización con un amplio apoyo de actores sociales locales y extralocales.
Sin embargo, esta situación no volvería a repetirse en la década siguiente. En este sentido, los años 1990 fueron clave en cuanto a los cambios socio-territoriales que experimentó la ciudad de San Nicolás.
El 4 de Julio de 1991, y en el marco de la política neoliberal de reducción del gasto público, achicamiento del Estado y fortalecimiento de las denominadas leyes de mercado, el presidente Menem dispuso la privatización de la empresa, con los consecuentes despidos masivos y los mas de 8000 retiros voluntarios. Es necesario tener en cuenta que en 1990 el plantel de SOMISA alcanzaba aproximadamente unos 11000 trabajadores y luego de su reestructuración se produjo un abrumador aumento de los índices de desocupación y subocupación en San Nicolás. Muchos de los excluidos invirtieron sus indemnizaciones acrecentando un sector terciario informal poblado de remises, kioscos en los hogares, pequeños comercios, etc. El resultado fue una terciarización precaria de la fuerza de trabajo que sumió a la mayor parte de la población activa nicoleña, y por ende a sus familias, en una profunda crisis. Y estas transformaciones en las estructuras socioeconómicas y culturales tuvieron inmediatas consecuencias en la producción del espacio. El hábitat residencial y las facilidades en servicios imprescindibles que eran muy favorables para la fuerza de trabajo cuando las empresas estatales estuvieron en su apogeo se fueron degradando y sufrieron un cambio singular luego de la privatización.
En paralelo a la estructura espacial de la ciudad posfordista hay una estructura social y económica que se está haciendo progresivamente fluida, fragmentada, descentralizada y reorganizada en formas que difieren significativamente de la antigua ciudad dividida en sectores sociales. Estos procesos socio-territoriales son expresados por los actores en sus discursos:
No tenías muchas opciones en esos días. Agarrar la plata y hacer lo que se pueda; tampoco tenías mucho tiempo. Por eso, la mayoría optó por el kiosco, el remis, lo rápido... Además la crisis la vivimos todos los nicoleños, trabajaras o no en SOMISA, porque imaginate que con tanto desempleo también bajo el consumo y se detuvo todo. Fueron tiempo dificilísimos. Otros tantos optaron por irse, nosotros la peleamos acá17 .
En este contexto de crisis, subyacen y subsumen los primeros vestigios de nuestro escenario religioso, a partir de la mariofanía de 1983. Este punto representa un clivaje, una inflexión que expresa dos etapas, pero no necesariamente excluyentes la una de la otra. Dos experiencias espaciales que debemos pensarlas en términos de ruptura/(dis)continuidad o como menciona Rivero (2008) la pugna de dos imaginarios o la lucha de dos epistemes (Levaggi, 2007).
Escenarios visibles y escenarios invisibles.
El fenómeno de la aparición de la Virgen, su apropiación y patrimonialización fue un éxito en poco tiempo. Desde la emergencia de la mariofanía el 25 de septiembre de 198318 sólo restó menos de una década para que ese fragmento de la ciudad recree una espacialidad encauzada hacia la producción de un espacio hierofánico19 .
El paisaje religioso emergente se materializa con la construcción del Santuario a partir de 1988, ámbito donde se ancla los escenarios que intentamos desentramar.
Este sitio se localiza en el extremo noroeste de la ciudad, en torno a un barrio en particular, hoy llamado Barrio Santuario (situado a unos 2 Km. de la plaza central del centro histórico) y los barrios aledaños (Barrio 14 de Abril y Prado español); pero además éstos lugares enlazan con otros distantes surgidos a partir de las experiencias espaciales de los sujetos que construyen y viven la ciudad en su constante fluir.
Las narrativas sobre la elección del sitio donde se construyó el Santuario remiten al primer aniversario de la aparición (1984), cuando la Virgen a través de los mensajes enviados a la vidente, solicita la construcción de un templo en su honor 20.
Sistematizado el culto inicial, con la participación de la Iglesia Católica, el Estado municipal y la prensa (local y nacional) se constituye la comisión Pro-Templo que coordinaría el proceso de construcción del nuevo templo, aún hoy en ejecución.
Así, la religión impone un nuevo orden en el espacio urbano nicoleño y crea itinerarios sagrados en torno a los circuitos de turismo religioso que se consolidan con el éxito de esta novedosa actividad hacia los años 199021 , a partir del aumento de peregrinos que llegaban cada día 25 y especialmente los días 25 de septiembre.
Pero intentando descifrar lo invisible del paisaje religioso visible, surgen de las narraciones espaciales un collage de experiencias que no sólo remiten a este actual modelo de lugar religioso que despierta, a partir del locus de la hierofanía reconocido por individuos o grupos de creyentes para realizar su prácticas religiosas en el ritual de los días 25, sino también que lo conecta con otros espacios del pasado (y del presente) que la memoria espacial deja visibilizar desde un análisis cultural. Esta visibilidad se logra en la medida en que exploremos en el conjunto de “prácticas, lugares y escenarios que contienen dentro y de manera encapsulada, otros lugares, sentidos de los lugares, intencionalidades de los habitantes de esos lugares, simbolizaciones de los lugares y del quehacer que en ellos se concreta” (Lindón, 2007a: 43).
El emplazamiento de la materialidad (Santuario de la Virgen del Rosario de San Nicolás) y toda la experiencia espacial ceñida a el, esconden otros paisajes, otros lugares, otras experiencias espaciales. Habitualmente, se hablaba de la instalación del templo en un predio vacío denominado “El Campito”, situado a unas cuadras del centro histórico de la ciudad. Pero indagando en las experiencias y narrativas espaciales, detectamos que no se trata de un espacio vacío sino vaciado, y sólo a través de las redes o conexiones que surgen entre los lugares es posible reconstruirlo recurriendo a esas experiencias de los sujetos-habitantes.
La historia territorial de El Campito, hoy foco del nodo religioso, refleja distintos significados sobre el lugar vinculados tanto a la vieja ciudad somisera, a las luchas obreras, a su posterior crisis y su desintegración. Este ámbito condensa, encriptadas, diferentes espacialidades que sintetizan la historia misma de la localidad.
En este sentido, el uso de los hologramas espaciales como camino teórico metodológico nos ayuda a descifrar estas incógnitas ya que se trata de “relatos de prácticas, lugares y escenarios que contienen dentro de sí y de manera encapsulada, otros lugares, sentidos de los lugares, intencionalidades de los habitantes de esos lugares, simbolizaciones de los lugares y del quehacer que en ellos se concreta” (Lindón, 2007a: 43).
Ese paisaje invisible refleja que donde hoy se erige un posmoderno templo católico que alberga a unas nueve mil personas, existió un asentamiento llamado Villa Pulmón (al cual hemos hecho mención), que ocupaba unas 10 hectáreas. Este barrio de la periferia urbana nicoleña, que hacia la década de 1950 se pobló con trabajadores informales y de bajos recursos provenientes de las provincias del noreste argentino, se situaba en terrenos bajos e inundables, sobre la margen del río Paraná. Su visibilidad (parcial) resurge de algunos de los relatos que lo identifican con la pobreza, la ilegalidad y la marginalidad. Es que “muchos de estos paisaje híbridos, periféricos y de frontera se corresponden con espacios marginales, tanto desde el punto de vista geográfico como social. Se trata de las zonas inseguras, indeseables, desagradables, fácilmente sorteables y escamoteables a la mirada” (Nogué, 2007: 377).
Los imaginarios de gran parte de los nicoleños refieren a la idea espacial de lugar vacío, previo a la construcción del templo. Su memoria espacial recuerda, con cierta nostalgia, el pasado referido a la ciudad industrial organizada en torno a SOMISA y su barrio, pero olvida la existencia de la Villa Pulmón y el conjunto de trabajadores que la poblaron. En este «presente tenso», los sujetos también incluyen las cargas selectivas del pasado a través de la memoria, a modo de un pasado que avanza sobre él. (Lindón, 2008:15). Es importante detenerse en el recuerdo selectivo que se hace entre los trabajadores formales y su anclaje espacial en torno al barrio SOMISA, y el olvido de los “negros somiseros” y la Villa Pulmón.
Pero al visibilizar parcialmente este lugar olvidado por algunos, mediante la interpretación espacial, podemos reconstruir las características del espacio extinto que representaba la Villa Pulmón. Así, en las dos décadas posteriores a la instalación, el barrio tuvo un crecimiento desmedido aumentando no solamente su población, y por ende las construcciones precarias, sino también los comercios y servicios en su interior. Junto con este incremento desorganizado, también emergieron algunas representaciones espaciales sobre el asentamiento «oscuro». La memoria espacial expresa:
“Las casas fueron construidas con barro o adobe, los techos eran de chapa, de cartón o restos de maderas terciadas separadas las unas de las otras por callecitas muy angostas”22 .
Se llamó Villa Pulmón porque ese predio era un espacio verde cubierto de árboles que funcionaba como pulmón de la ciudad. En ese entonces, la villa comprendía tres cuadras sobre la calle Sarmiento, y ocupaba aproximadamente tres cuadras en dirección al río Paraná (Lazzari, Flores, 2008).
De esta manera, el barrio se integraba a la estructura urbana de la ciudad industrial compacta, siendo además el espacio de vida de esos sujetos, entendido como el lugar donde se desplegaban las prácticas cotidianas y se constituían en espacios vividos. Así, en las décadas de 1960 y 1970, Villa Pulmón fue consolidando una identidad de lugar (Di Meo, 2008) vinculada a este colectivo social de los trabajadores somiseros marginales.
En la esfera religiosa, el holograma permite recuperar una densa matriz de relaciones que operaron desde mediados de la década de 1960 a partir de la instalación de una capilla y de la acción de la denominada “pastoral villera” coordinada por Monseñor Carlos Ponce de León, obispo de San Nicolás entre 1966 y 1977. En la primera mitad de la década de 1970, con el empuje del obispo y en un marco político que se mostraba favorable con los sectores pobres urbanos, crecieron los proyectos de urbanizar Villa Pulmón para que sus habitantes vivieran en edificios con todos los servicios de que gozaban las casas del centro23 .
La construcción de un ámbito donde lo religioso aparecía fuertemente vinculado a lo social es una imagen recurrente en muchas de las narrativas espaciales que refieren a ese período. Al respecto, sujetos-habitantes de la Villa mencionan:
La vida en la villa, como en otras tantas de aquella época, era compartida con los sacerdotes que llevaban adelante distintas actividades orientadas tanto a la alfabetización como a la propia organización interna de la vida cotidiana. Hacia fines de los años 60, el padre José Karamán fue designado párroco en Villa Pulmón por el arzobispo Carlos Ponce de León, quien si bien no integraba el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, fomentó una pastoral que tenía por objetivo acompañar tanto el pensamiento y lucha de a los obreros metalúrgicos como también las problemáticas que estos enfrentaban día a día. Así es que Ponce de León distribuyó a varios sacerdotes en las distintas zonas de la ciudad con el objetivo de diseminar la acción de la pastoral.
José Karamán recuerda su experiencia: “la villa no era un mito, era una forma de resistencia (…) en la villa yo encontré los valores humanos más grandes. En lo musical, en lo expresivo, en lo festivo, en lo humano…”24 .
La historia del vaciamiento del lugar aparecía invisibilizada; así fue necesario hallar, una vez más, las narrativas y experiencias espaciales de algunos habitantes de aquel asentamiento, que ya no viven allí, para poder reconstruir el proceso de desposesión y la superposición con el nuevo paisaje vacío al que sí hacían referencia la mayoría de los entrevistados que habitan los alrededores del actual Santuario.
La construcción de esa espacialidad se inició, durante la intervención del Municipio por la dictadura cívico-militar instituida en 1976, con el despliegue de un plan sistemático de control socio-territorial y el intento de desalojo, primero resistido por los pobladores y finalmente logrado entre 1978 y 1979. Se construyeron un conjunto de viviendas en las zonas periféricas para reubicar a los sujetos-habitantes expulsados, como el caso de los Barrios Moreno y San Francisco. Se recuerda al respecto:
Llegaron a la villa en el año‘78 y a los ocho meses, como él dice, “me sacaron los militares…”. El desalojo intentaba que quiénes habían llegado desde el interior volvieran a su lugar de origen; no había reubicación, ni compensación por los daños, ni mejores condiciones de vida, se clausuraba el espacio habitado. “…Me sacaron todo lo que tenía, me sacaron la casa, me sacaron a mí y me ofrecieron muchas cosas, sí: materiales para levantar mi casa, terrenos… pero no me dieron nada, me dieron un camión de escombros no más…”. 25
Seis años después del desalojo y a dos años del mensaje «espacial» de la Virgen, el Municipio donó los terrenos de El Campito para la construcción del futuro templo26 , mediante una Ordenanza municipal del 25 de agosto de 1985.
De esta forma, se consolida el proceso de patrimonialización que se venía desarrollando gradualmente a través de la intervención directa del Estado. Éste en forma conjunta con la Iglesia y otros actores locales, lo legitimará a partir de un proceso de selección del fenómeno mariano como nuevo patrimonio cultural (religioso) que implica la participación activa de varios agentes, donde Iglesia y Municipio constituyen los pilares, en la medida que son portavoces de los valores hegemónicos que posteriormente van a ser generalizados a toda la sociedad (Flores, 2008).
El lugar, entonces, se constituye a partir de varias experiencias espaciales, en donde los componentes materiales se vuelven insuficientes a la hora de reconstruir las formas de producción de la espacialidad como un todo. Rescatando lo inmaterial del paisaje, a través de la perspectiva cultural, es posible recuperar todas las espacialidades, las visibles, las menos visibles y las invisibles.
El abordaje cualitativo para el análisis de la espacialidad y su dimensión religiosa se materializa en una compleja cartografía holográfica donde las narrativas conectan lugares cercanos y lejanos (en distancias y tiempos, reales y simbólicos): el centro histórico, la ciudad industrial, los barrios de la periferia, la Villa Pulmón, la capilla de la Pastoral villera, el Santuario de la Virgen del Rosario y tantas otras experiencias espaciales que emergen a partir del holograma.
Palabras finales:
Las nuevas formas de configuración del territorio que se han gestado en San Nicolás, y que son producto de las transformaciones de las estructuras económicas, políticas, sociales y culturales, han dado origen a la construcción de una ciudad heterogénea, desordenada y compleja.
En la medida en que la ciudad funciona como una cristalización de la cultura, y del mismo modo la forma en que se habita e interpreta la realidad urbana responde a un imaginario definido, este conjunto de transformaciones espaciales manifiesta las formas de producir, concebir e imaginar la ciudad.
El paso de un modelo urbano vinculado a la ciudad industrial -y al emplazamiento de SOMISA- a otro de tinte posindutrial, se dio en el marcho de fuertes transformaciones del escenario social por la crisis provocada por la privatización de la empresa al inicio de la década de 1990. El mismo momento en que se consolidaba el fenómeno religioso acaecido una década atrás.
Junto con la debacle social que produjo la venta de SOMISA se fue ocultando también el imaginario espacial de “la ciudad del acero”, emergiendo paulatina y fragmentariamente nuevas representaciones del espacio vinculadas a “la ciudad de María”. En este contexto de crecimiento del turismo religioso como actividad novedosa, la ciudad sufre grandes modificaciones, sobre todo en la zona donde se emplaza el Santuario y se monta el ritual mariano todos los 25 de cada mes.
Frente a este nuevo, polifacético y complejo paisaje hierofánico surge la necesidad de atender los lineamientos del geógrafo Nogué (2007) cuando menciona que: “nuestras geografías cotidianas están llenas de paisajes incógnitos y de territorios ocultos, en buena medida debido a su compleja legibilidad. Cuando no entendemos un paisaje, no lo vemos: lo miramos pero no lo vemos. Por eso, aunque no seamos conscientes, aunque no lo veamos ni miremos, lo cierto es que nos movemos cotidianamente entre paisajes incógnitos y territorios ocultos, entre geografías invisibles en apariencia” (Nogué, 2007)
Los peregrinos que habitualmente llegan a El Campito, especialmente los días 25, se topan con la presencia material del Santuario, nodo articulador del barrio y de la ciudad religiosa. Este paisaje visible emerge como parte de su experiencia espacial en torno a la devoción de la Virgen, la construcción del «mito espacial» del lugar y una geografía poblada de puestos callejeros, comercios religiosos y actividades vinculadas al turismo.
Pero escondido tras la imponencia de la materialidad que representa el templo -todavía en construcción- y la puesta en escena del paisaje religioso que lo moldea, se ocultan otras espacialidades que también hacen a la constitución del lugar en tanto tal. Sólo a través de inmiscuirse en el laberinto de los relatos espaciales y de las experiencias de vidas de los sujetos en el lugar, fue posible acceder a ellos y tener una visión más compleja (tridimensional) del proceso de construcción del El Campito como espacio religioso que contiene también otros espacios. Entonces, ese ámbito comenzó a ser entendido, conectado y relacionado con otros que constituyen una red de lugares de su presente tenso, pero también de su pasado.
Al ampliar la imaginación geográfica (Soja, 1996), la reconstrucción del holograma espacio-religioso anclado en torno a El Campito tendió puentes con otros territorios reales e imaginados. Esos fragmentos –esas partes- constituyen un todo: el espacio geográfico; claro que el nivel de visibilidad de éstos recortes es variable y desigual.
El desafío de los geógrafos entonces, es encontrar los caminos necesarios para estudiar todos aquellos componentes no materiales –experienciales- que se ocultan tras el peso de las materialidades, para visibilizar todos los dispositivos que se opacan tras lo aparente. Uno de esos caminos posibles es, en el marco de la emergencia de un área específica de los estudios espaciales de la religión -o de una geografía de las religiones-, la incorporación de las metodologías cualitativas poco utilizadas dentro del campo geográfico.
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1 Del griego: “hierós”, sagrado, divina; “faneia” manifestación.
2 Hace referencia a los manuscritos que conservan huellas de otra escritura anterior en la misma superficie, pero que ha sido borrada expresamente para dar lugar a la que ahora existe. De este modo, la analogía con el espacio alude a las múltiples formas superpuestas que en él conviven y que es resultado de procesos históricos. Siguiendo éstas ideas Milton Santos menciona que “el paisaje es el conjunto de formas, que en un momento dado, expresa las herencias que representan las sucesivas relaciones localizadas entre hombre y naturaleza […] es la historia congelada pero participa de la historia viva. Sus formas son las realizaciones, en el espacio, de las funciones sociales” (Santos, 2000: 90).
3 Vale aclarar que el estudio de lo geográfico no puede limitarse a lo religioso en un sentido estricto, sino que por el contrario debe extenderse a todas las formas simbólicas en que lo sagrado se plasma en el espacio y sobre todo porque la transformación de la relación con lo religioso provoca nuevas prácticas que se manifiestan en los lugares más allá de las “religiones tradicionales” a partir de la proliferación de formas de creencias no convencionales y eclécticas que desencadena en un proceso de “desacralización” (Racine y Walther, 2006: 498) o y desacralización/re-sacralización simultánea (Wunenburger, 1981: 23).
4 Varias son las ventajas que se le reconocen a la propuesta masseyiana sobre lugar: permite superar el inmovilismo con el que habitualmente se identificaba al lugar, no se necesita del establecimiento de fronteras precisas para la identificación del mismo, considera la posibilidad de la existencia de conflictos en su interior y concibe a la identidad como factible de reproducirse y modificarse a partir de diferentes fuentes. Para la propia autora “la especificidad del lugar deriva también del hecho de que cada lugar es un foco de un mixtura distinguible, para amplias y supralocales relaciones sociales, sumado a que la yuxtaposición de esas relaciones pueden producir efectos que no tendrían lugar en otra parte [...] Esto es el sentido del lugar, una compresión de su carácter, que sólo puede ser edificado a través de la relación del lugar con lo que está más allá de él. Un progresivo sentido del lugar reconocería, sin ser amenazado por esto, que existe precisamente en la relación entre lugar y espacio” (Massey, 1993; 22).
5 Un holograma espacialsería “un escenario situado en un lugar concreto y un tiempo igualmente demarcado, con la peculiaridad de que en él están presentes otros lugares que actúan como constituyentes de ese lugar” (Lindón, 2007a: 42). A partir del desarrollo de las narrativas espaciales de vida, los actores van construyendo una cartografía que conecta unos lugares con otros, situados en el mismo o distinto tiempo a partir de la experiencia vivida; algo así como un red de lugares interconectados a través de lo vivido (Di Meo y Buleón, 2005: 34). Por ende, el paisaje como reflejo material de un espacio social, nos invita a sumergirnos y bucear en ese complejo tridimensional y hologramático que significa el escenario donde los sujetos despliegan sus prácticas.
6 En esta ciudad se firmo el Acuerdo de San Nicolás el 31 de Mayo de 1852, pacto preexistente que dio paso a la Constitución Nacional Argentina de 1853.
7 www.sannicolaweb.com.ar (última consulta 23/09/12).
8 En San Nicolás, el centro histórico se sitúa en torno a la Plaza Bartolomé Mitre entre las calles Belgrano, Sarmiento, Mitre y Guardia Nacional. Este espacio “nació con la ciudad, en 1748, como "Plaza Principal", habiendo donado la parcela el propio fundador, Rafael de Aguiar. En 1854 pasó a denominarse "Plaza de la Constitución", ya que allí se juró la constitución provincial, y desde 1921 lleva el nombre de Bartolomé Mitre. En 1856 se erigió en su centro una pirámide similar a la existente en Plaza de Mayo, pirámide que fue remodelada en 1899 y demolida en 1956. Rodeada por importantes edificios que hacen a la vida institucional de la ciudad (algunos de los cuales han sido trasladados con el paso de los años) en esta plaza se llevaron a cabo históricamente las celebraciones más importantes, como los centenarios de la patria en 1910 y 1916, y el homenaje a Sarmiento en 1888, cuando sus restos mortales pasaron por San Nicolás. En su trazado se encuentran, además del busto del General Mitre, el que recuerda al General Nicolás H. Palacios, y el inaugurado en 1984 que homenajea al Teniente General Juan Domingo Perón y a su esposa María Eva Duarte”. (http://www.vivisannicolas.com.ar, última consulta 23/09/12).
9 Las representaciones del espacio están ligadas a las relaciones de producción; es el espacio de los intelectuales, científicos, de los planificadores, ya que es una construcción donde toma parte el imaginario social y la subjetividad. Esta construcción se desarrolla a través del discurso (espacial) y es precisamente en estos espacios mentales que aparecen las relaciones de poder y la ideología (Lefebvre, 1991).
10 La creación de la principal empresa siderúrgica del país se enmarcaba en Plan Siderúrgico Argentino y fue el General Savio un pilar fundamental en el proceso de puesta en marcha de la planta de Ramallo. El proyecto SOMISA implicaban el emplazamiento de la principal planta de producción de arrabio (hierro fundido a altas temperaturas), aceros, productos semiterminados y chapa laminada en caliente que abastecería al mercado local y complementara la actividad del sector público y el privado (Rivero, 2008).
11 Entrevista realizada a Aldo P. en San Nicolás, 24/09/09.
12 Tal es el caso de Villa Pulmón al que haremos referencia posteriormente ya que allí, luego de la expropiación de tierras por parte del Municipio, se erigiría el Santuario de la Virgen del Rosario.
13 La antropóloga Cynthia Rivero hace mención a los enfrentamientos que hay entre los “negros somiseros” y la sociedad nicoleña. Estos conflictos eran mayores entre aquellos que habitaban en el Barrio SOMISA, “acusados” de tener ciertos privilegios por su pertenencia laboral con respecto al resto de los empleados que habitaban el centro de la ciudad. Al respecto menciona que: “las diferencias entre las condiciones de vivienda, bienestar general y salarios de los habitantes del barrio SOMISA respecto al resto de los empleados que vivían en el centro de la ciudad, o en otros barrios, y respecto de otros trabajadores, aún hoy son recordados en términos de privilegios (…) Esas diferencias eran resultado de la expansión de SOMISA más allá de los límites geográficos de la Planta. La fábrica había generado en la ciudad un universo social y económico vinculado a su crecimiento” (Rivero, 2008: 55).
14 SOMISA empleaba hacia 1983 un total de 10.718 trabajadores, de los cuales 5.056 estaban mensualizados y otros 5.662 jornalizados (Centro de Industriales siderúrgicos, 1984).
15 El barrio fue construido en distintas etapas. Cuenta con 5 grupos de viviendas que constituyen distintos sub-barrios. Luego de construidos los barrios 1, 2, 3 y 4 (de las décadas de 1950) se construyó otro nuevo, de arquitectura diferente al resto. Está ubicado entre el 1 y 2, y se lo denominó el barrio "Nuevo".
16 Otras representaciones espaciales que circulaban en la época, aunque con menos intensidad, hacen referencia a la “ciudad del dólar” y “la ciudad del oro” relacionadas a la prosperidad del núcleo urbano.
17 Entrevista realizada a Gladys P., maestra en San Nicolás, 24 de septiembre de 2009.
18 El fenómeno mariano tiene su génesis el 25 de septiembre de 1983 cuando Gladys Quiroga de Motta, una mujer que habitaba un barrio de la periferia de San Nicolás, manifiesta tener visiones en las cuales se le aparece la Virgen María, dándole a conocer una serie de mensajes. En éstos, la imagen advierte sobre su deseo de que construyan un oratorio en su nombre en “un mensaje exhortativo, junto con citas bíblicas, llama a la oración, a la conversión y a la conversión”. Durante un período de quince días, el suceso místico quedó encapsulado entre Gladys y dos vecinas a quienes les comentó lo acontecido, mientras ella seguí recibiendo los mensajes de la Virgen diariamente.
19 Hierofanía, del griego hieros (ἱερός) = sagrado y faneia (φαίνειν)= manifestar. Es el acto de manifestación de lo sagrado.
20 Los mensajes solicitando la construcción del templo comienzan en el primer mes de sucedida la aparición y luego continúan en varias ocasiones entre 1983-1984 y 1985. Algunos mencionan:
“Soy Patrona de esta región. Haced valer mis derechos” (Mensaje de la Virgen el 15/11/83).
“Cerca de ti quiero estar, cerca del río; el agua es una bendición” (Mensaje de la Virgen a Gladys Motta el 27/11/83).
“Quiero estar en la ribera del Paraná” (Mensaje de la Virgen a Gladys Motta el 27/11/83).
“Vuestra madre os pide su morada. No quiero esplendores, quiero sí una casa espaciosa” (Mensaje de la Virgen a Gladys Motta el 22/5/84).
“Debeis pedir con firmeza, dad importancia a mi petición, mi casa tiene que construirse. Hijos míos, dad a vuestra madre lo que os pide. Invitad a rezar al lugar permitido y sacrificado por mí. Y mis hijos vendrán” (Mensaje de la Virgen a Gladys Motta el 23/11/84).
21 Esta actividad se consolida en la década de 1990 cuando el fenómeno mariano se introduce en el nivel nacional mediante distintos mecanismos tanto formales (la Iglesia, la Municipalidad de San Nicolás, la prensa local y extralocal), como así también a través de otros componentes más informales y efectivos, que están representados por las redes sociales primarias entabladas por los fieles que se enteran a través de otros pares que han hecho la visita previa (Flores, 2008: 176-177).
22 Entrevista realizada a Angela P. (sujeto-habitante de la ex Villa Pulmón), Noviembre de 2011.
23 http://lugarvillapulmon.blogspot.com.ar (última consulta, septiembre de 2012).
24 Roggio, S. (Coord.). 2005. Memoria en las aulas. En Dossier núm. 3 de la Comisión Provincial por la Memoria. Programa Jóvenes y Memoria. Recordamos para el futuro. La Plata.
25 Roggio, Op. Cit.
26 El 23 de septiembre de 1986 se conformó la Comisión Pro-Templo integrada por representantes de la Iglesia Católica local y laicos. Este organismo se encarga de manejar los fondos aportados para la construcción del Santuario y está presidido por el actual rector del Santuario, el Pbro. Carlos Pérez.