Como consecuencia de esta política es que el Desarrollo Regional se convirtió en el objetivo principal de la política económica, en virtud de que a través de el se consideraba que se lograría la mejor redistribución de la población y de las actividades económicas en el espacio nacional. En este contexto es que durante ese periodo el gasto público se convirtió en el instrumento vital para realizar especialmente las acciones del Gobierno Federal; con ello el Estado interventor pasó a ser ejecutor directo en muchas actividades económicas, asumiendo un papel protagónico en la evolución de la economía al canalizar grandes recursos en infraestructura y en actividades productivas que, en su opinión eran prioritarias para el Desarrollo Regional. El Desarrollo Regional experimentó un cambio de matiz en el periodo 1970-1982, en el que se empezaron a privilegiar las regiones que contaban con Centros Urbanos significativos. Estos últimos desempeñarían las funciones de promover el desarrollo económico y reordenar los asentamientos humanos hacia dentro a través del mejor aprovechamiento del territorio nacional. En 1978 el sustento de esta estrategia lo constituyeron los Planes Nacional de Desarrollo Urbano e Industrial; tanto a nivel federal como estatal y municipal. El primero “pretendía guiar a partir de la creación, impulso y/o consolidación de las llamadas “Ciudades de Equilibrio”, cuyo cometido era convertirse en polos de atracción de las nuevas actividades industriales y de servicios que iniciaran la desconcentración de la Ciudad de México. El segundo en gran parte se sustentaba en el impulso que recibirían los cuatro grandes puertos industriales: en el pacífico, Lázaro Cárdenas y Salina Cruz; en el Golfo de México, Altamira y Coatzacoalcos. De esta manera, se consideró que el desarrollo de las diversas regiones era una urgente necesidad ante el crecimiento explosivo y desordenado de las Ciudades y Regiones del país (Ornelas), había que redistribuir mejor la población con un sustento económico. Debía reducirse la polarización: grandes concentraciones urbanas sobre todo en el Valle de México y, en contraste, regiones semi pobladas sumamente dispersas.
Las acciones de esta política, contenidas en el segundo Plan ( Solis,1991) se expresaron en el “otorgamiento de subsidios en el consumo de energía, en estímulos para quienes compraran y usaran maquinaria, equipos e insumos nacionales para el establecimiento competitivo de empresas en los cuatro puertos industriales, así como también al ingreso y al consumo de la población; la creación masiva de empleos en dependencias públicas y entidades paraestatales, así como el suministro altamente subsidiado por parte del Estado de satisfactores tales como alimentos, vivienda, agua potable, gasolina, electricidad y transporte”.
La evaluación hecha en retrospectiva indica que estos esfuerzos tuvieron un alcance limitado porque no se contuvo la concentración de las actividades económicas, con el agravante adicional de que frustraron la Reforma Fiscal ( quizás el avance más importante se dio en 1980 con la regulación de potestades tributarias, la nueva Ley de Coordinación Fiscal que regulaba las relaciones fiscales entre los tres órdenes de gobierno y la Coordinación Administrativa para el cobro de los gravámenes en vigor) que era necesaria para aumentar los ingresos tributarios que debidamente aplicados, en turno, debían generar un efecto multiplicador de la inversión. La consecuencia fue que en lugar de incrementar los precios y tarifas de los bienes y servicios públicos, se recurrió al endeudamiento externo, que si bien es cierto que incrementó la capacidad de explotación de los recursos petroleros, también lo es que hizo inmanejable el endeudamiento con el exterior, además que el desempleo empezó a mostrar signos preocupantes.
Esta situación demandó que a partir de 1983, se optara por corregir los excesos ocasionados por el fuerte intervencionismo del Estado en la actividad económica. Para ello la nueva política económica se elaboró a partir de las teorías neoliberales que coyunturalmente recomendaban la menor participación del Estado de la economía, dejando en manos del mercado ajustes necesarios para impulsar el desarrollo de los países. Estas teorías fueron impulsadas en Inglaterra por Margaret Tatcher y, en Estados Unidos, por el Presidente R. Reagan.
Los resultados de su aplicación fue la transformación del Estado intervencionista en el Estado promotor; ahora la inversión privada sería fomentada para que actuara como el motor de la economía. Con este enfoque se gestaron: la apertura de la economía mexicana al comercio y la inversión internacional, así como la privatización de las empresas paraestatales , que redundaron en el aumento del desempleo.
Al respecto, como señala el señor Jaime Ornelas, “para los aparatos Gubernamentales Mexicanos la adecuación de nuevas regiones y el énfasis en ambas “ventajas comparativas”, resulta esencial para llevar a cabo la política de modernización. Desregularización en materia ecológica, cambios en la Ley de Inversiones Extranjeras, facilidades para el establecimiento de las plantas industriales, contención salarial, flexibilización de las relaciones laborales e inversión en infraestructura, por ejemplo, son acciones gubernamentales encaminadas a servir a las empresas extranjeras y a la industria maquiladora de exportación, que encuentran condiciones óptimas de localización en las regiones del norte del país, que se han convertido en verdaderos polos de atracción para el capital extranjero”.