El eterno sol mesopotámico rozaba con sus rayos las tejas de los edificios que bordeaban la plaza principal de Villacolina. Sobre el empedrado, la actividad comercial se intensificaba por momentos. Dentro de poco, no cabría un alfiler. El ruido de las diez mil personas vociferando, regateando o riendo se dejaba oír por toda la Ciudad.
Sobre su balcón, un Cigur del que habían desaparecido los rasgos juveniles, contemplaba como lo hacía habitualmente, aquel caótico maremagnum que se formaba cada dos semanas.
Había sido idea de Rismandés, muerto hacía cuatro años, convocar otro mercado durante la luna nueva. Al principio, la afluencia era escasa, pero poco a poco, fue equiparándose al principal de la luna llena. El motivo que expuso Rismandés, no era, como se podía pensar, el que Villacolina necesitara un mayor aprovisionamiento de aquellas mercancías, sino que con él se conseguiría aumentar la recaudación tributaria.
También se había cambiado el sistema de pago de la contribución. Los soldados ya no iban parada por parada, sino que, a medida que los comerciantes iban entrando a la ciudad, pagaban su cuota a los guardianes que custodiaban la puerta de los leones. Unos escribas registraban y se hacían cargo de las piezas de plata que éstos recogían.
«Las necesidades del Tesoro —le decía constantemente a un Cigur, cada vez más endiosado—, son asfixiantes. Empiezo a desesperar que no te moderes en el gasto. Tenemos que incrementar los ingresos como sea. De momento, se me ocurre...»
Rismandés murió al mes siguiente sin poder ver cómo se celebró el primer mercado de la luna nueva. Una mañana al ir a despertarle, simplemente no respondió. Su mujer le zarandeó durante un buen rato hasta que, poco a poco, fue tomando conciencia que ya nunca más volvería a estar junto a ella.
Se celebraron unas grandes exequias como correspondía a su rango. Toda la corte, con Cigur a la cabeza, asistió al funeral. Se dijeron las pomposas palabras de siempre, se le dio el pésame a la viuda, y se le olvidó. Rismandés no sería historia.
Cigur no lo echaba de menos. Durante sus últimos años le había estado dando la tabarra actuando como un freno a sus planes. Ahora sus consejeros se le amoldaban mejor. Mientras miraba a través del balcón, debajo, la actividad comercial alcanzaba su clímax.
—¿Qué hago yo con sesenta veces sesenta docenas de hogazas de pan? —se negaba un tratante de artículos de gran lujo, y precio, a intercambiarlos por un hermoso brazalete de oro—. Si lo quieres, tráeme tres docenas de sekels en plata.
—Te doy tres corderos, dos sacos de avena y mi vestido por tu vaca —ofrecía esperanzado un calvo de orondas mejillas a un escéptico ganadero—. Tres ovejas como las mías valen lo que las cinco que me pides, además de eso, te estoy ofreciendo...
—No de eso nada —respondió el ganadero—, mi vaca vale sesenta medidas de plata.
—Te doy dos sekels de plata por esa copa —lanzaba su ultimátum un «experimentado» comprador.
—Dos sekels, ni uno más...
—¡Cómo que tres medidas de plata por una brazada de tela! ¡Ladrón! En cualquier otro sitio me piden...—perdía los estribos un campesino quien junto con su mujer se había encaprichado de una tela.
—Este anillo de oro pesa un sekel y un cuarto y la mitad de un cuarto —decía un orfebre a su comprador, después de haberlo pesado con precisión en su extraordinariamente sensible balanza de brazo—. Yo mismo lo he hecho pensando en un cliente tan distinguido como tú. Es una auténtica obra de arte...
El sekel de plata no era una moneda. Faltaban aproximadamente dos mil años para que se acuñaran. Sin embargo, el oro y sobre todo la plata se utilizaban preferentemente como medios de pago que debían ser pesados en cada transacción.
Con la aparición de la «moda» de utilizar un medio indirecto de intercambio, que era aceptado por la generalidad de la gente, las transacciones se facilitaron considerablemente. Basta comparar los ejemplos de este capítulo con sus homólogos del anterior. De tener un sistema en el que todas las mercancías debían valorarse con relación a todas las demás, se pasó a otro en el que cada producto se valoraba en relación con unos pocos, oro, plata, sal...
Al mismo tiempo, este último método era más eficaz, porque en una venta, no siempre interesaba a una de las partes el género que la otra le ofrecía. Por eso, hablamos de un medio indirecto, en el que la mercancía o el servicio «A» se cambia por dinero que, en otro momento, se podrá cambiar por la mercancía o el servicio «B».
Aunque no existían monedas, sí podemos hablar, en realidad, de una economía casi monetaria. El dinero, con muchas de las características que lo configuran como tal, ya había nacido. Entre una medida de plata o de oro de entonces y una tarjeta de crédito de ahora, no existen muchas diferencias.
El propio concepto de dinero es el mismo en ambos casos. Evolucionan sus funciones, cambian las aplicaciones y el «soporte » (oro, plata, papel moneda...), pero no su razón de ser.
Para demostrar que esta afirmación es cierta, antes habrá que explicar lo que es el dinero, cosa que no es fácil. De ningún modo. Si queremos conseguir que un economista nos odie, simplemente, hágasele esta pregunta: ¿qué es el dinero?
Aunque aparentemente todos pensemos que conocemos la contestación a tal pregunta, cuando intentemos explicarla vamos a empezar a sufrir serios ataques de parálisis cerebral, pues lo abordemos por donde lo abordemos, siempre se nos quedará algún aspecto en el aire o algo no acabará de encajar. Le invito a que pruebe.
La mejor definición que he escuchado es ésta: «El dinero, ¡c...!, es el dinero. Todo el mundo lo sabe.»
Y efectivamente, así es. Lo malo es que no acaba de explicarnos gran cosa. Por eso, hemos de recurrir a una definición que no es tal. Como con múltiples útiles (una cucharilla de café, un zapato, un destornillador...), es más sencillo definirlos no por lo que son, sino en relación para lo que se usan. Es decir sustituimos el concepto, por sus funciones.
Pero ni aun así, las tres funciones que se le atribuyen al dinero están claras del todo. Algún que otro cabo se nos queda sin atar.
Conscientes de esta penuria conceptual a la hora de dar una explicación coherente, los economistas hemos recurrido a varias de esas frases ingeniosas que tanto nos gustan: «El dinero vale porque se acepta» o «El dinero es cualquier cosa que hace de dinero».
Preciosas, ¿verdad? Además se entienden perfectamente. Pero en el fondo no dejan de ser un cántico de sirena ante la incapacidad de dar una respuesta válida a la pregunta que nos hacíamos varias líneas antes.
La extensa caravana de Wultsn se dirigía a los montes de los quibanitas con los carros vacíos. Había vendido todo el cargamento de trigo en una ciudad rica en plata, situada algo más al Norte. Obtuvo un excelente precio por sus sacos tal y como sus fuentes de información le habían manifestado. Por ese motivo decidió cambiar sus planes. No se quedaría, como habitualmente hacía, con una parte del trigo para intercambiarlo luego por la madera quibanita, sino que lo vendería todo, cobrando en plata. Con una parte de ella pagaría las vigas a los montañeses.
Wultsn había sido uno de los precursores en utilizar la plata prácticamente para todo lo que hacía relación a sus negocios.
—Mi estimado Wultsn —le dijo un desenfadado colega en uno de sus muchos viajes comerciales—, en esta Ciudad no estás al loro. Aquí no nos enrollamos hablando de sacos de trigo, de cabezas de ganado o, como en tu caso, de vigas de madera. Lo reducimos todo a medidas de plata, con lo que la cosa resulta de lo más fácil, cómoda y sencilla.
Desde entonces, se había convertido en defensor y propagador del sistema monetario. Muchos como él hacían lo mismo. Dadas sus ventajas, este dinero prehistórico no precisaba de un gran ensalzamiento para imponerse rápidamente.
Si lo pensaba bien, el sistema era soberbio.
«Mato tres pájaros de un flechazo:»
«El primero es que cobro y pago en plata, con lo que me evito manejar una profusión de bienes diferentes, fruto de cada intercambio. Si me ofrecían trigo y lo que quería eran ovejas, tenía que aceptarlo para después volverlo a cambiar buscando a un tercero al que le interesase el trigo. Si no, había que volver a buscar un cuarto o un quinto. Prefiero, la plata, porque sé que todos la aceptan y de muy buen grado.» (a)
«El segundo es que es muchísimo más sencillo aclararnos con los precios. Podemos saber cuánto vale cada cosa sin necesidad de tener que hacer varios cálculos de lo que un cordero vale en términos de sacos de trigo (que tuviese que haber cambiado por mis vigas de madera). Además, llevar las cuentas se ha simplificado formidablemente. Al expresar todo en medidas de plata, sé cuánto gano en una transacción y puedo valorar todo lo que tengo con una sola cifra: tropecientos mil sekels de plata, para ser precisos.» (b)
«El tercero es que la plata no se estropea y puedo guardarla, bien sea para emplearla en otros negocios o bien, para el caso de que las cosas me vayan mal y deba recurrir a mis ahorros.» (c)
Estas son, pues, las tres funciones del dinero:
(a) MEDIO DE PAGO
(b) UNIDAD DE MEDIDA
(c) RESERVA DE VALOR
Son muy claras ¿no? Entonces ¿por qué hemos dicho que se nos quedan cabos sin atar?
Muy sencillo, porque hay medios de pago, unidades de medida (de valor) y reservas de valor que no son dinero.
Y también porque hay dinero que no es medio de pago aceptado por todo el mundo, o no es una unidad de medida lo suficientemente exacta, o no es reserva de valor.
Un saco de trigo, una gallina, un anillo de oro, pueden ser medios de pago, como vimos en el capítulo tres, pero estaremos de acuerdo en que no son dinero. Un sekel era una unidad de peso como pueda ser hoy un gramo. Era útil para establecer valores en el intercambio de bienes: 6 sekels (50 gramos) de harina equivalen a uno de levadura, por ejemplo. Pero no era dinero, aunque nos parezca que esté muy próximo a él. 50 gramos de un determinado bien, harina, carne... no pueden ser considerados como dinero. Esto es fácil de comprender, pero ¿a que tenemos dudas si decimos que 50 gramos de oro no son dinero? Es el oro el que puede ser considerado como dinero, no los gramos.
Las acciones, obligaciones, bonos, planes de pensión... son una reserva de valor, entre otras cosas, pero tampoco son dinero.
Una tarjeta de crédito es dinero, eso nadie lo discute hoy en día, pero tiene un campo de acción limitado. No se usa para efectuar pagos de particular a particular. Por otro lado, no todas las empresas que venden al público las aceptan.
El marco alemán de la Postguerra europea del 14 y unas cuantas monedas sudamericanas actuales con elevadísimos índices de inflación, no pueden ser consideradas como una eficaz unidad de medida. En puridad, ninguna moneda podría ser considerada como unidad de medida ya que todas sufren un proceso de encogimiento progresivo. Pero no tenemos otro, y mientras la inflación se mantenga dentro de unos límites razonables, el dinero se puede emplear como unidad de medida en el corto y, puede ser también, en el medio plazo. A largo, causa un total desconcierto, cuando no una cierta hilaridad. Mis hijos alucinan cuando les cuento que una entrada de cine me podía costar unas diez pesetas (hoy rebasa las ochocientas). ¿Cómo se quedarían si les dijera que mi padre me contaba que le costaba dos perras chicas (10 céntimos de peseta)?
Por la misma causa, ese marco o esas monedas sudamericanas, no constituyen una reserva de valor. No creo que nadie discuta lo desagradable que resulta ver como se le reducen a uno los ahorros de su vida a la mitad de la mitad cada año. A más abundamiento, históricamente se ha dado el caso de la aparición de un dinero que se consumía y que no se guardaba. No se guardaba porque con el tiempo acababa por estropearse y porque surgió como algo provisional. Se trató de los cigarrillos. Tal situación se dio en los campos de prisioneros aliados en Alemania durante la II Guerra Mundial y en la propia Alemania después de dicha guerra. Simplemente los prisioneros y los guardianes empezaron a entenderse en términos de cigarrillos ya que existía una carencia casi absoluta de Marcos por parte de los prisioneros. En cuanto a la Alemania de la Postguerra, la gente empleó cigarrillos ya que los Reichmarks nazis valían exactamente lo que su peso en papel.
—Yo te saludo —se dirigió ritualmente Wultsn al jefe de los quibanitas—. ¡Por siempre reine la amistad entre nosotros!
—Y yo...—detuvo bruscamente Khenel su también protocolaria salutación al ver, en la lejanía, los carros del mercader completamente vacíos—. ¿Cómo es que no nos traes trigo? Los árboles ya están cortados. Tu mensajero hace media luna nos vino con instrucciones para preparar la cantidad de siempre...
—No te preocupes —dijo un sonriente Wultsn que se había adelantado a la caravana para iniciar las conversaciones—. El mensajero, efectivamente, te dio mi recado. No se va a deshacer el trato. Voy a «comprarte» las vigas.
Khenel puso una cara expectativa, se fiaba de aquel hombre pero algo no acaba de quedar claro. Wultsn vio llegado el momento de enseñarle una pequeña cantidad de plata que llevaba consigo.
—Mira. Con esto vamos a cerrar el trato.
Khenel vio las «piedras» en la mano de Wultsn, le miró la cara y siguió sin comprender. Su rostro adquirió, entonces, los rasgos de la perplejidad.
»¿Y...? —dijo con la vista sin mover los labios.
Ahora fue el turno de Wultsn en no comprender.
—¡Es plata! ¿Que no la conoces?
—Pues no. Bueno... algo sé. Es un metal, más blando creo, que el que se usa en las hachas que cambiamos, ¿no? ¿Sirve también para hacerlas?
—La plata sirve para todo —dijo rápidamente Wultsn que vio su oportunidad de explicarlo—. Con la plata puedes hacer lo que quieras.
La cara Khenel cambió instantáneamente. Como los demás de su tribu, daba una gran credibilidad a todo la mágico. Alargó la mano y recogió las pepitas.
—¿Puedo invocar con ellas a los dioses para que nos ayuden a dejar en su lugar a las tribus de los seticios?
Wultsn se quedó de una pieza por un momento. «¿Mande?». Pero enseguida se dio cuenta de su metedura de pata. Él era uno de los que había dejado de lado la magia y la había sustituido por el razonamiento. Pero por todos lados, seguían muy arraigados los mitos y la brujería.
—¡No, no! No tienen ningún poder. Me he explicado fatal. A la plata la llamamos «dinero» y con ella puedes comprar todo lo que se te antoje. Trigo, hachas, cerveza, mujeres, todo lo que un hombre puede desear... —dijo esto último en un susurro.
Volvió a cambiar una vez más la expresión de Khenel. El desencanto hizo que su mano quedara lacia. Las pepitas que sostenía dejaron de tener interés para él. Con un gesto natural y sin provocación, las devolvió a Wultsn.
—Toma. No me interesan —dijo.
—¡Pero si es plata!. Todo el mundo la quiere. Con ella puedes, puedes ... —a Wultsn le faltaron las palabras y repitió otra vez su explicación—, puedes hacer lo que quieras. Que quieres trigo, lo compras. Que quieres hachas, las compras. Que quieres lo que sea, lo tienes.
—Todo eso que dices ya lo tengo. Con la madera y con nuestros animales podemos conseguir todo lo que necesitemos. ¿Para qué queremos la plata?
»Menudo cachondeo se cogerían los seticios si fuéramos a cambiarles sus gallinas por piedrecitas, aunque antes les partiríamos la crisma —dijo esto último bajando la voz, como desechando la más remota posibilidad que sus vecinos se les burlaran.
»Además, eso debe ser una moda de tu tierra. ¿Qué pasa si el próximo año os da por pagar otra vez con comida? ¿Qué hago? ¿Me como las piedras?
Ante esta rotunda negativa, Wultsn se desalentó, porque lo peor del caso era que no encontraba argumentos con que convencer a Khenel. Lo veía tan cerrado de mollera, que comprendió que cualquier esfuerzo sería una pérdida de tiempo.
—Está bien —dijo resignadamente Wultsn—. ¿Y ahora qué? No me queda ni un saco de trigo. Todo lo que traigo es plata, y ya he visto lo mucho que te ha entusiasmado.
»Te propongo que te la quedes como prenda. En mi próximo viaje te traeré dos cargamentos de trigo. Uno por esta partida y el otro por la siguiente.
—No insultes nuestra inteligencia. Las piedras de plata no nos sirven para nada...
Wultsn puso cara de póker al oír estas palabras. Negros nubarrones pasaron por su mente. Iba a enviar a los quibanitas a...
—..., puedes quedártelas. Llévate la madera. No es precisa ninguna prenda. Sé que eres un hombre de palabra. El próximo viaje ya nos la «pagarás», como tú dices.
«¡Jo...! Menos mal que me he estado callado —pensó Wultsn—. A esto se llama ojo clínico. Me venden a crédito y por poco no los envío a «esparragar».
Si bien hemos asistido a una de las primeras ventas a crédito de la Historia, no es eso de lo que vamos a hablar. Ahora ya conocemos algo más del dinero. Sabemos que no es algo mágico, aunque con él se pueda conseguir todo lo que un hombre sea capaz de desear.
El siguiente pasaje acostumbraba a contárnoslo nuestro padre. Está algo cambiado, pero no le importará ya que confío servirá para aclarar el concepto de dinero.
Yecad el semita, vagaba perdido por el inmenso desierto. Tres días hacía que se había tenido que internar en él huyendo de los suyos que le mal querían. Un vulgar asunto de faldas había sido el culpable.
«Maldita y mentirosa mujer que me ha puesto en esta situación.»
Bueno, él también había «presionado» lo suyo, pero no había que contarlo todo...
Su tribu no era de las del desierto. Por eso, cuando tenían que desplazarse próximos a él, tomaban rutas conocidas y nunca se aventuraban en las mortales dunas de arena. La noche que huyó, no le persiguieron más que para cubrir el expediente. Ahora, en el tercer día de su huida, sin agua y sin alimentos, pensaba que habría sido mejor que le hubiesen cogido.
Había divisado tres veces en este último día, siempre en la lejanía, inmensos manantiales de agua que le reavivaron la esperanza. En todas las ocasiones, al acercarse, se desvanecían como por ensalmo.
Andando a trompicones, se caía continuamente y cada vez le costaba más levantarse. Por eso cuando, al levantarse de su centésima caída, vio no muy lejos de su errático camino, una pequeña ánfora cerrada, no se quiso hacer ilusiones. Tenía miedo de que sus sentidos le hubieran confundido de nuevo. No quería que la desesperación del desengaño volviera a hacer mella en él.
Se fue acercando despacio. No desaparecía. La esperanza, pese a que se negaba a reconocerlo, se fue apoderando de él. A pocos pasos de la vasija, le siguió pareciendo totalmente real. Sólo le faltaba tocarla y beber el contenido, que (ciertamente) tendría.
Cuando llegó a su altura, se desplomó en el suelo y tomándola, la sostuvo entre sus manos un buen rato. Ya estaba seguro de que no se trataba de ninguna jugarreta de sus ojos. Con dedos ávidos y nerviosos, desprendió torpemente la tela que hacía de tapón y miró en su interior.
—¡Nooo...! —lanzó un dilatado chillido—. ¡Son pepitas de oro!
Había sido la gota que colmaba el vaso. Incapaz de reaccionar, se quedó allí mismo. Ya no se movería. Entre los tormentos de la sed y la angustia de la desesperanza, le laceraba la aguda ironía de que con ese oro podría haber tenido suficiente para vivir holgadamente el resto de sus días.
Mientras un grupo de mujeres lo rodeaban mimándole y dándole de beber, su corazón se paró. Su cerebro, todavía inmerso en un menguante delirio, repetía en un jubiloso estribillo: «Tengo dinero, tengo dinero...». Finalmente se apagó.
Seguimos sabiendo más cosas con respecto al dinero. No se bebe ni se come. Yecad habría preferido, incluso, no haber visto nunca el ánfora. No le sirvió de nada. No, no estoy tomando el pelo a nadie. Estoy siguiendo un camino tortuoso, cosa que reconozco, para poder dar respuesta a la pregunta «qué es el dinero».
Cuatro soldados de la guardia personal del Ensi entraban en la taberna «Las tres hermanas». Aunque ya no la regentaban aquellas tres «virtuosas» mujeres, el nombre continuaba como un estandarte que rememoraba automáticamente jarana, desvergüenza y un pelín de depravación. Oficialmente era una taberna. Extraoficialmente, también era una casa de alterne que no le hacía muchos remilgos a convertirse en un ocasional lupanar, previo pago, claro está.
En medio de un ambiente cargado por el exceso de gente y la falta de ventilación, los soldados divisaron bastantes mujeres a la espera. Su objetivo no corría peligro. Beberían la fuerte cerveza del tabernero y magrearían a las muchachas mientras les contaban sus vidas y milagros. Alardearían, darían berridos, dirían animaladas, contarían obscenidades y estallarían en risotadas o en lloriqueos. Finalmente intentarían llevárselas al catre, sólo para comprobar que no les quedaba más dinero.
—¡Vamos tía! Después de que me he gastado todo mi dinero contigo ahora me dices que no...
Bueno el resto de la historia nos la conocemos todos. La muchacha que hace una ligera seña y antes de que se monte ningún tumulto, nuestro esquilmado juerguista se ve invitado a abandonar el local. Lo único que podrá variar es si acabará aterrizando de morros o de espalda.
—¡Venga chaval, nos lo vamos a pasar en grande! —se dirigió uno de los soldados al más jovencito. Iba a ser su bautismo de fuego. Los otros tres habían decidido ir a la taberna a pasar un rato y lo habían medio arrastrado con ellos. El novato, al que no le iban esas cosas, tampoco se atrevió a llevarles la contraria. Corría el riesgo de que se le burlaran desde aquel día en adelante. Los soldados eran así.
—¡Ea! ¡Saca la pasta y elijamos el ganado! No tuvieron tiempo.
El ganado les eligió a ellos.
—¡Hola macizos! ¿Nos invitáis?
Cada uno se emparejó con una muchacha. Al chaval le tocó en turno una moza ni muy joven ni muy mayor. Quizá algo menos vulgar que sus compañeras. Mientras los otros tres se dedicaban a beber, a reír y a meterles mano, ellos dos empezaron una conversación tópica.
«¿Cómo te llamas? ¿Estudias o trabajas? ¿...?»
La charla, poco brillante e interesante languidecía. El muchacho entrevía una notable apatía en la chica. No de la conversación, que ella mantenía con una profesional sonrisa y amabilidad, sino que la indolencia nacía de ella misma. Aquello le intrigó y empezó a dirigir sus preguntas hacia su manera de vivir.
—¿Qué es lo que más te gusta hacer?
—No sé —respondió ella—. Quizá dormir y descansar.
—¿Tienes alguna afición para tus ratos libres?
—Sí, me gusta mucho oír las historias sobre el mítico país de Egipto —contestó dándose aires de mujer culta—. Acudo a la plaza todos los días de mercado a escuchar a los narradores. Me gusta lo que dicen sobre esas gentes del gran río. ¿Sabes? Hay un rey muy rico que ha ordenado la construcción de una gran tumba para él y para los suyos...
Siguieron hablando un poco más sobre aquel país. El soldado se daba cuenta de que, debajo de lo que decía, no había gran cosa. Su conocimiento sobre las tierras del Nilo era muy superficial. Parecía, más bien, como si ese tema de moda fuera uno más de su repertorio con el que rellenar las conversaciones.
No acababa de entender el alma de aquella mujer. Una pregunta le venía a la cabeza una y otra vez y no encontraba el momento oportuno de hacerla.
«¿Por qué te dedicas a esto?»
—¿Qué esperas de la vida? —preguntó tontamente buscando dirigir el diálogo hacia el asunto que le interesaba.
—Sobrevivir.
El soldado se quedó de una pieza. El nunca había pensado sobre sí mismo en esos términos. Le había contestado con esa palabra no sólo a su pregunta, sino también todas las demás que llevaba en mente. En aquel momento había comprendido a la muchacha.
Siguió un tiempo con ella, sin recordar de qué hablaron, la invitó a un par de bebidas y cuando, confidencialmente el dueño se acercó para dejarle caer si querían estar solos un rato, dijo que no, se levantó y salió pensativo. Andando lentamente, cabizbajo, una completa tristeza le acompañó durante el camino de regreso.
Al contrario de las historias que he descrito, esta última ocurrió realmente. Con pequeños retoques y, evidentemente, 5.000 años más tarde, pero me ocurrió.
Y la respuesta que me dio fue esa única palabra: sobrevivir. El mocosuelo que era yo entonces, feliz, sin problemas y con una preparación universitaria, tocó el suelo de una dura realidad. Mi manera de entender la vida, expectativas, sueños, anhelos... estaban terriblemente alejados de los de aquella mujer. ¡Con razón no la entendía!
Pero ella me dio la respuesta al porqué los hombres nos dedicamos a trabajar, incluso en algo que no nos gusta. Empecé, pues, a ver la Economía no como una Ciencia abstracta, de libro, teórica... sino como algo muy concreto, muy real.
Bien y aparte de esta explicación ¿a qué viene esta anécdota en medio de una explicación de lo que es el dinero?
Pues a algo muy sencillo. El dinero no compra «cosas», nunca lo ha hecho aunque así nos lo parezca a primera vista. Pero no nos dejemos llevar por lo evidente, sino que ahondemos algo más: las mujeres del club «las tres hermanas» ¿qué vendían a cambio de dinero?
—¡Wultsn! ¡Qué alegría verte! —exclamó sinceramente Zemtrep al ver a su amigo.
—¿Cómo te va? —saludó el mercader y siguieron con el usual intercambio de novedades sobre sus amistades y cotilleos particulares. Finalmente, entraron en materia.
—¿Alguna contrariedad? —preguntó Wultsn a su amigo, convertido ahora en el segundo de a bordo del Templo. Nadie dudaba que a la muerte de su superior, él se convertiría en el Sumo Sacerdote.
—En absoluto. Antes al contrario. Lo tuyo marcha francamente bien, como siempre. Cada día tienes al viejo más en el bolsillo.
»Sabes que desde que empezaste con la donación de la madera para el templo, Omaz cambió de actitud con respecto a ti. Antes no te podía ver y a la más mínima oportunidad te la habría jugado.
»Ahora, como bien conoces, te defiende ante Cigur. Puedes estar tranquilo que con nosotros no existe ningún problema. Y si aparece, veremos de solucionarlo.
Wultsn escuchó satisfecho. Iba a entregar a gusto la bolsa con piedras de plata que llevaba al cinto. Era uno de sus gastos más rentables. El valor de la amistad interesada no tenía precio. Omaz, el Sumo Sacerdote, entre otras cosas, había intercedido ante Cigur para que se le hiciera un trato de favor en el pago de los impuestos por la importación de madera.
—Me alegra oírlo. A propósito me gustaría que aceptaras esta humilde contribución ... —dijo con una marcada ironía a la vez que le entregaba la bolsa. Zemtrep levantó las cejas, disfrutaba con aquellas humoradas compartidas.
—Una cosa más —añadió Wultsn sacando de entre sus ropas una estatuilla de bronce que representaba la figura de un hombre con los ojos muy abiertos—, cuando yo no esté, desearía que esta efigie me sustituyera en los actos del culto.
Zemtrep asintió con la cabeza y la tomó. No pudo dejar de maravillarse de la belleza de la estatua. Aquella era otras de las costumbres que empezaban a imponerse entre los sumerios. Cuando no podían asistir a las celebraciones religiosas, dejaban en representación imágenes suyas en actitud orante.
Y es que, a pesar de lo visto, Wultsn era una persona creyente. Desde luego, no con el papanatismo de muchos. Era un escéptico sobre la piedad de algunos sacerdotes, los más encumbrados, a los que no dudaba en utilizar. Pero, los otros, los más humildes le producían una genuina admiración. Los había visto sacrificando su vida al servicio del dios de cada ciudad y a los de la Naturaleza, Anu, Enlil, En, Abu... dioses del cielo, del aire, del agua y de la vegetación.
El propio Wultsn, tenía el suyo al que solía dirigirse en ocasiones y aunque jamás lo decía a nadie, solía obtener respuestas a sus preguntas, no para sus negocios, eso jamás lo hacía, pues consideraba como algo infame cansarle con asuntos tan despreciables, sino para encontrar el sentido de su propia vida.
La contradicción entre su piedad real y el pago de sobornos para acercar voluntades, la pasaba por alto. Uno puede ser religioso, pero el negocio es el negocio.
Ya sabemos algo más del dinero, también sirve para comprar «voluntades».
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Resumiendo estas cuatro última historias, el dinero...
... no es algo mágico, aunque con él se pueda conseguir todo lo que un hombre sea capaz de desear.
... no se bebe ni se come... ni se puede hacer absolutamente nada con él a menos que haya una persona, o mejor una sociedad, que nos lo acepte y nos entregue de comer y de beber a cambio.
... no compra «cosas», nunca lo ha hecho. ¿Qué vendían aquellas muchachas de alterne? ¿Su cuerpo? ¿Su compañía? ¿Su tiempo? ¿Un poco de ellas mismas? ¿...?
... también sirve para comprar «voluntades», amigos, influencia...
Entonces ¿qué es el dinero? Desde luego no es algo concreto, ni una mercancía, ni oro, ni plata, ni billetes de banco, ni tarjetas de crédito, ni una anotación en la cuenta corriente de un banco. Por el contrario, el dinero es algo inmaterial, una idea, un concepto, una quimera, si se quiere, que se traduce en una palabra, «promesa».
El dinero es, pues, una promesa. Y como tal, tiene su mismo valor. Dependerá de los que la emitan y de los que deban hacer frente a ella.
Y es una promesa sobre el fruto material, pasado, presente o futuro, del trabajo de otros hombres.
Y también sobre sus posesiones.
Y también sobre la disponibilidad de los servicios de los demás.
Es, en suma, una gran promesa de que los demás satisfarán «todas» sus necesidades. El dinero, alcanza su significado en cuanto se le relaciona con hombres, no con cosas.
En una transacción en la que intervenga el dinero, se intercambia la satisfacción de unas necesidades por la promesa de satisfacción de otras.
¡Ojo! Aquí, otra vez, no hablamos de cosas que se intercambian sino de satisfacción de necesidades. Veamos la diferencia.
En tanto en cuanto haya toda una serie de personas que acepten mi dinero, puedo delegar mi supervivencia en sus manos, en la confianza que me proporcionarán todos los «elementos» para ella. Lo que consigo es cubrir mis necesidades (y, por qué no, también mis caprichos).
¿Hemos dicho «todas»? Bueno en principio sí, con tres condiciones. La primera es que la sociedad o la persona sepa y sea capaz de satisfacer esa necesidad. La segunda es que quiera. Y la tercera es que la cantidad de dinero que se tenga sea suficiente.
Todo el dinero del mundo es incapaz de curar determinadas enfermedades. Ni ese mismo dinero conseguiría que yo construyese un cohete espacial —del que, como imaginarán, no sabría por dónde empezar—. Tampoco sería la primera vez que una persona se negara a vender sus terrenos a una gran empresa dispuesta a destrozar su paradisíaco entorno construyendo moles de apartamentos (¿a que les suena a película manida?). Se podría decir, también, que no toda la gente está dispuesta a todo por dinero. La tercera es también de Pero Grullo, pues con dos duros no me puedo comprar el ordenador de mis sueños.
Bien, creo que estamos en disposición de poder dar respuesta a la pregunta que nos hacíamos:
El dinero es una promesa, expresada en términos cuantitativos, que compromete a los individuos de la sociedad que lo emite y acepta, a satisfacer, dentro de unos límites, determinadas necesidades de su poseedor.
¡Todo eso y nada más que eso! Si sustituimos la palabra determinadas por las de «casi todas», pues en las definiciones hay que ser riguroso, comprenderemos la importancia, trascendencia e influencia que tiene el dinero. Desde luego sirve para pagar, para medir otros bienes y como reserva, pero todo esto no acaba de explicar su razón de ser. La luz se nos hace cuando comprendemos que con el dinero obtenemos casi todo lo que queremos de los demás. De hecho, tenemos constancia de que siempre habrá alguien dispuesto a ello.
Por consiguiente, el dinero no es absolutamente nada si no lo ponemos en relación con otros hombres. En ese sentido, hemos de afirmar que el dinero no constituye riqueza alguna.
—¿Cómo? Pues yo quiero ser «no rico» con varios millones en mi cuenta corriente.
A veces desespero de ser capaz de explicarme.
Veamos: La última Guerra Mundial acaba de empezar y terminar. En 24 horas, la más perfecta organización al servicio de la muerte ha cumplido eficazmente su cometido. El gremio al que servía estaría contento si no fuera porque había dejado de existir.
Ingenios nucleares, armas químicas y biológicas se han encargado de poner fin a la vida de miles de millones de habitantes de la tierra. Sólo unos pocos han sido la excepción. Digamos 20 ó 30 por cada ciudad mediana.
Ud. ha sido un de los pocos afortunados. Después del shock inicial se va encontrando con éste y con aquél. Se dan cuenta de que tienen a su disposición todo lo que existe en la ciudad y que van a poder vivir holgadamente en cuanto solucionen unas cosillas. Tienen comida enlatada para varios años. Los campos podrán producir «salvajemente» lo suficiente para todos sin necesidad de cultivarlos. Los corderos, las perdices y alguna que otra especie más, han resultado inmunes a los virus con los que les han atacado...
Así que Ud. se va a un Banco, lo abre y saca todo el dinero para comprar lo que necesite.
Estúpido ¿no? (El comportamiento, no Ud., claro). En este ejemplo, el dinero, cualquier dinero, carecería de sentido. La riqueza estaría en todo el conjunto de bienes producido por la difunta Civilización, no en el dinero. Además existiría otro tipo de «riqueza» que sería el bagaje de conocimientos de los supervivientes. Pero eso es otro tema.
¿Estamos, por fin, de acuerdo que el dinero, en sí mismo, como «cosa», no es riqueza ni nada? Pero, eso sí, se convierte en uno de los elementos fundamentales de todo sistema económico evolucionado.
La tensión se podía cortar con el filo de un cuchillo. El anciano Omaz escuchaba callado los improperios del Ensi cada vez más salido de tono. A su lado Zemtrep, con el rostro grave, dirigía su mirada a una de las esquinas de un ladrillo del suelo. Tanto Omaz como Zemtrep compartían la indignación por lo que estaban oyendo (y por cómo lo estaban oyendo), aunque se guardaban muy mucho de manifestarlo.
Habían dicho que no a la petición de Cigur, cosa que no estaba muy de moda entre sus otros consejeros.
—¡No estoy dispuesto a que me digáis que no! —continuó un encendido Cigur—. ¿Qué os habéis creído?
«No nos hemos creído nada —respondía mentalmente un Zemtrep igual de cabreado que de asustado—. Pero no te vamos a dar nuestro oro para que lo dilapides en tus genialidades.»
Ante su obstinado silencio, Cigur siguió dando rienda suelta a su furor. Entre bronca y bronca...
—Las obras de la muralla están paralizadas, lo mismo que las de alcantarillado y empedrado de la ciudad. He tenido que retrasar el pago a mis soldados. ¡Ahí me gustaría ver vuestros dos lustrosos culos! ¡Explicándoselo!
«No hemos sido nosotros los que lo hemos gastado —siguió respondiéndole para sus adentros procurando no mover ninguna facción de su rostro que le delatase—. Antes, ibas empleando tus dineros poco a poco. Pero últimamente, todo de golpe. Tú decías esto, y los capullos de tu corte perdían el culo en agachar la cabeza. ¿Qué les importaba? Te tenían contento y ellos se llevaban todo lo que podían.»
—Mi palacio no ha pasado de los cimientos. Y lo que es peor, algunos peones han abandonado la ciudad. Han dejado de creer en más promesas. Otros, según mis noticias, lo harán pronto. ¡Pero eso sí, a vosotros os la suda!
«No, no nos la suda —dio para sí la tercera respuesta notando que cada vez se le hacía más difícil no responder de viva voz—, porque las aportaciones al Templo ya son menores. Unos se van y los que se quedan tienen menos dinero. Y como, la mayor parte a los que has de pagar, ya no confían en absoluto en ti, lo poco que tienen lo estiran al máximo. No saben cuándo les llegará más.»
—Lo que entra en las arcas del Tesoro, sale antes de darnos cuenta. Tendríais que verlas. Pero, ¿cómo no?, las obras del Templo, de mi Templo, marchan francamente bien, y aún así tenéis la poca vergüenza de decirme que no me vais a dar el dinero. ¡Sois unos granujas!
El último insulto hizo romper el mutismo de Omaz. Sin levantar la voz, pausadamente, con claridad y firmeza, salieron de su garganta unas pocas palabras que cortaron las del Ensi.
—...debería hacer que os...
—Nada te autoriza a hablarnos de ese modo —dijo el sacerdote.
Un prolongado silencio siguió. Durante el intervalo, se sostuvieron las miradas. En un lado, el fulgor de la ira, en el otro la entereza de una voluntad decidida.
—Tus insultos no van a asustarnos —rompió el tenso silencio sin bajar la mirada—. El tesoro del Templo pertenece a los dioses. No te lo daremos.
—¿Acaso no soy el Ensi, vuestro Rey-Dios? Tomaré «mis» bienes cuando quiera. ¡Marchaos!—y con un brusco ademán les indicó la puerta.
Zemtrep estuvo a punto de decir algo pero una mirada de Omaz ahogó sus palabras. Ya fuera, en el corredor, una única frase salió de los labios de Omaz.
—Creo que es momento que nuestro «dios» se reúna con los suyos —lapidó.
Cigur murió poco después en medio de grandes dolores. Su hijo, un niño todavía, fue un títere en manos de los sacerdotes. Éstos, que se deshicieron fácilmente de los anteriores consejeros de Cigur, con una administración más coherente, corrigieron los desaguisados del muerto.
El resultado fue positivo para Villacolina. Pero no nos engañemos, si tal cambio se produjo, no se debió a que hubiera un genuino interés por solucionar los problemas que se le venían encima a Villacolina, sino porque se atentó contra los intereses creados de una poderosa clase.
Esta es una situación, como bien sabemos, que ha venido repitiéndose a lo largo de la Historia. Unas veces ganaron los unos y en otras ocasiones los otros. A nuestros efectos, poco importa quién resultara vencedor. Lo importante es lo que se hiciera a continuación. Pero bueno, eso nos llevaría a irnos por las ramas.
Si esta historia acaba así es para que sirva de contrapunto al almibarado resultado del capítulo anterior. Cuando se hacen las cosas despacio, con conocimiento y sentido común, la Humanidad puede ir construyendo su futuro paso a paso. Y digo la Humanidad, porque los que hacen prosperar a una sociedad son sus miembros. Los dirigentes, pueden favorecer este desarrollo y mucho, pero en cuanto a crearlo por sí mismos, tengo mis serias dudas. Sí, ya sé que decir esto no es muy científico, pero así es como lo siento. Y ojo, que no estoy planteando cuestiones ideológicas sobre el papel que el estado debe representar en la actividad económica. Nada tan lejos de mí, como meterme en ese berenjenal. Es mucho más simple. Sólo digo que un político, del signo que sea, cuando se pone a dirigir la «Economía», lo suele hacer mal.
En cambio, lo que sí que pueden hacer, y de hecho, han sabido hacerlo muy bien y muchas veces, es arruinarlo. Cigur iba en camino de ello.
(Quizás la solución estribe tan solo, en que sepan lo están haciendo)
Resumamos este capítulo. Hemos estado hablando del dinero desde un punto de vista conceptual, intentando comprender su naturaleza. Al rascar, tomamos conciencia, que debajo del dinero no hay otra cosa que una promesa, pero nada tangible, corpóreo. El dinero, si no fuera dinero, no valdría para nada.
Aprendí en el colegio que el dinero es un activo fiduciario, o lo que es lo mismo, es un artículo de fe.
Sin embargo, aunque parezca que me haya dedicado a echar por los suelos su condición, es todo lo contrario. Cualquiera puede explicarnos la descomunal importancia del dinero. Al ser una promesa, muy en firme, de que puedo acceder a los bienes y servicios de otros hombres para que satisfagan mis necesidades, adquiere un valor real: es mi billete para la supervivencia.
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Pongamos punto y final a las historias de Villacolina. Ya ha cumplido su papel que, recordemos a fuer de hacernos pesados, ha sido, simplemente, el de servirnos de marco de referencia para los acontecimientos de carácter económico que hemos desarrollado. Villacolina pudo haber sido Ur, Uruk, Lagash... o cualquiera de las primeras ciudades sumerias del Sur de Mesopotamia.
Al igual que su nombre, el del Ensi Cigur, el de su secretario Rismandés, el de los quibanitas y los del resto de personajes que nos han acompañado, son totalmente imaginarios.
Continuando en esta línea aclaratoria, se ha exagerado intencionadamente el uso de madera en las construcciones sumerias, pero las necesidades del guión me permiten esta licencia. Sin embargo el tráfico comercial de madera mediante caravanas de carros tirados por bueyes, entre el Líbano y Sumeria, existió realmente.
También se ajustan a la realidad, en la medida que haya sido capaz de describir, el trasfondo del resto de situaciones que se narran.
Debemos añadir que se han condensado en estos dos últimos capítulos acontecimientos que se produjeron a lo largo de unos 300-400 años, allá por lo míticos 3.000 a. de C., en los que arrancó la Historia simultáneamente en Egipto y en Mesopotamia.
Los sumerios eran un pueblo primordialmente agrícola que supieron explotar notablemente las estrechas franjas cultivables en torno al Eufrates y al Tigris. Fueron capaces de crear un amplio excedente alimentario que hizo factible el desarrollo de grandes ciudades. Para abastecerlas, fue preciso el establecimiento de un sistema comercial que paliara la falta de autosuficiencia que caracteriza a toda ciudad.
El comercio, pues, nació muy pronto, en cuanto la economía dejó de ser exclusivamente agrícola. Esta es mi justificación para situar las anteriores historias en la época sumeria en vez de en la fenicia o en la griega, más importantes cuantitativamente si se quiere, pero más atrasadas en el tiempo.
También vamos a abandonar a nuestros amigos Pal, Buop, Uilt, Leru... Los habíamos conocido como hombres del Neardenthal, luego del Cromañón, posteriormente como colonos neolíticos del Creciente Fértil mesopotámico y en último lugar como sumerios. O para ser más precisos, los descendientes de estos últimos, Paallis, Bopsez, Wultsn, Lerursin... convivieron y se mezclaron con dicho pueblo asiático, que llegó no se sabe cuándo a la zona pero que creó la primera gran Civilización de la Historia (empatada en cuánto a tiempo, palmo arriba, palmo abajo, con la egipcia).
Una Civilización que, convendrá mencionar, influyó en los Pueblos de su entorno y en las Culturas que la siguieron, incluida la nuestra.
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Una partida de hombres primitivos, preocupados por su supervivencia, ha evolucionado hasta convertirse en una sociedad harto compleja. De una comunidad en la que todos tenían que hacer de todo, se ha pasado a otra, organizada y jerarquizada, en la que privaba la división del trabajo, reyes, aristócratas, clero, funcionarios, artesanos, comerciantes, soldados, campesinos y también, por desgracia, esclavos.
En el camino han ido apareciendo la Agricultura, la Artesanía junto a la Construcción (aún no la Industria) y los Servicios, en especial el Comercio, que unido a las innovaciones tecnológicas a la escritura y la transmisión del conocimiento, generaron un excedente que fue capaz de cubrir cada vez más eficazmente las necesidades de sus miembros; y todo ello, facilitado por una herramienta mágica llamada dinero. Esta civilización de hace 5.000 años, estaba muchísimo más cercana a la nuestra que la de las diferentes tribus amazónicas de nuestra época.