Qurtuba, Córdoba, se extendía en la lejanía ante los ojos de Abú Bakr Musa ibn-Sili. Sabía que las lágrimas no tardarían en salírsele. Siempre que volvía a ver su ciudad natal le ocurría lo mismo. Uno podía admirar las maravillosas capitales de Bagdag, Damasco, Alejandría e incluso, la infiel Constantinopla, pero ninguna tenía parangón con la suya. Bueno, quizá sí, pero a Musa no le importaba no ser objetivo. ¡Qué más daba! Cuando iba o venía de uno de sus largos viajes comerciales, ninguna le producía ese nudo en el estómago ni hacía que se le humedecieran los ojos.
A medida que el paisaje se le hacía más familiar, su corazón se le había ido acelerando. Primero, grandes extensiones dedicadas al cultivo del trigo y del olivo. Luego, próximos a las ciudades, unos huertos cuyo regadío intensivo, permitía no sólo abastecerlas, sino exportar. Como un árabe de su tiempo, Musa comprendía el inmenso valor que suponía el ingente esfuerzo de su pueblo en la construcción de canales, acequias y norias. Gracias a este trabajo, su agricultura había ido evolucionando de la extensiva y de secano, a la intensiva y de regadío. Arroz, azafrán, árboles frutales, como el manzano, el naranjo, el almendro y la higuera. Y también la vid, pese a la prohibición religiosa de beber alcohol, que al parecer, no era escrupulosamente observada. Todo aquello, que Musa conocía tan bien, completaba el rico panorama agrícola de los alrededores de la ciudad de Qurtuba, capital oriental de Occidente, en la que medio millón de habientes, quizá un millón, podían alimentarse sin problemas.
«¡Qurtuba mía, cuánto te he echado de menos!» —se decía—. «Esta es la última vez que te volveré a dejar.»
Y lo pensaba convencido. Seis veces, en los veinte y pico de años que llevaba comerciando con sedas y joyas, había salido de Córdoba en largas expediciones de negocios. Y en cinco de ellas había jurado que no se volvería a marchar, que se establecería definitivamente en la Capital del Al-Andalus. Pero después de disfrutar de su ciudad, amigos y familia por unas pocas semanas, se sorprendía planeando un nuevo negocio que, si bien conseguía apartar de su mente las primeras veces, poco a poco se le iba convirtiendo en una obsesión. Los que le conocían, sabían que cuanto más fuerte se empeñara en decir que no pensaba embarcarse en una nueva aventura, era que ya la fiebre de otra se había apoderado de su voluntad.
—Es una ocasión que sería una pena desperdiciar —empezaba a justificar su próximo viaje—. Después, podré retirarme y permanecer para siempre con vosotros.
Y claro, sus amigos, mujeres e hijos, asentían convencidos de que sus palabras eran una simple declaración de buenas intenciones.
Musa, además de comerciante, era un hombre ilustrado. Traficar con aquel tipo de mercancía significaba tratar con la élite de la sociedad, y ésta difícilmente admitía patanes. No es que los árabes, que constituían el escalón más alto del mundo musulmán, tuvieran una muy buena opinión de los comerciantes y trataran con ellos habitualmente. Pero Musa, era algo especial. No sólo había estudiado Derecho, la más popular de todas las carreras, especialmente entre todos aquéllos que pretendían obtener cargos públicos, sino también Medicina, Historia y Matemáticas.
Amante de la literatura, gustaba de disfrutar releyendo siempre que podía, un delicioso libro de cuentos cortos, publicado ya hacía unos cuantos años: «Las mil y una noches». Aventuras, fino erotismo, héroes, villanos, magia y un sin fin más de elementos configuraban las divertidas historias, cuyo relato Sherezade interrumpía intencionadamente al ver la luz del amanecer con el fin de seguir viva un día más. Aladino, Simbad, el ladrón de Bagdag y el mítico Califa de Bagdag, Harún Al-Rashid, eran sus principales protagonistas. Este último fue un personaje totalmente real que peleó con los bizantinos, estableció contacto con Carlomagno y, durante su reinado, Bagdag alcanzó su más alto grado de prosperidad. Musa no podía saber que tendrían que pasar nueve siglos antes de que el libro se «redescubriera» en Occidente, donde llegaría a constituir todo un best-seller.
Si le hubieran dicho que aquellos ignorantes, palurdos e infieles cristianos iban a ser capaces de apreciar tan delicioso libro, Musa, no se lo habría creído. En efecto, nuestro amigo, los conocía por las referencias de lo que se comentaba de ellos. Allá en el Norte, unos semi–salvajes montañeses que malvivían de unas tierras poco fértiles, que no se lavaban y que no sabían leer ni escribir, contrastaban fuertemente con la desarrollada y culta sociedad musulmana del Sur.
En la vorágine de tan erráticos pensamientos, la mente de Musa, que era un entusiasta aficionado a las Matemáticas, empezó a «alucinar» cuando se le ocurrió pensar cómo podrían aclararse sus vecinos, sin ayudarse de un ábaco, para hacer algo tan simple como una suma de, pongamos por caso, CDLXIX más MCMXXXIX. Por supuesto, ni pensar que con tal sistema, pudieran desarrollar algo semejante a los algoritmos, de los cuales, Musa, se consideraba un experto. El sistema hindú, basado en nueve dígitos era ideal, máxime ahora, que se había descubierto uno nuevo, tan simple y tonto, que nadie se explicaba cómo no se había pensado en él antes. El cero estaba solucionando más de un quebradero de cabeza matemático. (En un futuro no muy lejano, la mal denominada numeración árabe iba a imponerse para toda la Humanidad).
Pero de nuevo, los pensamientos de Musa habían vuelto a cambiar. Había recordado las tardes del verano pasado, cuando se puso a enseñar a sus hijos mayores los secretos de la Geometría. Por centésima vez en la última hora, volvió a pensar en los suyos.
Brevemente. En las postrimerías del primer milenio, la civilización árabe, y en especial el Al-Andalus, constituía una sociedad superdesarrollada. Hasta ahora, además de hablar de su rentable agricultura, hemos dado unas pinceladas del elevado nivel cultural, intelectual y científico que la caracterizaba. En efecto, los árabes asimilaron, en un principio el bagaje de conocimientos helénicos, y luego, lo superaron con creces en ramas como la Alquimia, las Matemáticas y la Medicina. Estando en contacto con Constantinopla y conquistando ciudades que pertenecían a su esfera de influencia, como Alejandría, supieron atraer hacia ellos, buena parte de los estudiosos y sabios bizantinos.
Para darnos cuenta de la diferencia con la subdesarrollada Europa, podríamos hablar de muchas más cosas. Pero hay una que es muy significativa: los cristianos no conocían todavía el papel, un invento chino del siglo II de nuestra era. Se tiene constancia de que el primer molino de papel funcionó en Bagdag hacia el 800 y que llegó a Al-Andalus, 100 años después. Este invento revolucionario, permitía que los libros árabes fueran muchísimo más baratos que los de pergamino que se usaban en el resto del mundo. El papel, aún tardaría unos trescientos años más en ser empleado por los occidentales.
En esta línea argumental, la Biblioteca de Qurtuba, contaba con 400.000 volúmenes, gracias a la labor de su anterior Califa, el sabio Al-Hakam. En toda la cristiandad no había algo que se le pareciera ni de lejos, si exceptuamos la cada vez más aislada Bizancio.
Estamos, pues, ante una sociedad culta y desarrollada. De nuevo, ambos conceptos aparecen íntimamente ligados. Partiendo de una buena base agrícola, junto a otros factores que ya conocemos (su comercio, su cultura, etc.), los árabes alcanzan el máximo nivel de todas las civilizaciones del momento.
—... y esta mañana, dando vueltas por la ciudad, me lo he pasado en grande —dijo Musa a sus contertulios. La velada acababa de comenzar.
Había invitado a cenar a varios de sus amigos como siempre hacía a la vuelta de sus viajes. Hablar de los viejos tiempos, cotillear sobre lo que se cocía en las altas esferas del califato andalusí, narrar las peripecias del viaje, comentar las nuevas tendencias literarias, ponerse al día de las novedades técnicas y culturales,... constituían el menú de postres que prolongaría la reunión hasta altas horas de la madrugada.
Musa no sabía qué era mejor, realizar viajes llenos de aventuras, o ponerse a contarlos. La verdad era que aquellas reuniones eran una auténtica delicia que ninguno de sus amigos, cultos, poderosos, ricos e influyentes, querría perderse. Habría, por descontado, otras en el futuro, siempre con Musa de anfitrión, y serían todas ellas muy entretenidas, pero ninguna podría compararse con la primera después del retorno: la alegría del reencuentro y la frescura de las noticias, elevaban el ambiente de la velada a algo casi mágico.
—No puedo creer que hayas encontrado algo interesante en nuestra provinciana ciudad —ironizó el cadí Yusuf—. Con las maravillas que hay en Damasco, Bagdag, Alejandría y con la de cosas fantásticas que siempre nos has contado, ¿cómo puedes haber encontrado «algo» entretenido aquí?
El ataque dialéctico de Yusuf les hizo gracia a todos.
—¡Ah bueno! —respondió de buen humor Musa—. Hasta en un villorrio como éste es posible encontrar algo con que entretenerse... Si se sabe buscar, claro. Lo que ya dudo es que tan ilustres cordobeses como vosotros seáis capaces de disfrutar contemplando las cosas sencillas de la vida.
—¿Quieres decir que te lo has pasado en grande observando las vulgaridades de la vida? —contraatacó Abdala, un afamado arquitecto—. Y lo que es peor, veo por tu expresión que piensas contárnoslo.
—No, lo peor —terció el poeta Abú Yacub— es que como corteses huéspedes que somos, no tenemos otro remedio que escucharte.
—Mi sentido de la hospitalidad —contestó Musa—, jamás me permitiría infligir la más mínima aflicción a mis invitados. Así que no os aburriré con las vivencias y pensamientos de un pobre y viejo mercader.
Apenas se produjo un breve silencio. Abenamar, médico y filósofo, aprovechó el resquicio para meter un poco más de pulla.
—¡Esa sí que es buena! Lo de pobre se hace más evidente a la vuelta de cada uno de tus viajes. Y lo de viejo, como médico personal tuyo, puedo afirmar que tú, tan senil como evidentemente demuestran tus palabras, acabarás enterrándonos a todos.
Las sonrisas se hicieron un poco más amplias. Empezaban a sentirse a gusto. Las inevitables bromas eran parte del ritual. En ello estaban, cuando otra persona hizo acto de presencia en la estancia.
—Veo que os lo pasáis muy bien sin mí —dijo Aixa al entrar. Copista de profesión, su pasión eran las tertulias literarias, culturales o filosóficas. Era asistente regular a las más importantes, donde se la recibía con gusto, pues se apreciaba su inteligencia y preparación. No era la única mujer que participaba en aquel tipo de veladas. En Córdoba eran varias las que estaban igual de preparadas, sino más, que los hombres.
—Mi buena Aixa, ¡qué alegría verte! —dijo Abdala—. Todo parece indicar que nuestro querido Musa se disponía a contarnos una de las nimiedades de la vida...
—¡Bah! No les hagas caso —respondió el anfitrión—. Merecerían que me callara.
Todos se pusieron a protestar educadamente: «¡Oh! ¡Venga! ¡Vamos!...»
—Además —continuó—, creo que después de pensar en ello, es una tontería. No merece la pena que perdamos el tiempo en ello. Es mejor que os cuente otras cosas de mi viaje, muchísimo más interesantes.
—De eso nada —dijo Yusuf, que no quería ser el blanco de los ataques de los demás durante el resto de la velada por haber impedido a Musa contar una de sus historias—, ya has conseguido intrigar a todo el mundo y no vas a callarte...
—La verdad es que —resumió Musa con intención de contar brevemente su vivencia matutina para así pasar a otro tema más apasionante—, he estado media mañana recorriendo el zoco y los bazares, especialmente la alcaicería. Lo único que he hecho ha sido observar, desde un punto aséptico, cómo la gente compraba y vendía. Dudo que os interese un asunto como éste. Es, simplemente, algo que me apasiona dada mi profesión.
Musa vio en el rostro de los demás que efectivamente el tema no les interesaba. Pero tampoco podía cortar en ese punto la historia. Se creía en la obligación de justificar, al menos, el porqué había sacado a relucir tan banal asunto.
—Si os he llamado la atención sobre ello, ha sido porque un suceso en la propia alcaicería me ha tenido reflexionando el resto de la mañana y ha hecho que me fijara, más si cabe, en las compras y ventas que se estaban produciendo.
»Me gusta perderme en los zocos porque uno siempre puede aprender algo, si es lo suficientemente humilde para reconocer que otros pueden saber más que él. Y esta mañana no ha sido una excepción. He visto un par de trucos nuevos.
»Sin embargo —Musa vio claramente en sus amigos que esperaban que les contara los trucos, cosa que desde luego no pensaba hacer—, el suceso del que os hablo no ha sido ninguno de esos dos.
»Un comerciante de sedas estaba ofreciendo un paño, realmente hermoso, a un cliente. Soy experto en sedas, es mi negocio, pero también lo soy en personas. Me bastó ver los ojos de ambos para comprobar que la cosa estaba cantada. El cliente se moría de ganas por comprar aquel paño y el comerciante, a pesar de su obsequiosa sonrisa, no me ocultaba que iba a hacer presa sobre aquel incauto, desarmado y confiado cliente.
»En efecto. Lo vi venir. Le pidió tres dinares de oro, unas veinte veces más que su precio allá en Bagdag. Estas sedas no son muy comunes todavía en esta parte del Islam, pero sí en Oriente, donde están de moda últimamente. Por cierto, me he traído unas cuantas, y sin la más mínima intención de hacer de vendedor, podría ofrecéroslas a un precio de amigo. (Eso es falso doblemente: Musa no desaprovechaba nunca ninguna ocasión de vender y lo «precio de amigo»... ¿para qué seguir? Les remito al capítulo tercero de este libro.)
»Y claro, me preguntaréis, ¿qué tiene de extraordinario todo eso que nos has contado? —O dicho de otro modo —completó Abdala—, ¡tanta palabrería para esto! —Pues a eso voy. Ya había desistido de contároslo. Pero vosotros mismos sois los que os habéis empeñado.
»El hecho es que el cliente aceptó, no sin antes regatear, quedando el precio final en dos dinares de oro y seis dirhams de plata. Desde entonces, una pregunta no cesa de rondarme por la cabeza: ¿por qué pidió precisamente tres dinares?
»Y claro está, cuando intento responderla, no puedo. Simplemente acuden a mi cabeza más y más preguntas. ¿Cuánto valía realmente ese paño? ¿En qué criterio se basaba el comerciante para fijar ese precio? ¿Por qué...?
»En fin, preguntas que yo como comerciante jamás me había hecho y lo que es más extraño, ignoro por qué no me las he hecho hasta hoy. Para mí era una cuestión bastante clara. Aparentemente. Se trata de sacar siempre el mejor precio, tanto comprando como vendiendo...
—Pues ahora que lo dices —comentó Abenamar después que Musa suspendiera sus palabras. Todos estaban ensimismados intentando encontrar las respuesta a las cuestiones del mercader—... Yo como médico, desconozco los criterios que me llevan a fijar la minuta para con los pacientes que trato. Quizás, lo único sea la costumbre de que tal tratamiento vale tanto.
—Ni yo sé sobre la base de qué pauta científica se establece lo que cobro por el diseño de un edificio —dijo Abdala—, máxime cuando soy el más caro de entre los de mi profesión.
—Pues si a eso vamos, yo como cadí —dijo Yusuf—, ignoro por qué mi salario es el que es, y porqué cuando se establece un litigio, determino las cantidades en concepto de multas, indemnizaciones y pagos. Salvo que así lo fije la ley, o la costumbre, lo único que me guía es que la cantidad me parezca razonable. Pero incluso en el primer caso, ¿qué es lo que guía a la ley a decir, en caso de que ocurra esto, páguese lo otro?
Abú Yacub, bastante falto de interés por el rumbo de la reunión, no pudo menos que soltar en medio de una corta risa:
—¡Ja! Pues ya me diréis cuánto vale una de mis poesías.
—¡Vaya! —se apuntó Aixa—. Cuando cobro por la copia de un libro, más o menos, el precio viene fijado por el tiempo que vaya a costarme hacerlo. Pero eso no es del todo cierto. Si el libro ya lo he leído, pido mucho más que si es nuevo para mí, con la esperanza de que no me lo encarguen. Además, si me interesa mucho, pido un precio muy bajo, puesto que no quiero perder la oportunidad de leerlo. Pero aun así, y para añadir más leña al fuego, si tardo un par de meses en copiar un libro, ¿por qué no cobro lo mismo que Abdala?, suponiendo, por supuesto, que éste tardara esos dos meses en diseñar una casa.
—¡Bueno, bueno! —dijo Musa—, parece que, después de todo, he abierto la caja de Pandora.
Estas misma preguntas, siglos después, volverían a hacérselas los primeros economistas. Constituyen las cuestiones básicas de la Teoría del Valor. Se estará de acuerdo conmigo que encontrar las respuestas correctas a tales preguntas se hace indispensable a la hora de la construcción de una correcta Teoría Económica.
Hasta ahora, sólo dar un aviso. Dada la ignorancia de la Teoría Económica de nuestros contertulios, los términos «Valor» y «Precio » los están empleando como sinónimos. Eso, desde un punto de vista conceptual es bastante incorrecto.
«Valor», económicamente hablando, hace referencia a algo intrínseco, inherente al artículo, invariable y que se mide en unidades diversas. El «Precio», es externo, variable y se mide en dinero. ¿Queda claro? No, ¿verdad? Pues sigamos y no se preocupen demasiado si la cosa empeora. Confíen, que al final se verá más claro.
La reunión había derivado a un punto bastante infrecuente dentro de lo que son los temas comunes de discusión entre los intelectuales y los círculos elitistas.
—Ya el mismísimo Aristóteles —dijo sorprendentemente Abenamar—, se hacía preguntas como éstas. Parecía que no acababa de entender cómo productos de una alta utilidad para la gente, como por ejemplo, el pan, tenían precios bastante más bajos que otros de una utilidad menor, como las joyas.
El que alguien cite a Aristóteles en medio de una discusión intelectual, hace que se agudicen las mentes puesto que nadie quiere demostrar que no está a «nivel». El reto, pues, estaba lanzado.
—La verdad es que Aristóteles no lo tenía fácil —siguió Abenamar—. Si las cosas deben valorarse por su utilidad, los médicos deberíamos ser los hombres más ricos del mundo ya que no hay cosa más preciosa que la salud y la vida.
»De todos modos —continuó—, el griego no estaba muy preocupado por este tema. Cuando hace referencia a este tipo de asuntos, está más por la ética de la Economía que por lo otro...
—Veo que dominas a Aristóteles, pero no nos vayamos por las ramas —cortó Abú Yacub—. Aunque poca poesía hay en lo que discutimos, la verdad es que me ha picado la curiosidad.
—Por lo que decís —reflexionó Aixa—, estamos hablando de dos cosas diferentes al parecer: la utilidad que nos proporciona una cosa y su precio.
—Evidentemente —dijo Musa—. Y lo que se trata es de ver qué relación existe entre ambas.
—¡Eh! Me niego a que llaméis «cosa» a mis poesías.
Rieron de buena gana no bien hubo acabado Abú Yacub de hacer patente su protesta. Pero así les quedó claro que no sólo se trataba de hablar de «cosas» materiales.
—Reflexionemos —dijo Abdala, cuya mente cartesiana no pudo resistir la tentación de desenredar aquella aparente contradicción—. Por lo que parece, las «cosas», dicho sea entre comillas para que Abú Yacub no me muerda, tienen un «Valor». Este valor, podemos decir que es algo propio de la «cosa». En cambio, cuando la compramos o vendemos tiene un precio, que no parece guardar relación con dicho «Valor».
»Además —continuó medio sonriendo —, no conocemos qué es lo que determina que te pidan una exageración de dirhams, que tu ofrezcas una cantidad ridículamente inferior y que al final se acuerde un precio bastante diferente a lo que te propusieron y contrapropusiste.
—¡Muy bien! —exclamó Aixa—. Tenemos tres cuestiones y desconocemos la respuesta a las tres.
—Quizás pueda serviros —dijo Musa—, que os comente que, como cualquier comerciante sabe, cuanto más cantidad de un artículo existe, menor es su precio, o mejor, menos se puede pedir, porque menos van a estar dispuesto a ofrecerte por él.
—¡Ajá! —algo vio claro Yusuf—. Cuanto más hay, menos valor tiene... Se inició un conato de abucheos contra el juez, pues con lo que había dicho demostraba que no había entendido gran cosa.
»... ¡Eh! ¡Eh! No os pongáis nerviosos. Ya sé que hemos distinguido entre el valor y el precio de un artículo. Lo que iba a decir, si me hubierais dejado, es que cuanto más hay, menos valor tiene... en la cabeza del comprador y del vendedor. O dicho de otro modo, menos se aprecia...
—No —replicó Abenamar—. Te estás liando. El «Valor» es algo intrínseco del producto, con independencia de que lo apreciemos más o menos.
—Creo que estamos yendo por buen camino —dijo Aixa—. Hay dos cosas que me vienen a la mente y quizá nos ayuden.
»La primera, es de una historia de «Las mil y una noches». Le preguntaron a un emir cuánto estaría dispuesto a pagar por un vaso de agua si estando en el desierto careciera de ella. La respuesta del emir fue: «la mitad de mi reino». A continuación le preguntaron, cuánto estaría, de nuevo, dispuesto a pagar a un médico, si ese agua quedara estancada en su cuerpo y no pudiera volver a salir de una manera natural. Su respuesta fue: «la otra mitad». La historia acaba con una moraleja sobre las respuestas del emir, pero que no viene a cuento sobre lo que estamos discutiendo.
»La segunda, es una pregunta que os hago a todos vosotros. ¿Cuánto pagaríais por uno de los libros que ya poseéis y, se supone, habéis leído?
—¿Y bien? —la invitó Abdala a seguir.
—Pues que las cosas tienen, para una misma persona, una utilidad diferente según qué circunstancias. ¡Elemental querido Abdala!
Todos quedaron en silencio asimilando una verdad tan evidente.
—Aun así —siguió Musa sus pensamientos es voz alta—, no hemos acabado de determinar cuál es la relación entre utilidad, «Valor» y precio.
—Pues yo creo que ya lo tengo claro —dijo Abenamar—. Las cosas tienen un valor, y además éste es fijo e inmutable. Aunque aún no hemos llegado a aclararnos cómo calcularlo. Otra cosa diferente es que, según personas y circunstancias, esa cosa tenga una mayor o menor utilidad, real o imaginaria. Y esa utilidad real o imaginaria, será mayor o menor cuanta menor o mayor sea la cantidad disponible de ella.
—No he entendido nada de lo que has dicho —dijo Abú Yacub— . Me lo repitas.
—¡Sí hombre! —se metió por medio Yusuf—. ¡A ver si te lo explico con un ejemplo! Si estás muy hambriento y te ofrecen la única manzana que queda de comida, podrías llegar a pagar por ella un precio muy alto, porque muy alta sería la satisfacción que esa fruta te proporcionaría.
»Pero aún sigues hambriento, y por casualidad aparece una segunda manzana. Tu barriga sigue reclamando alimento, aunque no con la misma furia que hace un momento. Si bien sigues dispuesto a pagarla cara, te lo pensarás dos veces antes de decidirte a dar lo mismo que antes, porque esa segunda manzana ya no te va a proporcionar la misma satisfacción que la primera. Ya no la aprecias tanto. Así que la compras a un precio más bajo, ya que te has puesto cabezón y el vendedor se da cuenta que no va a poder sacarte lo mismo que antes.
»El hambre, menguada aunque no lo suficiente, sigue reclamando. El granuja del vendedor saca una tercera manzana. El precio, por supuesto será más bajo, porque la satisfacción que te proporcionará esa tercera, será menor. Y así sucesivamente.»
—Con lo cual —dijo Abú Yacub para demostrar que sí que lo había entendido—, si el vendedor hubiera mostrado todas las manzanas a la vez, el comprador habría hecho una ponderación mental del lote, y no una a una.
»Si hay abundancia de manzanas —siguió— apenas les doy importancia, en cambio si no hay casi, las sobrevaloro. ¿Os dais cuenta que siendo una manzana siempre una manzana, la voy a apreciar de una manera diferente según circunstancias?
»Por lo que —concluyó el poeta, cuyas musas le inspiraban aquella noche ideas muy diferentes a la poesía—, el precio por unidad que estará dispuesto a pagar, dependerá de la utilidad que le proporcione la última manzana que piense comprar.
—En resumen —siguió Aixa—, cuantas más manzanas compres y te comas más satisfecho te vas a quedar en total, eso es innegable, pero menos vas a valorar cada una ellas. Y como menos las valoras, menos querrás pagar...
—Por tanto —remató Abú Yacub—, cuando existe una cantidad determinada de manzanas a la venta, acaba resultando que el precio lo determina la satisfacción que ofrece esa dichosa última unidad.
En realidad habían ido mucho más lejos al resumir con esas frases la solución a la paradoja de la utilidad. A esta conclusión, en verdad, se llegaría unos mil años después:
Se trata de la teoría de la Utilidad Marginal Decreciente. Con el ejemplo de las manzanas fue como me la enseñaron en la Facultad. Y con ese ejemplo, la entendí. Nada descubro hasta el momento, de no ser el hecho que, con este planteamiento, damos cerrojazo a unos doscientos años de darnos tortazos contra un muro para llegar a establecer una teoría sobre el precio de las cosas, aunque no de su «Valor».
En ella lo que se establece es que, para un individuo en particular, se equipara la utilidad de un producto con el precio que está dispuesto a pagar por él. (Para ser purista debería haber escrito utilidad marginal en la frase anterior, pero así como la he dejado queda más clara).
Es así de simple y sencillo, pues, pago según considero que va a serme de utilidad. Y la utilidad es muy subjetiva y caprichosa:
Comprar productos exóticos, por escasos, nos proporciona una gran satisfacción. Cuando dejan de ser raros, «pues como que» dejan de llamarnos la atención. Si recuerdan, hace algunos años, se introdujo en España el Kiwi, fruta importada de las antípodas. Fue un éxito y alcanzó precios muy elevados. No era un postre para diario, por ello en las pocas ocasiones en que aparecía en la mesa, constituía un motivo de fiesta. Al cabo de unos años, se cultivó en nuestro país. Era posible, pues, tomarlo con más frecuencia. ¿Lo seguimos apreciando igual, o más bien se ha convertido en algo común? ¿Nos proporciona la misma ilusión, o más bien una cierta indiferencia?
La teoría de la Utilidad Marginal, pues, es algo ante lo cual cabe realmente quitarse el sombrero, pues es de lo mejorcito y de ella emanan modernos planteamientos sobre la Oferta y la Demanda, en los que no entraremos, pues son de manual. Expresada, de esta manera, mi más profunda admiración por esta teoría, debo decir que, no obstante, alguno de los aspectos de la misma no acaban de «encajar».
—No estoy de acuerdo con vosotros —dijo Musa, una vez que todos alabaran la incidental aportación de Abú Yacub. Con la cabeza algo baja, y el semblante pensativo, siguió un rato en silencio.
Yusuf creyó haber entendido la razón de la disconformidad del mercader, por eso le dijo:
—Se ve a las claras que esta idea que entre todos hemos ido sacando, tiene un problema de orden práctico. ¿Cómo nos ponemos a medir la utilidad de esa última manzana para todos y cada uno de los hombres que vayan a comprarla?
—No, no se trata de eso lo que me preocupa, sino que hay algo que hemos pasado por alto. Y que conste que lo que decís es bastante cierto. El problema está en otro lado y no caigo en cuál.
Ahora fue el turno de todos de no comprender nada.
—¿En qué quedamos? ¿Estás de acuerdo con nosotros o no lo estás? —le preguntaron.
—Las dos cosas.
—La más elemental de las leyes de la lógica nos dice que una cosa no puede ser ella misma y su contraria. Así que te rogamos que te expliques —pidió Abenamar.
—No intento burlarme de vosotros —respondió Musa—. Pero es que todo lo que hemos dicho no cesa de darme vueltas en la cabeza; es como si quedase un cabo suelto y eso impidiese que las ideas se asentasen de una maldita vez.
»Vayamos por partes. No me preocupa que nuestro planteamiento sea difícil de poner en práctica. Esa no es una razón que invalide nuestra teoría. Las cosas son lo que son, independientemente de la facilidad, simplicidad y capacidad de los instrumentos materiales e intelectuales que dispongamos para comprenderlas, desarrollarlas o hacerlas.
»No, lo que no me cuadra son dos tipos de cosas que habéis comentado. La primera, es eso de que, ante una cantidad dada de producto, el precio se determina en función de la satisfacción que produce la última unidad comprada.
»La segunda, es que seguimos sin determinar el «Valor» fijo e inmutable de la cosa.
»Todos conocemos que, para determinados productos, los dirigentes establecen precios políticos, pues así lo consideran oportuno para el buen gobierno del Estado. Algo similar podríamos decir de los gremios, que fijan «arbitrariamente» un precio para sus productos y servicios. Este caso es el que me hace decir que ni estoy de acuerdo ni en desacuerdo con vosotros.
—¡Claro! —se le hizo la luz Aixa—. Según lo que hemos dicho, las personas están dispuestas a comprar una determinada cantidad de manzanas hasta que la última les proporcione una satisfacción que deberá ser, por lo menos igual, a la del dinero que deben entregar por ella.
»Y esto significa —continuó Aixa—, que el vendedor deberá subir o bajar su precio a un nivel en el que pueda vender todas sus manzanas.
»Pero cuando se establece un precio «político» o «fijado», ya no es la satisfacción del cliente junto a la cantidad existente la que determina el precio, sino que es al revés, será dicho precio el que determine cuanta cantidad estaremos dispuestos a comprar en función de la satisfacción que vayamos a obtener por la última unidad —concluyó Musa que acababa de caer en la cuenta de aquello que no le encajaba.
—Me he perdido —dijo Abdala, que mientras hablaba Aixa, había dejado que su mente divagara con peras, naranjas y manzanas—. ¿Puedes repetirlo?
—Mejor lo verás con un ejemplo —intervino Musa.
»Imaginemos que ni gobernantes ni gremios intervienen y se deja actuar libremente al mercado. Pues bien, supongamos que en un determinado momento, hay, digamos, mil manzanas a la venta, y como consecuencia de ello se establece un precio de un dirham por unidad.
»A este precio, para una cantidad determinada, en ese momento y en ese lugar —repitamos una vez más—, la satisfacción que proporciona la última unidad comprada por cada cliente se equipara a la utilidad del dinero que está dispuesto a pagar por ellas.
»Pero, por descontado que no todos pagarán una cifra idéntica, ni comprarán la misma cantidad de manzanas, ni regatearán con la misma intensidad, ni les gustarán lo mismo... Pero al final del día, podremos decir que se ha producido un precio promedio.
»Ahora bien, supongamos que el gremio ha decidido que el precio por manzana sea de dos dirhams. En ese caso, no sólo es que no lleguen a venderse las mil unidades, puesto que muchos pensarán: a un dirham, a mí me convenía comprar seis manzanas, pero a dos dirhams, con cuatro me planto, ya que así se equipara de mi dinero con la satisfacción que me producen. (Si hacen la multiplicación, comprobarán que no les cuadra, pero es que la utilidad es subjetiva, no aritmética)
—¿Realmente pensáis que alguien actúa de ese modo cuando va de compras? —preguntó Abú Yacub.
—Conscientemente, no, desde luego —respondió Musa—. Pero en el fondo de nuestra mente, actuamos de un modo no muy diferente.
»Veamos el caso contrario. En él, lo que se producirá será la situación inversa: si el Gobierno baja el precio de las manzanas a medio dirham, se comprarán más manzanas, pues por la misma cantidad de dinero, o incluso menos, vamos a obtener una mayor satisfacción. Si antes a un dirham por manzana comprábamos seis, ahora a medio, podremos comprar, digamos ocho, y por ellas tan sólo tendremos que pagar cuatro dirhams.
»Por tanto, cuando se fija «desde arriba» el precio de un artículo, nuestra teoría de la utilidad menguante, curiosamente, seguirá funcionando, aunque a la inversa de lo que decíamos, ya que lo que ocurrirá es que, dado un precio, compraremos una cantidad u otra en función de nuestra percepción de su utilidad.
»Incluso esta excepción tendría su propia excepción. Y es que hay productos que se pongan al precio que se pongan, dentro de unos límites, todo sea dicho, la gente los compra en la misma cantidad, o casi, ya que no tienen otro remedio que hacerlo. Si doblamos el precio del pan, el consumo del mismo apenas bajará a menos que se encuentre otra cosa con el que substituirlo. (Nota: he puesto la palabra pan por lo que significaba en aquel periodo. Es lo que ocurre hoy con la gasolina, que por mucho que suba de precio, su consumo se resiste a bajar. Cuando ocurre esto, decimos que el producto tiene una demanda inelástica con respecto al precio. Si quisiéramos liarla más podríamos hablar de productos cuya demanda sube cuando sube su precio, especialmente cuando se confía que siga subiendo en un futuro. Me estoy refiriendo a los productos con los que se puede «especular», cuyo ejemplo más representativo serían las acciones. También podríamos citar que en algunos casos, el oro, la plata, los diamantes, los terrenos, los inmuebles, etc., pueden comportarse de esta especial manera).
Quedaron unos momentos silenciosos, asimilando la nueva vertiente que acababan de descubrir sobre «su» teoría.
–Nos queda la segunda causa de mi disconformidad —dijo Musa cuando creyó oportuno romper con la línea de pensamientos en la que los había enfrascado durante el último rato—. Aunque después de lo que hemos estado diciendo ya no sé si estaba de acuerdo, en desacuerdo o ni lo uno ni lo otro.
»Y es que con nuestro planteamiento —siguió después de observar sus sonrisas—, no acertamos a definir algo que antes nos ha comentado Abdala: el «Valor» cierto, fijo e inalterable de una cosa.
—Es que —expuso Abú Yacub—, si fuerais poetas en vez de hombres prácticos podríais entender mucho mejor el alma de vuestros semejantes y lo que las cosas son, pero sobre todo, lo que representan para ellos.
»Las cosas no tienen ningún valor por sí mismas, ni tan siquiera se les puede atribuir una «tasación» universal con la que todos estemos de acuerdo.
»Las cosas, entre ellas mis poesías, tienen un «Valor» en función del hombre, no por ellas mismas. Tus sedas, Musa, no valdrían nada si no hubiera hombres sobre la Tierra. Ni los libros, ni las casas, ni mi poesía...
»Y si es el hombre la medida de las cosas, permítase esta licencia poética, esta medida no puede por menos que ser diferente. Que en un determinado tiempo y lugar, una comunidad de hombres asigne un precio más o menos fijo a las cosas, no debe hacernos pensar que las cosas «valen» algo por sí mismas, y ni mucho menos, que ese precio pueda ser considerado como algo universal.
»Tú, Musa, como mercader nos has dicho que viste el «Valor» de un paño de seda en los ojos de un cliente y cómo el vendedor lo «leyó» en ellos. ¿Acaso crees que lo que había en esos ojos se puede llegar a interpretar mediante algoritmos? ¿Por qué crees que ni Aristóteles ni nadie ha conseguido esclarecer el misterio?
—Yo, Musa, mercader y amigo vuestro, declaro que esta es la primera vez en mi vida, y la última, que voy a pensar en este asunto. La verdad es que me lo he pasado francamente bien, aunque no parece que hayamos llegado a ninguna parte...
—Ves Musa, cómo sí que hay algo interesante en nuestra provinciana ciudad —se desdijo Yusuf—. Y antes al contrario, yo que también me lo he pasado francamente bien, creo que sí que hemos llegado a alguna parte...
—Bien, bien —cortó Aixa—, creo que antes de volver a ponernos a discutir sobre lo mismo, me gustaría que nuestro anfitrión nos contara las nuevas sobre Bagdag. ¿Es cierto que en palacio...?
Musa faltó a su palabra. Antes de su próximo viaje volvieron a enzarzarse varias veces con el mismo asunto.
Es más que probable que reuniones sobre esta cuestión tuvieran lugar en cualquier momento de la Historia. El mismísimo Aristóteles ya se hacía preguntas sobre esta paradoja. Pero no será, en realidad, hasta los relativamente recientes años en los que la Economía empieza a tratarse como una Ciencia, que el misterio de la Teoría del Valor alcance a verse elevado a la categoría de «materia económica a resolver científicamente».
No es casual que ése fuese uno de los primeros temas al que intentaran dar explicación. Ni tampoco lo es, que hasta hoy en día no haya estado claro.
Recuerdo que en mis tiempos de estudiante, este asunto llegó a fascinarme, gracias a mi profesor, Ernest Lluch, que tuvo la habilidad de sembrar en nosotros «la funesta manía de pensar». Lamento profundamente su asesinato a manos de terroristas etarras. Su amor por la verdad, calidez humana, actitud dialogante, principios democráticos y honradez personal, de nada le sirvieron ante la barbarie. Si tan solo sus asesinos hubieran asistido a unas pocas de sus clases, habrían sido incapaces siquiera de tocarlo.
De él tengo grabado en mi mente que un día en clase citó que dos economistas clásicos, y siento mucho no recordar sus nombres, que eran buenos amigos pero que tenían profundas discrepancias teóricas, llegado un momento en el que la discusión se hizo especialmente tensa, uno le dijo al otro: «No estoy de acuerdo en absoluto con lo que Ud. dice, pero defenderé con mi vida el derecho que tiene Ud. a decirlo». Ernest Lluch, suscribía ese pensamiento como propio.
Recuerdo, asimismo, que el desencanto que me produjo llegar a saber que aún no se le había dado solución, me llevó a mirar con una cierta suspicacia y desconfianza algunos de los planteamientos teóricos de esta, sigo opinando, apasionante Ciencia.
Confío que de mis palabras no se infiera que pretendo situarme por encima de los conocimientos actuales de esta Disciplina. Sería ridículo. De hecho no estaría aquí escribiendo todo esto, si otros no se hubieran quemado el cerebro intentando dar soluciones.
Es el momento de expresar mi admiración por Piero Sraffa. Consiguió hacer que «disfrutara», durante todo un curso, debanándome los sesos, con un «librito» suyo, de sólo 120 páginas, llamado «Producción de mercancías por medio de mercancías». Recuerdo haber escrito de él, en el examen, que nuestro buen hombre había estado intentando descubrir la «piedra filosofal» de la Teoría del Valor. Hoy en día sé que no pudo encontrarla. Se pasó sesenta años para escribirlo (un compañero mío dijo que eso era totalmente falso, que sólo empleó dos años en escribirlo, y que los otros cincuenta y ocho, los dedicó a resumirlo). No voy a citarlo en mi relación bibliográfica, pues me siento incapaz, hoy por hoy, de volver a releerlo, estudiarlo y analizarlo. Si lo comento aquí es porque, fue la otra persona que me sirvió de acicate para que continuara volviendo una y otra vez a pensar en la «Teoría del Valor».
El fallo de las soluciones planteadas al problema del «Valor», exceptuando la Teoría de la Utilidad Marginal, que además no se centra en él sino en el precio, estaba, como creo haber demostrado a lo largo de la tertulia de Musa, en ser demasiado cartesianos, en pensar demasiado en la «cosa» y demasiado poco en el hombre.
Es como si la cuadriculada mente occidental no pudiera admitir la incoherencia existente entre «Valor» y precio. Las cosas, según esa forma de pensar, deben tener un orden, una medida fija y universal: metros, kilos, litros, color, sabor, etc. y «Valor». Quizá una mente más oriental pudiera encontrar una solución diferente a este enigma. Los occidentales andamos preocupadísimos por el precio «real» de las cosas. Apenas permitimos el regateo en nuestras transacciones cotidianas. El cliente compra o no compra, en función del precio (y de otras variables) y punto. En cambio en Oriente, o en otro tipo de sociedades no occidentales, el regateo se impone, tal vez porque ellos mismos tienen claro que el precio no es más que un acuerdo entre el comprador y vendedor expresado en dinero (que recordemos, tampoco sabemos muy bien lo que vale). Cada uno tratará de obtener el mejor provecho de la operación, y en ese momento lo que actuará será la «Ley de la Utilidad Marginal Decreciente».
Por ese motivo he creído conveniente situar tan irreal discusión en una tertulia árabe. Ellos amaban la Ciencia y los desafíos intelectuales, pero también tenían una mentalidad oriental. Podría haber sido una mezcla explosiva que, por qué no, hubiera permitido dar solución a tan complicado asunto.
Musa había vuelto a emprender un nuevo viaje. No aguardó ni cuatro meses de inactividad. El rabo de lagartija que llevaba en el cuerpo lo había impelido hacia más aventuras.
Dos noches atrás había celebrado una cena de despedida con sus amigos. Inevitablemente el tema del precio de las «cosas» había salido a colación.
En un momento de la velada, el propio Musa había planteado una nueva objeción a lo que ellos llamaban utilidad menguante (y que nosotros mucho más precisos, llamamos Utilidad Marginal Decreciente. Lo de «marginal» es un adjetivo que colocamos los economistas para indicar que es precisamente lo que «está en el margen», lo que determina el precio).
—Imaginemos que durante un periodo, existe, aproximadamente, la misma cantidad de bienes. Si nuestra proposición sobre la utilidad menguante fuera completamente válida, los precios serían, más o menos, estables.
—Más bien —terció Aixa—, lo que se deduciría de nuestra teoría sería lo contrario, que con el curso de los años, los productos tendrían que bajar puesto que producen cada vez menos gozo.
»Habría una excepción, claro, y es que de repente la cantidad disponible del producto bajara dramáticamente o que se produjera un cambio en la moda, o en los gustos, y aumentara nuestra apreciación de éste; vamos, que nos pusiéramos a pedirlo como locos.
—Gran verdad hay en lo que en primer lugar decías —aduló Abú Yacub utilizando su particular retórica—. A todos nos pasa. Recuerdo que me hizo una gran ilusión comprar mi primer caballo. El siguiente, menos. Y ahora, el último, apenas...
—Sí, y nos pasa con todas las cosas, o casi —siguió Musa—. Y lo más seguro es que tuvieras que pagar más por ese caballo que por el primero.
—Pues así ha sido, y en cambio, aquél fue mejor que éste.
—Entonces, esto da al traste con nuestra teoría —dijo Abenamar.
—No del todo, no del todo —respondió Musa parodiando la retórica de Abu Yacub—. Hay mucha verdad en nuestro planteamiento. Sólo que no toda. Hay otros componentes.
»Pensemos en lo que en realidad son los precios. Según lo que hemos dicho, son el resultado de una negociación en la que intervienen por un lado los factores «psicológicos» que hemos comentado, pero además están, por el otro, la habilidad de cada una de las partes y la fuerza que puedan llegar a tener.
»Si, como es evidente, los precios son cada vez más elevados, eso quiere decir que, transacción a transacción, la fuerza y habilidad de una parte se imponen a las de la otra.
—Y ya sabemos qué parte de las dos es la que se va llevando el gato al agua. ¿No, Musa? —apuntilló Aixa.
Musa, aguantando el golpe, reflexionó por unos instantes y se dispuso a responder...
Evidentemente, Musa, jamás empleó las palabras «factores psicológicos», sino una expresión equivalente. Importa poco.
Una cosa es cierta: desde que el mundo es mundo, los precios de las cosas, en general, han seguido una tendencia creciente. ¡Ojo!, no en términos reales, sino monetarios. (Como los economistas necesitábamos comparar los precios de las cosas en dos momentos diferentes, tuvimos que inventarnos el concepto de precios constantes. Es simplemente, quitarles los efectos de la inflación. Si nuestra manzana costaba un dirham un año, y un dirham y medio diez años más tarde, pero el coste de la vida — precios y salarios—, había subido un cincuenta por ciento durante ese mismo periodo, podríamos decir que a precios constantes la manzana seguía valiendo lo mismo, ya que ésta había subido lo mismo que el coste de la vida.)
Pero volviendo a la cuestión anterior, ¿por qué suben los precios?
Creo que Musa nos lo ha explicado con su última deducción. Con ella obtenemos otra causa por lo que la teoría de la Utilidad Marginal Decreciente no acaba de explicarnos completamente la realidad. Si lo hiciera al cien por cien, los precios serían estables, pues tenderían al equilibrio (siempre y cuando no se produjeran los supuestos que mencionaba Aixa: una cantidad disponible distinta o un cambio en los gustos).
Por supuesto sufrirían alteraciones ocasionales o estacionales hacia arriba y hacia abajo, pero a largo plazo, estas variaciones se compensarían. Más aún, dada la productividad creciente actual, deberían tender a bajar. En cambio la verdad se muestra de manera muy diferente: la inflación es una constante dentro de nuestra realidad económica.
Lo cual sólo se explica de un modo: cada una de las partes intenta sacar la mayor tajada posible. Y en esa pugna hay un ganador a los puntos..., al menos en apariencia.
Mi opinión acerca de las causas de la inflación no se centra exclusivamente en el simple monetarismo, como en capítulos anteriores pudiera haber parecido. El monetarismo es una teoría que explica que cuando hay exceso de moneda —como cuando el Banco Emisor de un país se dedica a fabricar billetes a troche y moche— se produce una inflación de precios. Lo cual es cierto. Totalmente. A lo largo de la Historia, gobernantes asfixiados por su incapacidad de hacer frente a los gastos producidos por sus sueños megalómanos, o simplemente por su inutilidad para administrar decentemente, se han dedicado a «quebrar» y desvalorizar la moneda.
(En un determinado momento, sirva de ejemplo, las autoridades romanas, decidieron falsificar una de cada ocho monedas, haciéndola de metal en vez de plata.)
Pero lo que ya no es cierto, es que el exceso de dinero sea la causa única de la inflación. Sino que es más bien una consecuencia de esa lucha, de ese regateo, que antes mencionábamos. Si la expresión «mayor tajada», la cambiamos por excedente podremos decir que la inflación es el resultado de la lucha por la apropiación del excedente.
El que haya más dinero en circulación, hará posible que suban los precios, pero no será la causa de su subida. La causa estará en las peticiones de mayores precios por parte de los vendedores (la Oferta). No confundamos las causas de un hecho, con las condiciones necesarias para que éste se produzca.
Si admitimos este planteamiento, y sobre todo el hecho de que hay un «ganador» que consigue precios más altos de una manera progresiva, llegamos a otra conclusión. Se ha venido diciendo, también, que la inflación la causa el exceso de Demanda. Esto choca de frente con lo que estamos afirmando. La Demanda no provoca la inflación, salvo puntual y aisladamente. Es la posición de dominio de la otra parte, la Oferta, la que la ocasiona. Por tanto, se comprenderá que discrepe abiertamente de la Política Económica tendente a reducir la subida de precios mediante actuaciones restrictivas al consumo. ¿No les parece algo maquiavélico dedicarse a hacer la vida imposible a los compradores para que así los vendedores no suban los precios? Y además de maquiavélico, no es muy coherente.
Habíamos dejado la reunión el momento que Aixa decía: «Y ya sabemos qué parte es la que se va llevando el gato al agua. ¿No, Musa?»
—Casi te diría que tienes razón, Aixa —respondió Musa—. Pero lo que ocurre es que yo veo que nuestra gente tiene cada día más cosas. Es más rica. Aunque las cosas le cuesten más monedas que antes, no por eso compran menos productos. ¡Claro!, porque también ellos tienen más monedas.
—¡Oh no, por favor no! —exclamó Yusuf—. En cuanto parece que tenemos algo claro, a alguien se le ocurre otra cosa para amargarnos la existencia. ¿Os dais cuenta de lo que supone la última afirmación de Musa?
»Si hay más monedas, la utilidad de la última de ellas será menor que si hubiera menos. Por lo que nuestra teoría inicial, sí que se cumple, ya que al tener más dinero lo apreciamos menos y por tanto estamos dispuestos a pagar más por las cosas...
—Con lo que —intervino Musa ansioso de quitarse la espina que Aixa había clavado sobre los de su profesión—, no queda claro quién es el que acaba ganando, puesto que aunque la gente acabe pagando más, también compra más, porque tiene más.
¿Se dan cuenta del berenjenal en el que nos hemos metido?
Si recordamos el tercer capítulo en el que hablábamos sobre el Comercio y todo lo que hemos dicho en éste, más de uno llegará a pensar que no hago otra cosa que contradecirme. ¿No decíamos que el vendedor siempre tiene la sartén por el mango? ¿No es él, quien por su preparación se lleva la mejor tajada?
En efecto así es para la mayoría de las transacciones. De hecho no podemos decir que al Comercio las cosas le hayan ido mal a lo largo de su dilatada carrera. Ni mucho menos. Pero es que también, una sociedad al ir evolucionando, se ha ido haciendo más rica, capaz de producir e intercambiar más cosas, a precios progresivamente más altos. Aunque sólo aparentemente, porque a precios constantes los artículos no suelen ser más caros. Más bien es al contrario. En una sociedad poco rica, la mayor parte del presupuesto familiar se dedica a la alimentación. Cuando va desarrollándose una comunidad, los precios de la comida suben y mucho, pero sin embargo, la proporción de dicho presupuesto familiar que se dedica a servir la mesa es sensiblemente más bajo.
Expliquémoslo con monedas. En un momento dado, nuestra familia ganaba 100 doblones al mes y dedicaba 75 a comida, pues éramos muy pobres en un país muy pobre. Pero veinticinco años más tarde, las cosas habían mejorado mucho. Ahora ganamos 1000 doblones, y nos gastamos 450 en alimentos.
Analizar estas cantidades nos puede llevar a conclusiones erróneas. Tan falso es pensar que ahora la comida es más cara, como creer que los vendedores de alimentos son los que han salido perjudicados.
Parece, pues, que nos encontramos ante una cierta contradicción. Pero no nos preocupemos, ya que es sólo aparente. Lo que puede provocarnos esta confusión es el hecho de que estemos acostumbrados a pensar en términos de que unos ganan y otros pierden. Y esto no es así. Cuando una sociedad evoluciona económicamente, todos ganan. Hay que pensar en términos del «pastel» y de su tamaño creciente.
La inflación actúa como un velo que dificulta hacernos una clara idea de cuánto iba antes a cada una de las partes (no sólo compradores y vendedores) y cuánto va ahora.
Sigamos suponiendo cosas. En esos 25 años, no es descabellado pensar que la sociedad ha duplicado su nivel de producción.
Nuestra familia podía adquirir antes con esos 100 doblones, digamos, 400 porciones de excedente. Ahora con los 1000, puede conseguir 800.
Por tanto, en nuestro ejemplo, al principio, comprábamos 300 porciones de comida (=400 x 75 100) . Ahora son 360 (=800 x 450 1000 ).
En realidad ocurre así. A medida que somos más ricos, comemos mejor. Y al ser éste un fenómeno generalizado, tanto vendedores como compradores ganan pues hay más necesidades satisfechas.
Si con lo dicho he conseguido explicarme, es el momento de seguir. Pues bien, en este contexto, ¿importa mucho que los precios sean cada vez más altos? ¿Tiene mucho sentido la obsesión por combatir la inflación al precio que sea?
Particularmente, no he considerado la inflación como ese algo demoníaco que economistas y gobernantes se han empeñado en combatir. Evidentemente es un problema, eso no lo niego, y si la inflación es muy gorda el problema es muy gordo. Pero dentro de ciertos límites, pienso que hacemos más mal que bien cuando la combatimos. Es como si quisiéramos matar moscas a cañonazos, máxime cuando apuntamos el cañón hacia las moscas consumidoras en vez de aplicar un inteligente insecticida sobre las moscas que realmente la provocan. (Les recuerdo que, en mi opinión, la inflación provocada por la Demanda sólo se produce puntual y esporádicamente.)
Cuando se realiza un planteamiento herético como éste, se corre el riesgo de ser rechazado de un modo fulminante. Pero, rogaría que nos desprendiéramos de los estereotipos al uso y que pensáramos en los términos que venimos apuntando a lo largo del presente capítulo.
Nuestra primera reacción puede ser pensar: «¿Cómo es posible que no considere a la inflación como un problema grave de nuestro sistema económico?».
La respuesta, a la gallega, es simple: «¿Ud. qué prefiere, que hablemos de cuántas porciones de pastel le van a corresponder, o que hablemos de cuántos doblones de más va a tener que pagar por el mismo trozo de pastel que antes?» (Suponiendo, claro está, que la inflación no pase de unos límites razonables.)
Llegados a este punto, podríamos preguntarnos cuál es la forma de actuar de los que poseen la fuerza en el mercado. Para explicarla, pensemos que sólo es una de las partes es profesional: la que conoce el producto y la idiosincrasia de sus clientes. Ya no se trata exclusivamente de una experiencia de 4.000 años (?), sino que se están empezando a conocer y a desarrollar modernas técnicas de Psicología aplicada. ¿Recuerdan?
Lo primero que sabe el vendedor es que el cliente ignora el «precio justo» de la mayoría de los productos (sólo conoce unos pocos; de los demás simplemente tiene una idea aproximada, e incluso de muchos otros, bastante equivocada).
Otro aspecto, es que muchos artículos no son exactamente iguales entre sí, lo que dificulta realizar comparaciones (no existen dos trozos de carne iguales, ni dos manzanas, ni son iguales dos modelos similares de coche de fabricantes diferentes, ni dos pisos con los mismos metros cuadrados ...)
Quien sí que conoce el precio de mercado es el que ofrece el producto. Es su negocio y lo vive. Realiza contactos con unos y otros, sabe esto y lo otro, se pone al día...
Bien pues, supongamos que los precios de una determinada gama de productos llevan más o menos estables durante un tiempo. Llegará un momento en el que la Oferta, cuando vea una oportunidad, intentará conseguir algo más, simplemente pidiéndolo. Le podrá salir mal (como en raras ocasiones ha ocurrido), así que no tendrá más remedio que plegar velas y volver a la situación anterior, quedando a la espera de una nueva oportunidad. Pero lo normal es que acierte.
Si el precio del producto es conocido, y la subida no es exagerada, el tema se saldará con algunas cuantas protestas, pero se le acabará aceptando el nuevo precio. (Por ejemplo, una barra de pan que costaba 25 céntimos de maravedí, ahora se piden 27.)
En cambio, si el precio no se conoce muy bien, el cliente, suele asesorarse o investigar por su cuenta. Luego comprará o no, en función de que dicho precio le parezca «adecuado». (Sea el caso de pedir por un piso 121.000 maravedíes ó 122.500).
En ambos casos, la Ley de la Utilidad Marginal Decreciente no acaba de funcionar de un modo muy «fino» y ajustado al milímetro. No tiene porqué hacerlo: la percepción de utilidad es subjetiva, y la mente del comprador difícilmente percibe una diferencia significativa para esos 2 céntimos o para esos 1.500 maravedíes. Y eso el vendedor (la Oferta, en general), lo sabe. Esperará más o menos, pero al final verá su oportunidad, y la aprovechará.
Así pues, los compradores irán aceptando, poco a poco, esos nuevos precios como «normales». Al vendedor (la Oferta), salvo necesidad imperiosa, no se le pasará por la mente bajar sus precios a los niveles anteriores. Por consiguiente, una vez «aceptados », los precios ya no bajarán más que en contadas ocasiones. (Esta verdad universal tiene una excepción en los productos estacionales o de campaña. Sin embargo pese a que oscilan, a largo plazo, mantienen una tendencia creciente.)
No existe, por contra, un mecanismo permanente que contrarreste la posición de fuerza de los que imponen los precios (a veces el Gobierno en algunos países para algunos productos de primera necesidad, pero acaban siendo ineficaces). Y al no existir, los precios suben, y se estabilizan en un nivel superior, que en un futuro volverá a ser rebasado.
Si admitimos que el consumidor no aprecia como significativos pequeños cambios en el precio, esto implica que podríamos decir que todo producto es inelástico dentro de ciertos límites: nadie deja de comprar un pan por 2 céntimos más.
Al ser los artículos inelásticos para intervalos pequeños de precio y al «aceptar» el consumidor al cabo de un tiempo, su nuevo nivel, lo que se produce, de hecho, es un desplazamiento: el límite máximo que de lo que estaríamos dispuestos a pagar se ha convertido en su nivel normal. En un futuro volverá a mostrar nuevas inelasticidades y por tanto facultará nuevas subidas.
En los gráficos que vienen a continuación se muestra lo anterior de un modo sencillo. La Demanda «oficial» de los economistas ortodoxos se representa a la izquierda. A la derecha se muestra mi particular visión de la misma.
La curva clásica de Demanda, izquierda, nos muestra que para un precio determinado (6 reales de vellón) los clientes van a pedir una cantidad concreta (200 poesías). En cambio, a 3 reales, las poesías que demandarán serán 500. Por tanto la cantidad es inversamente proporcional al precio; a medida que este último suba o baje, la Demanda le llevará la contraria.
Pasemos a la figura de la derecha y retomemos el ejemplo de las barras de pan: antes se vendían mil de manzanas a 25, pero cuando se pusieron a 27, se siguió vendiendo lo mismo porque esa variación no influía en el comprador. Así pues, la curva de Demanda tendría una forma de escalera, porque para que las cantidades demandadas varíen, son precisos saltos significativos en los precios. El pan debería subir hasta los 28-29 céntimos para que se redujera a 900 la cantidad pedida.
Pero pasados algunos meses o años, 27 se considerará como el precio normal, así que cuando si se ponga a 29, volverá a no dársele importancia y se seguirá vendiendo la misma cantidad de mil barras de pan. Entonces, en cada una de estas subidas nuestra escalera cambiará: el escalón de precios que suponía la venta de 1000 unidades ya no será el mismo (25 a 27 céntimos), sino uno que estará por encima (27-29), y así una y otra vez.
Antes he dicho que todos ganan cuando una sociedad evoluciona; se podrá estar en desacuerdo, pues la realidad demuestra que, incluso en las más desarrolladas, siempre hay pobres. Desgraciadamente. Lo que ocurre es que los pobres de las sociedades ricas pasan miserias y hambre, y los pobres de las sociedades pobres, se mueren de hambre.
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¿A cuánto el cuarto y mitad? ¿Por qué este título? En los mercados españoles tradicionales existe la costumbre de dar los precios por cuartos de kilo (quizá así resulten menos escandalosos). A mí siempre me había hecho gracia eso de «póngame cuarta y mitad». Pensé que una expresión muy de nuestro mercado, se adaptaba mucho mejor a lo que pretendía desarrollar en lo tocante al «Valor» de las cosas.
A propósito, recuerdo a mi madre, que cuando le indicaban el precio, decía automáticamente: «¡Venga! ¿Cuánto me quitas?». Luego, el vendedor ponía cara de pena y respondía, «Bueno, pero sólo por ser Ud...». Hoy, resultaría imposible que lo hiciera en un supermercado o en un gran almacén.
Y sin embargo, estas grandes empresas de venta masiva, no andan muy lejos del viejo sistema del regateo. Su política de ofertas y promociones es, de alguna manera, una sofisticación moderna del mismo. Por supuesto, tienen otras armas, Marketing, Merchandísing, Publicidad, etc. En realidad, al actuar de ese modo rompen, de nuevo, el planteamiento de la Utilidad Marginal Decreciente, (que no creo deba volver a repetir). Una investigación, bajo el prisma de la Teoría Económica, de la influencia del Marketing y la Publicidad sobre el comportamiento del consumidor y sus consecuencias en la Oferta y la Demanda, así como sobre el precio resultante, sería un desafío mas que conveniente:
Partiendo de la realidad de que las cosas carecen de «Valor», de la Teoría de la Utilidad Marginal Decreciente, con todas las alteraciones que hemos comentado y de los fenómenos de venta masiva actuales, podríamos llegar a mejorar la comprensión sobre el comportamiento de los precios.
Iniciemos, como es habitual, el resumen del presente capítulo. La descripción del mundo árabe de la época de Musa, además de ser una excusa para acercarnos a la «Teoría del Valor», nos lleva una vez más a mostrar los pilares de una sociedad desarrollada. Y entre ellos, hay uno del que no me canso de resaltar: la formación científica, técnica, cultural...
La Economía de hecho, como ya va haciéndose cada vez más patente, es algo humano. La calidad de ese elemento humano determinará la «calidad» de la Economía de una sociedad.
En cuanto al problema de la determinación del «Valor», ese auténtico quebradero de cabeza para los economistas, sólo puede dársele una solución coherente si admitimos que no existe como algo intrínseco, sino que es algo subjetivo y por consiguiente diferente para cada persona. Por tanto no cabe hablar de «Valor» sino de precio.
Y la mejor teoría que lo explica es la de la Utilidad Marginal Decreciente: «Para una cantidad determinada de género, el precio de un artículo lo determina la utilidad (o satisfacción) de la última unidad comprada». No obstante, existen algunos conceptos que esta ley no consigue abarcar o atinar:
1. Cuando los precios se fijan fuera de la actuación normal del mercado.
2. No explica el «Valor» de las cosas.
3. La existencia de inflación permanente pone en tela de juicio esta Teoría, cuando lo lógico sería que los precios fueran estables.
4. Finalmente, al ser el dinero una mercancía más, con su propia carga de utilidad subjetiva, hace que el modelo se complique.
Del primer punto decir que el hecho de que se fijen fuera de la actuación normal del mercado, no constituye un gran problema, ya que la ley sigue funcionando por el otro lado.
Del segundo, no nos preocupa que no explique el «Valor» de las cosas desde el momento que admitimos que éste no existe. Pero sí que depende de una estimación subjetiva de la utilidad de las mismas. ¡Ojo, ojo! No estamos diciendo que depende de una evaluación subjetiva del producto, sino de la satisfacción subjetiva que esperamos obtener de él. Y éste, curiosamente es uno de los principios básicos del Marketing, que explota la Publicidad tanto cuanto puede: «No se venden productos —peras, patatas, electrodomésticos, coches, pisos, etc.— sino la satisfacción que esos productos representan». Y la satisfacción que un producto puede llegar a proporcionar cubre una amplísima gama de aspectos, en su inmensa mayoría de carácter psicológico: desde el mero hecho de comprar el producto, de poseerlo, pasando por la sonrisa amable y aduladora del vendedor y llegando al disfrute que su uso o consumo nos va a proporcionar, sin olvidarnos de la envidia que vamos a causar a los demás. ¡Qué poco intervienen los factores racionales en un acto de compra y qué fácil lo tiene el Marketing simplemente asociando a un producto las promesas de felicidad, salud, sexo, prestigio, etc..., que nos va a otorgar!
Del tercer punto, lo lógico sería que los precios fueran estables. Éste quizá es el principal fallo de la Teoría de la Utilidad Marginal Decreciente, ya que no tiene en cuenta las relaciones de fuerza dentro de la Oferta y la Demanda, y de cómo en su intento de llevarse el gato al agua mediante el viejo truco de pedir más por lo mismo, se acaba generando inflación. Y dentro de ese contexto, existe una de las partes, o varias, que pugnan por obtener el mayor y mejor trozo de la tarta. Cosa que provoca que pase lo que pasa con los precios. Así pues, la Teoría de la Utilidad, habría que restringirla a periodos concretos de intercambio y decir que, a largo plazo, el factor de la lucha por obtener el máximoexcedente genera un proceso de aumento de precios. La explicación del mecanismo que la produce, se encuentra en el hecho de que un consumidor no asigna un importe fijo e inmutable a los productos, lo que permite que se produzcan pequeñas y constantes subidas de precios por parte de la Oferta.
—¿Y los salarios? ¿Por qué no habla de ellos como copartícipes de la inflación? —me preguntarán.
—En primer lugar —responderé— porque estamos hablando de los precios y del «Valor» de las cosas, no de los salarios. Y si con esta excusa no tragan, no me quedará otro remedio que decir, que pese a la doctrina generalmente aceptada de nuestras doctas autoridades económicas, la inflación no la genera el que paga lo que le piden por una cosa, sino el que pide cada vez más por ella. Es una cuestión de lógica. Nadie pagaría más que antes por una cosa de motu propio. Es por lo que decía que no creo mucho en la inflación de Demanda. De todos modos, no queda otro remedio que admitir que los aumentos salariales, al poner más dinero en circulación acaban generado inflación. Pero no por los propios aumentos, sino debido al mecanismo que explicábamos unas pocas líneas arriba, máxime cuando el que paga lo que le piden, no tiene una percepción muy afinada de la utilidad y precio normal de las cosas. Diferenciemos, de nuevo, causas de las cosas y condiciones necesarias.
Y finalmente del cuarto punto, la estimación subjetiva del dinero, complica las cosas. Cuando la cantidad de dinero aumenta, lógicamente, tendemos a apreciar menos cada unidad monetaria (lo que pensamos que vale el día de hoy, una Peseta, un Franco, una Libra, un Dólar o un Euro difiere bastante de lo que pensábamos que valía años atrás). Luego ya no sólo se trata de que la satisfacción que un producto nos proporciona, se iguale con la del dinero que hemos de dar por él: también hemos de asignar un valor (ahora ya sin comillas) al dinero que hemos de entregar. En una palabra, tenemos una vara (unidad de medida) que es de goma, que con el paso del tiempo se encoge, por lo que cuando queremos determinar qué trozo de tela estamos dispuestos a conseguir hoy por la vara, necesitaremos reajustar mentalmente nuestra particular valoración de la mencionada vara. Por descontado, esto no invalida la Teoría de la Utilidad en sí misma, simplemente la complica.
Y dónde nos lleva todo esto. Quizás a un punto que no hace mucho hemos mencionado, el de plantearnos a la luz de la Teoría Económica la problemática del «Valor» subjetivo de las cosas y de sus precios, teniendo en muy en cuenta los factores psicológicos y de lucha por la apropiación del excedente que intervienen, así como los trucos que se emplean (y hoy más que nunca).
Cambiemos, pues, de enfoque y pongámonos a estudiar qué pasa con los precios cuando una marca ha conseguido hacerse un hueco en la mente de la gente (la C-cola la conoce todo el mundo, pero casi nadie a la T-cola).
O cuando una campaña ha convencido a sus clientes sobre la «diferencia» de su producto (los vaqueros L, hechos en Sabadell, son los auténticos, esa es su diferencia sobre los tejanos J, también hechos en Sabadell, en la misma fábrica, pero con otra etiqueta).
O lo que representan ciertos distintivos adosados (por qué un restaurante consigue por la preparación de sus platos cobrar cinco veces más por manjares igual de nutritivos que otro que no tiene a la puerta los cinco tenedores).
O lo que ocurre cuando a un artículo le ponemos una palabra mágica: «oferta» o «de rebajas» (aunque cueste prácticamente lo mismo).
O los efectos del Merchandísing (que dependiendo de cosas tan peregrinas como su diseño, color y situación dentro de un establecimiento provocan, reacciones diferentes sobre el comprador en el sentido de no hacer preciso bajar los precios para vender más).
Podríamos poner infinitos ejemplos más. Pero creo que no son necesarios. Lo necesario es bajar a la arena y que nos pongamos a reelaborar nuestra teoría analizando lo que en verdad está ocurriendo en el mundo real. Esto constituye un campo de investigación enorme, que ya lo están estudiando las propias empresas, por su propio provecho, evidentemente.
Es preciso pues, corregir y ampliar los supuestos en los que se desenvuelve esta Teoría, que es muy válida como punto de partida. Excede, desgraciadamente, de las posibilidades de este libro, puesto que habría que analizar cómo se percibe la utilidad que cada producto proporciona, necesidad a necesidad y por grupos de compradores homogéneos...
Por lo tanto, opino que la Teoría Económica no debe quedarse atrás estancada en la búsqueda de un valor universal. La derivación hacia una Teoría del Precio, sería un buen comienzo.
Bien, punto y seguido. Un poco más al Norte están ocurriendo otras cosas. Veámoslas.