El modelo neoclásico, el que se enseña en casi todas las universidades del mundo, tiene una filosofía que deriva de los Clásicos de la Economía, es decir, de aquéllos que establecieron por vez primera lo que llamaron “las leyes de la economía”. Según el principio la suma de intereses individuales coincide con el interés general. A. Smith uno de los primeros sostenedores de esta doctrina, dice que el carnicero no nos vende carne con la intención de hacer un bien a la sociedad, sino que lo hace movido por el interés personal, por el egoísmo. Lo mismo con el zapatero, el sastre Al final, como cada uno obra en interés propio, la sociedad está servida con lo que el egoísmo institucionalizado le ofrece. A. Smith basó sus observaciones en lo que sucedía en su época, cuando las empresas empezaban a competir unas con las otras en un ambiente que bien podría denominarse entonces el modelo de competencia perfecta. Ese modelo, ya lo dijimos, establece que hay muchas empresas, por lo tanto, ninguna de ellas, por sí sola, puede alterar el precio de mercado, por lo tanto todas compiten en una atmósfera de paz y armonía. No sabemos si eso era así; lo que sí sabemos ahora es que el modelo de la libre competencia no es el que rige en el mercado internacional; más bien, el mercado se estructura sobre la existencia de grandes corporaciones; cada una de ellas tiene la misión de eliminar del mercado a las rivales. En este proceso, la suma de los intereses individuales no concuerda con el interés general. Tal como lo dijimos anteriormente, ninguna empresa está en el negocio de producir bienes y servicios, todas están en el negocio de ganar dinero, como sea, usando cualquier instrumento para lograrlo. El empresario se ha convertido en un ser anormal para quien, debido a los bonos de “eficiencia” que recibe, recurre a cualquier artimaña para aumentar los ingresos, todo esto, por supuesto, a costa del consumidor y de la sociedad.
Para justificar esta manera de ganar más y más, las corporaciones transnacionales acuden a la doctrina del neoliberalismo, esto es al Consecuencialismo, el que postula que una acción es moralmente permitida si y sólo si produce mejores consecuencias que cualesquiera de otras acciones alternativas; es decir, si produce las mejores consecuencias posibles. A esa clase de acción es que denominan la “acción óptima”, definición que se mantiene aún en el caso de que en vez de opti-mizar las consecuencias buenas, minimizara, con relación a las otras acciones, las malas. Como corolario, se tiene que una acción que produce menos que el óptimo es una acción equivocada, mala.
Hay algunas reglas que debe seguirse, según la teoría; entre ellas, aquélla que afirma que una acción es mala en el caso de que si todos la realizaran, las conse-cuencias no podrían ser buenas, tal, por ejemplo, el acto de robar manzanas, pues si todos lo hicieran, todos perderían. Otra vez se comete el error de universalizar lo que sólo es particular, puesto que los que no tienen manzanas nada tienen que les puede ser robado, por lo que salen perjudicados sólo los que son propietarios de manzanas. Pero la gran contradicción de estos argumentos es que excluyen del análisis a las grandes corporaciones, que son en realidad las verdaderas unidades que toman las decisiones importantes para una sociedad real. En un sistema capita-lista, el individuo no tiene ningún poder de decisión que contrapese a la acción de las transnacionales, aunque los grupos sí pueden adquirirlo. Como se sabe, las grandes transnacionales son las que conforman los mercados oligopolistas a nivel mundial, oligopolios que se encuentran en permanente estado de guerra entre sí, para cumplir con sus deseos de eliminarse recíprocamente del mercado. Por esta razón es que las mejores consecuencias que esperan producir son aquellas que beneficien a la propia corporación, no a las otras empresas ni a la sociedad.Sin embargo, lo más importante de todo es que el Consecuencialismo parte de la premisa de que el interés de cada uno coincide con el interés general, algo que está demostrado que es completamente falso. Ningún mercado no regulado puede hacer que los intereses individuales coincidan con el interés general, los intereses de las empresas individuales ni siquiera coinciden con los intereses de las otras; el mercado, por otra parte, solamente beneficia de quienes tienen algo que vender y a los que tienen ingresos suficientes para comprar; los demás no existen. El mercado no regulado es excluyente. El único ente que puede, en principio, obrar con vistas al interés general es el Estado por medio de un Gobierno no elitista y con el poder suficiente para llevar a cabo las acciones que permitan corregir las deformaciones del mercado. Pero, por ese lado, encontramos otro enemigo paralelo al del mercado no regulado: la corrupción, fuerza que destruye cualquier institución, por vigorosa que ésta sea; ama y señora de cualquier muro levantado o por levantar.
La ética del empresario está basada en un solo objetivo: ganar más.
Si le preguntamos a un médico para qué trabaja, responderá: “lo hago para ganar dinero” ¿y para qué quiere dinero? “pues para subsistir y mejorar la calidad de vida de mi familia”; lo mismo nos dirá un zapatero, un albañil o un ingeniero. Esto parece natural y nada habría de anormal en esta actitud; sin embargo, si la pregunta va dirigida a un empresario, nos dirá que él gana dinero con la intención de ganar más dinero y luego más aún. De esta manera, la fórmula de vida del capitalista es: ganar más dinero, para ganar más dinero y luego, más dinero: siempre ganar más dinero; nada más que ganar más dinero. Esta actitud sí es anormal; es anormal desde la lógica y es anormal desde la concepción misma de la vida; por ello pone mucha levadura en nuestros sensores de sentido común. Escoger una profesión, cuyo medio, ganar dinero, es también el fin, ganar dinero, es tener el espíritu convertido en un nido de amebas en continuo estado de feroz voracidad. El ser humano se convierte en parásito. La cosa se pone más espinosa si es que tomamos en cuenta que para cumplir con su medio-fin, el empresario acude a todas las estrategias concebibles, permisibles o no permisibles. El empresario del capitalismo de oligo-polio no regulado, al fincar su razón de ser en esa fórmula absurda, descuida la necesidad de trazarse un objetivo que pueda considerarse humano.
Por otra parte, el ser humano del capitalismo maduro ha hecho de la ganancia eco-nómica la única razón de ser de su existencia, por el grado de competencia exacer-bada de cada individuo. Quienes postulan un capitalismo no regulado tienen como paradigma al individuo estadounidense, el que sufre de una gran soledad y se debate en el miedo crónico que le influye la necesidad de no cumplir con su única meta: “tener más que el otro”. El capitalismo no regulado nació deshumanizado; ha hecho que el ser humano se convirtiera en un tornillo de la máquina productiva o en un robot que tiene una sola visión: ganar más para ganar más. De este modo, el socialismo de la ex URSS y el capitalismo de los países desarro-llados tienen algo en común: ambos convirtieron al ser humano en masas impersona-lizadas. El socialismo, por su negación del individuo como algo importante en el devenir humano; el capitalismo no regulado, por la negación de lo colectivo y del sentido de solidaridad entre los humanos. No estoy seguro de cuál de los dos es peor; de lo que sí estoy seguro es que los países subdesarrollados deben escoger un modelo capitalista diferente al que ahora está destruyendo el mundo. Creo que podemos encontrar un sistema que, sin la pretensión de hacer desaparecer el capitalismo como tal, utilice la ciencia económica para elevar el nivel de vida de la población nacional y la libere de la humillación de ser el recetario sólo para que el empresario maximice beneficios a costa de todo. Ese es el propósito fundamental DELC.
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