En cuanto al despoblamiento zacatecano, para Moctezuma (2009:12) “la metáfora de pueblos fantasma es totalmente real”, el estado tiene un crecimiento poblacional cinco veces menor a la cifra nacional y destaca que desde 1995 el estancamiento de la población ha provocado un crecimiento que de manera permanente es cercano al cero.
El investigador señala que a partir de 1990 se intensificó el despoblamiento en la entidad, ya que las tasas de crecimiento medias anuales cada vez eran menores; sin embargo afirma que “1995 es sin duda el año en el que comienza a fraguarse el despoblamiento ya no relativo sino absoluto”.
De 1990 a 1995 este fenómeno estuvo presente en 20 municipios de Zacatecas, durante el quinquenio siguiente la cifra se incrementó a 34 municipios y para el 2005 eran ya 42 los que presentaban una tasa de crecimiento poblacional negativa (Moctezuma, 2009:14).
Referente al despoblamiento en la entidad, Moctezuma (2009) señala que las zonas que no viven este fenómeno, comprenden municipios con “mayor nivel de urbanización, desarrollo social y de empleo, sobre todo en el ámbito de los servicios”, en el caso de la región central, mientras que en la sureste explica que la situación “probablemente se debe a que esa región se ha incorporado recientemente a la migración internacional”.
De igual forma I. Szasz hace referencia a “los cambios que desencadena la migración masculina o femenina en la autoestima de las mujeres, en su capacidad para tomar decisiones y en las relaciones de poder dentro y fuera de la familia” (en Chávez, 2008:10).
A continuación se presentan dos visiones del papel y posición que desempeñan las mujeres, esposas de migrantes, en relación a su estructura familiar que conforma o reconfigura la familia del migrante:
Las condiciones de las mujeres que se quedan en las comunidades de origen, se encuentran en los estudios de Rivermar (2002:76), quien aborda los costos sociales y emocionales de la migración para la gente que se queda en la comunidad de origen, sobre todo para las mujeres, siendo que no viven en casa propia, sino con sus suegros y en todo momento son vigiladas por ellos, por tanto deben ser nueras subordinadas.
A su vez, cuando los hijos van creciendo, comienzan a viajar con sus padres y cuando éstos comienzan a llegar a la cuarta década de sus vidas, sus estancias en la comunidad de origen son cada vez más prolongadas hasta que se hacen definitivas.
En las investigaciones de Marroni (2002:32), la migración del esposo y de algunos de los hijos en cadena puede ser un factor de desintegración familiar, ya que “existen disputas por el control de los ingresos, en torno a la división del trabajo y por el ejercicio del poder y control de la sexualidad en el caso de las mujeres”.
La académica señala que la jefatura de hogar genera controversias. “El patrón migratorio y las características de la circularidad o retorno del migrante imprimen parte de las dinámicas familiares y son factores específicos de tensiones”, incluso Marroni (2002:32) indica que el dominio patriarcal -su erosión-, así como conflictos de identidad de género como efecto secundario de los nuevos roles familiares por los arreglos que provoca el fenómeno migratorio pueden ser constatados en varios estudios.
De acuerdo con Arizpe (1980:30), el patrón migratorio que es definido por el ciclo doméstico -en el cual se turnan el padre y los hijos, conforme a sus edades- se le conoce como migración por relevos. También indica que para las unidades campesinas la migración es un mecanismo que utilizan como estrategia de sobrevivencia.
La emigración trastoca las relaciones familiares por la ausencia prolongada de los varones. En la investigación que realizó Fagetti (1992:326) en San Miguel, una comunidad del estado de Puebla, señala que algunos trabajan de ocho a nueve meses en Los Ángeles y luego vuelven a casa, mientras que otros pueden tardarse dos o tres años sin regresar, aunque de los que no se espera nada, son de aquellos que después de varios años ni envían dinero ni noticias.
De acuerdo a las investigaciones de Rivermar (2002:71), realizadas en el suroeste de Puebla, los hombres se inician en la vida migratoria al cumplir los 15 años o al terminar la secundaria y se casan con una joven de su comunidad entre los 19 y los 24. Para la suerte de las jovencitas, viven con sus maridos en Estados Unidos hasta que sus hijos comienzan a crecer y es cuando quedan depositadas con sus suegros.
Conforme a diversas investigaciones se puede decir que existe un vínculo más fuerte entre las mujeres que migran y sus comunidades de origen, en comparación con los hombres que migran; en el primer caso la regularidad de las remesas es puntual, mientras que en el segundo, las irregularidades están presentes e incluso corren el riesgo de cesar sin previo aviso.
Lo anterior se puede ejemplificar con las mujeres migrantes filipinas, quienes sin importar cuán lejos estén de casa, continúan asumiendo su responsabilidad de mantener unida a su familia, consolidarla. Ellas se comunican de manera regular a través del teléfono, incluso dos veces por semana, a través de mensajes de texto vía telefonía celular o llamadas, por ello se les dio el adjetivo de cellphone mothers, término que se podría traducir como madres de larga distancia o incluso madres telefónicas (Dizon-Añonuevo, 2002:24).
Una de las visiones que se tiene en correlación con los roles que deben asumir las mujeres -esposas de migrantes- que se quedan en su lugar de origen, al partir la pareja, son ser el sostén de la familia mientras dure la ausencia masculina; administrar el patrimonio de la familia y por último educar a los hijos (Mummert, 1988:284).
Incluso, los resultados de las investigaciones de campo muestran que gracias al trabajo que desempeña la mujer en sus comunidades de origen, el hombre puede quedarse largas temporadas en Estados Unidos, ya que los hogares funcionan de manera tal, que facilitan la ausencia del jefe de familia (Mummert, 1988:288).
El género femenino es esencial en el proceso migratorio, cumplen múltiples roles, “los estudios de caso reiteran este hecho, proponiendo que de esta manera la esposa no sólo apoya, sino que permite o posibilita la emigración del hombre” (Mummert, 1988:288).
De la relación entre la migración masculina y la jefatura del hogar, se tiene que en los hogares con migrantes, los hombres ausentes, siguen siendo considerados como los jefes de la familia, ostentan la figura de autoridad, la cual debería ser consultada para tomar cualquier decisión; sin embargo, al partir el varón, la autoridad de facto la ejerce la mujer y el título se lo queda el hombre sin poder ejercer los derechos (Mummert, 1988).
Por su parte, D’Aubeterre (2002:294) señala que la ausencia de los maridos genera a las esposas una mayor carga de trabajo, así como el incremento de su injerencia en la toma de decisiones domésticas, incluso mayor presencia en los asuntos comunales. “Faltaría determinar hasta qué punto bajo estas circunstancias se erosiona la jefatura del ausente, o si por el contrario la distancia contribuye a la idealización de su autoridad”.
Se considera que la partida de los esposos migrantes puede favorecer “la emergencia de espacios de enunciación para las mujeres, o dar lugar a la disputa por el reconocimiento de su agenda social” (Zárate 2000; Maldonado y Artía 2004); pero también implica una sobrecarga de trabajo comunitario, el cual se efectúa “casi siempre en representación de los maridos ausentes” (en Ariza, 2007:478).
Para D’Aubeterre (2005) esos roles públicos que ejercen las mujeres no les garantiza el acceso a una ciudadanía plena, ya que “la noción de ciudadanía puede reajustarse fácilmente para dar cabida a ciertas categorías emergentes de mujeres, preservando al mismo tiempo las fronteras básicas de la jerarquía de género” (en Ariza, 2007: 472 y 475).
Lo anterior ocurre porque la participación y/o presencia del género femenino en la arena pública sólo ocurre por la mediación de una figura masculina. D’Aubeterre (2005) enfatiza que se acentúa cuando el género, la etnicidad y el contexto se potencian, destaca que “a pesar de que la migración propicia la ampliación de los espacios de interacción de las mujeres, el acceso a ellos sigue dependiendo de la negociación con los varones, simbolizada con la figura del permiso” (en Ariza, 2007: 472 y 475).
Algunos estudios ya mencionan algunos efectos negativos de la migración, los cuales se manifiestan cuando se termina la ausencia y se retoma la convivencia familiar: “la difícil reintegración al grupo doméstico, las sospechas mutuas de infidelidad de parte de los cónyuges, que en ocasiones llegan a los golpes” (Mummert, 1988:286).
También existe la posibilidad de que el migrante regrese sin recursos, enfermo, alcohólico y tal vez con deudas, ante ello y primero por su ausencia, la mujer debe hacerle frente a la contingencia diaria para alimentar y sostener a su familia (D’Aubeterre, 2002:290).
De acuerdo a Loza (2007:54), en la mayoría de los casos representa un cambio brusco y no sólo en el ritmo de vida que se había estipulado, sino también en “la readaptación de las relaciones de género entre un sujeto migrante que el trasnacionalismo ha cambiado y las mujeres e hijos(as) que asimilaron los cambios en el hogar”.
Algunos de los aspectos mencionados se pueden observar en el caso de estudio de María de la Luz Camarillo Valadez, psicóloga que desarrolló una investigación de campo acerca de cómo se vive el proceso de reintegración de los migrantes después de años de ausencia. El trabajo de campo duró ocho meses y se reestructuró el contrato matrimonial de la pareja, así como conectar los lazos afectivos de padres e hijos.
El migrante, después de 40 años de no vivir con ellos, se reencuentra con su familia; sin embargo él se perdió las etapas del ciclo vital de sus hijos, incluso ni siquiera estuvo presente en el nacimiento de su hija menor. En cuanto a los aspectos culturales, Camarillo explica que mucha gente de las comunidades rurales que no tiene acceso a la escritura pierde la comunicación con sus seres queridos, porque las llamadas telefónicas son ocasionales.
En relación al fenómeno migratorio, los hijos no se fueron a Estados Unidos, se quedaron en México para estudiar, dos terminaron la universidad y el resto cursó la secundaria o carrera comercial porque se casaron y abandonaron las aulas. Camarillo documentó que la reacción ante el regreso del padre fue de gusto en primera instancia, ya que siempre se hablaba de él en casa, a su vez los nietos se mostraron curiosos porque no lo conocían.
Para el migrante el desconcierto mayor fue que al irse, dejó pequeños a sus hijos y ahora el trato es frío, distante porque no existe la cercanía emocional al no haber crecido junto a su padre.
También indicó que para el padre que se integra al hogar que dejó 40 años atrás es muy complicado el bagaje cultural que produjo la transculturización de las costumbres mexicanas con las norteamericanas.
Como se puede apreciar en el caso de estudio presentado por Camarillo, cuando se presenta el fenómeno migratorio se altera a la familia y los roles que interpretan sus miembros. A pesar de que en el caso la comunicación se mantuvo presente durante la estancia del migrante en Estados Unidos, llegó a ser una figura desconocida para sus hijos.
La sociedad tiene que adaptarse a los nuevos cambios y por tanto, responder a las realidades que viven hoy en día. En cuanto a los grupos domésticos transnacionales, se genera una especie de adicción, en palabras de Gregorio (1998) una “dependencia cada vez mayor de las remesas”, por ende se consolidan los grupos domésticos trasnacionales para así lograr mantener a los miembros que residen fuera del país.
De acuerdo a Moctezuma (2009:37-38) al inicio del evento migratorio, se consideran a las remesas sólo como sumas de dinero; sin embargo “así como el dinero no puede explicarse por sí mismo, las remesas tampoco”.
Derivado de los resultados de sus investigaciones, es posible identificar un patrón cultural en las remesas, el cual se manifiesta en cuatro aspectos: reafirmar de manera permanente las relaciones familiares; asegurar la expresividad afectiva; atender situaciones de emergencia y promover la distinción o la diferenciación social entre los miembros de las comunidades.
Las remesas familiares podrían clasificarse siguiendo varios criterios: implican un fuerte significado de responsabilidad cuando su frecuencia está asociada a la manutención y la cobertura de necesidades básicas familiares, presentan un carácter asistencial y solidario cuando se pretenden resolver situaciones de emergencia, asumen un alto grado afectivo cuando se destinan a situaciones especiales propias de los seres queridos, y afirman un carácter de distinción social cuando su uso promueve la movilidad y las diferencias sociales al seno de las comunidades (Moctezuma, 2009: 42).
Al respecto, Fagetti (1992:328) indica que las mujeres que se quedan en sus comunidades de origen, hacen sus tareas para subsistir; sin embargo dependen cada día más de los dólares que de forma regular o irregular reciben”.
Incluso Marroni (2000) señala que los resultados de las investigaciones “demuestran que la irregularidad y/o la insuficiencia en el arribo de las remesas monetarias pueden hacer este escenario algo más que probable”, refiriéndose al llamado trabajo de parentesco.
Fagetti (1992:328) considera que a pesar de que no están ahí sus parejas, ellas cumplen con el compromiso adquirido como sacar adelante a sus hijos y velar por su bienestar, de igual forma los migrantes intentan proveer a su familia de un mejor futuro.
Aunque la autora también señala que no todos cumplen con sus obligaciones, “las mujeres saben que no es sólo el trabajo lo que los mantiene lejos, sino que “estar allá les gusta y ya no quieren regresar”. En las conversaciones a propósito de los que están en el norte, abundan los olvidos y abandonos de esposas e hijos. Dejan de mandar dinero, “ya no preguntan por sus hijos” y algunos “ya tienen mujer allá”.
Aún así, los patrones migratorios fluctúan, de acuerdo a una investigación de Gustavo López (1986:86) a inicios de la década de 1980 los migrantes viajaban a Estados Unidos con su familia; no obstante, por el incremento en la seguridad de la frontera, los costos de transporte y riesgos, la tendencia comenzó a disminuir, situación que hoy en día gracias a las redes de migrantes y las visas de turista se modificó de nueva cuenta.
A su vez, se hace evidente la problemática de recibir las remesas y hacerlas efectivas, ya que no llegan de manera regular, incluso la mayor parte de las transacciones se hacen a través de parientes y amigos o en otras ocasiones cuando son money orders hay conflictos con los bancos (D’Aubeterre, 2002:290).
Los hallazgos de algunas investigaciones realizadas en Michoacán, señalan que la mujer participa en el flujo migratorio en menor proporción al hombre, ya que tiene la tendencia de no involucrar a toda su familia en el viaje a Estados Unidos (López, 1986:106).
El hecho de que la mujer del migrante bajo cualquier excusa se quede en la comunidad de origen con los hijos pequeños y su pareja se vaya al norte con los jóvenes en edad reproductiva, afecta la calidad de vida de las mujeres, ya que se incrementa su carga de trabajo, situación que expone Marroni (2002:31) de manera constante con los testimonios de esposas y de madres de migrantes.
En ese sentido, López (1986:106) también señala que las tareas desempeñadas por las mujeres consisten en atender el hogar y el tejido, no obstante viven con una constante inquietud por recibir a tiempo las remesas, así como las noticias sobre las condiciones del marido y su posible infidelidad.
Incluso el patrón migratorio en sí, en conjunto con la circularidad de los viajes del migrante, determinan la dinámica familiar y también genera tensión en ella; al respecto Marroni (2002:31) indica que varios estudios demuestran que se da una erosión en el dominio patriarcal e incluso conflictos de identidad de género por los nuevos papeles que desempeñan los miembros de esa familia, debido a esos “arreglos” de la migración, el estar presente, estando ausente.
Además, el temor a ser abandonadas es latente en las mujeres que se quedan, y queda expuesto en los relatos de la investigación de campo de Marroni, inevitablemente con la migración masculina se vive el riesgo de la ruptura familiar.
Son frecuentes los casos en que los cónyuges migrantes constituyen otra familia en el lugar de destino, y se observa una ruptura de los vínculos conyugales. En muchos casos, con el paso del tiempo, los hijos se establecen en los Estados Unidos y los lazos con la familia de origen se pierden, aunque por razones distintas (Marroni, 2002:33),
La soledad sigue siendo la compañera de las mujeres que eligen o tienen que quedarse en sus comunidades de origen, al final del camino los hijos se van, al incorporarse en la dinámica migratoria y por triste que parezca, el esfuerzo que hayan hecho durante sus días, por lo general no será suficiente para proveerse sus necesidades básicas durante la última etapa de su vida (Marroni, 2002:33).
La mujer no sólo debe atender las necesidades de sus hijos, sino también la de sus suegros, los ingresos que pueda recibir por parte de su marido son administrados y recibidos por su suegro, cualquier decisión respecto a su familia también es tomada por los padres de su esposo. “Los mayores controlan no sólo los recursos materiales, sino también los humanos” (Rivermar, 2002:76).
Y por lo general, las esposas después de haberse ido a Estados Unidos, regresan a su comunidad de origen con sus hijos, por el costo de los servicios de salud, además por las leyes estadounidenses, las cuales les prohíben reprender a sus hijos de manera violenta (golpes) y en caso de que los padres lo hagan se los quitan (Rivermar, 2002:76).
En algunas situaciones, cuando el migrante ha podido ahorrar, la esposa no tiene que vivir bajo el mismo techo que los suegros, lo cual alivia un poco las tensiones de la relación; sin embargo, aún debe ceñirse a lo que le ordenen los padres de su esposo y sobre todo atenderlos (Rivermar, 2002:77).
Como en todo, existe la diversidad y para algunos investigadores las mujeres de los migrantes que se quedan en las comunidades de origen no sólo son receptoras pasivas de las remesas enviadas por sus parejas o familiares, por el contrario son “protagonistas clave del proceso” (D’Aubeterre, 2002:256).
La autora destaca que es indispensable la perspectiva de género para sacar a la luz el papel que desempeñan las mujeres en la emigración de los hombres, así como en la vida social de su comunidad, su participación en la unidad doméstica, así como en las mejoras a las poblaciones en las que viven.
No obstante, también señala “el enorme malestar y frustración que genera la emigración, por tiempo indefinido de los hombres casados y con hijos”, incluso menciona que “la tenue separación entre este tipo de emigración y la ausencia permanente del marido, coloca a estos hogares en una virtual situación de abandono” (D’Aubeterre, 2002:287).
La cual se complica cuando no existe el apoyo de la familia extensa, por ejemplo la familia del marido, podrían ser los suegros, aunque también, se atribuye a las infidelidades la responsabilidad del marido hacia su esposa e hijos (D’Aubeterre, 2002:287).
Aunado a las dificultades económicas que tienen que enfrentar las mujeres que se quedan en sus comunidades de origen, se suman las presiones sociales y el control de la familia política sobre su sexualidad y en caso de existir infidelidades por parte de la mujer, se enfrentan a las sanciones morales y sociales (D’Aubeterre, 2002:287-288).
En ese sentido, Ariza (2007:471) destaca que al principio, algunos investigadores vaticinaron un “efecto liberador” de la migración sobre la situaciones de las mujeres y por el contrario, los resultados de algunas investigaciones revelan ahora que incluso “la migración del varón puede sumirlas en la pobreza y multiplicar extraordinariamente sus cargas de trabajo, incluido el trabajo de parentesco”.
Al intensificarse los flujos migratorios, el efecto secundario más notorio es que la mujer se ha incorporado a los mercados laborales, incluso esa incorporación en ocasiones involucra la incursión del empleo de niñas en trabajos que antes eran considerados meramente masculinos (Mummert, 1988:286).
(…) en los pueblos migrantes analizados se utiliza la mano de obra femenina e infantil junto a la masculina en los campos de cultivo. Hecho todavía más revelador, en muchas ocasiones los patrones prefieren contratar mujeres y niños, quienes además de ser más dóciles, reciben un salario menor. Por tanto, se está dando un desplazamiento de la obra de mano masculina por la femenil e infantil (Mummert, 1988:287).
Por otra parte, también se ha incrementado la participación de la mujer en el sector no agrícola, como artesana y comerciante, esta estrategia familiar y sus repercusiones aún no han sido estudiadas por completo.
Las mujeres de migrantes en el pueblo de Tlazazalca son descritas como “mujeres solas que guardan silencio, trabajan y esperan”, así cita Mummert (1988:284) a Joel Hernández, es un pueblo que la mayor parte del tiempo es habitado por mujeres, ancianos y niños, aunque esas características las comparten con cualquier comunidad que tenga pobladores que migren a Estados Unidos.
Existen diversas posturas y teorías sobre la migración, en especial respecto a los hombres; sin embargo, al dividirlo por géneros, la información no es tan vasta. Mucho menos de las condiciones de las mujeres de migrantes que se quedan en el abandono, las viudas blancas.
De acuerdo a investigaciones de Kron, las mujeres de migrantes que residen en las comunidades de origen desempeñan un nuevo papel en el funcionamiento del hogar.
Asumen tareas y toman decisiones que antes se definían como masculinas, tales como: administrar la propiedad y las remesas, manejar negocios, y ocupar cargos en los comités comunitarios de desarrollo. Al hombre, no obstante, se le sigue considerando la máxima autoridad de la familia. Y esto es así a pesar de que precisamente las mujeres administren la mayoría de hogares por períodos prolongados de tiempo (Kron, 2007b:77)
Las mujeres de migrantes que han quedado en el abandono son las llamadas viudas blancas y para Kron (2007a:49), esta figura “también se podría interpretar como actualización de la imagen católica de la madre sufriendo y sacrificándose”, incluso habla de una “politización de la maternidad”.
Las condiciones de las viudas blancas no son sencillas, ya que están sometidas al control social y moral tanto de los familiares de su esposo como de la comunidad (Kron, 2207b:77).
D’Aubeterre (2000b) señala que la conyugalidad a distancia, implica para las esposas no migrantes, una participación en la economía de los bienes simbólicos de Bordieu sin embargo eso se traduce en un incremento en las cargas del trabajo, el cual se orienta a “la producción del honor, el prestigio y la buena fe, que abonan a favor de la adscripción de sus maridos ausentes en las tramas de estos sistemas de organización social y de su reconocimiento como cabezas de familia” (en D’Aubeterre, 2007:514).
Respecto al trabajo de producción de los bienes simbólicos y la ciudadanía, D’Aubeterre (2007:519) coincide con Ariza y De Oliveira (2002:44) al definir el trabajo como las actividades extra domésticas, sean practicadas dentro o fuera del hogar, siempre y cuando estén orientadas hacia el mercado, como aquellas que son vitales para la reproducción. “Entre estas últimas figuran, además del trabajo doméstico, la producción para el autoconsumo, la construcción y el sostenimiento de redes sociales”.Incluso, indica que con tal definición se puede hacer visible el trabajo femenino y en cuanto a las ventajas analíticas, proporciona una diferenciación entre “lo público y lo privado”, así como el considerar la importancia de las prácticas relacionadas a la reproducción de vínculos y bienes sociales .
Se considera que ser ciudadano del pueblo es sinónimo de ser cabeza de familia, el cual tiene la responsabilidad de la sobrevivencia económica de la familia que ha procreado; de igual forma tiene por obligación el ejercicio de algunos cargos civiles y religiosos (mayordomías); tomar parte de las juntas y asambleas, “en las que se decide el rumbo de la vida comunitaria”. Al respecto D’Aubeterre (2007:522) destaca que las ausencias prolongadas de los migrantes potencializan la visibilidad de las mujeres en ese sistema y se crea un “inestable campo de ambigüedades”
En ese sentido, Ariza (2007:526) cita a Del Valle (1991) y señala que lo que ha propiciado la migración masculina es “un reordenamiento de las fronteras, límites y materiales simbólicos”, los cuales “acotan” espacios entendidos como masculinos o femeninos.
Incluso D’Aubeterre (2007:533-535) da una muestra de ello: “en 1996, dada la escasez de mano de obra masculina, la asamblea del pueblo acordó, a pesar de las reticencias de los ancianos, que las mujeres pudieran servir en esos cargos que se renuevan cada dos años (sacristanes y fiscales)”. Pero las mujeres no sólo incursionaron en el manejo de los objetos sagrados, sino que también incursionaron en la administración de los recursos públicos.
Por otra parte, el incremento de las cargas de trabajo de las mujeres no migrantes es para la investigadora “la cara oculta de ese proceso que entraña una persistente paradoja”.
Frente a la creciente feminización del sistema de cargos, se erigen nuevas fronteras simbólicas entre hombres y mujeres, tabúes y prohibiciones que buscan apuntalar la dominación masculina en un horizonte de creciente incertidumbre y ambigüedad, no obstante, sus prolongadas ausencias, los hombres seguirán apareciendo como los verdaderos protagonistas de los intercambios y alianzas prestigiosas, tanto en el orden de lo terrenal como en lo sagrado (D’Aubeterre, 2007:537-538).
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