Género en el desarrollo implica situarse en una concepción de desarrollo integral, donde la consideración a las dimensiones social y cultural es aceptada como un requisito para abordar la superación de la pobreza y lograr un mejoramiento en las condiciones de vida de la población sobre la base de la igualdad y la equidad.
Para el caso de México, algunos reportes para las zonas rurales (Robles, Aranda y Botey, 1992, Espinosa 2006), indicaron que las condiciones de las mujeres campesinas e indígenas habían empeorado debido a la migración de los varones, que las obligó a incrementar su jornada de trabajo al hacerlas responsables de las parcelas familiares. Las mujeres jóvenes debieron emigrar a las ciudades a emplearse en labores domésticas y se incrementó su trabajo como jornaleras, sin beneficios ni seguridad social. El porcentaje de asalariadas pasó del 5.2% al 20% de 1975 a 1985.
Las mujeres rurales continuaban sin acceder a la tierra, al crédito, a la capacitación y a la tecnología. Frecuentemente las mujeres tuvieron que compensar los recortes en los servicios sociales ejerciendo un "tercer rol" al asumir el suministro y/o gestión de servicios comunitarios, amén de su trabajo en la esfera doméstica y productiva, lo que incrementó aún más sus responsabilidades, mismas que no adquirieron reconocimiento social (Yung:1988).
Un vasto cuerpo teórico da cuenta de la multitud de papeles que desempeñan y ha recalcado la importancia de su rol en el ámbito productivo. De igual manera, conviene destacar que durante los años setenta se conformó un importante movimiento de mujeres, crítico de esta estrategia, que fue realizando propuestas alternativas. Junto a él, la teorización feminista fue un aporte significativo para la redefinición y la ampliación de los espacios de la acción política. En conjunto, movimiento y reflexión sobre las relaciones de género en términos de relaciones de poder dio lugar a un nuevo feminismo que tuvo el mérito de volver a establecer el debate sobre la discriminación y la subordinación, pero trascendiendo el pensar y presentar a las mujeres como víctimas de la desigualdad genérica, para pasar a traducir en realidad social la experiencia, el saber y el poder de las mujeres.
En nuestro país ha sido ampliamente abordado el análisis de las políticas y programas impulsados durante las décadas de los setenta y ochenta, en particular para el sector agropecuario, que fomentaron la “integración” de la mujer al desarrollo mediante su organización en micro-emprendimientos y otras actividades de generación de ingresos, bienes y servicios. Aranda (1993) realiza uno de los primeros estudios sobre las políticas públicas dirigidas a las mujeres campesinas para señalar las serias limitaciones presentes en su formulación e instrumentación y para destacar la distancia entre sus planteamientos y resultados. Ello se ha debido, entre otras razones, a que se han impulsado programas aislados y orientados a áreas específicas de atención que carecen de marco general que permita dar coherencia e integralidad a sus propósitos y a su operación. Por otra parte, los proyectos han carecido de una orientación dirigida a atacar las causas de la desigualdad socioeconómica y de género.
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