Nancy Paola Chávez Arias hunikka@gmail.com
Jimmy Emmanuel Ramos Valencia. balamoobtan@gmail.com
Este ensayo versa sobre las distintas maneras de representación y acción que de las prácticas de cuidado de la salud y de atención a la enfermedad tienen dos grupos culturales distintos, pues parten de una cosmovisión diferenciada: a saber, las medicinas indígenas y la medicina científica del territorio mexicano. Para el análisis, partimos del concepto de lenguaje presente en la filosofía de Wittgenstein [1889-1951] que propone la renuncia a las certezas y el sentido único de la percepción. La salud y la enfermedad son eventos del mundo que forzosamente el ser humano tiene que simbolizar con el fin de hacerlos accesibles a su propio entendimiento y al de su grupo de socialización. Símbolos y prácticas diversas en torno a estos dos conceptos básicos, interactúan en los mismos tiempos y espacios dando lugar a encuentros tolerables, apropiaciones y readaptaciones, y también a conflictos latentes generados por la contraposición de cosmovisiones, las diferencias entre las interpretaciones de la realidad y las barreras de idiomas no compartidos.
Palabras clave: cosmovisión, medicina científica, medicinas indígenas.
Wittgenstein, filósofo austriaco de principios del siglo pasado, dio a conocer sus ideas filosóficas en aquella época cuando el mundo se encontraba en convulsión, más o menos trastornado como en el principio de este siglo. Él entonces decía que el límite de nuestro pensamiento está en nuestro lenguaje, que la filosofía es una lucha contra el hechizo de nuestro lenguaje (Wittgenstein 1979 [1931]). Consciente o inconscientemente este pensamiento filosófico sentó las bases para los conceptos actuales sobre la cultura, que juegan con los prefijos multi-, inter-, pluri- en las sociedades de hoy en las que por todos lados se quiebran y regeneran las normas de la convivencia.
También a finales del siglo XIX y principios del XX, fue la joven antropología, ciencia del hombre, la que acuñó no sin gran confusión el término “cultura” como concepto analítico, y de esta forma el objeto de estudio de la nueva ciencia nació (Reynoso 1998). Se estudiaría la “cultura del hombre” ante la evidencia de su diversidad. Pero el límite del pensamiento está en el lenguaje, y la ciencia tiene su propio lenguaje según la época, y va cambiando conforme se rompen los paradigmas vigentes (Kunt 2006). En aquella época a la antropología no le interesaba la diversidad de la especie en sí misma. Su bagaje conceptual lo había heredado de los teóricos evolucionistas quienes a su vez quebrantaron el paradigma teológico antropocéntrico del hombre como obra y a semejanza de dios, ofendiendo a las consciencias tranquilas de entonces y aún a muchas hoy en día. La teoría de la evolución inició el desarrollo de la nueva ciencia antropológica como estudio de la evolución del hombre en sus diferentes etapas, y dichas etapas podían ser reconocidas por las manifestaciones culturales de las sociedades humanas (Palerm 2004).
Estos paradigmas científicos, son también juegos de lenguaje que limitan al individuo a pensar de una manera y no de otra. Cuando en la primera mitad del siglo XX, el pensamiento científico se presenta como baluarte del desarrollo social se ponen en práctica una serie de políticas basadas en este evolucionismo y México no es la excepción, al contrario, se convierte en el país ejemplo de los gobiernos latinoamericanos porque “todo el mundo” miraba en la misma dirección de la escalera evolutiva. Las consecuencias de no cuestionar nuestro lenguaje, de no haberle puesto más atención al concepto de desarrollo unilineal que nos parecía tan natural, como natural es la adaptación biológica del más apto, en nuestro siglo XXI las estamos sufriendo.
Es por eso que hoy en día surgen nuevos conceptos que nos auxilien a trascender las barreras de nuestro lenguaje. Hoy vemos atrás y a los lados en el tiempo y nos sabemos rodeados de una riqueza de pensamientos y alternativas, que en el caso de México, por siglos se ha tratado de ocultar y desaparecer.
En México en 1987, sale a la luz un libro clave en la antropología mexicana, México profundo, una civilización negada en el que Guillermo Bonfil expresa la riqueza cultural de México y denuncia magistralmente la opresión del estado y la sociedad mestiza hacia los indígenas. Es una obra clave en el paradigma científico de las ciencias sociales en México porque ayuda a forjar la crítica a la disciplina antropológica tal como se estaba practicando hasta entonces. Al principio del siglo XX una antropología de corte asimilacionista que buscaba estudiar la cultura indígena no para comprenderla sino para encontrar la mejor forma en que el estado pudiera implementar políticas para unificar la cultura nacional, borrar las diferencias de idioma y otras costumbres, y lograr que todos los habitantes del territorio se reconozcan e identifiquen como mexicanos compartiendo los mismos símbolos de identidad. En la época posrevolucionaria en México y de posguerra en el mundo, a partir de la crítica de otros intelectuales de la época, la antropología mexicana se considera integracionista pues en cierta medida reconoce la diferencia y busca preservarla siempre y cuando el indígena se integre a la cultura nacional en un proceso más paulatino y menos violento, y es en este contexto cuando surgen las escuelas de educación bilingüe por ejemplo (Mechthild 2006). Actualmente estamos asistiendo a un cambio de enfoque, pero la alternativa no es clara y en algunos círculos antropológicos, sobre todo de intervención estatal, se preservan las ideas integracionistas.
Después de un siglo tan agitado y a partir de la protesta de los pueblos originarios en 1994, nos dimos oficialmente cuenta1 de que nuestra forma de organizar la cultura no es la única en el país, pero aún nos falta mucho camino por recorrer para que entendamos que nuestros conceptos no tienen validez universal y que los lenguajes no se pueden traducir entre sí de manera simple y automática. Esto es lo que trata de decir a gritos el concepto de multiculturalidad, pluriculturalidad y finalmente interculturalidad. Este nuevo paradigma en su conjunto apuesta por un reconocimiento y respeto mutuos, por una convivencia social que enriquezca con nuevos conceptos nuestro lenguaje, y por ende, nuestros pensamientos y acciones (Ramírez 2008).
También es importante aclarar que la riqueza de nuestro pensamiento no radica en ampliar nuestra colección de conceptos, pues el límite de nuestro lenguaje no es sinónimo de pobreza de léxico. Así como el desarrollo del cerebro radica en que las neuronas hagan nuevas conexiones y nuevos conjuntos de conexiones, también el pensamiento humano se configura de una manera u otra dependiendo de la cosmovisión que le de soporte, es decir, de los conceptos pero también de la manera en que tales conceptos están relacionados entre sí. Se dice que cada cabeza es un mundo, y la misma regla aplica a nivel macrosocial, cada cultura es un mundo, con sus propios recursos y conexiones entre elementos.
Mundos que sin embargo pertenecen a la misma especie y por lo tanto tienen cosas en común. Aquello que todos los seres humanos compartimos se le ha dado por llamar “lo natural”, nuestra estructura física, biológica, el genoma. Pero si queremos acceder a otra forma de entender el mundo, otra cosmovisión, nos tenemos que conformar con que aquello que consideramos natural, se queda sólo a nivel de noción. El ser humano es capaz de definir conceptos, la historia lo ha demostrado, pero ¿somos capaces de construir y de deconstruir partiendo del nivel nocional?
Se puede hacer un esfuerzo por ejemplo, si hacemos a un lado la definición de lo que entendemos por salud y por enfermedad. Es decir, si partimos del supuesto de que la enfermedad no es un ente en sí mismo sino un fenómeno cultural que el ser humano percibe y significa a partir de las capacidades y límites de su propio lenguaje (Peretti 2010) entonces nos colocamos en una postura de comprensión y diálogo con otros lenguajes, con otras culturas.
En el caso específico de la medicina, llegar a la comprensión cultural mutua es particularmente difícil. En nuestra sociedad, al médico se le forma para interpretar los fenómenos con los que trata a partir del lenguaje de las llamadas ciencias de la naturaleza: biología, química, anatomía, etiología, etc. Y a la mayoría de nosotros nos resultaría muy difícil creer que los “hallazgos” de la medicina no son hallazgos naturales, sino interpretaciones culturales repletas de significado. Más difícil aun cuando la base del llamado conocimiento científico es de verificación empírica, con tecnología de punta a través de la cual se puede ver, oler y manipular aquello que nuestro lenguaje le ha dado el nombre de órgano, célula, microbio, bacteria o virus.
Sin negar la realidad de estos fenómenos de la naturaleza, en lo que aquí se intenta hacer énfasis es en que estos fenómenos los conocemos sólo a partir de nuestra posición como sujetos históricos y culturales, es decir, percibimos, interpretamos y compartimos a través de nuestros esquemas de pensamiento. Nuestra cosmovisión no es universal y por lo tanto nuestra percepción e interpretación no son las únicas válidas en el mundo. Esto es algo que debemos tener muy en cuenta cuando nos acercamos al estudio de las sociedades indígenas, porque algunas veces lamentablemente sucede que lejos de intentar comprender la lógica interna del lenguaje ajeno, nos contentamos con describir las formas superficiales y folklóricas de los llamados “indios” (cuya connotación por cierto ya tiene un carácter peyorativo), y con esto, lo único que logramos es reforzar la ideología etnocéntrica de superioridad que a lo largo de la historia mexicana ha acompañado a muchos sectores de la cultura mestiza.
Otro error que solemos cometer al acercarnos a la comprensión de la otredad y de nuestra propia cultura, es aquel que se presenta no tanto por los límites conceptuales de las palabras sino por los constreñimientos temporales de nuestra posición histórica. Las herramientas que nos otorga nuestra época determinan la manera en que miramos al pasado, y para llenar ese vacío vamos creando prototipos que con el tiempo se van convirtiendo en prejuicios culturales. La distancia simbólica que solemos poner entre nuestra cultura mestiza y las culturas indígenas es tal que el indígena queda invisible, perdiéndose en la masa de las culturas populares de las ciudades. Siglos de exclusión sistemática por parte de la cultura hegemónica ha tenido por consecuencia que, en el mejor de los casos, el indígena reproduzca su idioma y costumbres en la esfera doméstica, y se personalice en la esfera pública como mestizo hispanohablante, aún a sabiendas que es insuficiente su esfuerzo, pues la discriminación se mantiene debido a su aspecto físico y se agudiza por su forma de hablar el español (Hernández 2001).
En la ruralidad ha sido relativamente más viable reproducir los esquemas propios, ahí el grupo social respalda y anima al individuo a fortalecer la identidad. Actualmente se presenta un doble proceso en este sentido: por un lado, la alarmante desarticulación del campo mexicano que propicia la migración masiva produciendo una desarticulación comunitaria; y por otro lado, una cada vez más fuerte voz de reivindicación de la identidad indígena surgida de la propia angustia de la desarticulación grupal y del evidente fracaso del modelo neoliberal para dar cabida a todos los ciudadanos (Delgado 1999).
Pero los grupos indígenas de hoy no son los mismos que los de hace 500 años o los de hace 1000 años, así como tampoco los grupos hegemónicos de hoy son los mismos que los colonizadores del siglo XVI, ni los europeos de hace un milenio. El análisis es forzado si los posicionamos en dos categorías homogéneas y antagónicas, además de que corremos el riesgo de reducir a categorías simples un fenómeno mucho más complejo. Entiéndase que esto forma parte de los límites de nuestro lenguaje. Etimológicamente analizar implica separar un todo en sus partes para examinar el conjunto, así que seamos claros, aquí se analiza lo más diametralmente opuesto de ambas posturas culturales, se tiene por un lado la posición mestiza hegemónica y por otro lado la posición indígena pero considerando que en el interludio se entretejen una serie de relaciones que escapan a los objetivos y posibilidades de este ensayo.
Hacer el intento de comprender la relación actual entre estas dos posturas ideales, implica retroceder en la historia al menos al momento del contacto indoeuropeo en el siglo XVI, cuando se institucionaliza el imperialismo basado en la conquista espiritual.
Es sabido que los indígenas poseían una extensa y variada colección de tratados médicos y gran maestría en el tratamiento de las enfermedades, Hernán Cortés, Fray Toribio de Benavente (Motolinía) y Bernal Díaz del Castillo lo reconocen en sus obras (Morales 2001; Micheli-Serra 2001). La especialización y la formación académica no eran ajenas al mundo indígena. Lejos de considerar a los indígenas como pueblos atrasados, salvajes o bárbaros como la ciencia moderna del siglo XIX y parte del XX los consideraría más tarde, en los escritos españoles se expresa la admiración que ellos tuvieron ante las majestuosidades de los reinos del nuevo mundo (Díaz del Castillo 1992; Martínez 1990). El único problema que los conquistadores vieron fue su desconocimiento del cristianismo (Diego de Landa 1986).
Según el modelo de Horton (en Farris, 1984), en el pensamiento religioso tenemos dos niveles, el macrocósmico o universal, identificado con la adoración monoteísta, y el microcósmico o parroquial, que Nancy Farris divide para el caso maya yucateco en culto privado y culto comunal, identificados por los españoles como supersticiones e idolatrías respectivamente. En este nivel microcósmico la manifestación religiosa está dirigida a todos aquellos seres menores que habitan el espacio cósmico mundano.
Este modelo nos ayuda a pensar en el politeísmo-monoteísmo no como un proceso evolutivo sino como una intersección de prácticas y niveles. Las reflexiones teológicas acerca del concepto de la divinidad han sido reservadas para la nobleza y las élites dominantes (Itzamná para el caso maya, Ometéotl para los chichimecas, Tloque-Nahuaque para los texcocanos, Dios-Padre para los cristianos), ambos pensamientos culturales consideraban la existencia de un dios superior que a su vez es personas múltiples. Pero el vulgo de ambas sociedades estaba más identificado con su espacio habitado por múltiples seres, ya sea aluxes, chaques, wayes, chaneques, nahuales en la cultura indígena; o ángeles, demonios, diablillos, duendes, querubines y santos entre los europeos.
En este sentido, el sistema de creencias español no negó la realidad de estos muchos seres intangibles que habitaban el mundo indígena, pues las deidades menores que dan sustento y los santos protectores de las villas europeas están en este nivel del mesocosmos. Conforme fue socavándose paulatinamente la élite indígena el pensamiento campesino hizo de los santos tutelares sus deidades protectoras (Farris 1984). Si el sistema español hubiera simplemente ignorado esta realidad y tratado de imponer su cosmovisión al mundo indígena no hubiera usado los mismos métodos que empleó para la evangelización, pues a estos seres intangibles del mundo indígena, los conquistadores les conferían realidad identificándolos con las huestes del maligno y por eso era necesaria su erradicación total.
En medicinas, el reconocimiento mutuo era práctico, pero en el nivel de las ideas, la religión fue un factor determinante en el proceso de desprestigio de la cultura indígena, incluyendo las prácticas médicas, pues éstas hacían uso de la palabra mágico-religiosa considerada por los españoles como superstición, pero insistimos, el prejuicio europeo se debía a la satanización del sistema religioso indígena y no a que consideraran que era ineficaz, pues al momento del contacto, Bernal Díaz dice que en el sitio de Tenochtitlán “curábamos nuestras heridas con quemárnoslas con aceite, y un soldado que se decía Juan Catalán las santiguaba y ensalmaba” (en Micheli-Serra, 2001: 258) expresando así que el uso de la palabra considerada sagrada para auxiliar una curación tampoco era ajena al sistema de creencias español.
La competencia por la legitimidad entre las medicinas indígenas y no indígenas podemos decir que es una herencia colonial para el caso de Latinoamérica. El origen de esta herencia podemos rastrearlo hasta la conformación del reino de España con la instauración del Protomedicato durante el gobierno del Rey Alfonso III de Aragón (1285-1291) (Díaz 1998). No obstante, esta situación respondió a dos lógicas diferentes en ambos continentes. Por un lado, su instauración en el territorio español en la edad media fue con la intención primera de liberarse del yugo mahometano (Díaz 1998). Por otro lado, para el caso de América su función fue muy diferente, ya que su instauración tiene que ver con el control por parte de los insulares y de los criollos de los oficios de médicos en el territorio colonial, privilegiando a este grupo por encima de los que eran mestizos o de cualquier otra casta (Viesca 2001).
El tribunal de la inquisición trabajaba en conjunto con el Protomedicato en la regulación de prácticas de atención a la enfermedad. Dichas instituciones permitían la ejecución de la práctica de los curanderos americanos, siempre y cuando se remitiesen al uso de plantas y técnicas (como el acomodo de huesos y las sobadas) pero con la tajante prohibición del uso de cualquier otro medio que sea considerado de carácter ritual ajeno a los dogmas católico-cristianos (Viesca 2001; Carrillo 2010).
Ante tal sistema de exclusión profesional, por un lado, y de persecución religiosa, por otro, los pueblos indígenas tuvieron que reservar sus prácticas médico-rituales a la esfera privada, y al mismo tiempo resignificarlas y reforzarlas, pues desde entonces el tan aclamado mestizaje que se pregona hoy en día ya los había excluido de la información proveniente de Europa que sienta las bases para el desarrollo de la medicina global actual.
Durante la época colonial, el prejuicio sobre la superstición indígena fue transformándose en descrédito sobre la eficacia de las medicinas integrales. Conforme se fue desarrollando el pensamiento científico en Europa occidental también presenciamos una fragmentación de las esferas sociales que en la cosmovisión indígena actual carece de sentido. La visión organicista de la medicina hegemónica choca con la visión holística de las medicinas indígenas en la que salud-sacralidad-integridad personal y social no expresan conceptos separados y distintos, sino que están unidos en una íntima interdependencia (Viesca 1998).
Este grado sutil de conocimiento indígena sobre la relación hombre-naturaleza-divinidad, que a su vez ha tenido su propio desarrollo, dinámica y vigencia se fue marginando y opacando conforme el pensamiento científico fue ganando terreno. “Las leyes de Kepler fueron las primeras "leyes naturales" en el sentido moderno: afirmaciones precisas y verificables acerca de las relaciones universales que rigen fenómenos particulares, expresadas en términos matemáticos” (Micheli-Serra 2004: 558). Verificar significa observar, y en el conocimiento altamente intuitivo de la cosmovisión indígena no siempre aplica esta noción moderna de “leyes naturales”. También es importante notar que Kepler vivió en Alemania entre 1571 y 1630, y aunque hoy la base de su pensamiento es fundamental en la cultura hegemónica global, sus ideas llegaron a Nueva España hasta la segunda mitad del siglo XVIII a partir del movimiento ilustrado, cada vez más popular entre la élite intelectual criolla.
Hasta entonces, las ideas más extendidas en Europa sobre la explicación de las enfermedades se basaban en la teoría galénica de los cuatro humores y en la teoría miasmática de las enfermedades, entre otras (Barona 1993), que suponían una relación distinta entre los conceptos de hombre-naturaleza-sociedad, de los que supone la ciencia médica moderna. El primer médico en integrar a su disciplina el método matemático y experimental fue el doctor Hermann Boerhaave [Holanda, 1668-1738]. En 1703 sentó los fundamentos de la medicina científica basada en cuatro principios: “la orientación historicista, la problemática del método inductivo en oposición al apriorismo, el procedimiento mixto inductivo–deductivo ya preconizado por Galileo y la integración físico–química en el estudio clínico.” (Micheli-Serra 2004:559). Llegada esta revolución intelectual a la Nueva España, fue aumentando la desaprobación por las prácticas médicas indígenas.
Y cuando se demostró la eficacia de los primeros instrumentos propiamente médicos, por ejemplo, el esfigmomanómetro introducido en 1896 por el médico italiano Scipione Riva–Rocci (Micheli-Serra 2004: 560) fue la cúspide del éxtasis intelectual y la consolidación de la postura de superioridad del saber médico occidental sobre las otras medicinas, borrando del discurso histórico la incómoda premisa de que el enriquecimiento material e intelectual pudo haber sido posible solo a partir del despojo y la negación de los otros conocimientos.
Lejos del enriquecimiento mutuo, la medicina hegemónica se ha enriquecido de los conocimientos locales del mundo entero a través de la institución del imperialismo y su sistema de exclusión racial y étnica. Algunas veces en la práctica, no así en ciertos círculos médicos estudiosos de la perspectiva histórica, la medicina contemporánea olvida que a lo largo de su desarrollo ha recibido aportes de diversas disciplinas, también olvida que siempre ha partido de conocimientos locales sobre el control de enfermedades endémicas. Por ejemplo, sería muy difícil controlar la malaria, una enfermedad tropical, con un conocimiento nórdico sobre el control de una enfermedad que en tal hemisferio es inexistente (Breilh 2003).
Lamentablemente no en pocas ocasiones encontramos una posición de arrogancia y descrédito, por parte de los médicos y de la medicina en general pero a manera de navaja de doble filo, ya que por otro lado, se realizan acciones que reconocen de manera oculta el conocimiento médico local y tienen la firme intención de obtener tal conocimiento, aunque tenga que ser por medios no legales (la biopiratería) (Huber 2001; Delgado 2001).
El siglo XX quiso demostrar con dos guerras mundiales la supuesta superioridad de un pensamiento determinado imponiendo sus prácticas culturales; en México y otros países de América Latina se manifestaron en la sistemática discriminación a lo considerado como indígena. Esto, aunado a las prácticas externas que los pueblos han tenido que adoptar (migración, explotación laboral, falta de apoyo a la actividad agrícola tradicional-milpa-) provocan una subestimación de los conocimientos tradicionales entre los propios integrantes del mundo indígena.
Ante este panorama, las ciencias sociales que proponen la revalorización de las otras culturas acuñando términos como multiculturalidad o interculturalidad deben ser muy cuidadosas del lenguaje que emplean, y no dejarse llevar por la inercia del paradigma especialmente en aquellos campos conflictivos como lo son las prácticas médicas.
Es común por ejemplo, entre los científicos de la antropología médica utilizar el término “síndromes de filiación cultural” para referirse a los complejos mórbidos manifestados en los espacios rurales campesinos. Carlos Zolla los define como aquellos “que son percibidos, clasificados y tratados conforme a claves culturales propias del grupo y en los que es evidente la apelación a procedimientos de eficacia simbólica para lograr la recuperación del enfermo.” (Zolla, 1988; de Martino, 1961).
Tal vez sin que fuera la intención de los que acuñaron el concepto, la inercia de los constreñimientos cosmovisionales de las ciencias sociales definitivamente fundamentados en el pensamiento dialéctico provoca que se vaya formando un binomio: enfermedades culturales vs enfermedades naturales, dando a entender que las primeras son esencialistas y se remiten a lo prehispánico, las segundas son dinámicas porque se renuevan en el avance científico (Leda Peretti, 2010).
Si a estas alturas del siglo XXI proponemos que todas las enfermedades son culturales en el sentido de la definición se hace entonces inoperable su utilidad como instrumento de análisis para el estudio de los pueblos indígenas, pero al mismo tiempo resulta útil para repensar el concepto de naturaleza tan arraigado en el pensamiento occidental y que a veces sirve para legitimar una postura que se pretende imponer sobre otras.
La medicina indígena parte de una lógica que incluye el ciclo de la vida, la especialización de su ocupación, las prácticas sacras de los grupos a los que pertenecen y a su vez el cómo se han insertado dentro de los continuos procesos de cambio cultural (Huber 2001: 13-16).
Desde el momento en que presentó la confrontación entre cosmovisiones de diferentes grupos humanos, ambas posturas sobre la medicina se han desarrollado a la par. La historia la escriben los vencedores, así que le podemos seguir el paso al desarrollo de la medicina científica, pero más difícil resulta entender cómo llegó a conformarse la situación actual en que se encuentran los grupos indígenas ante esta cuestión. A pesar de la implementación de varios elementos de la medicina científica en la vida cotidiana de los pueblos indígenas, principalmente la atención médica en las clínicas oficiales y la implementación de la farmacopea alopática en los tratamientos de las enfermedades (Leda Peretti, 2010), también se manifiesta una visión del mundo diferenciada a la de la cultura mestiza dominante. Y precisamente esta adaptación de elementos externos está sostenida en un sistema clasificatorio propio que da sentido según la lógica interna del grupo.
En nuestra formación profesional, hemos intentado lograr un acercamiento a la comprensión de los procesos terapéuticos utilizados ahora por los mayas de la península de Yucatán. Desafortunadamente en lo que respecta al compendio de textos que versan sobre las diferentes maneras de atender una enfermedad de la población maya de Yucatán, las fuentes con que contamos son escasas en comparación con las que existen para el estudio de las medicinas del centro de México (Appel 1996: 7-15) dentro de este compendio algunos pueden ser catalogados como tratados de medicina maya.
Los textos que existen tienen como objetivo informar acerca del uso de infusiones hechas a partir de recetas que indican las propiedades específicas de ciertas plantas -endémicas, nativas e introducidas, según sea el período en que fue redactado el texto- y otros componentes naturales (Gubler 2000). Estas recetas informan sobre formas de curar enfermedades comunes de la región. Algunos de los textos vienen acompañados por oraciones; éstas pueden encontrarse en diferentes secciones del texto, ya sea para indicar el comienzo ó, al parecer también servían para indicar las plegarias que debían acompañar el proceso de curación o el proceso de preparación de las infusiones. Grosso modo podemos decir que estas oraciones tienen como fin el complementar la acción física de las infusiones de hierbas y elementos materiales. Y de igual manera la forma en la que las oraciones se dirigen a las divinidades nos sirve para indicar la procedencia indígena o católica de los escribanos del texto2.
La mayoría de las fuentes que tratan de las maneras de curar que tenían los indígenas de la región maya datan a partir de la conquista y muchas fueron escritas por los primeros frailes que tuvieron como objetivo el describir todas las costumbres de los hombres de las nuevas tierras descubiertas. La manera en la que están escritos esos trabajos refleja el choque cultural que representaba para los conquistadores los procesos terapéuticos de los indígenas americanos. También podemos ver que estos procesos terapéuticos se insertaban dentro de patrones culturales que la lógica europea no era capaz de comprender3.
Dentro del corpus de textos nos encontramos con que la autoría de éstos tratados va desde textos prehispánicos que fueron traducidos al español (inclusive algunos de éstos sobrevivieron hasta épocas actuales, algunos escritos en lengua maya); pasando por los compendios sobre plantas para curar enfermedades, o “maneras de curar de los indios”, realizados por los primeros misioneros y encomenderos; y los compendios realizados por extranjeros que vinieron a vivir a la península de Yucatán en tiempos coloniales4. Una clasificación de todos los trabajos es la realizada por Alfredo Barrera Vásquez:
1) Los tratados escritos por los mismos indígenas mayas, (a) de medicina empírica, b) de ensalmos.
2) Las relaciones escritas por los españoles, especialmente religiosos y encomenderos, durante la dominación española.
3) Los vocabularios mayas, los más compuestos por frailes durante el período colonial.
4) Los tratados en español escritos por gente de esta habla en época más reciente, utilizando material nativo y extraño, (a) populares, b) con técnica científica.
5) Los estudios científicos sobre la flora de la península, con alusión a su uso médico por los nativos.
6) Las obras específicamente escritas sobre el uso de la flora yucateca en la medicina.
7) La viva voz de los curanderos nativos (hmenes, yerbateros).
8) El uso popular doméstico actual de hierbas y otros remedios empíricos. (Barrera 1963: 62).
Todos estos trabajos representan de manera general a la medicina tradicional maya. Aunque Alfredo Barrera Vásquez la divide en medicina “…empírica y la mágica. La primera se vale de remedios materiales, la segunda de ensalmos. Pero ambas se mezclan y las ejerce, por lo general, el mismo médico.” (Barrera 1963: 62). Se debe tener en cuenta que el binomio: empírica y mágica, del análisis de Barrera Vásquez de la medicina tradicional maya (o nativa como él la llama) resulta útil como categoría de análisis, pero no da sentido en la realidad percibida y reproducida en la vida cotidiana de los mayas actuales, pues las personas no hacen tal clasificación de sus procesos terapéuticos.
Más bien lo que se ve reflejado, tanto en las fuentes históricas, como en las fuentes etnográficas, es que las personas mayaparlantes ven las prácticas curativas como una serie de procesos que necesita abordar todos los aspectos que conforman a la persona, siendo ésta un ente integrado por entidades anímicas y físicas. Debido a su composición compleja, la persona debe contar con un tratamiento holístico que englobe a todas las entidades que la conforman: uinklil, el cuerpo conformado por hueso (baak) y carne carne (bak’), óol (Güemez 2000), y todas las demás entidades intangibles, pixan, íik, tukul, k’íinam, óol, way, kuxan (Bourdin 2007) de las cuales no es sencillo hacer una correspondencia a nuestro idioma que a lo máximo usa tres términos: mente, cuerpo y espíritu o alma.
En consecuencia, en la práctica ambos aspectos (siguiendo con la clasificación propuesta por Alfredo Barrera Vázquez), el empírico y el mágico, se utilizan como complementos de un mismo tratamiento que se presenta como una alternativa diferente a la proporcionada por la medicina científica. Y entre sus fines se encuentran el complementar el tratamiento proporcionado por los médicos; y también es una medicina especializada en enfermedades que la medicina científica no puede curar debido a la carencia de una atención integral de carácter holístico, incapaz de entender y atender los componentes que integran el cuerpo humano desde la concepción maya.
Es por esta razón que la eficacia terapéutica de las plantas debido a sus propiedades físicas no es suficiente para entender el proceso terapéutico que se utiliza para curar las diferentes enfermedades del pueblo maya. Porque podemos decir que dentro de la medicina maya las plantas son la parte palpable de un cosmos que se encuentra ordenado por aspectos visibles e invisibles cuyo correcto funcionamiento depende del ordenamiento de ambas esferas, que en su cosmovisión son parte de un todo. El aspecto físico del cuerpo (bak) es restablecido por las propiedades físicas de las infusiones hechas con plantas y la sobada (baak) sin embargo, de igual manera el aspecto espiritual o anímico (óol principalmente) se encuentra desalineado y necesita ser ordenado para que el funcionamiento correcto del cuerpo de la persona pueda restablecerse y proseguir con su rol específico, en el carácter dinámico y no rígido, dentro de la construcción simbólica de las cosas (Casares 2007: 204-208).
El aspecto anímico por lo general se restablece a partir de las oraciones declamadas y cantadas en las ceremonias de curación por el h´men. Las oraciones (payalchio´ob) tienen la función de invocar a las divinidades mayas y católicas, de igual manera que a las propiedades anímicas de las plantas, ya que éstas, al igual que el monte y los cielos, tienen dueños (Casares 2007). Estas oraciones son fórmulas cuyo fin es llamar a todos los aspectos no físicos que se encuentran presentes durante la curación y que además, son una parte activa de las causas de la enfermedad que acongoja al paciente.
¿Con qué autoridad decimos que esta realidad percibida en otro idioma y soportada en otra cosmovisión no es válida o está errada solo porque no tiene sentido en las conexiones conceptuales de nuestra propia visión del mundo?
Entendemos que el médico no está obligado a comprender la lógica inherente a una cosmovisión ajena con la que de pronto tiene que lidiar en su ejercicio profesional, cuanto más si se trata de lógicas diversas en un país plurilingüístico y por ende pluricultural.
De lo que se trata es que el médico y el mestizo en general transformen la actitud basada en prejuicios evolucionistas que tiene hacia el indígena. Es preciso renunciar a conceptos como superstición o atraso cultural y empezar a ser conscientes de que nuestro esquema para percibir e interpretar la realidad no es el único válido. Solo bajo esta condición es posible manifestar el respeto que se le ha negado a una población históricamente discriminada. Es menester recordar que “Naturaleza, Cultura y Hombre son conceptos genéricos y sus formas de aparición y en sus formas de relacionarse unas con otras, se hacen ‘operables’ en diferentes visiones del mundo con sus órdenes diferentes respectivos” (Koechert, 1999: 286).
En este sentido, las prácticas curativas indígenas son estrategias ritualizadas de refuncionalización y defensa de un conocimiento y una percepción coherente con el mundo exterior frente a los aspectos criticados de la medicina científica tal como se practica en los pueblos de México. Sin pretender subestimar la noble y necesaria labor de los médicos que ejercen su profesión en las clínicas rurales, dar luz a la crítica de los habitantes que reciben sus servicios es parte de la gestión de un proceso intercultural en un país pluricultural.
Algunos puntos críticos de la relación práctica entre el médico científico y el paciente indígena son los siguientes:
a) el lenguaje técnico empleado por el médico es poco claro tanto a nivel literal como figurado; b) la medicalización imprescindible posterior a la cita causa angustia en la gente en dos sentidos: implica un gasto económico y muchos de estos medicamentos son de carga fría, lo que se traduce en un daño mayor del cuerpo enfermo; c) la intervención quirúrgica es el preludio de la muerte, cuando menos de muerte social debido a las restricciones médicas postquirúrgicas de evitar los esfuerzos físicos fuertes; d) la prohibición de la ingesta de alimentos culturalmente considerados como saludables (maíz, carne) se contradice en la lógica interna (pero se comparte la noción de exceso como perjudicial); e) la especialización organicista de la medicina institucionalizada provoca en el paciente una sensación de vacío, o de falta de atención integral de la persona; f) entre los pobladores existe una percepción de falta de calidad en el servicio debido a que saben que a sus recónditos lugares no llegan médicos con experiencia sino pasantes de medicina que aún no están titulados, y que sólo están cumpliendo (de mala gana algunas veces, con sus afortunadas excepciones) con el requisito de hacer sus prácticas profesionales o de llevar a cabo su servicio social comunitario, g) aunado a esto se sabe que el doctor estará sólo un tiempo en el lugar y luego se irá, por parte de la comunidad, esto se percibe como una falta de compromiso y voluntad de involucrarse y dialogar con los habitantes.
La coyuntura histórica actual debe aprovecharse porque existen los elementos para ello. Por un lado en muchas zonas indígenas en las últimas dos décadas los médicos locales “han constituido asociaciones regionales e incluso nacionales [sin embargo] las actuales leyes sanitarias consideran su existencia en forma subordinada e incompleta” (Campos 1997: 68). Por otra parte, los servicios estatales y federales de salud cumplen continuamente metas en cuestión de cobertura, pero la formación académica de médicos y enfermeras aún es insuficiente en términos del discurso de la interculturalidad.
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1 Artículo 4° constitucional: “La Nación tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas que son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas […]”
2 Para un estudio detallado de los análisis de las oraciones indígenas se recomiendan los textos: “La herbolaria y otras prácticas médicas en las fuentes coloniales yucatecas” (Gubler 2004); “Vientos y aires en la terapéutica maya yucateca: del Ritual de los Bacabes a la ritualidad moderna” (Gubler 2007); “Versos de exordio y de invocación en la ritualidad maya yucateca” (Martel 2008); “Los rezos mayas: una ofrenda a la divinidad” (Ramos 2010).
3 Se recomienda el texto “La materia médica en el Libellus de Medicinalibus Indorum Herbis” citado en la bibliografía.
4 Tal es el caso de Don Juán Francisco Mayoli que según algunas fuentes firmaba con el seudónimo Ricardo Ossado, apodado el judío, que vivió en Valladolid en el siglo XVIII y redactó un tratado de las virtudes de las plantas medicinales de Yucatán, conocido, después de su muerte cómo: “Medicina Doméstica y descripción de los nombres y virtudes de las llervas indígenas de Yucatán y las enfermedades a que se aplican que dejó manuscrito el famoso Médico Romano D. Ricardo Ossado (a) el Judío, que vivió en el siglo diez y siete, siendo esta copia fiel del original que dejó la señora Doña Petrona Carrillo de Valladares, del pueblo de Ticul, a quien Dios guarde por muchos años.” (Barrerra-Vásquez 1963).
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