Universidad de Guanajuato
En este trabajo se presentan los nexos teóricos entre dimensiones multiculturales presentes en el fenómeno migratorio y dimensiones culturales de la democracia que pueden contribuir a su mejor funcionamiento. Ello surge a partir de una reflexión sobre la necesidad de incorporar a los aspectos institucionales y estructurales de los regímenes políticos, dimensiones relativas a los valores y a la calidad del capital social en los migrantes. En la ponencia se revisa la literatura sobre el tema y se ofrece un esquema clasificatorio de calidad de la democracia y dimensiones culturales de una comunidad. Por último se ofrecen resultados de investigación sobre migrantes mexicanos en clubes en Chicago.
La cultura importa para la evaluación de la calidad democrática. Una cultura poco tolerante a la diversidad es deficitaria en términos de buen funcionamiento democrático. En tal sentido, el modo en que se incorpora o discrimina a los migrantes, debe ser considerado como parte de la evaluación del régimen político. Cuando Samuel Huntington define a Estados Unidos, ya no como un crisol de razas, sino como un país protestante de habla inglesa, deteriora el espíritu democrático de un país multicultural y construido por migrantes. Las dimensiones puramente institucionales que se han propuesto en la literatura politológica, no rinden suficiente cuenta si están desprovistas de los valores y herencias de una comunidad política. No se trata de proponer una “visión culturalista”, que explique desde la cultura el destino de una democracia. Se trata más bien de explicar por qué en países en los que funciona relativamente bien el imperio de la ley, o la rendición de cuentas, la insatisfacción y la desafección con los problemas públicos son tan amplios en la población. La calidad de un orden político no deriva solo de las relaciones entre gobierno y comunidad, sino también de las relaciones entre los miembros de la comunidad política.
Las relaciones entre interculturalidad y calidad democrática atañe a diferentes aspectos. Entre ellos, aspectos internos de las poliarquías. ¿Cuánto la inter culturalidad incide sobre los rasgos de la democracia? ¿Cuánto incide sobre la calidad de la democracia? Una distinción preliminar es necesaria a propósito de estas cuestiones. La existencia de diversas comunidades en estado puede ser relativamente compensada en los recursos de las distintas comunidades o, por el contrario, las comunidades pueden tener relaciones descompensadas, con recursos político culturales muy dispares. En el primer caso las comunidades tienen capacidad de presión y de extorsión sobre los gobiernos, impulsándolos a un reconocimiento pleno de derechos. El resultado puede ser exitoso e implica la construcción de las llamadas democracias consociativas, estudiadas por Arend Lijphart, y que tienen como ejemplos paradigmáticos los casos de Holanda y Bélgica. Dos condiciones pueden resumir la caracterización del politólogo holandés: la primera es la existencia de una leadership dispuesta al consenso, la segunda es el acatamiento por parte de la población de los acuerdos alcanzados por los líderes. Si alguna de estas condiciones no se cumple entonces la interculturalidad deviene conflictiva y muy costosa para el conjunto. El caso de la ex Yugoslavia constituye uno de los fracasos más rotundos en donde la interculturalidad sirvió de base a conflictos sanguinarios. Tanto la escasa disposición de los líderes a acordar, como el no acatamiento de grupos de la población que se establecían en francotiradores, cada vez que había acercamiento entre las elites, hicieron de ese país un orden político imposible.
La cuestión planteada era políticamente elemental: como constituir un orden político común. La segunda cuestión es como constituir un orden democrático. La tercera es como constituir un orden político de buena democracia. Son tres cuestiones distintas pero interconectadas. Las condiciones esenciales de Lijphart atienden a la primera cuestión, y parcialmente a la segunda.
La constitución de la democracia como una sociedad abierta está presente desde los orígenes atenienses, y la disponibilidad de estos ordenes políticos para incorporar pautas culturales y revisar valores tradicionales de la propia comunidad, ocasionó que los adversarios de la democracia la señalaran como un orden poco patriótico y proclive a la influencia extranjera. La constitución de la democracia como sociedad abierta, llevó a Kant a asociar democracia con la paz, pues la constatación de que nunca una democracia ha hecho la guerra a otra, le hizo ver el impacto global de las características de un régimen político. Esta línea de discurso produce una primera cuestión, muy debatida en la actualidad, ¿Cuáles son los límites de la democracia en su permeabilidad con otras culturas y admisión de otros pueblos? El carácter de las democracias modernas suponen un vínculo histórico (indisociable?) entre soberanía de una comunidad de ciudadanos respecto de su gobierno. La idea de una comunidad internacional aparecía más como una promesa a futuro que como una realidad hasta la constitución de la unión europea, primera y por el momento única experiencia de una democracia que supera los límites del estado nación. Pero la cuestión sigue presente: si la democracia está asociada con un estado, entonces la comunidad está por definición territorialmente delimitada. ¿Puede la democracia incorporar miembros de otras comunidades? La primera respuesta es no, en la medida en que sean ajenos a la comunidad, no pueden constituirse en soberanos. Pero entonces la cuestión primera consiste en definir claramente cuáles son las condiciones para ser miembro de una o de más comunidades políticas?
Por definición, la ciudadanía democrática implica la declaración de un mundo político de iguales. Como ha señalado Robert Dahl (2006, trad.esp. 2008: 23-24), la buena democracia implica: a. participación efectiva de los ciudadanos con influencia en las decisiones políticas, b. igualdad en las oportunidades para participar en el proceso electoral, c. iguales oportunidades de contar con fuentes alternativas de información, d. control de la agenda, e. inclusión del demos, y f. constitución de un sistema de derechos. Este conjunto de características sintetiza el concepto de igualdad política. La ciudadanía de calidad supone niveles altos de igualdad política y las reglas de la buena democracia contribuyen a que esta se desarrolle.
Por lo tanto la definición que se proporciona, de buena calidad democrática, es la de un régimen de alta igualdad política entre los ciudadanos.
En este trabajo se analizan dimensiones comunitarias de la calidad democrática, como el capital social, ¿por qué esto importa a la calidad democrática? Por al menos, tres razones. La primera es que la democracia supone un conjunto de normas ético-políticas. La segunda, porque el orden político es inescindible de los comportamientos de una comunidad política. Una sociedad que admite y propicia la desigualdad no es compatible con una buena democracia. Las virtudes ciudadanas no son retórica para demagogos, sino condiciones del cumplimiento o negación de un buen orden democrático. Cuando se le pregunta a Bobbio cuál es el primer deber del ciudadano, responde “el deber de respetar a los demás, la superación del egoísmo personal. Aceptar al otro. La tolerancia para con los demás”, y para el gobernante “el sentido de estado, el deber de perseguir el bien común y no el bien particular o individual” (Bobbio 2001, trad. Esp. 2002: 42-43). La tercera razón, porque el comportamiento electoral como parte del comportamiento político funda, como se confirma en este trabajo, sus raíces en dimensiones comunitarias, y relacionadas con el ejercicio de la ciudadanía. Aspectos como la participación e interés de los ciudadanos en la política, son importantes y reconocidos incluso por institucionalistas, como estratégicos para el funcionamiento del imperio de la ley. Así, “una ciudadanía activa e incluso combativa es esencial para la construcción del estado de derecho” (Ackerman, J. 2007: 14). ¿Cuánto puede funcionar la ley en una comunidad donde la evasión de impuestos y la corrupción están difundidas?
Al igual que gran parte de las democracias latinoamericanas, México es una democracia “débil pero resistente, frágil pero duradera” (Velasco 2007: 131). Y la percepción generalizada de que la situación social en América Latina no ha mejorado desde el advenimiento de las democracias, está fundada en los hechos. Según la Cepal, el número de pobres disminuyó del 48 al 44%, entre 1990 y 2003, pero esas cifras están por detrás del 40% registrado en 1980. “La misma razón que explica su supervivencia, explica su superficialidad, debilidad e inestabilidad” Velasco 2007: 139.
La historia del concepto de capital social (en sentido estricto) puede rastrearse hasta comienzos del siglo XX, con los trabajos del educador Lyda Hanifan en 1920. Incluso, si nos referimos al uso implícito del concepto, desde Marx y Engels, es posible utilizar la noción de “bounded solidarity”, es decir de circunstancias amenazantes que pueden favorecer la cohesión de un grupo (Portes y Sensenbrenner 1993). Desde George Simmel es pertinente usar el concepto de “transacciones de reciprocidad”, en el sentido de normas y obligaciones producidas por redes personalizadas de intercambios. Y autores como Durkheim, y más adelante Parsons, plantearon la relevancia de la “introyección de valores”, es decir la formación de valores compartidos en el interior de una sociedad. También en Weber pueden encontrarse reflexiones, a propósito de “las sectas protestantes y el espíritu del capitalismo”, en el sentido de la pertenencia a sectas religiosas para obtener credibilidad y ventajas económicas.
Hay consenso en que el trabajo de Lyda J. Hanifan es pionero en la introducción del término (Hanifan 1920, 78). En los años sesenta la urbanista Jane Jacobs (1961) asigna a las redes urbanas el carácter de recurso indispensable en la vida de las ciudades, y en los años 80 el concepto es mencionado por el influyente sociólogo francés, Pierre Bourdieu en las Actes.
Respecto de la historia breve del capital social, puede considerarse al trabajo de Robert Putnam sobre las regiones italianas (1993), como una investigación que inicia y da respaldo empírico al trabajo teórico previo de James Coleman (1988). Se trata por lo tanto de un sector de estudio que adquiere vigor desde hace sólo poco más de dos décadas.
La historia breve del capital social, puede dividirse en por lo menos tres rutas de trabajo. La primera ruta se recorre prestando atención a la confianza en las personas, a las normas de reciprocidad que regulan la convivencia, y a las redes de asociaciones y de compromiso cívico. Esta ruta es transitada por Robert Putnam (1993), Francis Fukuyama (1995) y Ronald Inglehart (1997). La segunda ruta es transitada por autores como Bourdieu (1980), Coleman (1988), que consideran al capital social como un conjunto de relaciones sociales que constituyen recursos de un actor, para alcanzar objetivos. La tercera ruta reúne a aquellos estudiosos que consideran que la calidad institucional es un recurso colectivo de gran valor para, por ejemplo, lograr un mayor rendimiento económico. Así, la calidad de la burocracia, las libertades civiles y políticas, o la calidad del sistema judicial (North 1990, Olson 1965, 1982, Barro 1996, Mauro 1995, Knack e Keefer 1997, Alesina et al. 1996), pueden incidir en un mejor sistema político y económico. Estas acepciones diferentes de capital social han sido clasificadas por Collier (1998) en dos grandes categorías, que incluyen las dos primeras rutas como capital social civil (cantidad y calidad de la sociedad civil), y a la última como capital social gubernamental (calidad del contexto político-institucional).
Es claro que la confianza preocupa a los sociólogos contemporáneos, pues en diversos países se observa una caída sostenida de la confianza y un deterioro de la calidad de las relaciones sociales1. El concepto funciona muy bien cuando está referido a las relaciones sociales, pero no es claro si su uso puede ser desprevenido cuando se trata de relaciones políticas. Es decir ¿Puede una dimensión como la confianza ser el cemento de la vida política? ¿No es acaso la desconfianza un elemento necesario y racional de la interacción entre actores políticos? La confianza es el cemento, como se ha mencionado, de la vida social y de las relaciones civiles, pero ¿puede acaso afirmarse que cuando ingresa la dimensión política en las relaciones humanas, es también la confianza un elemento de estabilidad y buena calidad de la política? Por el contrario, y como lo muestra alguna literatura relevante (Stoppino 1986), ¿no es la desconfianza una dimensión psicológica de supervivencia en la construcción y mantenimiento del poder político? La cuestión que aquí se plantea es relativa a la utilidad de dimensiones del capital social, como la confianza, para la comprensión de aspectos de la vida política. Robert Putnam (1993) y Francis Fukuyama (1996) son los autores que mejor han desarrollado la dimensión confianza y, en el tratamiento de ambos autores, resulta a mi juicio poco plausible, que la confianza (ingrediente importante de la buena sociedad) constituya un elemento constitutivo de la buena política. Por otra parte, conceptos como reciprocidad diferida o reciprocidad inmediata pueden, en ciertas condiciones, traducirse en formas de clientelismo. Al respecto, es de cuestionar si el presupuesto de fondo es que las relaciones políticas poseen no sólo naturaleza, sino funciones diferentes de las relaciones sociales para las estructuras de un sistema.
En tal sentido las relaciones políticas implican la posibilidad de construir capital político, concepto que debe entenderse como conjunto de relaciones políticas, es decir de asignación imperativa de valores, (Easton 1953) que permiten la producción de estabilidad, gobierno y, en ciertas circunstancias, de una buena democracia. El concepto de capital político puede ser analizado en términos del capital que posee una comunidad política. Es de esperar que en una sociedad como la mexicana con una fuerte verticalidad, el capital político sea alto. Sobre este concepto existen en la actualidad frecuentes referencias incorporadas, sólo de manera intuitiva, en el lenguaje común y muy raramente en términos más exigentes. Así, el polisémico concepto de capital político, suele estar referido a la legitimidad de un líder, a sus capacidades de desempeño, al respaldo de actores relevantes, o a la etapa inicial de gestión. Todas estas acepciones implican considerar una “reserva de recursos” que le permiten a un líder actuar y realizar propósitos. Se trata, por lo tanto, de acepciones relacionadas con los recursos y capacidades del liderazgo. Por el contrario, en la literatura está ausente la acepción referida a la comunidad política. El concepto de capital político a nivel comunitario puede entenderse como el conjunto de relaciones que implican asignación imperativa de valores. Ahora bien, ¿en qué casos el capital político puede producir buena democracia? En los casos en que produce participación política. En términos generales el alto capital político comunitario produce estabilidad, pero no mejor calidad democrática. Para que esto último ocurra, se requiere que la asignación imperativa de valores tenga legitimidad. Con legitimidad (es decir apoyo activo), una sociedad cuenta con participación política. En México, hay un alto capital político, pero no alta participación. Ello en parte tiene que ver con problemas que derivan tanto de la formación del estado nación, como del modo de organización nacional después de la revolución. El resultado es un tipo de capital social que refuerza un capital político autoritario, no democrático, y que se expresa en lo que he considerado como el problema de la desvinculación. Comunidades participativas con alto capital político, suponen integración y sentido de pertenencia comunitaria. El capital político democrático significa la tendencia de una comunidad política o de sus actores, para auto-limitarse en situaciones de conflicto, así como para tender a acuerdos o favorecer la competición política. A nivel de élites, capital político significa la capacidad de competir y de cooperar en situaciones de consenso, y la capacidad de establecer redes en situaciones de conflicto. En términos generales hay capital político cuando hay capacidad de apoyo a las elites respecto de los acuerdos alcanzados en casos de cooperación o competencia, y de acatamiento en los casos de conflicto. En tal sentido el concepto de encapsulamiento (Etzioni 1964) resulta indispensable para la comprensión del capital político. El concepto de capital político puede contribuir a la mejor descripción de distintos resultados en términos de rendimiento democrático, fundamentalmente en las democracias instauradas en América Latina. Es decir, cuánto el capital político es una condición de hacer cumplir efectivamente la ley, o de rendición de cuentas ¿De qué modo el capital político puede contribuir a producir mejor calidad democrática? Fenómenos como el personalismo, carencia de realismo o no reconocimiento de reglas básicas de la política, tendencia a la ruptura, desencapsulamiento o deslegitimación de la competencia, constituyen rasgos negativos del capital político que afectan la realización de una buena democracia.
Como bien nos ha recordado Reinhard Bendix (1964- trad.1974: 80), en Europa los desarrollos de la ciudadanía tienen su contrapartida en creaciones institucionales. Así, a los tres tipos de derechos señalados por Marshall (derechos civiles, políticos y sociales) les corresponden cuatro grupos de instituciones públicas: los tribunales corresponden a los derechos civiles, los organismos representativos locales y nacionales a los derechos políticos, y los servicios sociales y escuelas a los derechos sociales.
En los casos de América Latina, los correlatos “ciudadanía-instituciones” no han ocurrido del mismo modo. E incluso la cuestión del ritmo de instauración democrática propia de la tercera ola ha implicado un cambio de una naturaleza muy diversa a la apuntada por los estudiosos ingleses. ¿Qué ocurre cuando esas instituciones (tribunales, órganos representativos) se crean sin su correlato de desarrollo ciudadano? Ocurre que las instituciones pierden relevancia, o se convierten en meros instrumentos de elites (O’Donnell. 1998). Desde los ciudadanos, estas instituciones no siempre constituyen un recurso para reforzar su autonomía. La tercera ola implicó un proceso de democratización con débil ciudadanización como resultado. Las democracias se han instaurado y funcionan, con el desconocimiento de derechos de una porción importante de sus ciudadanos. En ese sentido, algunas instituciones han llegado con la democracia, sin el proceso previo de conquista y asimilación, traducido frecuentemente, como ocurrió en las democracias modernas originarias, en severos conflictos políticos. Por el contrario, las instituciones de las nuevas democracias, han resultado menos costosas, pero pobremente responsivas.
La cuestión de la calidad de la ciudadanía atañe no sólo a las condiciones de producción de los derechos, sino a la constitución del “sistema de derechos-deberes” ciudadanos. Pues, es claro que una democracia de calidad requiere de ciudadanos responsables. En tal sentido, “no existen derechos sin los deberes correspondientes… si la declaración de los derechos humanos no quiere reducirse, como se ha afirmado tantas veces, a una relación de deseos piadosos, tiene que existir una declaración equivalente de deberes y responsabilidades de quien debe hacer valer esos derechos” (Bobbio 2001, trad. esp. 2002: 42) Como ha señalado correctamente Panebianco (1995-trad.1999: 22) la ciudadanía puede, en algunos casos, constituirse en un reivindicacionismo sin contrapartidas; y esta situación, que en otra sede he denominado ciudadanía anómica, puede ser resultado de una dimensión privilegiada del capital social, es decir de la debilidad del “sentido de pertenencia a una comunidad nacional” (Panebianco ibídem).
Es cierto que la prioridad de los derechos ciudadanos ha sido un gran progreso de la modernidad, sobre todo europea. “Derecho y deber son como la cara y reverso de una medalla. Pero ¿cuál es el la cara y cuál el reverso?... El problema de lo que se debe hacer o no hacer es un problema ante todo de la sociedad en su conjunto más bien que del individuo... Para que pudiese ocurrir el pasaje del código de los deberes al código de los derechos ocurría que fuese invertida la medalla. Que se comenzase a mirar el problema no más solamente desde el punto de vista de la sociedad, sino también desde el individuo” (Bobbio 1999: 433-434). Se pasó así, del acento en el Estado como prioridad, al acento en los individuos. El Estado para los individuos y no los individuos en función del Estado. Correcto, pero qué ocurre en sociedades con bajas tasas de solidaridad, sin organizaciones independientes y corporativizadas. Es decir, es necesario que a la dupla Estado-individuo de Bobbio, se agregue un tercer actor: los grupos de interés. Este modelo estatalista-corporativo implica la constitución de ciudadanías débiles en deberes, y la construcción de democracias anómicas. En algunas sociedades, como la mexicana, existe como centro político el modelo estatalista-corporativo, que implica un desarrollo histórico en el que no se avanza en derechos ciudadanos y, al mismo tiempo los deberes son vulnerados y violados.
Se llega así a tipos de ciudadanía que refuerzan un tipo de orden y de calidad democrática. Así, la ciudadanía débil en deberes, es construcción de democracia anómica. Podemos entender a la ciudadanía como un resultado o como un proceso político de evolución de obligaciones y prerrogativas. En cualquier caso se trata de un rasgo esencial para la caracterización de un régimen político. Considerada como un resultado efectivo, se pueden señalar dos tipos de ciudadanía. Es decir a) ciudadanía débil en derechos y b) ciudadanía débil en deberes. La primera suele corresponder a democracias incompletas, mientras la segunda a democracias anómicas. Las primeras son democracias con déficit en algunas de las esferas de la ciudadanía: civil, política, social y cultural. Se trata de democracias incipientes, de etapas de democracias, o de democracias con sociedades civiles muy desiguales. Las segundas son regímenes populistas, o democracias con sociedades civiles corporativas. Se trata de democracias con debilidad institucional. En ambos casos son sistemas de democracia de poca calidad. Pero las democracias anómicas están sometidas especialmente al riesgo de la manipulación.
Proponer la calidad ciudadana como dimensión de la calidad democrática, no implica ampliar el discurso democrático fuera de los límites del régimen político. La “operación” de convertir a la democracia en un concepto extra-régimen supone costos para la medición empírica2 , sin beneficios de comprensión conceptual. El régimen político implica valores, normas, reglas de juego que, cuando son democráticos, refuerzan un buen ejercicio y desarrollo de la ciudadanía. Pero, como afirmé, cuando hablamos de calidad, los predicados derivan también de otras dimensiones del sistema político. Así, una perspectiva de calidad no puede prescindir de sus tradiciones, de los ideales cultivados con la revolución francesa, ni de elementos como cierta igualdad, presente en concepciones decimonónicas. Veamos este punto.
La concepción previa al 1900, y específicamente desde el siglo dieciocho, es que la democracia era más un conjunto de principios que un tipo de régimen político. En tal sentido, la democracia constituía la participación de la comunidad y la igualdad social de los ciudadanos, y no el gobierno de la mayoría o el sufragio universal. Si se analiza la posición de Rousseau, típica del siglo XVIII, la democracia significa ante todo igualdad y participación. La democracia constituye un tipo de comunidad, que reunía un conjunto de condiciones: “¡cuántas cosas, todas difíciles de reunir, no supone este gobierno!” Es decir la democracia supone: a- “ un Estado muy pequeño, para que se pueda juntar el pueblo sin dificultad, y cada ciudadano pueda conocer fácilmente a los demás; b- “una sencillez de costumbres muy grande, a fin de evitar la multitud de cuestiones y las discusiones espinosas”; c- “mucha igualdad en los rangos y en las fortunas, pues sin esto no puede subsistir por largo tiempo la igualdad en los derechos ni en la autoridad” y d- “poco o ningún lujo” (libro III, Capítulo IV De la democracia).
La democracia deja de ser un tipo de comunidad y pasa a constituirse propiamente en un régimen cuando se intenta una definición fundamentalmente descriptiva. El propio Rousseau recluía a la democracia (definida por el) a la tierra de la utopía, pues decía que una sociedad y un gobierno de ese tipo era sólo posible entre dioses. El giro copernicano, sobre la concepción de la democracia lo produjo Schumpeter en 1942, posiblemente por primera vez y siguiendo las huellas de Weber, cuando define a la democracia como un método (“método político es el método que utiliza una nación para llegar a sus decisiones” (1954: 313). La teoría clásica en términos de Schumpeter, es decir la teoría que él mismo supera, consistiría como método democrático, en a-“aquel sistema institucional de gestación de las decisiones” b) “que realiza el bien común, dejando al pueblo decidir por sí mismo las cuestiones en litigio”, c)“mediante la elección de los individuos que han de congregarse para llevar a cabo su voluntad.” (1954: 321).
Schumpeter invirtió los puntos b) y c) para dar lugar al método “en el que los individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha de competencia por el voto del pueblo” (Ibidem 343).
Es interesante que el propio Schumpeter, enfrentado a la cuestión de la calidad democrática, no encontrara la necesidad de prescindir de su rasgo esencial: la de método político. Pero al mismo tiempo, considerara que una democracia de calidad puede lograrse si se cumplen al menos cuatro “condiciones para el éxito del método democrático” (Ibidem 368-376). Entre ellas a) la calidad de los políticos debería ser muy elevada, b) el dominio de lo político debe tener límites de racionalidad técnica, c) una burocracia de calidad, y d) autodisciplina democrática o vigor moral de las elites. Es decir que si bien la democracia es un régimen, la buena democracia requiere, además de reglas, de actores (clase política, burocracia) de calidad. Es decir la calidad democrática, para Schumpeter implica calidad de régimen más calidad en la dimensión titulares de roles.
La comunidad política importa a la calidad de la democracia, en dos aspectos: a.el reconocimiento de sus derechos, y b. la calidad como comunidad cívica. El tema de la comunidad política importa en particular en países donde la pluralidad cultural, étnica y lingüística es un dato relevante. Como afirma Michael Walzer “La tolerancia hace posible la diferencia, la diferencia hace necesaria la tolerancia” (1998: 13) Es el caso de México. Es claro que un orden político que reconoce la pluralidad, es mejor que un orden político que sólo lo hace en la retórica, o lo hace sobre cuestiones irrelevantes.
Democracias con comunidades multiculturales y resultados políticos |
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No constitución de orden político |
Orden político |
Democracia |
Buena democracia |
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Disposición de los líderes al acuerdo |
No |
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Si |
Sí |
Sí |
Acatamiento de la población a los acuerdos |
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No |
Si |
Sí |
Sí |
Ciudadanía política |
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Sí |
Sí |
Ciudadanía civil y cultural |
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Sí |
La ciudadanía política es participación e influencia política. Si revisamos los distintos tipos de ciudadanía, en los grupos periféricos respecto de los grupos centrales en recursos, vemos que en todos los casos la ciudadanía es frustrante. Pues el distanciamiento entre las normas formales y las efectivas es enorme.
Dimensiones de calidad democrática, tipos de ciudadanía, y reciprocidad |
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Imperio de la ley |
Rendición de cuentas vertical |
Respondencia |
Participación |
Reciprocidad comunitaria |
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Social |
Política |
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Ciudadanía civil |
X |
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Ciudadanía política |
X |
X |
X |
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X |
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Ciudadanía social |
X |
X |
X |
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X |
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Ciudadanía multicultural |
X |
X |
X |
X |
X |
X |
La literatura del capital social agrega dimensiones socioculturales relevantes para el análisis de la calidad democrática, pues como se ve en el cuadro anterior, la perspectiva hoy presente es predominantemente institucional. Ello es positivo pero no suficiente. Es positivo, porque se parte de medir objetivamente las dimensiones de calidad, analizando el producto, el material y el proceso de construcción de las instituciones. Pero no es suficiente, porque carece de la dimensión subjetiva de los actores. Si bien el concepto de respondencia apunta a ello, se trata de un acento en los aspectos verticales de construcción de autoridad y funcionamiento de esa autoridad. La literatura del capital social, por el contrario, presta atención a la dimensión horizontal de la democracia. Dimensiones como participación, solidaridad, respeto a las normas, compromiso, sentido de pertenencia, que pueden ser considerados aspectos de una reciprocidad comunitaria, resultan cruciales para el desarrollo de la ciudadanía multicultural.
El enfoque de la ciudadanía para Marshall es la relación entre clases y ciudadanía, y en tal sentido, la ciudadanía es ante todo el progresivo avance de derechos igualitarios. Pero, como puede verse en los movimientos políticos actuales, la multiculturalidad plantea la relación ciudadanía-cultura, y a los derechos igualitarios deben agregarse los de reconocimiento y respeto a las diferencias. La calidad de la comunidad política es relevante para la calidad democrática, y ello también en lo que atañe a la formación del ciudadano.
El secreto forma parte de la política. Hecho por demás señalado en el pensamiento filosófico. Maquiavelo y Hegel le dieron legitimidad al secreto con la llamada razón de estado. Desde Tácito a Vico, y más recientemente Canetti (Bobbio 1999) consideraron que el secreto forma parte del mismo núcleo del poder. Sin embargo, el secreto no constituye el núcleo de todo tipo de poder. Pues, frente a los secretos de la razón de estado se levantan los principios de la transparencia democrática. Frente a los Arcana Imperii (secretos del imperio) se erige la representación responsable. La democracia representativa, según Schmitt, lo es sólo en la medida en que haya publicidad de los actos. Las sesiones públicas del Congreso resultan un testimonio y un símbolo, hoy deteriorado. Y los problemas actuales de la representación democrática en gran medida descansan en los cuestionamientos a la opacidad de los gobiernos y de la clase política. La desconfianza de la comunidad es la contra cara comunitaria de la opacidad política de las elites. Ello obedece en gran medida a que el poder, tal como ha sido concebido hasta recientemente, es definido, en la práctica por muchos políticos, como manipulación. Por tradición o menor esfuerzo, la manipulación es un camino frecuente. Y para ello es imprescindible esconder las intenciones (Stoppino 1986). Por el contrario, el poder democrático es influencia consciente y legítima de unos sobre otros, y con reconocimiento de la legitimidad de esa influencia. El poder no democrático tiende a esconder, mientras la representación democrática debe mostrar. Pero además, la idea que subyace al poder oculto es profundamente antidemocrática. La opacidad esconde, cuando no la corrupción, por lo menos una concepción que desprecia a la población por considerarla incapaz de comprensión y discernimiento. Inevitablemente quienes lo ejercen, postulan (cuando menos implícitamente) una comunidad como masa manipulable. A la inversa, las democracias se construyen y mejoran su calidad postulando una comunidad como ciudadanos activos y responsables. Sin la admisión de este postulado desaparece una de las bases teóricas de la democracia, la presunción de la autonomía personal, según la cual: “en ausencia de una prueba concluyente que lo contradice, debe considerarse a cada individuo el mejor juez de sus propios bienes e intereses” (Dahl 1989- 1992: 124).
La concepción del poder en la democracia no sólo analiza los intereses del poder en el vértice, sino los intereses del poder en la base. Por ello el individuo debe saber o al menos debe ser puesto en condición de saber (ibidem: 346). De aquí la defensa que hicieran los liberales democráticos del siglo XIX sobre el rol de la educación en la ciudadanía. El poder autoritario disociaba (como lo mostró Maquiavelo) la ética de la política. Y para ello era imprescindible el uso del secreto. Por el contrario, el poder democrático se propuso la difícil y compleja tarea de conciliar valores éticamente universales con el ejercicio del poder político. En tal sentido, como muestra Kant (1795-1999:127-128) es imprescindible la publicidad de los actos. El derecho a la información es una base de la igualdad política, y en particular del criterio de la comprensión esclarecida, según el cual: “cada ciudadano debe contar con oportunidades apropiadas e iguales para descubrir y convalidar... la elección de los asuntos a ser debatidos que mejor sirvan a los intereses de los ciudadanos” (Dahl 1989-1992: 138)
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