BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

LA CAUSA REPUBLICANA

José López


 


Esta página muestra parte del texto pero sin formato.

Puede bajarse el libro completo en PDF comprimido ZIP (205 páginas, 1,57 Mb) pulsando aquí

 


2. Necesidad y conciencia de cambio

La necesidad estimula la creatividad, el esfuerzo, la acción, la iniciativa, la fortaleza, la eficiencia, la solidaridad, el cambio. La comodidad, al contrario, produce idiocia, pereza, pasividad, conformismo, debilidad, incapacidad, egoísmo, inmovilismo. Parece que el ser humano es capaz, en ocasiones, de sacar a la luz sus mejores facetas cuando las cosas van peor. Así, en las situaciones extremas, sacamos a relucir nuestro auténtico yo. La vida, especialmente cuando no nos trata bien, nos pone a prueba, nos permite conocernos a nosotros mismos. En medio del horror de la guerra, en medio del infierno, el ser humano es capaz de sentir compasión, de sacrificarse por los demás, cuando no es dominado por la locura de la situación que vive. Así, la creatividad artística o científica, muchas veces, son hijas de la soledad, de la necesidad de comunicación insatisfecha, de la desesperación, de la incomprensión. Abundan en la historia los casos de grandes genios que tenían grandes problemas que ellos conseguían superar o sobrellevar a base de su genialidad. El sufrimiento inspira. Según Freud, la inspiración es producto de un conflicto psicológico no resuelto o de un trauma de la infancia. Las dificultades estimulan el afán de superación. La solidaridad emerge cuando la situación crítica lo requiere, cuando la necesidad es extrema. Esto podemos observarlo ante cualquier catástrofe natural. La eficiencia aumenta cuando la necesidad de gestionar mejor los recursos apremia, cuando la escasez es grande. Una familia pobre gestiona mejor su economía que una familia rica. El despilfarro existe cuando hay abundancia. El ser humano tiene tendencias contrapuestas que en función del entorno, del contexto, de las circunstancias, pueden amplificarse o atenuarse. El ser humano es capaz de lo peor y de lo mejor. Pero, extrañamente, muchas veces, saca lo peor de sí cuando todo le va bien, y lo mejor de sí cuando todo le va mal. La comodidad lo empeora y la necesidad lo mejora. Como decía Ortega y Gasset: En el dolor nos hacemos, y en el placer nos gastamos.

Parece que sufrir nos hace mejores personas. Al sufrir, sentimos más, nos hacemos más comprensivos para con los demás, nos hacemos menos egoístas, nos volvemos más humildes. Al sufrir, nos volvemos más humildes porque nos damos cuenta de nuestras limitaciones, de nuestras debilidades. Nos damos cuenta de que somos vulnerables, de que no somos perfectos, y por tanto nos volvemos también más tolerantes. Al sufrir en primera persona, nos concienciamos más sobre la necesidad de ser ayudados y por tanto de ayudar también a los necesitados, nos hacemos más compasivos, más solidarios. El sufrimiento aumenta nuestra empatía, nuestra capacidad para sintonizar emocionalmente con los demás. El sufrimiento conduce al amor al prójimo. Los actos más solidarios suelen ser más habituales entre los desvalidos que entre los opulentos. La solidaridad está más desarrollada en las clases bajas que en las clases altas. Ciertas dosis de sufrimiento nos hacen más humanos, en el mejor sentido de la palabra. Incluso, a veces, sufrir nos inspira porque al aumentar nuestra conciencia somos capaces de asociar ideas anteriormente desconectadas. Según John Locke, la inspiración es en alguna medida un proceso azaroso pero completamente natural de asociación de ideas y pensamiento unísono repentino. Según el marxismo, la inspiración es producto de la conciencia de clase. Por tanto, podemos decir resumidamente que la inspiración está relacionada con la conciencia y que a su vez ésta lo está con el sentimiento, especialmente con el sufrimiento. El sufrimiento aumenta nuestra inteligencia emocional.

El sufrimiento, junto con el amor, es una de las emociones más intensas que podemos experimentar. Como decía Johann Messner, dos son las cosas que hacen madurar al hombre: el amor y el sufrimiento. Sin embargo, el amor, por lo menos el amor correspondido en sus inicios, nos produce placer, nos hace volar, nos aparta de la realidad. Cuando uno ama, lo ve todo color de rosas, idealiza la realidad. Y al contrario, el sufrimiento nos devuelve a la cruda realidad, nos hace tener los pies bien pegados a la tierra. El amor nos vuelve más inconscientes, y por el contrario, el sufrimiento nos vuelve más conscientes. Aunque el amor nos produce también sufrimiento. No sólo cuando no somos correspondidos, cuando caemos víctimas del desamor, sino que incluso cuando amamos profundamente porque el sufrimiento de la persona amada es también nuestro sufrimiento. No hay peor sufrimiento que el provocado por la pérdida de un ser querido. El amor conduce al sufrimiento y a su vez el sufrimiento conduce también al amor. El sufrimiento y el amor están dialécticamente interrelacionados. Son las dos caras de la misma moneda. Sin amor no hay sufrimiento y sin sufrimiento no hay amor. Todos amamos y sufrimos en la vida en mayor o menor medida. La diferencia estriba en cuánto y cómo. Al sufrir más, nos concienciamos más, conocemos más. El sufrimiento nos conduce al conocimiento. La experiencia práctica es nuestra principal fuente de conocimientos. Y cuanto más intensa es la experiencia vivida, más aprendemos. El sufrimiento es una de las experiencias más intensas que podemos vivir, por tanto es una de las experiencias que más nos enseña en la vida. ¿Quién sabe más sobre la vida que aquel que sufre más? No hay como vivir en primera persona ciertas experiencias para concienciarse sobre las mismas. Nadie puede estar más consciente sobre algo que el que lo vive. Sufrir es concienciarse. Sufrir es aprender. Como dijo François Fénelon: El que no ha sufrido no sabe nada; no conoce ni el bien ni el mal; ni conoce a los hombres ni se conoce a sí mismo.

La conciencia de clase se dispara cuando más se sufre las consecuencias de la lucha de clases. En las crisis económicas los trabajadores se conciencian más que nunca. Aprenden que aunque ellos no la ejerzan, existe siempre una lucha de clases, de las clases altas contra las clases bajas. Las crisis intensifican la lucha de clases porque las clases altas intentan hacerlas pagar a las clases bajas y como consecuencia éstas deben reaccionar y defenderse. Así como se conoce realmente a las personas cuando las cosas van mal, se conoce también el auténtico rostro clasista del Estado cuando la economía va mal.

Como todo en la vida, el sufrimiento, dentro de unos límites, es bueno. Si no sufrimos, tampoco disfrutamos. Disfrutamos de aquello que nos cuesta cierto esfuerzo disfrutar. Como dijo Johannes Kepler: En una vida sin penas, acaban por relajarse las cuerdas del alma. No es feliz aquel que desconoce el sufrimiento, aquel que no valora las cosas buenas de la vida porque no le cuesta obtenerlas. No sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Se sabe el valor de una cosa cuando se paga por ella. No podemos valorar lo que no nos cuesta esfuerzo conseguir. Henri de Lubac decía: Tu sufrimiento es el hilo con que tejes tu felicidad. Si nunca sufres, nunca serás feliz. Sin embargo, tampoco puede ser feliz aquel que sufre demasiado, aquel que no tiene respiro, aquel al que no le da tiempo de recuperarse del sufrimiento, aquel que sólo sufre en la vida. Demasiado poco sufrimiento nos hace incompletos, nos impide concienciarnos de lo malo de la vida y por tanto también de lo bueno, y demasiado sufrimiento nos asfixia, nos impide conocer lo bueno de la vida. Pero cierto sufrimiento, dentro de ciertos márgenes, nos ayuda a valorar la vida, a concienciarnos sobre lo que tenemos, a disfrutar con aquellas cosas que muchas veces infravaloramos. El sufrimiento moderado nos permite ser felices.

Las cosas son buenas dentro de ciertos márgenes. Fuera de dichos márgenes una cosa buena se vuelve mala. ¿Es que los ricos son siempre más felices que los pobres? Pues no. Es difícil ver disfrutar a los ricos como lo hacen los pobres. Éstos, al sufrir más, necesitan también, para compensar, disfrutar más. No se puede comparar la alegría de cualquier fiesta popular con la frialdad y el aburrimiento de las fiestas “cultas”. Sobrepasado cierto umbral, el dinero no hace necesariamente más feliz. Una vez que tenemos un mínimo de dinero para satisfacer nuestras necesidades más perentorias, la felicidad depende de cómo aprovechemos nuestras posibilidades, de cómo usemos el dinero, de cómo encajemos los golpes de la vida, de cómo gestionemos nuestras vidas, de la suerte, etc. Pero si el dinero pasa de ser un medio a ser un fin en sí mismo, entonces la felicidad se vuelve imposible porque caemos presos de la ambición excesiva, de la avaricia, del egoísmo desmadrado, de la permanente insatisfacción. Los ricos que se obsesionan por el dinero se vuelven unos infelices porque justifican todo en la vida por el vil metal. Sólo ven dinero. Su pareja merece la pena si es de buena familia, es decir, si tiene dinero. Sólo se mueven con gente de dinero porque piensan que la gente que tiene dinero vale más. Tiene más dinero pero no vale más. Por lo general, al contrario, vale menos, si es que nos ponemos a dar valor a las personas. La gente con más dinero, por lo general, siempre hay alguna honrosa excepción, tiene peor “calidad humana”. No hay mayor prueba de lo poco inteligentes que son los ricos que el hecho de que se consideren superiores. ¡Como si pudiera compararse alegremente dos personas, obviando todos sus antecedentes, todas sus cualidades, todas sus experiencias, todo su contexto, por el simple hecho de valorar su cuenta corriente! ¡Como si no tuviera más mérito aquel que en la vida ha tenido que conseguir todo por su propio esfuerzo, aunque consiga poco, que aquel que todo lo que tiene es por simple herencia, por haber nacido en cierta familia! Al contrario de lo que suelen creer los que nacen en familias de dinero, precisamente, ellos, que obtienen todo sin ningún esfuerzo, sin ningún mérito propio, valen menos que aquellos que nacen con nada, si es que podemos decir que una persona es superior a otra.

Los que tienen dinero juzgan a los demás por la ropa que llevan, por el coche que conducen, por la casa en la que viven, es decir, por el valor monetario de las cosas materiales que poseen, en vez de por las cualidades de la misma persona, lo cual demuestra su “inteligencia”. ¿Qué podemos esperar de semejantes élites que gobiernan el mundo? Está claro que por mucha carrera que estudien en prestigiosas universidades, el carácter, el contexto social o familiar de las clases pudientes está tan viciado que no puede esperarse nada bueno de semejante gente. El hábito no hace al monje. El mundo está lleno de catedráticos, de doctores, de ingenieros, de licenciados, que son auténticos patanes. Lo cual demuestra que algo falla también en el sistema educativo, pero éste es otro tema. Ellos que se creen superiores a los demás simplemente por haber tenido la suerte de nacer en ciertas casas, por llevar ropa de marca, por poseer tal coche de lujo, por vivir en tal barrio, por tener tal título universitario, no son luego capaces de sobrellevar lo que cualquier pobre soporta a diario, se hunden a la mínima de cambio en cuanto papá o mamá no les dan cobertura, en cuanto no viven entre algodón. ¡Cuántos niños de papá arruinan los negocios heredados! ¡Qué diferencia entre el padre que partiendo de la nada consigue llegar alto por su propio esfuerzo y el hijo que partiendo de arriba no sabe mantenerse arriba! Ellos que nos dicen que la lucha de clases es cosa del pasado, nos declaran la guerra constantemente con su permanente clasismo. Ellos que procuran por todos los medios que la clase trabajadora no tenga conciencia de clase, tienen ésta bien desarrollada.

¡Cuán equivocados están aquellos para los que el dinero lo es todo! ¡Cuán equivocados están aquellos que juzgan a las personas por las apariencias o por sus posesiones materiales! Los que tienen dinero piensan que las cosas buenas de la vida deben ser necesariamente caras. ¡Como si no pudiera disfrutarse de la naturaleza, una de las mejores cosas de la vida! Bien es cierto que para viajar, especialmente al extranjero, se necesita dinero. Pero también puede disfrutarse de la naturaleza cercana que nos rodea. Con muy poco dinero (menos que el necesario para comer en cualquier restaurante), incluso los que viven en grandes ciudades pueden escaparse al campo. Más aún, la simple vista del cielo desde donde vivimos nos muestra algunos de los espectáculos más maravillosos que podemos contemplar. No es necesario gastarse mucho dinero para disfrutar de la naturaleza. Sin embargo, ellos, los que piensan que el dinero lo es todo, piensan que para comer bien hay que ir a restaurantes de lujo donde uno paga más los cubiertos, el peloteo del camarero, la tontería, que la propia comida. ¡Como si no hubiera en los pueblos magníficos restaurantes donde se come bien y mucho por cuatro perras! ¡Como si no pudiera disfrutarse de un buen bocadillo en la montaña! No saben disfrutar de las cosas sencillas de la vida. El amor lo obtienen por dinero. Compran la amistad. Intentan comprar la felicidad. Pero, el amor, la amistad, la felicidad no pueden comprarse. No hay forma más segura en la vida de espantar al amor, a la amistad, o a la felicidad que intentar comprarlos. ¡Desgraciados aquellos para los que todo gira en torno al dinero! No es de extrañar que los ricos, generalmente, a pesar de tener todas las condiciones materiales a su favor, sean unos pobres infelices. Poco dinero es malo, pero demasiado dinero también. Aunque a veces el dinero marca la diferencia entre vivir y morir. Una de las mayores vergüenzas de nuestra actual sociedad es que a veces pueda comprarse la vida, es que a veces uno sólo pueda superar una grave enfermedad si tiene el suficiente dinero para costearse los gastos de un buen médico. Uno de los grandes objetivos de toda sociedad civilizada es que todas las personas tengan los mismos derechos, las mismas posibilidades de sobrevivir, de vivir, de ser felices. Pero a pesar de estos casos extremos, el dinero no hace la felicidad, siempre que se sobrepase el umbral mínimo necesario para sobrevivir en condiciones dignas.

Todo esto que decimos no es siempre así, por supuesto, toda generalización con respecto al comportamiento humano siempre tiene cierto margen de error. Estamos hablando en términos generales. Siempre hay excepciones que confirman la regla. No todos somos iguales, ni reaccionamos igual ante las mismas circunstancias. Pero sí parece lógico pensar que, en general, la necesidad agudiza el ingenio, el progreso, la fuerza de voluntad, el esfuerzo, incluso la solidaridad. El control del fuego se consiguió para satisfacer la necesidad de calor, de luz, de seguridad. El carácter social del ser humano, como el de la mayoría de seres sociales, es consecuencia de la necesidad de solidaridad para posibilitar o mejorar la supervivencia. Cuando uno tiene que superar un bache importante en su vida, la única manera de hacerlo es con mucha fuerza de voluntad, con mucho esfuerzo, sacando las fuerzas de donde parece que ya no existían. El instinto de superación, incluso el instinto de supervivencia, se desarrolla cuando las circunstancias obligan, cuando no hay más remedio, cuando no hay opción, cuando la necesidad aprieta. O te superas a ti mismo, o te fortaleces, o sucumbes. Pura necesidad de supervivencia. Lo que no mata, fortalece. ¿Por qué nos caemos? Para aprender a levantarnos. Si no nos caemos de vez en cuando, perdemos práctica y no valoramos lo que es estar de pie. Cuando nos caemos, cuando sufrimos, nos hacemos más humildes, más tolerantes porque nos damos cuenta de que nosotros también podemos caernos, nos hacemos más solidarios porque nos damos cuenta de que para levantarnos necesitamos cierta ayuda y por tanto nos predisponemos más a ayudar a levantarse a aquellos que se caen, y también nos hacemos más fuertes al levantarnos porque nos damos cuenta de que tenemos más resistencia de la que pensábamos cuando nos caímos, de que tenemos más fuerzas de las que sospechábamos. Hasta cierto punto, claro. Somos vulnerables porque podemos caernos pero somos fuertes porque podemos levantarnos. El que sufre en la vida es consciente de su vulnerabilidad pero también de su fortaleza. Caernos nos hace mejores personas. Al levantarnos, somos otras personas. Para superarnos necesitamos ciertas dosis de dificultades. La necesidad es la que nos hace levantar, la que nos mueve. La necesidad mejora la especie humana.

El motor del cambio tiene un combustible fundamental: la necesidad. Cambiamos porque necesitamos cambiar. La necesidad mueve el mundo. Tanto el mundo natural como el humano. Todos los seres vivos tenemos unas necesidades que satisfacer y la mayor parte del tiempo, sino todo, lo dedicamos a satisfacerlas. Y cuando no podemos satisfacerlas entonces cambiamos para poder satisfacerlas, o simplemente para satisfacerlas mejor. Trabajamos, comemos, nos aseamos, dormimos, practicamos sexo, leemos, escuchamos música, nos relacionamos con nuestros semejantes, …, porque debemos satisfacer nuestras distintas necesidades. Nos cambiamos de trabajo, de vivienda, de ciudad, de país, de pareja, de…, porque debemos satisfacer nuestras distintas necesidades, porque éstas no eran satisfechas suficientemente. Cambiamos nuestra manera de ser porque necesitamos adaptarnos a nuestro entorno o porque necesitamos sentirnos mejor con nosotros mismos. Todos los seres tenemos unas necesidades físicas y unas necesidades psicológicas. Las primeras son más urgentes y las segundas surgen sólo cuando las primeras han llegado a un mínimo grado de satisfacción. Un hambriento no se preocupa de leer, sólo le obsesiona llevarse alimentos a la boca. Para él la lectura no es una necesidad mientras no haya satisfecho la imperiosa necesidad de alimentarse. Tenemos una jerarquía de necesidades. Unas necesidades fisiológicas básicas, prioritarias, y sobre ellas, unas necesidades psicológicas, superiores, más prescindibles.

También es cierto que la ambición juega un papel importante en el afán de superación de ciertos individuos, en el cambio. Ambición fomentada por un sistema que se sustenta en la prosperidad individual. Pero la ambición no es más que, según el diccionario de la Real Academia Española, el deseo ardiente de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama. ¿Y no es el deseo hijo de la necesidad? Deseo lo que necesito. Deseo porque necesito. La ambición no es más que un tipo particular de necesidad psicológica. Una persona presa de la ambición está permanentemente insatisfecha porque necesita siempre más y más. Podemos decir que la ambición es la necesidad exacerbada, exagerada, fuera de control. Una persona ambiciosa tiene unas necesidades muy por encima de la media. Nunca tiene suficiente. Cuanto más tiene, más quiere, más necesita.

Cambiar puede suponer un enorme esfuerzo. Necesitamos cambiar pero también necesitamos no cambiar demasiado. Si no cambiamos, no nos realizamos como seres inteligentes porque llevamos en nuestros genes el instinto de superación, de progreso, además del instinto de supervivencia. Inteligencia implica adaptación, es decir, cambio. Pero si cambiamos demasiado entonces nos esforzamos demasiado y esto requiere mucha energía. Como el resto de seres de la naturaleza, sucumbimos ante la ley del mínimo esfuerzo, del mínimo consumo de energía. Porque toda energía que perdamos la debemos reponer y esto a su vez requiere más consumo de energía. En definitiva, necesitamos ciertas dosis de cambio, pero tampoco excesivas. Por esto, en general, normalmente sólo cambiamos cuando no tenemos más remedio. O dicho de otra manera, cambiamos mucho sólo cuando lo necesitamos, mientras no lo necesitemos, cambiamos poco. En realidad necesitamos cambiar poco en el fondo y mucho en las formas. Los cambios superficiales requieren poco esfuerzo y nos dan “salsa” a la vida. Los cambios profundos, los verdaderos cambios, requieren mucho esfuerzo y procuramos evitarlos mientras sea posible. Siempre estamos más por la labor de cambiar nuestra vestimenta, nuestro coche, nuestra casa, nuestra ciudad de residencia, incluso el país en casos de gran necesidad, pero nos cuesta mucho esfuerzo, si es que lo conseguimos, cambiar nuestra forma de pensar o de actuar (estamos hablando de cuando ya somos adultos, cuando somos niños cambiamos continuamente porque nos estamos formando como personas). Siempre es menos costoso cambiar de trabajo que cambiar el modo en que funciona la empresa de la que huimos, y lo mismo puede decirse en general de cualquier grupo humano. Normalmente optamos por huir del grupo que no nos gusta en vez de intentar cambiarlo. Porque cambiar el grupo implica mucho más esfuerzo, requiere cambiar la manera de actuar o de pensar de muchas personas, o de las personas responsables del grupo. Los primeros, cambios superficiales, nos rompen la monotonía (necesitamos acotar la monotonía) y no nos suponen, normalmente, grandes esfuerzos. Los segundos, cambios profundos, por el contrario, nos crean inestabilidad psicológica y suponen enormes esfuerzos, muchas veces imposibles de realizar. Los primeros los necesitamos, los segundos los intentamos evitar. En el resto de este libro cuando hable de cambio me referiré a los cambios profundos, a los verdaderos.

Los pobres necesitan cambiar más que los ricos porque éstos tienen mejor satisfechas sus necesidades, porque sólo deben preocuparse de sus necesidades psicológicas, mientras que los pobres aún deben centrarse en sus necesidades físicas básicas. No cabe duda de que luchar es algo muy incómodo. ¡Afortunados aquellos que no conocen lo que es la lucha! Aunque en la vida todo tiene su precio, todo tiene sus ventajas e inconvenientes. Aquellos que tienen la suerte de no tener que luchar porque otros ya lo han hecho por ellos (típicamente los padres o los abuelos) tienen el inconveniente de que ante el más mínimo problema se hunden, la falta de práctica para luchar ante los obstáculos les impide solventarlos cuando la mala suerte hace acto de presencia. Lo que es un gran problema para un rico, es una minucia para un pobre. Ya quisieran muchos pobres tener los problemas que tienen los ricos. Cuando en la vida se tienen problemas serios, los pequeños problemas no quitan el sueño. Las experiencias prácticas de la vida nos ayudan a relativizar, a darles la importancia correcta. Siempre se quejan más los que tienen menos motivo. No hay más que viajar a países del Tercer Mundo para ver cómo sus habitantes, a pesar de las calamidades que sufren a diario, no han perdido la capacidad de sonreír, de disfrutar con las cosas sencillas de la vida, con lo verdaderamente importante, capacidad casi perdida en el llamado Primer Mundo. No hay más que ver, en nuestros países, cómo la gente de “abajo” es más luchadora, fuerte, cálida, vital. Por supuesto, estamos hablando dentro de unos límites. La gente que está muy, muy, muy mal ya no tiene ni fuerzas para sonreír, ni para luchar ni simplemente para pedir limosna. Parece que el ser humano es capaz de reaccionar, de cambiar, sobre todo, cuando está al borde del abismo, cuando no tiene más remedio, pero cuando aún tiene alguna esperanza, algo por lo que luchar. Los cambios en la sociedad los provocan pues los pobres pero no los vagabundos, el proletariado pero no el lumpemproletariado, los más necesitados pero no los más desesperanzados.

¿Será capaz la humanidad de reaccionar y evitar su autodestrucción? ¿Ha perdido ya la esperanza de sobrevivir o de vivir mejor? ¿No tenemos la sensación de estar en un momento histórico en que nuestra civilización está al borde del abismo, en una encrucijada? Como decía Bertolt Brecht, las revoluciones nacen en callejones sin salida. Y como decía Marx, la revolución es la locomotora de la historia. La revolución es hija de la necesidad de cambio. ¿Estamos en vísperas de una gran revolución mundial? El tiempo lo dirá. Pero la historia de la sociedad humana la hacemos los humanos, no se hace sola. Está claro que nadie por su cuenta puede cambiar el mundo, pero también es evidente que todos ponemos nuestro granito de arena para mejorarlo o empeorarlo. Incluso los que se creen que no hacen nada, con su actitud pasiva, contribuyen, y mucho, a que el mundo vaya como va. Como decía Einstein: La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa.

Pero no es suficiente con necesitar cambiar para cambiar, también es necesario ser consciente de ello. Parece que sin estos dos ingredientes, necesidad y conciencia, no es posible el cambio, o es muy poco probable. Si no necesito cambiar porque estoy razonablemente bien entonces no cambio. Si no soy consciente de la necesidad de cambiar (aunque en realidad exista dicha necesidad) entonces no cambio. Si soy consciente de la necesidad de cambiar, pero no lo soy de la posibilidad de hacerlo, entonces tampoco cambio. La sociedad, el individuo, cambia, lo intenta, sobre todo cuando, como mínimo, se cumplen estas tres condiciones: existe una necesidad real de cambio, se es consciente de dicha necesidad, y además se es consciente de la posibilidad de llevar a cabo el cambio con éxito, o con cierta probabilidad de éxito.

La historia de la sociedad humana es compleja. Existen muchos factores, objetivos y subjetivos, que entran en juego, que se interrelacionan de forma compleja, de tal manera que las contradicciones hacen decantar el derrotero de la historia de un modo u otro. La necesidad real de cambio es el principal factor objetivo, mientras que la conciencia de la necesidad de cambio y la conciencia de la posibilidad de cambio son los principales factores subjetivos. La necesidad es objetiva, existe independientemente de que la consideremos o no. La conciencia, por el contrario, es subjetiva. La primera existe independientemente de nuestra mente, de nuestra percepción. La segunda es un producto de nuestros pensamientos, de nuestros sentidos. Todos los seres vivos tenemos la necesidad perentoria de alimentarnos. Y somos conscientes de dicha necesidad a través de nuestros sentidos. Nuestro estómago nos avisa cuando necesita alimento. Si no fuéramos capaces de ser conscientes de la necesidad de alimentarnos, nos moriríamos de hambre, porque no ser consciente de una necesidad real no la elimina. La necesidad existe independientemente de la conciencia, pero al revés no.

De la combinación de esos tres factores fundamentales depende el curso de la historia. Muchas veces, pequeños cambios en la proporción entre dichos factores, hacen decantar la balanza hacia un lado o hacia su opuesto. Así, países atrasados, forzados por la necesidad, son capaces, “inexplicablemente”, de pisar el acelerador de la historia para hacer un gran salto cualitativo, cuando los factores subjetivos se suman a los objetivos. Así, países atrasados, con una necesidad real de cambio, no evolucionan, incluso involucionan, cuando no se dan las circunstancias subjetivas adecuadas. Y así también, países adelantados, acomodados, sufren estancamiento o involución. La historia de la sociedad humana, en este sentido, puede compararse con la de las personas individuales.

Si sólo existe la necesidad, si sólo existen factores objetivos, no se producen cambios. También es imprescindible la conciencia. Los cambios se producen cuando existen en suficiente grado factores objetivos y subjetivos. Sólo es posible salir de la oscuridad del túnel, si se está a oscuras (necesidad de cambio), si se es consciente de que se está a oscuras (conciencia de la necesidad de cambio) y si se ve la luz al final del túnel, es decir, si se ve la salida (conciencia de la posibilidad de cambio). Aunque también es posible el movimiento fuera del túnel, es más difícil, se necesita un hito hacia el que dirigirse. Siempre es más fácil moverse en cierta dirección cuando se tiene un objetivo claro al que dirigirse. La luz a la salida del túnel es un claro objetivo, por esto siempre es más fácil moverse cuando se está dentro de él que fuera de él. La conciencia de la posibilidad de cambio también es importante porque si no se ve la luz, no se sale del túnel. Incluso, en ocasiones, aunque la necesidad no apriete, cuando es posible ver claramente cómo avanzar, pueden producirse cambios. Aunque esto siempre es más difícil, siempre es más probable que el motor del cambio sea la necesidad más que el afán de mejora (desgraciadamente). O dicho de otra manera, siempre es más probable el cambio cuando la necesidad es grande. Cuando ésta no es tan grande, el afán de mejora puede considerarse una necesidad no apremiante, entonces el cambio es menos probable.

Si el avance fuese continuo, no producto de la desesperación, si no se produjese sólo cuando estamos al borde del abismo, entonces sería más seguro, más eficaz, entonces, probablemente, ya hace tiempo que estaríamos explorando estrellas lejanas, ya habríamos superado la fase crítica de toda civilización en que se decide su existencia, en que sobrevive a sí misma. Porque no es lo mismo actuar cuando se está al borde del abismo, cuando la desesperación es grande, que cuando se está en condiciones normales. Las revoluciones normalmente surgen en callejones sin salida, cuando el pueblo estalla. Si los cambios se producen continua pero pausadamente, con tiempo suficiente para que no sean precipitados, se hacen mejor. Las prisas, la urgencia, no son buenas consejeras. Las cosas bien hechas necesitan su tiempo. Si en vez de probar un sistema alternativo nuevo sólo cuando el antiguo colapsa o está a punto de colapsar, tuviéramos la posibilidad de probarlo a él y a otros anticipadamente, cuando hay varias salidas posibles entre las que elegir, entonces la probabilidad de encontrar un sistema que supere al anterior y que funcione, sería mucho mayor. Como decíamos, la necesidad es el motor del cambio, pero para que el cambio sea exitoso, lo ideal es que haya suficiente necesidad para que se produzca, pero no demasiada para que no tengamos excesiva presión, para que no tengamos excesivas prisas. Demasiado poca necesidad hace el cambio improbable y demasiada necesidad produce un cambio precipitado, es decir con poca probabilidad de éxito. Aunque a veces, excepcionalmente, las prisas agudizan el ingenio de tal forma que se encuentran soluciones que a priori parecían imposibles. No todo el mundo responde igual ante las presiones. Ni tampoco se comportan igual, en este sentido, los individuos que los grupos. Los cambios sociales siempre requieren más tiempo porque involucran a muchas personas y por tanto sus probabilidades de éxito son menores cuantas más prisas haya.

Pero, mientras la sociedad esté dominada por minorías privilegiadas, que sólo se preocupan de sus intereses, no de los intereses generales, es decir, mientras no seamos capaces de establecer verdaderas democracias, estamos condenados a una evolución a saltos, a base de revoluciones traumáticas, como la que hemos tenido hasta ahora. Con una democracia verdadera, en la que la libertad existe en abundancia, las ideas fluyen por la sociedad. Ésta es dinámica, evoluciona continuamente. Nada es perfecto y todo es mejorable, pero es imprescindible un mínimo de libertad para que las ideas puedan ser conocidas y probadas. La democracia no sólo nos puede proporcionar la posibilidad de salir del callejón sin salida en que estamos actualmente, sino que es la que nos puede permitir realmente evolucionar como especie, la que puede acelerar nuestra evolución. Estamos en un momento crítico en que la conquista de la democracia puede suponer el salto definitivo de la humanidad de la adolescencia a la edad adulta. Quizás la conquista de la democracia sea el último gran salto que nos quede por dar para pasar de una etapa en que avanzábamos a saltos, de forma traumática, con idas y venidas, a una etapa en que podamos evolucionar de forma continua y tranquila, menos traumática, más segura, pero vista con una perspectiva temporal amplia, más rápida. Quizás pasemos de comportarnos como la liebre que de repente corre, de repente se detiene, de repente vuelve hacia atrás, de repente vuelve a avanzar, … , para comportarnos como la tortuga que avanza lenta pero de forma segura siempre hacia delante. La tortuga va más lenta que la liebre pero llega antes. Mientras no seamos capaces de superar las contradicciones de la sociedad humana, es decir, mientras existan las clases sociales (o mientras haya un gran contraste entre ellas), la evolución no dejará de ser una lucha entre la revolución, el avance, cuando son las clases sociales bajas las que toman la iniciativa, y la involución, el retroceso, cuando son las clases altas las que toman la iniciativa.

Cuando se parte de peores condiciones, cuando se está más atrasado, es más fácil identificar hitos hacia los que dirigirse. La conciencia de la posibilidad de cambio en este caso se dispara. Si hay una luz clara hacia la que dirigirse entonces es fácil elegir una dirección de movimiento, es fácil concienciarse sobre cómo cambiar. Un país atrasado tiene como modelo hacia el que dirigirse a los países adelantados. Cuando alguien está a la vanguardia, sirve de ejemplo al resto. Si en un país no hay democracia, entonces el modelo a seguir es el de los países que sí disfrutan de cierto grado de democracia. Aunque también es cierto que una vez iniciado el movimiento, el país atrasado, en ocasiones, adelanta al que era inicialmente más adelantado, simplemente por inercia, porque el país que ha iniciado el movimiento, si no se detiene, puede superar al que se ha detenido, al que está estancado. Ésta es la esencia de la ley del desarrollo desigual y combinado de la sociedad. Un país atrasado inicia un movimiento a tal velocidad que supera, por momentos, a los países más adelantados. Normalmente un país que ha llegado a cierto grado de desarrollo se estanca, con lo que su avance se detiene y puede ser superado por otros países que estaban bastante atrasados respecto a él. La velocidad de la historia no es constante. En ciertos momentos, la historia se acelera, se producen importantes saltos hacia delante, en otros momentos, la historia se detiene, se llega a una situación estática, incluso se retrocede. Unos países adelantan a otros y les toman el relevo. A un imperio sucede otro. A una civilización dominante sucede otra. A una clase dominante sucede otra.

Los tres factores del cambio no son independientes, siendo el factor primario la necesidad. Cuanta mayor sea la necesidad de cambio, mayores posibilidades de que la conciencia de dicha necesidad aparezca o aumente y a su vez mayor probabilidad de que la conciencia de la posibilidad de cambiar surja o crezca. Cuando uno tiene verdadera necesidad, directa, inmediata, rápidamente es consciente de ella y presto se dispone a buscar soluciones para satisfacerla. Por esto es más fácil que se produzcan cambios cuando éstos son apremiantes que cuando sólo son deseables. La relación entre estos factores no es “bidireccional”, es “unidireccional”. El primero precede al segundo y al tercero. La necesidad es el factor que manda, el que influye en los otros y no al revés. Si la necesidad no alcanza cierto grado entonces los otros dos factores no existen o son insuficientes. Normalmente, se necesita mucha necesidad para ser consciente de ella y a su vez se necesita bastante conciencia de dicha necesidad para buscar las soluciones, es decir, para llegar a un mínimo de conciencia sobre la posibilidad real de efectuar cambios. En definitiva, para que se puedan producir cambios, se requiere normalmente: primero, mucha necesidad de cambio, segundo, bastante conciencia de dicha necesidad y, tercero, algo de conciencia sobre la posibilidad de realizarlo.

Porque si hay mucha necesidad de cambio, si éste es apremiante, por muy inconsciente o alienado que esté un pueblo o un individuo, las necesidades fisiológicas y psicológicas del ser humano son ineludibles y rápidamente le reclaman su atención. Por muy desinformado o iluso que sea uno, cuando hay hambre, hay hambre. Nadie puede librarse de la tiranía de la materia. Y por consiguiente, cuando la necesidad de cambio es urgente, la conciencia sobre ella surge rápida e intensamente y como consecuencia se buscan soluciones y se intentan realizarlas por remotas o difíciles que parezcan. Por esto, la sopa del cambio necesita de mucha necesidad, de bastante conciencia sobre dicha necesidad de cambio y una pizca, como mínimo, de conciencia sobre la posibilidad de realizarlo. Ésta es la receta ideal del cambio. Cuando se dan estos ingredientes, en esas proporciones, el cambio es casi inevitable, es muy probable. Sin embargo, no es la receta única.

También se pueden producir cambios con algo menos de necesidad, con algo de conciencia de necesidad y con algo de conciencia de posibilidad. Aunque, en este caso, el cambio es menos probable, es más difícil que se produzca, pero no imposible. Por esto es más difícil que los cambios surjan en los países más adelantados, o dicho de otra manera, en dichos casos, los avances son más progresivos, menos traumáticos, hasta que se produce una situación de estancamiento y entonces los cambios se producen bruscamente por necesidad, se vuelven urgentes.

La comodidad es un gran obstáculo para el avance, para el cambio. Siempre es más probable que la necesidad fuerce el cambio más que la simple conciencia de que es posible seguir mejorando, y esto es tanto más cierto cuanto más es reprimida dicha conciencia por el sistema. El instinto de supervivencia es más fuerte que el instinto de superación. Y además éste es atenuado por la comodidad. El ser humano, cuando llega a cierto grado mínimo de comodidad, prefiere renunciar a la posibilidad de mejorar porque esto le supone un esfuerzo que no está dispuesto a asumir. Una de las leyes de la naturaleza, de la cual no escapamos los humanos, es la ley del mínimo esfuerzo. Y el cambio, la lucha, supone uno de los esfuerzos más grandes que pueda hacerse. Y por supuesto, esta ley no es desconocida por las minorías que pretenden dominar la sociedad, que intentan minimizar los cambios, detenerlos o incluso invertirlos.

Sin embargo, no todos los individuos sucumben de la misma manera ante la ley del mínimo esfuerzo. Existen seres excepcionales, con unos niveles de inconformismo, de inquietud, de rebeldía, de afán de superación, de imaginación, de inteligencia, de sensibilidad, de creatividad, de tenacidad, de…, muy superiores a la media, que les hacen esforzarse más que la mayoría de sus congéneres y que gracias a sus esfuerzos, a la combinación de sus aptitudes junto con sobre todo su actitud, en ocasiones, son capaces de hacer grandes descubrimientos, son capaces de inventar, de crear, de cambiar. Seres en los que se da una combinación de factores, entre los que cuenta lógicamente el contexto económico y social, de tal forma que contribuyen al desarrollo humano, al progreso de la sociedad. Son los que solemos llamar personajes ilustres, los grandes hombres y mujeres de la historia, los genios. Pero, además de los personajes ilustres que todos conocemos, también existen héroes anónimos que posibilitan el cambio, que luchan por mejorar la sociedad, que se rebelan contra las injusticias, que resisten. ¡Cuántos genios, cuántas grandes personas, habrán pasado desapercibidos a lo largo de la historia!

Los grandes genios conocidos por todos son sólo la punta del iceberg de la capacidad intelectual de la humanidad. Son aquellos individuos que fueron capaces de desarrollar todo su potencial porque sus circunstancias materiales de existencia, en concreto sus condiciones económicas, fueron las adecuadas, porque sus necesidades físicas estaban suficientemente satisfechas y pudieron dedicarse al trabajo intelectual, porque tuvieron el tiempo suficiente para dedicarse a las artes o a las ciencias, y, no menos importante, son conocidos por la sociedad porque sus ideas, sus obras, fueron suficientemente promocionadas. Como en cualquier actividad humana, el marketing es fundamental. ¡Cuántos artistas famosos no valen un pimiento y cuántos genios anónimos pasan completamente desapercibidos! Cuando uno ve algunas exposiciones de artistas de cierto renombre en prestigiosas salas y las compara con las de algunos artistas anónimos en salas más modestas, como por ejemplo los centros culturales municipales, muchas veces se pregunta cómo es posible que se valore más la obra del artista famoso cuando es claramente inferior a la del expositor desconocido. Esto ocurre porque la gente se deja dominar por los prejuicios, por las famas, por el pensamiento de grupo. Si está mayoritariamente aceptado que tal artista es un genio, ¡cómo vamos a ponerlo en duda! Aunque en realidad no nos guste. Aunque en realidad no lo comprendamos. Lo cual demuestra su fracaso pues el objetivo básico de cualquier persona que hace arte es expresar sus ideas, sus sentimientos, de cierta manera, con cierto lenguaje, ya sea éste la palabra, la pintura, la escultura, la música o cualquier otro. El arte es fundamentalmente expresión. Es la forma de comunicación más sofisticada, más inteligente, desarrollada por el ser humano. En el arte confluyen la inteligencia y la emoción. Es la máxima expresión de nuestra inteligencia emocional. El arte es el producto de la evolución de una especie inteligente y sensible. Quizás, lo que nos distinga de verdad del resto de seres de nuestro planeta, sea la capacidad de hacer arte, de disfrutar de la belleza. Si consideramos que la capacidad de comunicación, el lenguaje, es lo que distingue a una especie inteligente de otra que no lo es, entonces, el arte es la prueba del algodón de la inteligencia de una especie, pues cuando hay arte la forma de comunicación llega a un punto culminante. Podemos entender el arte como el síntoma de que una especie ha llegado a un punto importante de su evolución. A un punto en que sus individuos no sólo son capaces de comunicarse para sobrevivir, para mejorar sus condiciones materiales, sino que también para vivir, para disfrutar, para satisfacer sus necesidades intelectuales. El arte es un hito fundamental que denota un importante desarrollo intelectual de una especie.

Cuando el artista no logra comunicar, ser entendido, entonces fracasa. Puede tener éxito en cuanto a la forma de expresión de su obra, en cuanto a la técnica utilizada. Pero un artista que se precie busca sobre todo comunicar algo para lo cual usa un lenguaje y una técnica. Éstos son en verdad el medio, no el fin en sí mismo para un artista auténtico. El éxito en la técnica no garantiza el éxito en el mensaje transmitido, cuando se pretende además de crear belleza, de agradar estéticamente, comunicar, transmitir ideas. Muchos artistas viven de la fama por esa actitud generalizada de la gente de aceptar las verdades que otros les han dicho, porque la gente no se atreve a cuestionar lo establecido. Ya sea lo establecido que tal artista es genial o que la Tierra es el centro del Universo. El arte moderno consiste básicamente en vender. El artista moderno es sobre todo un profesional del marketing. En el arte moderno es más importante saber vender la obra realizada que la propia obra. ¡No podía ser de otra manera en una sociedad como la capitalista donde la imagen lo es casi todo, donde lo importante no es tener un buen producto sino una buena campaña de promoción del mismo, donde todo gira alrededor del marketing! El capitalismo también desvirtúa las artes y las ciencias. Es lógico, pues todas las actividades de la sociedad humana se ven influenciadas por las condiciones políticas y económicas. Todas las artes y las ciencias de cualquier época son un reflejo de las condiciones de la sociedad de su tiempo. El modo general de pensar y actuar, que depende, entre otras cosas, de las condiciones materiales de la sociedad, del sistema político-económico, del contexto social, influye en el modo de hacer ciencia y arte. Los genios aunque en parte se rebelan contra el modo de pensar y actuar general, sin embargo, también se ven influenciados por el mismo. Rompen con lo establecido pero sólo en parte, hasta cierto punto. También se ven influenciados por lo establecido. La capacidad de rebelión, de transgresión, de cualquier individuo es limitada.

Esta misma actitud de comportarse como ovejas guiadas por un pastor (en el caso de las artes los pastores son las academias, las fundaciones, los “críticos”, críticos que muchas veces no reconocen a un genio hasta muchos años después de su muerte), se percibe en la mayor parte de facetas del comportamiento humano. En lo artístico, en lo científico, en lo político. Los grandes genios que todos conocemos lo han llegado a ser, entre otras razones, precisamente, porque se atrevieron a cuestionar lo establecido, porque practicaron la actitud transgresora que la mayor parte de la gente nunca se atreve a practicar. Lo que distingue al genio del común de los mortales es, muchas veces, sobre todo la actitud más que las aptitudes. Como decía Beethoven, el genio se compone de dos por ciento de talento y noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación. Louis Pasteur explicó a sus conciudadanos el secreto de sus éxitos científicos de la siguiente manera: Quiero compartir con ustedes el secreto que me ha llevado a alcanzar todas mis metas: mi fuerza reside únicamente en mi tenacidad. Todos tenemos ciertas potencialidades que con la adecuada educación, con la adecuada formación, con el adecuado contexto socio-económico, con la adecuada actitud, pueden desarrollarse hasta llegar a la genialidad. Evidentemente, no todos tenemos las mismas potencialidades, pero sí tenemos ciertas potencialidades que, sin embargo, normalmente son desaprovechadas. No todos podemos llegar a ser genios, pero sí pueden llegar a ser genios muchos más individuos que los que hemos conocido a lo largo de la historia. No todos llegan a serlo porque no se cumplen las condiciones adecuadas para serlo (incluso aunque sí exista la materia prima, aunque sí podrían llegar a serlo potencialmente). Y no todos los que llegan a serlo llegan a ser conocidos porque no son promocionados o incluso porque ellos mismos infravaloran sus creaciones, sus ideas, sus aportaciones.

Indudablemente, en una sociedad plenamente democrática, dominada por la libertad, en la que el pensamiento de grupo es sólo un mal recuerdo del pasado, en la que los ciudadanos tienen las mismas oportunidades de desarrollarse como personas, como seres inteligentes, y de darse a conocer, el número de genios crece exponencialmente, el conocimiento, la inteligencia de nuestra especie, evolucionan enormemente. La democracia no sólo puede proporcionarnos el vehículo para sobrevivir y progresar económicamente de forma sostenible, sino que también para evolucionar como especie inteligente. La democracia no sólo puede servirnos para construir una sociedad más justa, más libre, sino que también más inteligente, más sabia, más feliz. Cuantas más necesidades pueda satisfacer una persona, más probabilidad de ser feliz. Porque los seres humanos no sólo necesitamos comer, dormir o practicar sexo, también necesitamos sentirnos útiles, aprender, explorar, disfrutar de la belleza, comunicarnos sinceramente, crear, etc. Todos somos científicos y artistas potenciales. Tenemos necesidades físicas y psicológicas. Lo que nos distingue del resto de seres de nuestro planeta es nuestra inteligencia, nuestras necesidades no materiales. No podemos desarrollarnos completamente como especie si no satisfacemos nuestras necesidades intelectuales, para lo cual, primero necesitamos satisfacer plenamente nuestras necesidades físicas, para lo cual necesitamos la igualdad, la distribución de la riqueza, del trabajo, del tiempo. En una sociedad donde se distribuye la riqueza y el trabajo, se distribuye también el tiempo. Cuando los ciudadanos tienen más tiempo libre porque la jornada laboral es más corta entonces pueden dedicarse a satisfacer sus necesidades intelectuales, pueden dedicarse a vivir y no sólo a sobrevivir. Uno no puede ser libre si no dispone de tiempo libre, si se pasa la mayor parte de su tiempo cumpliendo con sus obligaciones. Una sociedad en la que la mayor parte de sus individuos apenas tiene tiempo libre en verdad es muy poco libre. Con más tiempo libre y con más igualdad de oportunidades, más personas pueden desarrollar sus capacidades intelectuales, más personas pueden ser verdaderamente libres. La conquista de la democracia equivale a la conquista del tiempo. Con más y mejor democracia, con la verdadera democracia, la capacidad intelectual de la humanidad en conjunto se dispara. La democracia posibilita un importante salto evolutivo para la humanidad. Algo falla en nuestra civilización actual presuntamente inteligente para que muchos seres humanos tengan menos tiempo libre que muchos animales. Algo falla para que muchas personas sólo nos dediquemos prácticamente a sobrevivir, a nuestro mantenimiento físico. ¿De qué nos sirve la civilización si no nos libera de la lucha por la supervivencia, si sólo podemos sobrevivir, si no podemos también vivir? ¿Qué ganamos respecto de los animales si necesitamos dedicar más tiempo que ellos para sobrevivir? Algo falla en nuestra sociedad para que muchos tengan apenas tiempo libre mientras que a otros les sobra. Lo que falla es fundamentalmente la distribución. Hay que redistribuir. La democracia consiste básicamente en distribuir. En distribuir primero el poder de decisión para luego posibilitar distribuir todo lo demás. No es posible una sociedad estable, y por tanto con futuro, con los grandes contrastes actuales, con semejantes contradicciones. Sin democracia nuestra civilización no tiene asegurada su futuro, no puede asegurar un futuro digno y que merezca la pena para la especie humana. La democracia nos posibilitará satisfacer suficientemente primero nuestras necesidades fisiológicas y posteriormente nuestras necesidades psicológicas. La democracia nos hará más humanos, en el mejor sentido de la palabra. Desarrollará lo mejor de nosotros.

En toda ley siempre existen excepciones, aunque a veces las excepciones en la sociedad humana tienen un gran peso. De hecho, podemos decir que en la historia humana es determinante el peso de ciertas personas concretas, para bien o para mal. Pero, a pesar de esto, el comportamiento de la sociedad humana viene determinado fundamentalmente por la mayoría silenciosa. Ésta de forma activa o pasiva, la mayor parte de las veces de forma pasiva, determina en gran medida el curso de la historia. Éste es el problema fundamental: la pasividad de la mayoría de los individuos de la sociedad. Apatía que hace que el curso de la historia lo determinen ciertas minorías, que hace que la sociedad sea controlada por unos pocos. En esta forma de comportamiento de las masas radica el principal problema. La mayor parte de ciudadanos se comportan como ovejas que dependen de un pastor. Dependiendo de hacia dónde nos lleve el pastor, de sus aptitudes y actitud, el rebaño puede irse al precipicio o a la cumbre. ¡Ya va siendo hora de no depender de pastores! La democracia nos debe permitir prescindir de pastores, pero para ello debemos también aprender a dejar de comportarnos como ovejas (ver el capítulo “La rebelión individual” del libro “Rumbo a la democracia”). Y para aprender a dejar de comportarnos como ovejas tenemos que librarnos de nuestra pasividad. Y para librarnos de la pasividad, tenemos, sobre todo, que combatir la comodidad.

Cuando en determinado país existe una necesidad real evidente, grande, y, además, existe una gran conciencia sobre la necesidad de cambio, porque tenemos una élite intelectual activa, responsable, comprometida, o porque tenemos un pueblo con un grado importante de educación, o porque tenemos una ciudadanía informada e implicada, y además, existe una conciencia de que es posible mejorar las cosas, porque tenemos una sociedad suficientemente libre, donde la libertad de prensa y de expresión están mínimamente desarrolladas, donde las ideas fluyen por la sociedad con cierta intensidad, o porque existen ciertos hitos a los que dirigirse fácilmente identificables o ciertos ejemplos de otros países en los que fijarse, entonces, las probabilidades del cambio se disparan. Cuando, por el contrario, no existe una necesidad real de cambio, o bien cuando no es muy grande, y, además, no existe suficiente conciencia sobre la necesidad de seguir avanzando (aunque sólo sea para mejorar lo que nunca es perfecto), porque tenemos una intelectualidad callada, nada comprometida o simplemente vendida, o porque tenemos un pueblo alienado, desinformado, idiotizado, acomodado, y, además, no existe una conciencia sobre la posibilidad de cambiar porque tenemos una ciudadanía conformista, atemorizada, traumatizada por los intentos fracasados de cambios en el pasado, o porque no se vislumbra claramente cómo podría avanzarse, no se ven faros hacia los que dirigirse, entonces las probabilidades del cambio son mínimas. Entre ambos casos extremos, entre el caso en que todos los factores juegan a favor del cambio y el caso en que todos juegan en contra, existe todo un abanico de casos intermedios en los que todo es posible, en los que el cambio puede producirse o no, o en los que el cambio puede ser a mejor o a peor. Ambos casos extremos son de hecho excepcionales. La mayor parte de las veces existen factores objetivos y subjetivos, en distinta proporción, a favor y en contra del cambio, por la revolución y por la reacción.

Por ejemplo, en la Rusia de 1917 teníamos factores objetivos favorables al cambio muy acentuados (extrema pobreza, desigualdades exacerbadas, régimen político cruel y anacrónico, una clase dominante poco inteligente que no supo adaptarse para sobrevivir), otros factores objetivos insuficientes para la revolución socialista (un capitalismo muy poco desarrollado aún, un proletariado industrial minoritario), factores subjetivos muy favorables a la revolución (una intelectualidad muy avanzada, consciente, educada, comprometida, un liderazgo político excepcional, para bien o para mal, un programa de transición, una ideología emancipadora en pleno auge) y factores subjetivos que jugaban en contra de la revolución (un pueblo analfabeto y poco informado). Todos estos factores entraron en juego y explican por qué se produjo en Rusia la revolución socialista. A pesar de que el pueblo era analfabeto, de que no podía acceder a información escrita en una prensa que no era nada libre (lo cual fue contrarrestado por la propaganda de las octavillas y los mítines en las calles y en las fábricas), la situación de necesidad de cambio era tan evidente, que la revolución era casi inevitable. El salto parecía inevitable aunque su longitud fue mayor de lo esperada por la labor sobre todo de liderazgo de los bolcheviques. Para los anarquistas, el salto podría haber sido incluso mayor si el pueblo hubiera tomado el poder sin depender de liderazgos. Para los comunistas, el pueblo no estaba preparado para ello. Para los marxistas, el salto no se hubiera producido si las ideas anarquistas se hubieran impuesto. En todo caso, lo que parece indiscutible, es que la Revolución rusa de 1917 supuso un salto enorme, inédito hasta entonces en la historia de la humanidad. Las condiciones objetivas posibilitaron el salto, y las condiciones subjetivas posibilitaron un gran salto, el mayor de la historia. Ante un poder anacrónico, inmovilista, y ante una situación global del país tan desastrosa, el pueblo no necesitaba saber leer para informarse sobre la situación que sufría. La experiencia propia y práctica siempre es la mejor fuente de conocimientos. Pero, el hecho de que el pueblo ruso no tuviera un mínimo de educación, aunque no le imposibilitó el concienciarse de que había una necesidad imperiosa de cambio, sí influyó, y mucho, en el curso que tomó la revolución. Aunque el analfabetismo del pueblo no impidió la revolución, sí influyó en cómo se llevó a cabo ésta. ¿Qué podía esperarse de un pueblo necesitado del cambio pero analfabeto? Pues exactamente lo que ocurrió: una revolución dirigida por una vanguardia que, con el tiempo, traicionó al pueblo. Casi exactamente igual, en este sentido, a lo que ocurrió con la revolución burguesa francesa.

Por otro lado, la relación entre aquellos tres factores que posibilitan el cambio no es siempre tan directa o simple. A veces, es difícil percibir la necesidad de cambio, porque la sociedad humana es compleja y las interrelaciones dentro de la misma no son tan inmediatas. Puede parecernos que no nos afectan ciertas cosas que nos parecen lejanas, en el espacio y en el tiempo, pero que en realidad tienen mucha más influencia de la que pensamos o percibimos. Esto podemos visualizarlo metafóricamente como el efecto mariposa. Digamos que las necesidades y responsabilidades del individuo en la sociedad se diluyen. Una persona enfrentada sola o casi sola a la naturaleza tiene en todo momento muy claras sus necesidades de supervivencia y por tanto es consciente de las mismas, tiene en todo momento muy claras las consecuencias de sus actos, y por tanto sus responsabilidades. Pero una persona que vive en sociedad, donde sus actos afectan a los demás en mayor o menor grado, a personas cercanas o distantes, y no sólo a ella, tiene más dificultades para ser consciente de las consecuencias de los mismos hacia los demás y también de los actos de los demás para con ella. Por ejemplo, un trabajador que no se enfrenta a su jefe y decide someterse a hacer horas extraordinarias sin cobrar, afecta al resto de trabajadores, tanto contemporáneos como futuros, porque al sentar precedente, los demás se verán más o menos obligados a someterse a las condiciones que ha aceptado. Esto es algo que todo trabajador sufre diariamente en su puesto de trabajo. En la vida en sociedad pagamos los errores y cobramos los aciertos de nuestros abuelos y de nuestros vecinos. Nos afectan hechos que ocurrieron en el pasado (a veces incluso remoto) y que ocurren en otros lugares (y esto es tanto más cierto cuanto más globalizado es nuestro sistema social).

Una de las principales causas de la degeneración de toda sociedad es precisamente el hecho de que los actos de los individuos se difuminan en ella. Es típica la degeneración del comportamiento de ciertos individuos cuando están en grupo. El grupo les da cierta seguridad para hacer cosas que no se atreverían a hacer individualmente. Esto es muy habitual sobre todo entre los jóvenes. Muchos se comportan como auténticos cafres cuando están en grupo. Esto es así porque los jóvenes aún no tienen completamente desarrollada su personalidad, su yo, y por consiguiente son más influenciados por el grupo, por los líderes, por aquellos que tienen más desarrollado su yo. Y la máxima expresión de esta degeneración del individuo dentro del grupo surge con los totalitarismos, como el que ocurrió en la Alemania nazi. En el éxtasis total de la sumisión del individuo al grupo, en el máximo apogeo del comportamiento de las masas como ovejas dirigidas por un pastor, por su führer (palabra que significa líder en alemán), surgió uno de los regímenes más crueles de toda la historia de la humanidad, en pleno siglo XX. Otro ejemplo de este cambio radical del comportamiento del individuo cuando forma parte de un grupo lo encontramos en las guerras entre países. Ciudadanos que de forma individual hasta congeniarían, se matan mutuamente en nombre del grupo, en este caso país, al que pertenecen. Lo que en el comportamiento individual se consideraría como un asesinato, perseguido por la ley, en el comportamiento en grupo es aceptado, y hasta recompensado. Esta alienación del individuo en la sociedad, su anulación dentro del grupo, cuya causa de fondo es el sometimiento al pensamiento de grupo, la sumisión del pensamiento libre y crítico al pensamiento único, es la principal raíz de los problemas de la sociedad humana. Uno de los grandes retos de la sociedad es conseguir que cada persona sienta su responsabilidad individual con respecto al funcionamiento global de la sociedad, que sienta la importancia del granito de arena que aporta.

Una sociedad que pretenda ser libre y justa debería combatir las peores tendencias del ser humano, en vez de realimentarlas, tal como hace el sistema actual. Una sociedad que pretenda tener un futuro digno debería establecer mecanismos concretos de convivencia que protejan a los individuos de sí mismos, de sus peores características. El conjunto de dichos mecanismos se llama democracia. Debería combatir con todas sus fuerzas el peligroso pensamiento de grupo, dando prioridad absoluta a su antídoto, el pensamiento crítico. Una sociedad de tales características, con leyes que fomenten en la práctica lo mejor del ser humano, que minimicen las probabilidades de que los individuos saquen lo peor de sí, la llamamos una sociedad democrática. Nuestras sociedades actuales aún siguen muy lejos de ser verdaderamente democráticas. Por esto, hace apenas unos pocos años, fueron posibles los totalitarismos. En una sociedad donde la democracia ha echado raíces, los totalitarismos son sólo un mal recuerdo del remoto pasado, no son una amenaza permanente. En definitiva, una sociedad que fomente la libertad del individuo, que posibilite la igualdad de oportunidades entre todos los ciudadanos, sin la que es imposible maximizar la libertad del conjunto de la sociedad, en la que la libertad no es acaparada por unos pocos en detrimento de la mayoría, es una sociedad verdaderamente civilizada. Nuestras sociedades actuales distan aún mucho de ser civilizadas. Nos hace falta todavía dar un salto cualitativo esencial en nuestra evolución social: la democracia. Probablemente, el punto al que hemos llegado sea una consecuencia lógica de la evolución de toda sociedad más o menos inteligente. Si existen otros seres en el Universo, con bastante probabilidad (vamos a ser prudentes), habrán pasado también por la etapa en la que nos encontramos actualmente. Una etapa en la que la evolución está a punto de dar un gran salto hacia una nueva etapa, o por el contrario simplemente en la que dicha civilización, si no es capaz de corregirse a sí misma, de evolucionar, se extingue. Una de las leyes fundamentales de la naturaleza es adaptarse, cambiar, o morir. Existen civilizaciones antiguas de las que se sospecha que, al no haber sido capaces de tener un desarrollo sostenible, el cual depende fundamentalmente de su sistema político-social más que de su tecnología, se extinguieron. Por ejemplo, la civilización maya. Son teorías, por supuesto, no estamos seguros de las causas de la repentina desaparición de esta gran civilización. Su colapso por el agotamiento de los recursos naturales que gestionaban es tan sólo una de las hipótesis posibles. Pero como la propia naturaleza nos enseña, si nuestra especie no es capaz de adaptarse a las nuevas circunstancias (provocadas por ella misma), si no es capaz de evolucionar, probablemente se extinguirá. Debemos luchar por sobrevivir.

De alguna manera, debemos forzar nuestra evolución, debemos desarrollar nuestra capacidad de vivir en sociedad. Y esto implica también aprender a ser conscientes de nuestras interrelaciones con el resto de individuos que componen la sociedad, de nuestras responsabilidades como individuos sociales, de nuestras necesidades como individuos que se integran en una sociedad. La cuestión clave reside, en definitiva, en conseguir integrarnos en la sociedad de la forma adecuada, de acuerdo con cierto equilibrio. Tan malo es integrarnos demasiado, por cuanto dejamos de ser individuos para ser simplemente piezas en el engranaje del sistema, por cuanto conseguimos una sociedad de alienación, cuyo máximo exponente es cualquier totalitarismo, como integrarse demasiado poco, por cuanto imposibilitamos la vida en sociedad. Debemos evitar ambos extremos. El sistema que puede posibilitarnos alcanzar dicho equilibrio es precisamente la democracia. En una democracia cada individuo tiene ciertos derechos elementales inalienables, llamados derechos humanos, pero a su vez el conjunto de la sociedad es la que gobierna, y no una minoría. Y al gobernar el conjunto de la sociedad, se busca precisamente el interés general de la misma. Y en cuanto lo que determina el funcionamiento del sistema es el interés general, combinado con el respeto a los derechos de cada individuo, las probabilidades de supervivencia y progreso de dicha sociedad aumentan enormemente.

La sociedad humana es un sistema complejo, tanto porque los individuos que la componen lo son, como por las relaciones que se establecen entre ellos. En todo sistema donde hay relaciones complejas e intensas, existen los efectos mariposa. Los efectos mariposa son más difíciles de detectar. En la vida en sociedad, en definitiva, es más difícil ser consciente de las necesidades.

Por ejemplo, las consecuencias del cambio climático, provocado por la sociedad humana, pueden parecer a muchos individuos como muy distantes. Sin embargo, a otros individuos las consecuencias les afectan ya directamente. Que les pregunten a los pescadores o a los agricultores si creen que se está produciendo un cambio en el clima o no, si creen que el ser humano está afectando al entorno natural o no. Afortunadamente, poco a poco, el desastre ecológico, tan evidente, ya no pasa desapercibido a casi nadie. El problema es que quizás nos hayamos concienciado sobre él demasiado tarde, cuando ya es de tal envergadura que quizás sea irreversible. Seamos optimistas y pensemos que aún hay tiempo para invertir la tendencia.

Igualmente, es necesario concienciarnos del insuficiente desarrollo democrático que existe en el mundo en general. Porque está en juego nuestra supervivencia y la de nuestro hábitat. Pero esta necesidad no es percibida por todos los individuos por igual. En su estrechez de miras, fomentada por el sistema, muchos piensan que a ellos no les afecta el que haya más o menos democracia, o el que ésta sea de mejor o peor calidad. El sistema (consciente e inconscientemente) se encarga de desconectar los efectos de las causas profundas, de ocultar los múltiples efectos mariposa que existen en toda sociedad compleja, como la humana. Muchos piensan, por ejemplo, y esto lo ve uno cuando participa en foros de gente corriente, no en foros de ciudadanos más concienciados, cuando baja al ruedo; lo percibe, decía, cuando muchos ciudadanos consideran que el tema de la República no tiene mayor importancia, cuando incluso dicen que la democracia no sirve de mucho, que hay cosas más importantes. Aunque esos mismos ciudadanos, inconscientemente, se quejan del sistema cuando éste les perjudica precisamente por su escasa democracia.

En definitiva, con estos dos ejemplos, la necesidad de un desarrollo respetuoso con el entorno natural, y la necesidad del desarrollo democrático (que por cierto está relacionada con la anterior), quiero decir que a veces es difícil o no es tan evidente percibir la existencia de cierta necesidad. Para advertirla se requiere de mucha conciencia, es decir, de información, de formación, de inteligencia, de perspectiva amplia. Es un deber moral de la vanguardia de la ciudadanía, de las organizaciones que aspiran a cambiar la sociedad, concienciar a la opinión pública sobre las necesidades que ésta no percibe. Por esto es tan importante que el movimiento republicano español se centre prioritariamente en esta labor de concienciación sobre la importancia de la democracia, de la Tercera República (remito al capítulo “La necesaria república” de mi libro “Rumbo a la democracia”, incluido en este libro en el Apéndice A). Si el pueblo no percibe la necesidad de desarrollar la democracia entonces tampoco podrá ser consciente de la posibilidad de hacerlo mediante la Tercera República, entonces no será capaz de darse cuenta de que la República no tiene por que significar simplemente poder elegir al jefe de Estado.

Marx decía que la conciencia de clase era el ingrediente fundamental de la lucha de clases, es decir, del cambio social, de la revolución. Sin conciencia de clase, no hay revolución. Dicho de otra manera, sin la necesidad de combatir las desigualdades, la sociedad de clases (necesidad de cambio), y sin conciencia de clase (conciencia de la necesidad de cambio), no hay cambio. El tercer factor, la conciencia de la posibilidad de cambio, lo proporcionó Marx analizando en profundidad el sistema actual (en este caso el capitalismo) para encontrar sus defectos y por último sus soluciones, es decir, planteando el socialismo como la luz hacia la que dirigirse. Yo estoy diciendo aproximadamente lo mismo pero con otras palabras, centrándome en el concepto democracia en vez de en el concepto socialismo, que en el fondo no es más que la extensión de la democracia al ámbito económico. Como expreso en mis otros escritos, el socialismo, o algo parecido, surgirá inevitablemente en cuanto la democracia se desarrolle y su desarrollo permita aumentarla y extenderla a todos los ámbitos de la sociedad, incluido el económico.

El sistema establecido combate el cambio atacando estas tres causas: necesidad de cambio, conciencia de la necesidad de cambio, conciencia de la posibilidad de cambio. Intenta que la gente esté mínimamente satisfecha para que no tenga la necesidad perentoria de cambiar, manteniendo al pueblo en una miseria controlada y limitada. Miseria de la mayoría necesaria para que existan minorías opulentas. Pero miseria controlada, no excesiva, para contener al pueblo, para que éste no estalle. Y a su vez intenta que el pueblo no esté consciente de que es, en realidad, necesario seguir avanzando. Ya no es suficiente con tener a los individuos con ciertas necesidades básicas satisfechas, en el caso de que incluso así sea. Si la humanidad no consigue desarrollar la democracia, peligra enormemente su supervivencia. Aun obviando el hambre, las guerras, las enormes desigualdades, lo cual ya es mucho obviar, aun admitiendo que el mundo fuera capaz de erradicar dichas lacras, el desastre ecológico es un claro síntoma de que no vamos por buen camino, de que debemos cambiar nuestro modelo de sociedad. Pero además, en nuestras insuficientes democracias estamos a expensas de cualquier loco o irresponsable que es capaz de declarar una guerra aun en contra de la opinión pública e impunemente (lo cual demuestra la “calidad” de nuestras democracias). No hay más que recordar lo ocurrido recientemente con dirigentes como Bush, Blair o Aznar. Si tenemos en cuenta esto más el hecho de que aún no somos capaces de resolver los conflictos de forma pacífica, más el hecho de que ahora disponemos de armamento nuclear, químico o bacteriológico, es decir, de que disponemos de una capacidad de destrucción como nunca hemos tenido, hasta el punto de que podemos destruir nuestro planeta varias veces, entonces existen razones contundentes para preocuparse por nuestro futuro inmediato. Obviar todos estos factores es pecar de irresponsables e inconscientes.

Como decía, el sistema establecido intenta, además, que el pueblo piense que aunque sea necesario avanzar, o simplemente aunque sea deseable (es evidente que siempre se puede avanzar más), no es posible, o es muy difícil, no merece la pena intentarlo. Es decir, el sistema fomenta la idea de que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. Mediante el control de los medios de comunicación y del sistema educativo, es decir, controlando la manera de pensar de la población, se procura evitar que las ideas dominantes puedan ser cuestionadas por ideas alternativas, que permanecen como marginales, se procura imponer el pensamiento único. El sistema fomenta el egoísmo, el individualismo, el conformismo, la apatía, la inconciencia, el derrotismo, la comodidad. Es decir, fomenta todo aquello que se opone al cambio social o político. Distorsiona la historia para convencer a la gente de que no sirven de nada las revoluciones, explota los fallos cometidos por aquellos que intentaron cambiar el sistema a lo largo de la historia para justificar que mejor no volver a intentarlo. Tergiversa la historia para ocultar el hecho de que el sistema actual es relativamente reciente en la historia de la humanidad, creando así la falsa sensación de que todo ha sido siempre así y por tanto siempre será así, posibilitando que la mayoría de la gente piense que el ser humano nunca cambiará, que no tiene solución. Caso aparte merece la religión, uno de los instrumentos más poderosos de manipulación de masas jamás inventado. El sistema recurre al miedo para amedrentar el espíritu de cambio, siendo el progreso inherente al espíritu humano. Por último, cuando el cambio se hace inevitable, el sistema procura sobrevivir haciendo que sea mínimo o aparente, o incluso invirtiéndolo cuando el pueblo se acomoda.


Grupo EUMEDNET de la Universidad de Málaga Mensajes cristianos

Venta, Reparación y Liberación de Teléfonos Móviles