Martín Carlos Ramales Osorio
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Como es bien sabido, el nacimiento de la escuela neoclásica se remonta al último tercio del siglo XIX. Tres autores que trabajaban separadamente y que se ignoraban mutuamente convergieron en el descubrimiento simultáneo de nuevos instrumentos de análisis: se trata del francés León Walras (1834-1910), del británico Stanley Jevons (1835-1882) y del austriaco Carl Menger (1840-1921). Estos autores aparecen como los fundadores de la corriente neoclásica que, alentada por el cambio del clima político e ideológico operado a finales del siglo XIX, rompe con la escuela clásica, principalmente representada por Adam Smith (1723-1790) y David Ricardo (1772-1823), realizando un cambio fundamental, tanto en el objeto de análisis como en el cuadro temporal contemplado. Más específicamente, el miedo y el horror suscitado por la obra de Marx (1818-1883) y acontecimientos como la Comuna de París (1871) crearon un clima en el que incluso teorías completamente liberales como la de los clásicos, que ponían el acento en la existencia de clases sociales y en ciertos antagonismo de clase, resultaban peligrosas. Se habían creado las condiciones para que las teorías que alejaban la atención de los conflictos sociales recibieran una gran acogida.
En este contexto, el objeto principal de preocupación y de análisis de los neoclásicos es muy diferente al de los economistas clásicos. En efecto, los clásicos, dentro de una visión de largo plazo y una perspectiva dinámica, ponían el acento en los problemas de la acumulación de capital, el crecimiento económico y el porvenir general del sistema económico. Por el contrario, los neoclásicos, haciendo a menudo la hipótesis de una oferta dada de “factores de producción”, estudian cómo los agentes económicos pueden proceder a la mejor utilización posible de tal “factor de producción” disponible en cantidad fija. Así, el objeto esencial de estudio es la “asignación óptima a usos alternativos (competitivos) de un factor determinado”. La teoría clásica es remplazada por un razonamiento en términos de equilibrio general dentro de un cuadro esencialmente estático donde el problema es encontrar modalidades de asignación de los “factores” raros. La escasez se vuelve el concepto económico fundamental y se viene abajo la hipótesis de reproducción de un sistema propia del análisis clásico, que se situaba en una perspectiva temporal diferente.
Pero la ruptura con la escuela clásica no es sólo en el terreno del objeto de análisis y en el cuadro temporal considerado. Hay otros tres puntos que conviene evocar aunque sea de una manera somera:
Con este fondo común de ruptura ante la economía clásica se constituyeron tres variantes de la economía neoclásica que desarrollaron diversos aspectos de esta teoría. La escuela de Viena, representada por Menger (1840-1921), Böhm Bawerk (1851-1914) y F. Von Wieser (1851-1926) desarrolla la teoría de la utilidad marginal, entendida como el suplemento de utilidad o satisfacción que aporta a un individuo dado una unidad suplementaria del bien que consume. La escurla de Lausana representada por León Walras y Wilfredo Pareto (1848-1923), desarrolla la teoría del equilibrio general, en la cual se analiza cómo en un sistema económico complejo con diversos agentes, factores y mercados de diferentes bienes, puede haber una determinación simultánea de las diferentes variables económicas, tanto de precios como de cantidades. Finalmente, la vieja escuela de Cambridge, representada por Alfred Marshall (1842-1924), desarrolla la teoría del equilibrio parcial, en la cual se analiza cómo una perturbación inicial se difunde al resto de la economía, suponiendo que los efectos de retroalimentación son débiles y pueden ser ignorados.
Aunque el conjunto de los neoclásicos son abogados fervientes del liberalismo y defensores entusiastas del capitalismo, fue F. A. Hayek, nacido en 1899 y perteneciente a la escuela de Viena, quien se convirtió en campeón de la apología del sistema liberal y en encarnizado enemigo intelectual de Keynes.
Desde los años treinta, la escuela neoclásica ortodoxa, representada sobre todo por F. A. Hayek en esta época, denuncia el escándalo que causa la representación keynesiana del mundo, a tal punto que llega a excluir a Keynes de la comunidad de los economistas. Mientras que, según Hayek, desde el nacimiento de la ciencia económica todos los veraderos economistas han actuado para construir una economía de mercado donde se reduce cada vez más el papel del Estado, Keynes aboga, por el contrario, por un control total de la sociedad civil por parte del Estado; no tiene confianza en los automatismos del mercado que arfmonizan tan bien los planes individuales de los agentes, los cuales acaban plenamente con las contradicciones y neutralizan los poderes privados para que sólo reinen las restricciones objetivas. Como señala Alain Parguez, para Hayek:
el Estado keynesiano sólo es una mentira científica organizada, un parásito que engaña a las empresas con falsos mensajes, que las obliga, sin que ellas tomen conciencia, a realizar inversiones que ¡nunca debieron haber existido!
Para el economista austriaco, la política de expansión monetaria que busca el empleo máximo en el corto plazo es fundamentalmente “la política del desesperado que no tiene nada que perder y todo que ganar de un pequeño balón de oxígeno”.
Extractado de Guillén Romo, Héctor: “Orígenes de la crisis en México. Inflación y endeudamiento externo (1940-1982)”, Ediciones Era (colección problemas de México), tercera reimpresión de la primera edición, México 1988, pp. 19-21.