José López
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El resurgimiento de la izquierda en el siglo XXI no puede ocurrir sin el análisis de los errores que se cometieron en el pasado. La izquierda debe aprender de las experiencias históricas para usar nuevas estrategias. Y dicho análisis hay que hacerlo con un espíritu libre y crítico que cuestione las verdades “intocables”.
La crisis ideológica es la principal causa de la crisis de la izquierda. Como decía Lenin, Sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria. Actualmente tenemos una izquierda dividida fundamentalmente en dos facciones contrapuestas. Por un lado, una “izquierda reformista” que hace tiempo que ha renunciado a cambiar el sistema, cuya única “ideología” es la sumisión al sistema, al poder establecido, y que por tanto ha dejado de defender los intereses del pueblo, de hecho, se ha convertido en el principal aliado de la minoría dominante (no hay nada más engañoso, y por tanto más efectivo, que “el lobo vestido de oveja”). Y por otro lado, una izquierda transformadora que no ha renunciado a la revolución pero que se encuentra profundamente dividida y cuya ideología se encuentra prácticamente estancada en los postulados de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Es decir, tenemos una “izquierda” que ya no es izquierda y que ya no tiene teoría y una izquierda fiel a sus ideales pero con una teoría que se niega a evolucionar porque se niega a aprender de las experiencias prácticas contradiciendo la filosofía de trabajo de los “padres” de dicha teoría, una izquierda anquilosada, marginal y alejada de las masas porque, entre otras razones, se niega a considerar la situación actual y se “agarra” a los postulados de hace más de un siglo.
Tenemos los dos polos extremos, una izquierda que ha renunciado totalmente al marxismo, y una izquierda que se empeña en aceptarlo totalmente sin la más mínima corrección o adaptación. Si bien es cierto que hay distintas corrientes filosóficas pos- marxistas que han adaptado ciertos postulados del marxismo a los tiempos actuales, dichas corrientes no han tenido, hasta ahora, la relevancia suficiente como para convertirse en referencias ideológicas de movimientos políticos o sociales. Dichos intentos de reformulación o evolución de la teoría marxista siguen siendo claramente insuficientes. Sigue faltando una reformulación global de una teoría revolucionaria adaptada a los tiempos actuales y que tenga en cuenta las experiencias prácticas recientes. Mención aparte merece el creciente movimiento anarquista que, sin embargo, carece, por ahora, de organizaciones que sean capaces de convertirlo en una seria amenaza para el sistema, y cuyas teorías, sugerentes y atractivas, especialmente en estos tiempos de “carestía ideológica”, no parecen suponer más que el “opio” de una parte de la sociedad que necesita creer que es posible un mundo radicalmente distinto al actual, a pesar de la existencia de ciertas prácticas anarquistas marginales en algunas partes aisladas de la sociedad y a pesar de un pasado reciente donde organizaciones anarquistas fuertes jugaron un papel muy importante (por ejemplo la CNT en España). No cabe duda que el auge del anarquismo en nuestros días se debe, además de a la crisis cada vez más evidente y cruda del sistema actual, del capitalismo, y además de a sus propias virtudes, a la crisis de otras ideologías de la izquierda, a la inexistencia de otras teorías o al desprestigio de otras teorías revolucionarias, especialmente del marxismo (a pesar de que en los últimos tiempos éste también parece estar resurgiendo), desprestigio provocado por las aplicaciones prácticas distorsionadas de las mismas. En una época de profunda crisis ideológica como la presente, el anarquismo se está convirtiendo casi en una nueva “religión”. Queda por ver si alguna vez dejará de ser el “opio” de la izquierda para convertirse en el movimiento revolucionario del siglo XXI. Incluso cabe la posibilidad de que ciertos postulados del anarquismo combinados con una reformulación del marxismo pueda dar lugar a una nueva teoría de la izquierda del siglo XXI. Pero lo que es indudable, es que para poder cambiar la sociedad es imprescindible tener teorías (posibles “guiones” de la obra revolucionaria), y es imprescindible también adaptarlas al momento histórico presente corrigiendo sus defectos en base a las experiencias prácticas del pasado. Lenin usaba con frecuencia una cita de Goethe que resume perfectamente esta idea: La teoría es gris, pero el árbol de la vida es siempre verde. Y a Engels le gustaba mucho usar el refrán El movimiento se demuestra andando. Este ambicioso trabajo pretende contribuir, desde una perspectiva alejada de todo sectarismo y de todo dogmatismo, al imprescindible “rearme ideológico” de la izquierda del siglo XXI.
Como ya expuse en mi anterior artículo Los desafíos de la izquierda en el siglo XXI, la izquierda (la que no renuncia a cambiar el sistema) tiene los grandes retos de recomponerse internamente, de recuperar la comunicación con la sociedad y de desarrollar la democracia para transformar la sociedad (su fin último). Pero dichos retos no podrán llevarse a cabo si no se analizan de forma crítica las experiencias históricas del pasado. Para contraatacar es necesario replantearse las estrategias en base a los éxitos y fracasos de las experiencias prácticas. Sin nunca descuidar la teoría, la práctica “manda” y debe “realimentar” a la primera e incluso cuestionarla.
Es absurdo no alterar en lo más mínimo la teoría cuando su puesta en práctica ha sido un claro fracaso, es negar la evidencia de la realidad. En la “ciencia” revolucionaria también es imprescindible aplicar el método científico (como de hecho, propugnaban y practicaban los “padres” de dicha “ciencia”). Trotsky decía que Toda ciencia, inclusive la “ciencia de la revolución”, está sujeta a verificación experimental. Tras los experimentos del siglo XIX y XX, se impone la verificación de las teorías que los guiaron, como condición necesaria previa para el intento de nuevos experimentos en el siglo XXI. Si asumimos que las crisis del capitalismo son una consecuencia de sus contradicciones internas, entonces la crisis actual de la izquierda también debe ser consecuencia de sus contradicciones internas. ¿Por qué no aplicar también el método dialéctico para analizar las contradicciones internas de la izquierda?.
En este trabajo se analizan los principales errores en los postulados teóricos defendidos por la izquierda, los errores de fondo ideológicos y estratégicos que, según mi opinión, fueron las principales causas de las experiencias fracasadas de la izquierda en el pasado. Evidentemente, al colapso de los regímenes llamados comunistas así como al fracaso de las experiencias anarquistas también contribuyeron ciertos errores “técnicos” o “tácticos” (además de los obstáculos impuestos por la burguesía, por supuesto), pero éstos, según mi perspectiva, no explican por sí solos el resultado negativo de dichas experiencias, es más, son consecuencia, en muchos casos, de errores de fondo, de raíz. Y éstos son los que son objeto de análisis aquí.
Por supuesto, el hecho de que se hayan cometido errores no es incompatible con el hecho de que se hayan logrado aciertos. Que se critiquen ciertos postulados de ciertas ideologías no significa que se cuestionen globalmente dichas ideologías. Este trabajo pretende aportar un “granito de arena” al debate actual de la izquierda centrándose en los errores cometidos en el pasado, porque, por un lado, no es muy habitual ver escritos sobre los mismos, y por otro lado, siempre se aprende más de los errores que de los aciertos (aunque también es importante saber reconocer estos últimos). Y por tanto, el autor considera que se puede aportar más de esta manera, aunque desde luego también se arriesga más. Siempre es más fácil repetir los postulados de los “viejos” (ya muertos) ideólogos que intentar criticarlos constructivamente en aras de dar un paso adelante en las ideas. Al margen de las opiniones expuestas, con las que se podrá estar de acuerdo o no, obviamente, al margen de lo correcto o no de los razonamientos aquí expuestos, el objetivo básico de este trabajo es sobre todo plantear un debate, recuestionando lo que parece, demasiadas veces, incuestionable.
El objetivo básico es intentar aportar algo, aun a riesgo de “morir en el intento”, aun a riesgo de ser criticado implacablemente. Aquí lo importante no es obtener reconocimiento personal (nada más lejos de mi intención) sino que intentar aportar algo a la “causa” desinteresadamente (el lector juzgará si dicho intento es fracasado o no).
Aunque el proletariado (asimilado normalmente a la clase obrera industrial) en el siglo XIX (época en la que se gestó la ideología marxista) no era aún la clase mayoritaria en toda Europa (el campesinado era la clase más numerosa en Rusia por ejemplo), crecía continuamente y estaba llamado a ser más pronto que tarde la clase mayoritaria (como así fue con el tiempo). El proletariado, la clase mayoritaria en las ciudades, se erigía en representación de todas las masas explotadas, en vanguardia de las mismas, en definitiva, representaba al conjunto del pueblo (no hay que olvidar que su alianza con el campesinado posibilitó la revolución rusa, por ejemplo). Frente a aquellos que puedan objetar que el término dictadura del proletariado en realidad se refería a la dictadura de una minoría, en vez de a la de una mayoría, simplemente decirles que, por un lado, cuando se planteaba la alianza del proletariado con el campesinado (que formaban lo que se podía denominar el pueblo, es decir la mayoría de la población), la forma política de dicha alianza se denominaba dictadura democrática, y que por otro lado, el proletariado estaba “condenado” por el desarrollo del capitalismo a convertirse pronto en la clase mayoritaria (y esto lo tenían en mente los que postulaban la idea de dictadura del proletariado). Es decir, de una u otra manera, se planteaba el concepto de la dictadura de una mayoría o la represión dictatorial de una clase minoritaria por otra mucho más numerosa. Por ejemplo, Marx decía en el Manifiesto Comunista: El movimiento proletario es el movimiento autónomo de la inmensa mayoría, en interés de una mayoría inmensa. Y en Critica al programa de Gotha afirmaba: Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el periodo de transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este periodo corresponde un periodo político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la Dictadura revolucionaria del proletariado. Por ejemplo, Lenin decía en El Estado y la Revolución: […] la "fuerza especial de represión" del proletariado por la burguesía, de millones de trabajadores por un puñado de ricachos, debe sustituirse por una "fuerza especial de represión" de la burguesía por el proletariado (dictadura del proletariado). […] La dictadura del proletariado, el período de transición hacia el comunismo, aportará por primera vez la democracia para el pueblo, para la mayoría, a la par con la necesaria represión de la minoría, de los explotadores. […] en la transición del capitalismo al comunismo, la represión es todavía necesaria, pero ya es la represión de una minoría de explotadores por la mayoría de los explotados. […] Democracia para la mayoría gigantesca del pueblo y represión por la fuerza, es decir, exclusión de la democracia, para los explotadores, para los opresores del pueblo: he ahí la modificación que sufrirá la democracia en la transición del capitalismo al comunismo.
Por esto, a lo largo de este trabajo, se usarán indistintamente los términos proletariado, pueblo, masas o mayoría como sinónimos. Por esto, el concepto dictadura del proletariado se puede considerar sinónimo del concepto dictadura democrática o del concepto dictadura de la mayoría, en definitiva, se trata de la dictadura de una clase (o de varias clases) o de una vanguardia que representa a la mayor parte de la población, la idea fundamental es la represión explícita por la fuerza de una minoría por una mayoría, la exclusión de una minoría (la burguesía) de la democracia. En la actualidad, podemos considerar que la mayor parte de la población pertenece al proletariado, entendido éste, en un sentido amplio, como el conjunto de trabajadores asalariados que trabajan por cuenta ajena (en cualquier sector de la economía), es decir, que no poseen los medios de producción. Basta recordar la definición que daba Engels a la palabra proletariado: Por proletariado se entiende, la clase de los trabajadores asalariados modernos, que ya que no poseen medios de producción propios, dependen de la venta de su fuerza de trabajo para poder vivir.Y por tanto, el proletariado (aun con sus subdivisiones internas, bajo sus distintas formas) representa la clase mayoritaria de la sociedad.
1) La cuestión del Estado
Si algo ha demostrado la historia, es que no es posible pasar REPENTINAMENTE de una sociedad organizada alrededor de un Estado dominado por una minoría (actualmente la burguesía) a una sociedad sin Estado. Sin entrar en consideraciones sobre si la sociedad será capaz alguna vez en un futuro más o menos lejano de organizarse al margen del Estado, si puede dudarse o discutirse sobre la posibilidad de una sociedad sin Estado, de lo que no cabe ninguna duda es que no es posible conseguirlo a corto plazo y menos aun de forma inmediata, como el sentido común nos dice y sobre todo (el sentido común puede engañarnos) como las experiencias prácticas han demostrado. El Estado burgués no lo permitiría, como no lo ha permitido.
No se puede luchar de forma desorganizada y desunida (como se hizo como consecuencia de la aplicación inmediata del principio anarquista de autonomía) contra un enemigo unido y altamente organizado. La experiencia práctica ha demostrado que las revoluciones anarquistas que luchan contra el Estado aboliéndolo de un plumazo no son posibles porque son reprimidas en muy poco tiempo (en cuestión de meses en el mejor de los casos). Represión que evidencia el miedo que tiene el poder a la anarquía, como es lógico, puesto que ésta supone la negación de cualquier gobierno. El empeño del sistema actual en no dar la más mínima opción al anarquismo para que pueda probar su viabilidad demuestra que no es desde luego inviable a priori.
¿Si tan imposible es, por qué no dejan que él mismo colapse?. ¿No sería esto la mejor prueba de que no es viable?. ¿Por qué precisamente ahora el llamado “comunismo” es menos peligroso?. Porque los llamados regímenes “comunistas” colapsaron por sí mismos. En la actualidad, el comunismo no representa un serio peligro porque no funcionó, porque lo que se llamó “comunismo” o “socialismo” colapsó por sí mismo (aunque también influyeron muchos factores “externos”). Por ahora, y hasta que se redescubra lo que de verdad significa el comunismo o el socialismo y se analice, se concluya y se difunda que lo que ocurrió en los países del llamado “socialismo real” dista mucho del verdadero socialismo, el principal peligro ideológico para la burguesía es el anarquismo. No ha habido experiencias prácticas anarquistas fracasadas o desvirtuadas que permitan a la burguesía desacreditar dicha ideología. No es de extrañar que el anarquismo sea la más importante amenaza revolucionaria (por ahora sólo potencial) del siglo XXI. Aunque en los últimos tiempos, como consecuencia del análisis de lo que realmente ocurrió en la URSS y en los países de su órbita, las ideas del socialismo y el comunismo están volviendo a renacer. Poco a poco el tiempo pone en su sitio a todos, incluso a las ideologías. La burguesía no quiere dar ninguna opción a ningún sistema alternativo que pueda quitarle el monopolio del poder. La represión de las experiencias anarquistas significa que la burguesía no tiene clara la presunta y proclamada inviabilidad del anarquismo, pero tampoco demuestra por sí sola su viabilidad. Realmente sólo podrá saberse si el anarquismo puede funcionar cuando sea posible probarlo a una escala espacial y temporal suficiente, es decir, en una zona geográfica suficientemente significativa y durante un tiempo suficiente. Que haya habido ciertas experiencias anarquistas limitadas en el espacio y en el tiempo exitosas (por ejemplo durante la Revolución española) no demuestra totalmente su viabilidad, aunque desde luego sí supone una esperanza de que el modelo de sociedad radicalmente distinto al actual defendido por el anarquismo pueda alguna vez funcionar. De hecho, hay ciertas organizaciones sociales en la actualidad que funcionan bajo principios anarquistas, por ejemplo las cooperativas. El anarquismo, tímidamente, se va abriendo camino en la sociedad capitalista, aunque le falta aún mucho para convertirse en una seria alternativa. Que en el pasado la sociedad humana se haya organizado bajo principios anarquistas, no significa que la sociedad actual pueda volver a organizarse de la misma manera. Aunque tampoco significa que no sea posible. La forma de organización estatal es realmente reciente en la historia de la humanidad. Ésta se ha regido durante mucho más tiempo por el comunismo anarquista. Pero, indudablemente, la sociedad ha cambiado mucho en los últimos siglos. No puede asegurarse ni descartarse nada hasta que se pruebe. Pero lo que está claro, es que la burguesía (o la minoría dominante de turno) hará todo lo posible para que el anarquismo no tenga ninguna opción. Si es que es posible que alguna vez triunfe una revolución anarquista, esto sólo será posible cuando exista un movimiento anarquista suficientemente organizado que prepare pacientemente el terreno y que sea capaz de coordinarse para luchar de forma unida contra el enemigo, como con cualquier otro tipo de revolución. Y queda por ver, e incluso al anarquismo le queda por teorizar, cómo es posible sustituir la maquinaria del Estado burgués actual (suponiendo que la burguesía no pudiera impedir la implantación de una sociedad anarquista). Porque esperar que simplemente una ciudad se declare autónoma e invite a otras ciudades a seguir su ejemplo, como ocurrió en la Comuna de París o en los levantamientos de España en 1873, es una estrategia muy pobre, ilusa e infantil, que demostró su inviabilidad por los resultados finales de dichas experiencias históricas. No es de extrañar que dichos intentos fueran reprimidos rápidamente por la burguesía.
Tampoco se puede luchar de forma improvisada y espontánea contra un enemigo altamente organizado. No es serio plantear que puede alcanzarse la anarquía de forma espontánea y libre. Esto suena muy bonito pero no suena realista.
Presupone que la gente puede actuar libre y espontáneamente, que no hay un enemigo que intentará impedir por todos los medios que la gente cambie. Se olvida de que el individuo no tiene libertad absoluta o infinita para elegir su destino, infravalora las condiciones reales y actuales en las que se mueve dentro de la sociedad, condiciones que limitan su libertad (aunque no llegan a anularla). Si bien es cierto que dentro del anarquismo se plantean ciertas estrategias encaminadas a difundir la idea, a propagar sus principios por la sociedad, a concienciar a los ciudadanos (en la medida de sus limitadas posibilidades), también es cierto que dichas estrategias dan demasiado protagonismo al individuo. El anarquismo, por su propia filosofía, da preponderancia absoluta a la libertad por encima de todo. Y así, sin quererlo, cae en su propia trampa. Al afirmar que el individuo y la sociedad deben elegir su propio camino, no se molesta demasiado en mostrarlo, en su afán por no condicionar, no se preocupa suficientemente en orientar, en dar planes o tácticas de transición a la anarquía, no se esfuerza suficientemente en concretar. De esta manera el resultado práctico es que la anarquía se convierte ineludiblemente en una utopía demasiado inalcanzable. Al contrario que el marxismo que casi niega el libre albedrío, el anarquismo lo sobrevalora. Mientras que en el primero la sociedad tiene casi su futuro predeterminado, en el segundo lo tiene casi totalmente indeterminado. Simplificando un poco, en el marxismo se plantea una única opción y en el anarquismo no se muestran las opciones. En este aspecto ambas corrientes están en las antípodas. Una de las ideas que intento transmitir en este trabajo, es que el principal problema de ambas ideologías es que han llevado al extremo algunos de sus postulados, es que la “virtud está en el equilibrio”. El anarquismo para dejar de ser una utopía inalcanzable, tiene que pasar de las palabras a las acciones, tiene que empezar a aplicar sus principios en distintas partes de la sociedad (como ya está haciendo aunque demasiado tímidamente aún), pero sobre todo tiene que plantear estrategias serias para convertirse en una amenaza real y concreta al sistema actual. Sin estrategia revolucionaria tampoco hay revolución. La revolución para que triunfe debe permitir el acceso al poder del pueblo (y ahora mismo el anarquismo tiene descuidada esta parte del proceso revolucionario) y debe tener una teoría para cambiar la sociedad una vez alcanzado el poder (esta parte es la que más desarrollada tiene el anarquismo).
No sirve de nada decir qué se haría una vez alcanzado el poder si no se dice cómo alcanzarlo. Entendiendo el poder, no en el sentido literal de la palabra (el anarquismo lucha contra todo tipo de gobierno o poder), sino como el establecimiento de una sociedad anarquista. Tan importante es describir en qué consistiría la anarquía como especificar cómo alcanzarla partiendo de la situación actual. Tan importante es describir cómo podría funcionar una sociedad alternativa como indicar la manera de implantarla. Mientras el anarquismo no se preocupe de esta segunda cuestión o no plantee estrategias serias, será sólo un bello sueño irrealizable, sólo existirá en los libros o en todo caso en ciertas “islas” de la sociedad, no será una verdadera alternativa global a la sociedad actual. Mientras sólo se preocupe de decir que la sociedad ideal se alcanzará en algún momento “por arte de magia” entonces sólo será el “opio” de aquellos que necesiten tener fe en que otro mundo es posible, en que en un futuro lejano la sociedad será capaz, no se sabe cómo, de reconducirse. En definitiva, mientras el anarquismo no se preocupe de cómo llevar a la práctica sus postulados, sólo será una “religión”, no alcanzará el estatus de teoría revolucionaria.
Simplemente será el sustituto del socialismo utópico. El anarquismo para convertirse en una alternativa real debe adoptar un enfoque científico. Si es que es posible llegar a una situación en la que no se necesite el Estado, esto sólo podrá ocurrir progresivamente, no puede ocurrir de la noche a la mañana, se necesitará una transición hacia la sociedad utópica sin clases y sin Estado (si es que alguna vez se llega a ella). Es necesario describir cómo debe hacerse dicha transición, es necesario desarrollar teorías que indiquen cómo alcanzar la anarquía, cómo llevarla a la práctica partiendo de la realidad actual, partiendo del mundo tal como es hoy, no tal como nos gustaría que fuera. La estrategia de la huelga general como arma de parálisis del Estado burgués, sustentada en el anarcosindicalismo como movimiento de organización de los trabajadores, es una primera piedra importante para construir una estrategia global revolucionaria. No hay más que recordar el éxito inicial conseguido en la España de 1936. Sin embargo, como la historia ha demostrado, no es suficiente. Habrá que combinar la huelga general o la acción directa, con otros métodos complementarios. Le sigue faltando al movimiento anarquista una teoría general de estrategia revolucionaria. Queda aún mucho trabajo teórico y práctico por hacer. Es necesario también postular teorías, no se puede dejar todo en manos de la práctica, de la improvisación. En la ciencia revolucionaria debe usarse el método científico, es decir, se deben postular teorías para aplicarlas y a su vez aprendiendo de las experiencias prácticas se deben refinar dichas teorías. Es muy difícil, cada vez más, que se den situaciones revolucionarias en la historia, rara vez el pueblo se rebela. La minoría dominante ha aprendido también a controlar la situación, a evitar “tirar demasiado de la cuerda para no romperla”. Ha aprendido a evitar situaciones extremas que hagan que el pueblo estalle. Sabe que debe ceder un poco para que su situación de privilegio y control de la sociedad no peligre. Por consiguiente, es cada vez menos probable que se produzcan estallidos populares. Por tanto, si se utiliza el método de ensayo y error, de probar sobre la marcha, de la acción sin guión, de la práctica sin teoría, entonces es muy probable que sólo se consigan éxitos al cabo de muchos intentos, de demasiados intentos. Los fracasos desaniman al pueblo. Cuantas más veces fracase el pueblo, menos veces volverá a intentarlo, o dicho de otra forma, más tiempo pasará hasta que vuelva a intentarlo. Una estrategia revolucionaria seria que pretenda ser eficaz (es decir, que consiga que el sistema avance en el menor tiempo posible, pero que a su vez avance de verdad) requiere un equilibrio entre teoría y práctica. La improvisación y la espontaneidad, desgraciadamente, la mayor parte de las veces, son enemigas de la eficacia. En general, siempre es más difícil practicar que teorizar, pero más aún en situaciones extremas tan complejas como los momentos revolucionarios. No se puede pretender que sepamos mejor qué hacer “en caliente”, en el calor de los acontecimientos, que “en frío”, que “tranquilamente” antes de que ocurran. No se puede prever todas las situaciones, desde luego, siempre es inevitable cierta improvisación, pero cuanto más preparados estemos, menor probabilidad de fracaso. La eficacia revolucionaria no significa que lo importante sea sólo el factor tiempo, también es importante que el avance que se produzca sea auténtico. Tampoco vale de nada conseguir en poco tiempo el “éxito” si éste se traduce en que el “nuevo” sistema implantado es demasiado parecido al anterior, o incluso peor. Se trata de conseguir una sociedad verdaderamente nueva en el menor tiempo posible. En realidad, la cuestión es que se necesita un proceso CONTINUO en el tiempo. Se necesita empezar a avanzar lo antes posible (aunque inicialmente el avance sea pequeño) y también se necesita no dejar de avanzar en ningún momento (para que con el tiempo la sociedad cambie radicalmente). Este es el dilema: ¿Empezamos a avanzar ya aunque sea poco o esperamos a que en cierto momento podamos avanzar mucho de golpe?. Los cambios en la sociedad, desgraciadamente, no se pueden hacer en poco tiempo. Aunque esto no significa que haya que autolimitarse o frenar el ritmo de los cambios, no significa que no haya que aprovechar el momento histórico en el que las masas están ávidas de cambios para acelerar éstos. El verdadero obstáculo para imprimir cierto ritmo a los cambios es la pasividad de las masas, una vez que ésta es superada, una vez que el pueblo decide asumir el protagonismo (y una de las labores fundamentales de la izquierda es precisamente ayudar a “despertarle”), la historia se acelera. Lo que nunca tiene sentido es frenar a las masas en esos momentos históricos tan excepcionales. Esa actitud sólo puede significar la traición al pueblo. Lo único que tiene sentido es tranquilizar a las masas si en el calor de los acontecimientos se desata la violencia innecesaria, pero nunca se deben reprimir los cambios sociales, en todo caso sólo hay que encauzarlos. No es lo mismo plantear la estrategia reformista cuando el pueblo está levantado (porque significa un freno a la revolución), que plantearla cuando está adormecido (porque en este caso puede suponer un impulso a la revolución). No se puede aplicar la misma estrategia para todas las circunstancias. En ciertos momentos, un avance, por pequeño que sea, es todo un triunfo y puede suponer iniciar un movimiento continuo, puede suponer “quitar el freno de mano”, reiniciar el camino del cambio. Pero en otros momentos, cuando el pueblo aspira a hacer grandes saltos, cuando parece posible acelerar el ritmo de la historia, plantear un pequeño paso supone desaprovechar la ocasión de avanzar, supone ralentizar el cambio. En este caso el reformismo es en realidad contrarrevolución. Esto lo demuestra el hecho de que aquellos que plantean el reformismo en tiempos revolucionarios luego se olvidan de él cuando las aguas están tranquilas. ¿Por qué en la actualidad la socialdemocracia ha renunciado a su programa de reformas continuas?. ¿Qué le impide aplicar su estrategia?. Si afirmaba que las cosas había que hacerlas tranquilamente, paso a paso, ¿por qué ha detenido la marcha?, ¿por qué incluso ha puesto la marcha atrás?. Con la perspectiva del tiempo, los acontecimientos pasados y presentes demuestran que tanto los anarquistas como los bolcheviques y otros marxistas tenían razón cuando acusaban a la socialdemocracia de traición al proletariado. La historia ha demostrado que el papel de la socialdemocracia (en especial de la alemana) era servir a la burguesía para contener al proletariado desde dentro, para dividir a la izquierda desde sus propias entrañas. Sin embargo, a pesar de todo, la transformación de la sociedad no es nunca un proceso rápido, aunque tampoco es un proceso que vaya a velocidad constante. Las revoluciones suponen “pisar el acelerador” de la historia. Como decía Marx, las revoluciones son las locomotoras de la historia. Las llamadas “revoluciones” han sido en realidad momentos concretos, “instantes” en la historia de la humanidad, que han supuesto “simplemente” el acceso al poder político de una nueva clase, de un nuevo sujeto político. La verdadera revolución, la transformación más o menos intensa de la sociedad, los cambios, cuando los ha habido, han venido en un lento proceso posterior a dicha toma de poder político. “La rotura de la presa es casi instantánea pero la llegada del agua del río al mar lleva mucho más tiempo”. La implantación de una sociedad anarquista o comunista, o de cualquier sociedad radicalmente distinta a la actual, sólo podrá producirse gradualmente. No es posible crear hoy una sociedad basada en el apoyo mutuo, en la solidaridad, cuando la mayoría de los individuos que componen la sociedad actual carecen de ésta, cuando el egoísmo y el individualismo son la nota dominante (porque el sistema actual se ha esmerado en resaltar las peores características del ser humano y en minimizar las mejores). La implantación de la anarquía requerirá una profunda transformación de los individuos que forman la sociedad. En la relación dialéctica entre sociedad e individuo, ninguno de éstos cambia si no cambia el otro (ver mi artículo La rebelión individual). Es evidente que la transformación de la sociedad, su evolución, no puede hacerse de la noche a la mañana. No se puede pretender que la gente aprenda a convivir de forma radicalmente distinta en dos días. Si esto era cierto hace más de medio siglo, ahora, lamentablemente, lo es aún más. Porque si bien es cierto que ciertas características del ser humano (como la solidaridad) no pueden desaparecer del todo, mal que les pese a algunos, y a pesar de todos los esfuerzos del sistema capitalista (y esto debe suponer necesariamente una clara esperanza de que no es imposible una sociedad más justa), también es cierto que en las últimas décadas se han fomentado sus peores tendencias. Se ha producido un claro retroceso en la forma de ser de los individuos que conforman la sociedad. El capitalismo ha aburguesado a la mayor parte de la población, ha echado raíces en las conciencias de la mayoría de las personas. Una de las primeras labores de la izquierda en general es “desprogramar” a la población, es recuperar sus mejores características, es combatir sus prejuicios. Prejuicios que el sistema ha fomentado en su propio beneficio y en perjuicio del pueblo. La izquierda debe ayudar a los trabajadores a liberarse de sus propios prejuicios. Debe hacerles ver que son falsos y les perjudican. Ahora bien, estas dificultades (que no deben menospreciarse pero que tampoco deben sobrevalorarse, como demuestra el hecho de que obstáculos aparentemente insalvables se salvaban en poco tiempo cuando los acontecimientos lo requerían) no deben desanimarnos para intentarlo, no deben impedir el ir “sembrando el terreno”, no deben demorar el ir construyendo una sociedad nueva dentro de la vieja, simplemente hay que tenerlas en cuenta para que la lucha sea más efectiva. La historia necesita su tiempo, pero el ser humano debe “darle un empujón”, debe ser dueño de ella. Aunque la sociedad necesite su tiempo para cambiar, ésta no cambiará por sí sola, sólo cambiará en la medida en que los que la formamos, los seres humanos, nos esforcemos por cambiarla, en la medida en que nos esforcemos por imprimirle cierto ritmo de cambio (que podrá ser mayor o menor, pero que nunca podrá ser a nuestro absoluto antojo) y en la medida en que elijamos un rumbo adecuado.
Afortunadamente, dentro del propio movimiento anarquista, poco a poco, se va planteando la necesidad de teorizar estrategias globales para que la anarquía pueda llevarse a la realidad en el menor tiempo posible, las carencias del anarquismo son percibidas por los propios anarquistas. La adopción del enfoque científico combinado con el libre albedrío, el equilibrio entre idealismo y realismo, pueden hacer que el anarquismo contribuya enormemente a la reconstrucción de una gran teoría revolucionaria para el siglo XXI. El anarquismo es una teoría viva que evoluciona, que gradualmente está dejando de ser puro utopismo para convertirse en teoría revolucionaria. La revolución del siglo XXI deberá tener en cuenta, en mayor o menor medida, al anarquismo.
En resumen, la idea del anarquismo de que es posible y necesario abolir el Estado en el mismo momento en que el proletariado intenta tomar el poder, desgraciadamente, no parece factible, aunque tampoco se puede descartar por completo. Es muy difícil, pero no imposible, tomar el poder (o librarse del poder “tradicional”) y SIMULTÁNEAMENTE construir una alternativa al Estado (no digamos ya de forma improvisada y espontánea). Si no se destruye el Estado en TODO su ámbito geográfico (o en su mayor parte) en muy poco tiempo, entonces aquellas partes del Estado supervivientes reaccionan y se convierten en un obstáculo muy difícil de salvar.
Es muy complicado vencer la resistencia del viejo sistema y cambiarlo a la vez, hacer la revolución política y la revolución social (la transformación económica de la sociedad) al mismo tiempo. Se pueden tomar algunas medidas para asentar la revolución social (reparto de las tierras, toma de los medios de producción por los obreros, distribución de bienes de primera necesidad, como alimentos, vestimenta o vivienda, etc.). Pero no se puede cambiar radicalmente la forma de organización de la sociedad mientras se intenta derrocar la antigua forma. Se puede, y se debe, “sembrar el terreno” de la revolución social mientras se hace la revolución política. Pero la prioridad absoluta es siempre primero quitar el poder a la minoría dominante que se resiste o puede resistirse. Sin este primer paso no es posible ningún paso más. La revolución política debe preceder a la revolución social, la primera es condición necesaria (aunque no suficiente) de la segunda. La principal lección de la Revolución francesa de 1789 es que la revolución política es insuficiente. Y una de las principales lecciones de la revolución española de 1936 es que la revolución social no se puede hacer sin la revolución política. Al no triunfar la revolución social en todo el Estado español al mismo tiempo, al no ser acompañada por la revolución política, al no culminar los dirigentes de la CNT el acceso al poder y la destrucción del Estado en la España de la República burguesa (por su colaboración con el Estado republicano, a pesar de que éste sólo tenía el poder formal, pues el verdadero poder estaba en manos de los obreros dirigidos por la CNT), el enemigo pudo reagruparse y contraatacar. Con la ventaja de que él ya tenía su modelo de sociedad construido y maduro, de que ya contaba con un ejército perfectamente estructurado y disciplinado (aunque dividido en una fracción golpista y una fiel al gobierno republicano). Incluso el triunfo de la revolución en todo un país no evita el problema de la resistencia de la burguesía internacional, no evita la amenaza de la intervención de otros países (recordemos lo que ocurrió en Rusia o la ayuda que tuvo Franco por parte de Alemania e Italia). Es muy difícil que un ejército irregular (con tendencias indisciplinadas) recién creado se imponga a un ejército regular (ya sea del bando golpista o republicano) con mucha experiencia, puede tener victorias parciales importantes, puede ganar ciertas batallas, pero es muy difícil que gane una guerra. El pueblo armado puede ser eficaz en la guerra de guerrillas, en la resistencia al invasor o al dominador, pero es muy difícil que derrote a éste, casi su única esperanza es desgastarlo y esperar que colapse. Es más probable que el ejército popular irregular y descoordinado colapse antes que el ejército regular, bien armado y organizado. Aunque siempre cabe la posibilidad de que los soldados del ejército regular se rebelen contra sus oficiales y se pongan del lado del pueblo. Esto es muy difícil pero no es imposible tampoco, como de hecho ocurrió en algunas revoluciones. Pero si, como he dicho anteriormente, es necesario para poder luchar contra el Estado burgués, destruirlo TODO de vez, entonces esto significa que o bien en todo el ámbito territorial del mismo surge la revolución simultáneamente o bien se destruye el Estado desde dentro. “O se ataca simultáneamente todos sus tentáculos o se ataca su cerebro”. Y esto requiere en cualquiera de los dos casos una coordinación muy fuerte, requiere una visión única, es decir, cierta centralización (ya sea a través de una vanguardia con fuerte liderazgo, ya sea a través de una confederación de organizaciones revolucionarias muy bien coordinadas). Es muy difícil luchar de forma descentralizada contra la centralización que se opone a ser descentralizada. Es imprescindible luchar de forma coordinada contra un enemigo muy coordinado. Y parece más fácil, y por tanto más eficaz, luchar de forma centralizada frente a un enemigo altamente centralizado. Parece mucho más fácil (más rápida e intensa) la coordinación con la centralización que con la federalización. Parece una estrategia más realista, o más fácil, conquistar primero el Estado burgués para paralizarlo, impedir su oposición a los cambios, y en segundo lugar, una vez vencida la burguesía, ir transformándolo progresivamente hasta incluso, con el tiempo, su completa extinción. O incluso aun admitiendo la posibilidad de abolirlo a corto plazo, es inevitable siempre un periodo de transición para por lo menos paralizarlo, es inevitable sustituir el viejo poder por un nuevo poder transitorio, es imperativo no aplicar de inmediato todos los principios anarquistas (especialmente la abolición de toda autoridad) para derrotar al viejo sistema. Juan Ignacio Ramos señala en el prefacio del libro La revolución española de Trotsky: A pesar de las enseñanzas que la historia de las revoluciones ha proporcionado, en el pensamiento anarquista el Estado se representa como un ídolo que desaparece por el simple mecanismo de no reconocerlo. La experiencia de la revolución española echó por la borda de manera dramática todo este idealismo metafísico. La consecuencia inevitable de la colaboración de los dirigentes de la CNT con los líderes republicanos y estalinistas, justificada por las circunstancias “excepcionales” de la guerra, no fue otra que su implicación en la reconstrucción del Estado burgués. […] Los dirigentes anarquistas, por la autoridad que poseían en el movimiento, podrían haber generalizado los comités, coordinándolos a nivel local y regional con delegados electos democráticamente en los diferentes comités de base y, sobre todo, haber creado un comité obrero estatal para centralizar y coordinar el naciente poder de los trabajadores. Este era el camino, el único camino para vencer al fascismo. Completar la revolución socialista en el conjunto de la España republicana expropiando económicamente a la burguesía y destruyendo su Estado y, al mismo tiempo, llamar a las masas de la clase obrera mundial, especialmente de Francia a seguir el mismo camino. Esa fue la gran lección de la Revolución Rusa y la explicación de su histórico triunfo. Como indica Juan Ignacio Ramos, Solidaridad Obrera, el órgano de la CNT, hacía la siguiente valoración de la entrada de la organización anarcosindicalista en el gobierno republicano: La entrada de la CNT en el gobierno central es uno de los hechos más trascendentales que registra la historia política de nuestro país. De siempre, por principio y convicción, la CNT ha sido antiestatal y enemiga de toda forma de gobierno. Pero las circunstancias, superiores casi siempre a la voluntad humana, aunque determinadas por ella, han desfigurado la naturaleza del gobierno y el Estado español. El gobierno, en la hora actual, como instrumento regulador de los órganos del Estado, ha dejado de ser una fuerza de opresión contra la clase trabajadora, así como el Estado no representa ya al organismo que separa a la sociedad en clases. Y ambos dejarán aún más de oprimir al pueblo con la intervención en ellos de la CNT. Las funciones del Estado quedarán reducidas, de acuerdo con las organizaciones obreras, a regularizar la marcha de la vida económica y social del país. Y el gobierno no tendrá otra preocupación que la de dirigir bien la guerra y coordinar la obra revolucionaria en un plan general. La propia CNT reconocía la necesidad de no abolir de inmediato el Estado, reconocía que éste podía ser “neutral”, es decir, que podía dejar de ser el instrumento de opresión de la clase dominante y finalmente reconocía la necesidad de coordinar la revolución. Frente a las responsabilidades históricas, no tuvieron más remedio que renegar de ciertos postulados clásicos del anarquismo, lo cual demuestra que la realidad manda sobre los sueños. Esta decisión, no exenta de polémica dentro de la propia CNT, fue impuesta por la necesidad de sustituir el viejo poder por uno nuevo. El problema es que la CNT, que representaba a la mayor parte del proletariado, y que ostentaba el verdadero poder de facto, cedió la dirección del poder político a fuerzas que no eran verdaderamente revolucionarias, renunció a tener un papel protagonista en el Estado y se limitó a participar en él en minoría. Se aceptó que era inevitable una transición, que era necesario usar el Estado, pero, en vez de conquistarlo, en vez de dirigirlo, se cedió la iniciativa a la burguesía y a partidos políticos que temían la revolución (la izquierda “burguesa” y la izquierda estalinista).
Como dice Juan Ignacio Ramos, No es posible tener un ejército rojo, proletario, en el seno de un Estado burgués. Para disponer de un ejército capaz de luchar contra el fascismo, librando una guerra revolucionaria, el proletariado debía tomar el poder y poner todos los recursos del Estado bajo su control. La experiencia militar de la revolución y la guerra civil rusa fueron extraordinariamente claras. ¿Cómo pudieron vencer los bolcheviques? ¿Acaso porque tenían más armas que los ejércitos imperialistas, más cuadros técnicos que el ejército blanco contrarrevolucionario? Una y mil veces no, esta no fue la razón. El factor decisivo de la victoria de los bolcheviques fue que disponían de un Estado obrero y una clara estrategia revolucionaria. El anarcosindicalismo ha dado muy buenos resultados a la hora de organizar a los obreros alrededor de sindicatos independientes del poder político, pero sin embargo, no ha sido capaz de traducir su fuerza sindical en fuerza política, como demuestra lo ocurrido en España. Como decía Trotsky, El anarcosindicalismo, con su carencia de programa revolucionario y su incomprensión del papel del partido, desarma al proletariado. Los anarquistas “niegan” la política hasta que ésta les coge por el pescuezo: entonces dejan el sitio libre para la política de la clase enemiga. Los anarquistas reconocieron que no tomaron el poder, no porque no pudieron hacerlo, sino porque no quisieron, porque, por principio, rechazan todo tipo de poder. Pero como dice Trotsky, Renunciar a la conquista del poder, es dejárselo voluntariamente a los que lo tienen, a los explotadores. El fondo de toda revolución ha consistido y consiste en llevar a una nueva clase al poder, dándole así todas las posibilidades de realizar su programa. Es imposible hacer la guerra sin desear la victoria. Nadie hubiera podido impedir a los anarquistas que establecieran, después de la toma del poder, el régimen que les hubiera parecido, admitiendo, evidentemente, que fuese realizado.
Ahora bien, la estrategia, defendida por el marxismo, de sustituir el Estado burgués por el Estado proletario, de conquistar primero el poder político, el Estado, para posteriormente cambiarlo (y con el tiempo extinguirlo) también ha demostrado sus peligros.
Lo que la historia reciente también ha demostrado, es que la instauración de un Estado proletario en base al concepto de dictadura del proletariado no es posible. Si bien las revoluciones basadas en dicho concepto han sido inicialmente exitosas, en el sentido de que se consiguió derrocar al sistema anterior y sustituirlo por otro nuevo que fue capaz de perdurar cierto tiempo (mucho más que en el caso de las revoluciones anarquistas), su rápida degeneración en todos los casos ha sido inevitable y por tanto el resultado final ha sido también el mismo (aunque pospuesto en el tiempo), e incluso peor, puesto que los regímenes basados en el concepto de dictadura del proletariado han dejado una huella tan negativa en los pueblos que los sufrieron, que éstos no quieren ni oír hablar de ellos y han sido sustituidos por sistemas que se suponían la antítesis del socialismo. No ha habido un solo Estado de los llamados socialistas donde el pueblo haya elegido seguir con el régimen basado en dicho concepto (cuando ha podido elegir). La transición del “socialismo” al capitalismo no ha generado importantes contestaciones populares en dichos países, el pueblo no se ha resistido a dicha transición, más bien al contrario. Y los pocos Estados que siguen funcionando en la actualidad bajo la denominación de socialistas o comunistas (basados en dicho concepto) bien se guardan de preguntar directamente a sus respectivos pueblos sobre la continuidad de sus regímenes. No es posible crear un Estado proletario sin la participación directa del proletariado (no sólo en su conquista sino que también en su construcción). El pueblo debe participar no sólo en la elección directa de sus representantes más cercanos (como los diputados o los representantes de los soviets) sino que también en la elección directa de los máximos representantes del Estado (como el jefe de Estado). La democracia debe existir desde el ámbito más cercano al ciudadano al más lejano, desde el ámbito más local al más global de un país. La democracia debe permitir también la libre asociación dentro de cualquier tipo de partido político que respete ciertas reglas mínimas del juego democrático, pero donde éstas no sean tan limitadas o no estén tan viciadas que en la práctica liquiden la posibilidad del verdadero pluripartidismo. Así como la posibilidad formal de existencia de muchos partidos políticos no garantiza la democracia (ver mi anterior artículo Los defectos de nuestra “democracia”, donde se critica el modelo de democracia liberal), tampoco es posible conciliar la verdadera democracia con el partido único, se mire como se mire, aunque se admita la posibilidad de presentarse a elecciones a candidatos no pertenecientes a ningún partido. Nunca puede justificarse la existencia de un solo partido político en una democracia, ni siquiera en el caso de que así lo hubiera decidido el pueblo en algún momento. En una democracia, todo debe ser sujeto siempre a recuestionamiento, ninguna decisión debe convertirse en eterna. Todo sistema político democrático debe estar sujeto a cambios de acuerdo con las decisiones del pueblo, nunca puede cerrarse ninguna puerta definitivamente, el pueblo tiene derecho siempre a rectificar sus decisiones. El pluripartidismo formal es una condición necesaria pero no suficiente, es un pre-requisito. Nadie, ningún partido ni ninguna persona, tiene el derecho moral de autoerigirse en representante y benefactor del pueblo. Esto debe decidirlo el propio pueblo en una verdadera democracia donde pueda elegir libremente entre las diversas opciones en igualdad de condiciones. Y esto actualmente no ocurre en aquellos países autoproclamados como democráticos (democracias liberales), porque no existe igualdad de oportunidades y la “democracia” está “secuestrada” por unos pocos partidos políticos que tienen excesivo protagonismo (“partitocracia”), ni en aquellos países donde hay un partido único legal y la “democracia” está “secuestrada” por ciertas personas que tienen excesivo protagonismo (“autocracia”). El excesivo protagonismo (ya sea de personas o de partidos), que llevado al extremo conduce al monopolio, es incompatible con la auténtica democracia. Ambos casos son dos formas de degeneración o deformación democrática, en ambos casos los sistemas están monopolizados por personas o partidos, y en ambos casos no hay verdadera alternancia en el poder. El concepto de democracia debe ser lo más amplio posible (ver mi anterior artículo El desarrollo de la democracia), y no debemos conformarnos con las democracias liberales ni con aquellas que pretenden ser alternativas o más avanzadas (y que en ciertos aspectos parecen serlo) pero que impiden el reciclaje de la cúpula del poder político de un país (impidiendo su elección directa por parte del pueblo), como es el caso de Cuba. Una verdadera democracia debe implicar siempre necesariamente la renovación de los máximos dirigentes de un país (además de todos los dirigentes intermedios), así como una verdadera alternancia en el poder de partidos o personas que apliquen distintas políticas. No hay alternancia cuando el máximo dirigente de un país (o su partido) permanece o cuando los distintos partidos o personas que se alternan en el poder no se diferencian casi nada en el contenido de sus políticas (como ocurre típicamente con el bipartidismo). Cuanto más intervenga el pueblo DIRECTAMENTE en la elección de los principales dirigentes en TODA la jerarquía del poder político de un país (tanto abajo como arriba), menor posibilidad de degeneración o burocratismo, menor posibilidad de que el poder popular “se pierda” a lo largo de la jerarquía (ya sea desde abajo a arriba o al revés). Y obviamente, no se puede concebir una democracia auténtica en la que sólo participe una parte de la sociedad (aunque sea la mayoritaria y aunque su participación sea mayor que la que había en las democracias burguesas), como ocurrió en los principios de la URSS, en la democracia de los soviets. El desarrollo de una democracia verdadera deberá combinar lo mejor de los distintos modelos que han existido (la participación directa del pueblo en ciertas democracias de corte “marxista” en los estratos bajos del poder deberá combinarse con la participación directa en los estratos altos del poder, como ocurre en las democracias “liberales”). Habrá que hacer compatibles la democracia representativa (mejorándola notablemente y haciéndola evolucionar hacia una democracia participativa y deliberativa), la democracia directa de base y la autogestión obrera, pero corrigiendo los defectos detectados (ver mis anteriores artículos Los defectos de nuestra “democracia” y El desarrollo de la democracia). La liberación del pueblo trabajador de la explotación no puede realizarse sin la propia participación directa del pueblo (de todo el pueblo) en todas las esferas de la vida pública, sin una verdadera democracia (tanto en el ámbito político como en el económico). Como bien dijo el teórico marxista Antón Pannekoek: La meta de la clase obrera es su liberación de la explotación. Esta meta no se alcanza y no puede alcanzarse mediante una nueva clase dirigente y gobernante que sustituya a la burguesía. Sólo puede ser realizada por los obreros mismos siendo dueños de la producción. Incluso el mismo Lenin decía en Obras Completas: [...] una minoría, el Partido, no puede implantar el socialismo. Podrán implantarlo decenas de millones de seres cuando aprendan a hacerlo ellos mismos.
Por consiguiente, cabe preguntarse ¿qué opciones nos quedan?, ¿cómo conseguir derrocar el Estado burgués?, ¿cómo conseguir un Estado al servicio del conjunto de la sociedad?, ¿cómo conseguir avanzar hacia la emancipación de la sociedad?.
El razonamiento “tradicional” de una parte importante de la izquierda, del marxismo, ha sido que dado que el Estado es un reflejo de la sociedad, siendo ésta una lucha constante de clases, entonces el Estado no puede estar al margen de dicha realidad y siempre ha sido y será el instrumento de la clase dominante, por lo que hay que dominarlo, por lo que el proletariado (que junto con el campesinado constituía, en su día, la mayoría de la población, es decir el pueblo) debe conquistarlo. La toma del Estado por el proletariado supondría la toma de posesión de los medios de producción por el Estado y, con el tiempo, la desaparición de las clases y por tanto la desaparición del propio Estado, su extinción. Según esta visión, el Estado es un órgano de dominación de clase, el instrumento de opresión de la sociedad por una clase dominante, ésta es su razón de ser, su única finalidad, y por tanto, con la desaparición de las clases desaparece su necesidad. Como decía Engels, El gobierno sobre las personas es sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de producción. El Estado no será 'abolido'; se extingue.
El problema es que, sin democracia verdadera, es decir, sin el poder del pueblo, ¿quién domina el Estado en nombre del proletariado?, ¿quién se erige en representante del pueblo cuando no lo elige el propio pueblo porque éste no es consultado?, ¿cómo evitar que los que se autoerigen en representantes del pueblo (del proletariado) se conviertan en una nueva minoría dominante?, ¿cómo evitar que se aprovechen del poder al que han accedido y en vez de usarlo para los fines originales para los que accedieron a él (es decir, para transformar la sociedad, para emancipar al pueblo) lo usen para su propio interés?, ¿cómo garantizar que desaparezca cualquier clase dominante en vez de que se sustituya una por otra?, ¿cómo evitar la ineficacia de la nueva minoría dominante si no hay un control externo a ella, si no responde ante nadie?, ¿cómo evitar que la situación transitoria de la dictadura de una vanguardia no degenere en la dictadura permanente de la vanguardia convertida en una nueva minoría dominante?. Las experiencias históricas han demostrado que no se puede tener fe ciega en las personas, que la única manera de evitar la degeneración de todo proceso revolucionario o emancipador es mediante el establecimiento de formas de hacer las cosas que no dependan de la fe, que sean independientes de las personas, mediante el uso de metodologías que garanticen la fidelidad a los intereses del pueblo, que permitan la elección y el control de los representantes del pueblo, es decir, mediante una verdadera democracia. Sin una verdadera democracia es imposible (o muy difícil) impedir este tipo de degeneraciones en las que los ideales iniciales de las revoluciones son traicionados por intereses personales, no se puede depender de la presunta buena fe de las personas, no se puede depender de las pocas personas íntegras que son capaces de no dejarse corromper por el poder, que son capaces de permanecer fieles a los ideales originales, no es seguro (como las experiencias reales han demostrado sin ninguna duda).
Por un lado, aun sin clases, ¿es posible que millones de personas puedan convivir sin algún organismo que regule dicha convivencia?. Es decir, aun en la sociedad sin clases, ¿es posible prescindir del gobierno de las personas?. ¿Es posible mantener un orden social (en la sociedad sin clases un orden básicamente justo y equilibrado) “autorregulado”?. Indudablemente en una sociedad más justa hay menos violencia, hay menos delincuencia, ¿pero desaparece ésta por completo?. ¿Es posible que algunas de las características del ser humano, como la avaricia o la codicia o el egoísmo, desaparezcan por completo?. Aunque una sociedad más justa necesite menos represión de la violencia, ¿es posible que desaparezca por completo el ejército o la policía o los tribunales?. Aunque disminuya considerablemente el Estado policial, ¿puede prescindirse de éste por completo?. En un mundo superpoblado y globalizado como el actual, ¿es posible volver a formas de organización social primitivas anteriores al Estado moderno?. ¿La tendencia actual, movida por un sistema económico que elimina las fronteras, no es precisamente a que los Estados se agrupen en “Súper Estados”, en Estados cada vez más globales que abarcan poblaciones cada vez mayores?. ¿Es posible que la sociedad se regule de forma totalmente descentralizada aplicando el principio federativo propugnado por el anarquismo?. ¿Aunque el Estado se descentralice notablemente, es posible que lo haga hasta el punto en que ya no sea necesario?. ¿La tendencia de la sociedad actual, de la economía moderna, no es precisamente hacia una mayor centralización, hacia una mayor uniformización? ¿La globalización económica, es decir, la centralización cada vez mayor de la actividad económica, es reversible?. ¿Una de las causas del origen del Estado no es quizás precisamente la necesidad de mayor centralización de la gestión y organización de la sociedad? ¿No se planteó también desde el marxismo la idea de los Estados Unidos Socialistas de Europa?. En su libro Qué es el marxismo, Trotsky dice: Caerán las barreras aduaneras completamente carcomidas. Las contradicciones que despedazan a Europa y al mundo entero encontrarán su solución natural y pacífica dentro del marco de los Estados Unidos Socialistas de Europa, así como de otras partes del mundo. La humanidad liberada llegará a su cima más alta. Y en su artículo El desarme y los Estados Unidos de Europa dice: La fórmula, Estados Unidos Soviéticos de Europa es precisamente la expresión política de la idea de que el socialismo es imposible en un solo país. El socialismo no puede alcanzar su desarrollo pleno ni siquiera en los límites de un solo continente. Estados Unidos Socialistas de Europa es la consigna histórica de una etapa en el camino hacia la federación socialista mundial. ¿La URSS no fue creada precisamente con esta idea en mente?. En la Constitución de la URSS de 1924 se proclamaba: El nuevo estado soviético está abierto a todas las repúblicas socialistas soviéticas, tanto las existentes como las futuras, y esto será el paso decisivo para el camino de la unión de trabajadores de todos los países en una república socialista soviética mundial.
Y por otro lado, si la función clasista del Estado desaparece y el gobierno sobre las personas es sustituido por la administración de las cosas, ¿hay cosas que administrar por el conjunto de la sociedad?. Y si las hay, ¿quién debe administrarlas si no lo hace el Estado o algo parecido aunque se llame de distinta manera?. ¿Es posible que la sociedad actual pueda ser administrada al margen del Estado?. Con la desaparición de las clases, ¿desaparecería la necesidad de construir y gestionar infraestructuras públicas?, ¿desaparecerían los asuntos públicos?. Es decir, suponiendo que el Estado deje de ejercer de instrumento de la clase dominante, ¿sigue siendo necesario?. ¿Es realmente posible, como decía el anarquista italiano Errico Malatesta, confiar los servicios públicos a la obra espontánea, libre, no oficial, no autoritaria, de todos los interesados y de todos aquellos que tengan voluntad para hacer algo?. Dicho de otro modo, ¿es posible que el conjunto de la sociedad pueda prescindir de algún mecanismo de representación política?, ¿es posible que la sociedad se autogobierne sin la necesidad de elegir un gobierno que la represente?, ¿es posible aplicar la democracia directa a todo el conjunto de la sociedad de un país, es decir a un grupo humano formado por millones de personas?, ¿es posible prescindir de la democracia representativa (aunque ésta mejore notablemente hasta convertirse en una verdadera democracia representativa)? (ver mi anterior artículo El desarrollo de la democracia), ¿es posible organizar la sociedad de forma totalmente descentralizada “troceando” el Estado en una confederación de organismos cercanos al ciudadano que representen a grupos relativamente pequeños de población, como propugna el anarquismo?, es decir, ¿es posible invertir la aparente tendencia histórica hacia la centralización territorial por su tendencia opuesta?. ¿Que el Estado haya nacido como el instrumento de una minoría para dominar la sociedad en su beneficio (aun admitiendo que ésta sea la única causa de su nacimiento), le impide transformarse en el instrumento del conjunto de la sociedad?. ¿Es posible cambiar su función original (aun admitiendo que ésta sea exclusivamente la represora)?. Esto es tanto como preguntarse si un concepto (cualquiera, en este caso el Estado), sólo puede ser o existir de la manera en que nació, si es capaz de cambiar su esencia y “rebelarse” contra su razón de ser original, si es capaz de evolucionar. ¿Es que, por ejemplo, el concepto familia siempre ha sido igual?. ¿Es que tiene algo que ver el significado original de familia con el actual (familia viene de famulus, “esclavo doméstico”, es decir, familia significaba originalmente el conjunto de esclavos pertenecientes a un mismo hombre)?. ¿Es que el concepto de democracia no ha evolucionado desde la antigua Grecia (donde sólo una pequeña minoría de la población tenía derecho a participar en la democracia ateniense)?. ¿No es quizás precisamente la evolución lógica del Estado, que aun habiendo nacido para regular un orden social de acuerdo con los intereses de una minoría “camuflados” del interés general, se transforme progresivamente en el instrumento del conjunto de la sociedad (su fin teórico)?. ¿Es que la industria moderna, que nació únicamente por la necesidad de la burguesía de aumentar su poder económico, no puede dejar de ser en esencia “la máquina de hacer dinero” de la burguesía para convertirse en el motor de la economía al servicio del conjunto de la sociedad?. ¿No es eso precisamente a lo que aspira la izquierda?. ¿Por qué puede y debe cambiar el sistema económico y no puede o no debe cambiar el Estado (según la teoría marxista el “reflejo político” de dicho sistema económico)?. Si según el materialismo histórico, el Estado es el reflejo del sistema económico, ¿por qué no puede cambiar el primero con el segundo?. Es más, según dicha teoría precisamente, no sólo puede sino que debe. Si la producción industrial moderna nació con el capitalismo pero puede sobrevivir o reconvertirse o acelerarse con el socialismo, ¿por qué el Estado moderno que nació también con la burguesía, con el capitalismo, no puede sobrevivir o reconvertirse o incluso reforzarse con el socialismo?, ¿no tiene precisamente mayor razón de ser con el socialismo?. En el momento en que una sociedad necesita gestionarse por el interés general (en vez de por el interés de una minoría), ¿no necesita precisamente más Estado?, ¿no es necesaria más coordinación cuando más gente participa en una empresa común?, ¿y qué mayor empresa común que la organización de toda una sociedad?. ¿No necesita más Estado (un Estado diferente) la administración de las cosas, si hay más cosas que administrar, porque pasan de ser muchas de ellas de titularidad privada a titularidad pública?. Si los medios de producción son socializados, es decir, pasan a pertenecer a la sociedad, ¿a quién debe corresponder la titularidad de los mismos si no es al Estado?. ¿Quién representa a la sociedad si no el propio Estado (un Estado radicalmente diferente al Estado burgués actual)?. Imaginemos que una empresa X deja de pertenecer a unos pocos socios capitalistas (modelo actual de la mayoría de las empresas privadas del capitalismo). Tendríamos dos opciones: que pase a pertenecer al conjunto de la sociedad, es decir, al Estado, o que pase a pertenecer al conjunto de sus trabajadores.
En el segundo caso realmente la empresa no es socializada en sentido estricto, sigue siendo privada aunque ahora sus titulares son muchos más, son los propios trabajadores. ¿Pero son todos éstos titulares en la misma proporción?. Es decir, ¿pueden todos ellos poner la misma cantidad de capital?, ¿pueden invertir la misma cantidad de dinero?. Obviamente no, porque como al “socializarse” la empresa parten de una situación inicial de desigualdad, no todos cobran igual, no todos pueden invertir lo mismo, y por tanto el reparto de los beneficios lógicamente tampoco será igual, con lo que, con el tiempo, se produciría de nuevo la acumulación de la mayor parte del capital en unas pocas manos. Con el tiempo, algunos de los socios trabajadores se harían más ricos que otros, es decir, aumentarían las desigualdades entre ellos. ¿Y si todos ponen el mismo capital, se alcanzaría la cifra necesaria para cubrir todas las inversiones necesarias?. En algunos casos quizás sí, pero en la mayor parte de los casos no. No todas las empresas heredadas del capitalismo actual tienen la misma situación económica, los trabajadores de unas empresas tendrían mejores condiciones y podrían tener más beneficios que los de otras empresas. Por consiguiente esta solución colectivista de hacer que los dueños de cada empresa sean sólo los trabajadores de la misma, y no la totalidad de la sociedad en su conjunto, sólo podría producir desigualdades entre trabajadores de la misma empresa, entre trabajadores de distintas empresas y entre trabajadores de distintos sectores. En definitiva, el capitalismo no sería realmente destruido sino que sólo cambiarían sus formas. Como indica Frank Mintz en su libro Autogestión y anarcosindicalismo en la España revolucionaria ciertos cenetistas denunciaban el nacimiento de un neocapitalismo obrero: […] En Barcelona y en casi todas las ciudades de Cataluña, cada fábrica trabaja y vende sus productos por cuenta propia; cada una busca clientes y compite con las fábricas rivales. Ha nacido un neocapitalismo obrero. […] En el comercio el mismo neocapitalismo aparece a escala menor. Los comités nacen en todos los negocios, en todas las casas comerciales. Forma parte inclusive el ex-propietario, y empleados y propietarios reunidos se ponen de acuerdo para explotar al cliente. […] los comités nacidos de la revolución [...] dieron resultados absolutamente negativos que llevaban la economía a la ruina y daban vida a nuevas formas de egoísmo y de explotación. Por lo que respecta a los sindicatos, cuando osaron socializar, sea en Madrid como en Levante o en Cataluña, se comprueban satisfactorios éxitos en la economía, la libertad, la justicia. Según Frank Mintz esto es la opinión de un miembro de la CNT que se inclinaba por un anarcosindicalismo dirigista, pero lo interesante de dicha opinión es que poco después de la revolución social ya aparecerían peligrosas tendencias que reproducían los males de la sociedad anterior que se pretendía abolir.
Por consiguiente, si se quiere tender hacia la igualdad social, la opción más segura (la más contundente o radical) es que la empresa X (como cualquier otra) pase a dominio público, pertenezca al Estado. Si además de la igualdad social, buscamos la eficiencia en la economía, entonces con más razón se necesita cierta planificación centralizada de la misma, es decir algo equivalente al Estado, aunque se llame de otra manera.
Podemos entender el Estado como la organización más o menos centralizada de la sociedad. Estado equivale a centralización. Y socialismo implica mayor centralización económica. Por consiguiente, socialismo implica más Estado. Si la empresa X pasa a pertenecer al Estado, esto implica necesariamente dedicar recursos de éste para gestionar la empresa X, además de para “coordinarla” con el resto de las empresas del país, en una economía planificada y racional. Por tanto, aun admitiendo que la mayor parte de la gestión de la empresa X se haga por sus propios trabajadores formados en consejo o soviet de la empresa X, deberá haber cierta coordinación con el Estado. Es decir, que el hecho de que la empresa X haya pasado a titularidad pública ha supuesto el aumento (aunque ligero, si se procura descentralizar su gestión trasladándola al máximo posible al soviet de la empresa) de los recursos necesarios del Estado. Incluso si se utilizara una fórmula mixta o intermedia en la que la empresa X perteneciera en parte al Estado y en parte a sus trabajadores (poniendo límites para evitar excesivas desigualdades), alguna coordinación con el Estado haría falta también. Sin olvidar que si la empresa X pertenece al Estado, entonces todos sus trabajadores son entonces también empleados del Estado. El Estado socialista está pues compuesto de una parte burocrática formada por funcionarios y encargada de la administración de la economía y del gobierno de las personas, y de una parte productiva compuesta de obreros, campesinos, comerciantes, etc. Normalmente se suele equiparar el Estado a su parte burocrática, pero no hay que olvidar que si se socializan los medios de producción, entonces todos sus empleados pasan a formar parte del Estado. Así como una empresa necesita más burocracia cuanto más grande sea o cuantos más proyectos maneje, lo mismo puede decirse del Estado. La burocracia es inevitable, pero para que no se convierta en obstáculo, debe minimizarse, debe ser el medio y no el fin (debe servir a la sociedad) y debe ser eficiente. Y todo esto sólo puede conseguirse, como decía Lenin, con la democracia, con la elegibilidad, la amovilidad y un sueldo parecido a los de cualquier otro trabajador para los funcionarios, es decir, haciendo que los funcionarios tengan condiciones laborales parecidas al resto de trabajadores. Es decir, es imprescindible que la burocracia sea controlada desde el exterior, por el propio pueblo, y es imprescindible la inexistencia de privilegios para sus funcionarios. Si entendemos que el Estado es el conjunto de medios para administrar la sociedad (burocracia), cuanta más población tenga ésta o cuantos más asuntos sean de dominio público, más recursos necesita el Estado. El socialismo implica por un lado un cambio cuantitativo del Estado, se necesita más Estado (al menos inicialmente mientras la sociedad no sea capaz de organizarse al margen del Estado), pero por otro lado, simultáneamente, implica un cambio cualitativo. El Estado policial (ejército, policías y tribunales) debe tender a disminuir notablemente y el Estado de bienestar, el Estado “técnico”, debe aumentar, y además el Estado debe democratizarse a todos los niveles. El socialismo y la democracia en todos los ámbitos de la sociedad no pueden existir el uno sin la otra, socialismo y democracia vienen a ser sinónimos. Como decía Bakunin, socialismo sin libertad es esclavitud; libertad sin socialismo es barbarie. Pero la libertad en sociedad no es infinita y absoluta, la libertad de uno acaba donde empieza la de otro. La sociedad libre debe aspirar a maximizar la libertad, pero nunca podrá alcanzar cotas infinitas para la misma. Y la forma de conseguir la máxima libertad posible en sociedad es mediante la democracia, la verdadera democracia aplicada en todos los ámbitos de la sociedad, incluido el económico. Podemos entender el socialismo como la aplicación de la democracia en el ámbito económico. En realidad, Engels reconocía que Todos los socialistas están de acuerdo en que el Estado y, junto con él, la autoridad política desaparecerán como consecuencia de la futura revolución social, es decir, que las funciones públicas perderán su carácter político y se convertirán en funciones puramente administrativas, destinadas a velar por los intereses sociales. Al margen de la primera parte de esta aseveración, que yo me permito replantear aquí, lo que quiero destacar de esta cita es que, en el fondo, se reconocía que el Estado tenía una parte “técnica” y una parte “política”, y se postulaba que, con el tiempo, como consecuencia de la desaparición de las clases sociales, la parte política del Estado perdería su sentido. Para el marxismo el Estado es sinónimo del Estado político. Así pues la cuestión del Estado se refería en realidad a su parte política. Pero la cuestión del Estado o del Estado político sigue siendo la misma. Según el marxismo, no es posible un Estado político libre de la dominación de una clase, no es posible un Estado político “imparcial”, un Estado siempre es la dictadura de una clase sobre el resto de clases.
Pero además, al negar la necesidad de la parte política del Estado (en una sociedad sin clases), en el fondo, se niega la propia política, que no es ni más ni menos que el proceso y actividad orientada, ideológicamente o no, a la toma de decisiones de un grupo para la consecución de unos objetivos (pudiéndose hablar de la política de un país, de una empresa, de una persona, etc.). Para administrar las cosas hay que tomar unas decisiones, y el proceso de toma de dichas decisiones de acuerdo con unas determinadas orientaciones o directrices es precisamente lo que se puede entender, en un término amplio, como política. Según el diccionario de la Real Academia Española, una de las acepciones de política es la actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, con su voto, o de cualquier otro modo. El marxismo asocia política a la tergiversación de la misma, a su degeneración, a su transformación en una lucha de poder, en una lucha de clases, en definitiva, interioriza la práctica aberrante de la política hasta la fecha con el concepto teórico, ideal u original de dicha palabra. Lo reduce todo exclusivamente a la lucha de clases, no admite que aun desaparecida ésta, pueda ser necesaria la política, entendida ésta como la necesidad de tomar decisiones sujetas a discrepancias, a distintas visiones, a distintas ideologías. Y esto es así porque debido a la aplicación “radical” del materialismo histórico, se entiende que la ideología de una persona depende exclusivamente de sus condiciones materiales, de su clase social, y por tanto, desaparecidas las clases, desaparecen las distintas ideologías, o dicho de otro modo, con la igualdad social se consigue la completa uniformidad ideológica. Para el marxismo política va siempre asociada a ideología y ésta a su vez a clase social. En su afán por mostrar la importancia (innegable) de la lucha de clases (motivada por las condiciones materiales de existencia, es decir, por las condiciones económicas), por luchar contra el extremo existente hasta la fecha de negarla, cae en el extremo opuesto de darle todo el protagonismo. Como el movimiento del péndulo pasamos de una concepción antigua (apoyada por la minoría dominante de turno) de negar el papel principal (que no único) de la lucha de clases (de la economía) en el devenir de la historia de la humanidad, en la estructura de la sociedad, de negar incluso la existencia de la lucha de clases, y de negar casi (de obviar) la existencia de clases, a la concepción opuesta de afirmar que TODO se debe EXCLUSIVAMENTE a la lucha de clases. Ésta pasa de no existir en las concepciones pre-marxistas a serlo todo en la concepción marxista (o en una interpretación excesivamente “radical” del marxismo).
Esta concepción niega el concepto teórico de la política por su aplicación práctica, como hace lo propio con el Estado, o lo que es lo mismo, dichos conceptos sólo tienen sentido alrededor del concepto de clase social. Quizás el marxismo (o una interpretación demasiado “rígida” del mismo), que supuso un avance notable e innegable en cuanto al reconocimiento de la importancia, del papel central, de la economía en la sociedad, de la lucha de clases como motor de la historia, llevó al extremo dicha importancia hasta el punto de adoptar una visión “unidimensional” de la sociedad negando cualquier otro parámetro o “dimensión” que la explique. Según esta concepción del marxismo llevado al extremo, el pensamiento de una persona viene determinado exclusivamente por sus condiciones materiales, en concreto por sus condiciones económicas, es decir, por la pertenencia a una clase social determinada.
Esta visión “hipermaterialista”, en el fondo, niega el margen de libertad de las personas, el libre albedrío, supone la consagración de un nuevo determinismo. Hay que tener en cuenta que el marxismo puede ser interpretado de forma mecánica (es decir, rígida) o de forma dialéctica (es decir, de forma flexible). Pero indudablemente, el marxismo también puede contener ciertas “contradicciones internas” que en función de su interrelación, de su “lucha interna”, puede producir resultados muy distintos.
Éste, en mi opinión, es uno de los problemas más importantes del marxismo, su propia naturaleza dialéctica (Marx aplicó la dialéctica para desarrollar sus teorías pero, a su vez, su forma de explicarlas está “impregnada” de dialéctica). Y la dialéctica es una herramienta muy poderosa pero también muy peligrosa porque puede producir resultados aparentemente opuestos, puede jugar malas pasadas. El marxismo según se interprete puede resultar en ciertos momentos contradictorio. Por esto ha habido (y sigue habiendo) tantas interpretaciones del mismo, por esto sigue generando tanto debate. Engels, en una carta dirigida a José Bloch, le responde a las dudas que éste tiene sobre la concepción materialista de la historia: “...Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia, determina la historia, es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo, hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa, diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base... De otro modo, aplicar la teoría a una época histórica cualquiera, sería más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado. Ya el hecho de que Engels necesite escribir cartas para explicar mejor sus postulados demuestra que éstos no eran suficientemente entendidos o que por lo menos podían ser interpretados de distintas maneras. Pero además, según esta carta, el marxismo no afirma que el único factor determinante de la historia es la economía, dice que es el principal. Pero sin embargo, por otro lado, como acabamos de ver, se niega la necesidad de la política una vez desaparecidas las clases sociales cuando se niega la necesidad del Estado. Por un lado se reconoce que la economía no lo es todo y por otro lado se dice que con una economía que elimine las clases sociales ya no es necesario el Estado político, ya no es necesaria la política, ya no hay discrepancias ideológicas. ¿No es esto una contradicción?.
Si puede dudarse sobre la necesidad del Estado en la sociedad moderna, si puede dudarse sobre la posibilidad de abolirlo de inmediato (como propugna el anarquismo) o si puede dudarse sobre la probabilidad de que con el tiempo se extinga por sí mismo como resultado de la revolución social (como dice el marxismo); de lo que no cabe ninguna duda, a la historia podemos remitirnos, es que la sociedad evoluciona, cambia (a mejor o a peor), y por tanto, la forma en que los seres humanos nos organizamos en ella también. De lo que no cabe ninguna duda, es que el Estado no ha sido siempre la única forma de convivencia en la humanidad (recordemos, por ejemplo, las sociedades primitivas organizadas en tribus, en el régimen gentilicio, las ciudades-estado griegas o las ciudades/comunas europeas de la Edad Media unidas libremente en base al principio federativo). El Estado no ha existido siempre, se ha impuesto normalmente por la fuerza sobre las formas de organización social anteriores, y además ha cambiado con el tiempo. Y por tanto, puede cambiar e incluso puede desaparecer en el futuro. El Estado no es el fin en sí mismo, es el medio por el cual la sociedad se organiza. Por consiguiente, ésta es la que debe decidir si le es útil o no. De lo que no cabe ninguna duda, es que el Estado no es la propia sociedad, es que el Estado no es inmutable, no es la única forma en que la humanidad puede organizarse. Está condenado (como lo está la sociedad) a cambiar, ya sea para afianzar aún más el poder de la clase dominante actual, ya sea para servir a una nueva clase, ya sea para dejar de ser el instrumento de dominio de la minoría dominante de turno (como ha sido siempre hasta ahora) y convertirse en el instrumento usado por la sociedad para regular ésta de acuerdo con los verdaderos intereses generales, ya sea para ser sustituido por otras formas de organización social si no es capaz de responder a las necesidades y expectativas de la sociedad, si no es capaz de servir al conjunto de la misma. Tan equivocado es afirmar que el Estado es imprescindible, como afirmar que es inmutable, como afirmar que su desaparición es ineludible. La sociedad puede evolucionar para ser más justa y libre de múltiples maneras. Ya sea evolucionando las formas actuales de organización, ya sea sustituyéndolas por otras nuevas. E incluso, quizás la opción más probable, evolucionando inicialmente las formas actuales para ser sustituidas con el tiempo por otras radicalmente nuevas. Si nos fijamos en la historia, la evolución de la sociedad ha sido siempre gradual, aunque con ciertos saltos cuantitativos y cualitativos como las revoluciones, que en realidad han supuesto la “oficialización” de una nueva sociedad que iba poco a poco ganando terreno a la vieja hasta finalmente sustituirla. Una de las leyes fundamentales de la naturaleza (y de la sociedad) es que toda evolución necesita su tiempo, lo cual no significa que la velocidad del cambio sea constante, ni que no se produzcan paradas o retrocesos. Y otra de las leyes fundamentales de la naturaleza (y de la sociedad) es adaptarse o morir. O el Estado cambia o desaparecerá, tarde o pronto. La misión de la izquierda es que no sea demasiado tarde y es que el cambio sea a mejor en vez de a peor. Su misión es acelerar la mejora de la sociedad. La misión de la izquierda es que los cambios en la sociedad, inevitables, favorezcan a la mayoría de ésta. La misión de la izquierda es también que el progreso del conjunto de la humanidad no se haga a costa de la explotación, no sea a costa de la opresión de unos seres humanos por otros. La misión de la izquierda es que la humanidad evolucione hacia un mundo libre y justo, en el que la libertad y la igualdad sean reales para todos los seres humanos. Éste es el objetivo fundamental, si esto sólo puede conseguirse sin el Estado, pues entonces ¡al diablo el Estado!, pero tampoco hay que descartar éste de ante mano. Sobre todo si no es seguro que pueda prescindirse de él por el momento.
El fin no es la abolición o extinción del Estado en sí mismo, sino la organización de una sociedad más justa. El deber de la izquierda es explorar TODOS los caminos posibles para conseguirlo, sin descartar ninguno, por mucho que se prefieran ciertos caminos más que otros, por mucho que parezcan unos caminos más seguros que otros. El deber de la izquierda es forzar la evolución de la sociedad a mejor, pero considerando las condiciones actuales de las que se parte. Y éstas, normalmente, limitan de una u otra manera los posibles caminos a emprender. Sólo es posible construir el futuro a partir del presente (y aprendiendo del pasado), sólo es posible cambiar la realidad teniéndola en cuenta.
Quizás el error de la izquierda fue culpabilizar al Estado (a las instituciones en general) de todos los males de la sociedad, como si no fuera también el reflejo de ella, como si en su origen hubiera surgido de la nada, como si unos pocos lo hubieran impuesto en contra de la voluntad mayoritaria, como si no fuera responsabilidad de la mayoría de los individuos el funcionamiento del conjunto de la sociedad, y por consiguiente también del Estado. Quizás su error fue usarlo de “chivo expiatorio” contra el que canalizar todos los males de la sociedad, como si ésta no la formaran sobre todo las personas, más que las instituciones, olvidándose de la relación dialéctica entre el individuo y la sociedad (ver mi artículo La rebelión individual). Quizás su error fue sobrevalorar el papel del Estado en la sociedad, a la vez que infravalorar el papel de las personas. Quizás se cayó en cierta demagogia al evitar criticar o culpabilizar a las personas y desviar toda la responsabilidad a la institución que representa (o debería representar) a todas ellas, culpabilizando sólo a la minoría dominante como si la mayoría dominada no tuviera parte de culpa en dejarse dominar, como si la sociedad no fuera como es porque la mayoría de sus componentes la hacen, por pasiva o por activa, como es (sin dejar de tener en cuenta que algunos individuos influyen más en ella que el resto). Quizás el error consistió en pensar que si desaparece el Estado (fuente de todos los males) y la sociedad se organiza de otra manera, entonces “por arte de magia” la sociedad cambiará radicalmente, sin tener en cuenta que mientras las personas no cambien, no importa tanto cómo se llame la forma de organización, no es suficiente con organizarse de manera distinta (aunque desde luego puede ayudar mucho), es necesario también un profundo cambio de mentalidad y comportamiento de las personas. Quizás el error consistió en dar prioridad absoluta e inmediata a derribar los símbolos de la sociedad (las instituciones) en vez de centrarse en cambiar gradualmente a las personas para que al relacionarse (ya sea con las viejas instituciones o con las nuevas) cambie la sociedad en general. Quizás el error fue pensar que instituciones nuevas, formas de organización nuevas, producirían personas nuevas, en vez de al revés. Quizás el error fue pensar que con los hombres de hoy se podía construir ya la sociedad del mañana. Por ejemplo, en las experiencias anarquistas de la revolución española, a pesar de la abolición de la autoridad estatal en ciertas zonas del país, surgieron nuevas formas de dominación y explotación, nuevas rivalidades, nuevos egoísmos, aunque a mucho menor escala. Aunque a pesar de todo predominara la solidaridad, muy poco tiempo después de las colectivizaciones empezaron a surgir problemas debido a que las personas que intentaban cambiar las cosas seguían siendo como el sistema anterior las había hecho, no podían desprenderse del todo de sus peores características de la noche a la mañana. Cabe preguntarse si con el tiempo, si no hubieran sido reprimidas las experiencias anarquistas, dichas tendencias negativas no hubieran degenerado para reproducir los males de la vieja sociedad que se quería combatir, aunque bajo otras formas. Quizás el error de una parte de la izquierda, de una parte del anarquismo, fue pensar que con la abolición del Estado se abolían todos los males de la humanidad. Quizás el error de la izquierda fue pensar que el Estado inevitablemente siempre debía ser el instrumento político de la clase social dominante (como indudablemente en la práctica lo ha sido hasta ahora), que el propio Estado es POR DEFINICIÓN un ente corrompido cuya ÚNICA función es ser el instrumento represor de la clase dominante. Quizás se equivocó la izquierda al confundir la naturaleza conceptual o teórica del Estado (como entidad cuyo verdadero fin es la organización de una sociedad en beneficio del CONJUNTO de la misma) con su aplicación práctica distorsionada o tergiversada (como elemento represor de la minoría dominante), al confundir la teoría con la práctica, al renunciar a lo que debía ser por lo que ha sido, al tener en cuenta una sola de sus facetas (la represiva en favor de los intereses de una minoría), faceta que no debía haber existido, y olvidarse del resto de sus funciones, que son o deberían ser precisamente su verdadera razón de ser. Quizás se equivocó al tener una visión “unidimensional” del Estado. Reduciendo la creación del Estado a una única causa, convirtiendo su causa principal en única. Una visión que considera que la lucha de clases es la ÚNICA causa del origen del Estado, despreciando otras posibles causas, que aunque sean menos importantes, puedan hacer que el Estado siga siendo necesario con la desaparición de las clases sociales. Causas como la sedentarización, el aumento considerable de la población y del territorio gestionado por cada comunidad humana, la división y especialización del trabajo y la necesidad de su gestión y organización más o menos centralizada, etc. Causas objetivas derivadas de la evolución de la humanidad que provocaron, entre otras cosas, la división de la sociedad en clases y las desigualdades, pero que no desaparecerían con la eliminación de éstas. En su obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Engels justifica el origen del Estado de los germanos por la asimilación del Estado romano conquistado: […] entre los germanos vencedores del imperio romano, el Estado surgió directamente de la conquista de vastos territorios extranjeros que el régimen gentilicio era incapaz de dominar. Es decir, según las propias palabras de Engels, que justifica a lo largo de su obra el nacimiento del Estado exclusivamente por la necesidad de la clase dominante de institucionalizar su relación de dominio, el Estado germano nació porque la antigua forma de convivencia (el régimen gentilicio) no podía gestionar grandes territorios. ¿No está reconociendo implícitamente, y quizás inconscientemente, que la lucha de clases no es la única causa del origen del Estado?. Quizás la izquierda renunció a que el poder político se sitúe por encima del poder económico. Quizás asumió inconscientemente el devenir de la historia en el sentido de que el Estado debía de estar supeditado a la economía (y por tanto de que debía ser siempre el instrumento de la clase económica dominante), y al mismo tiempo, y contradictoriamente, intentó que lo conquistara una clase (el proletariado) que realmente no tenía poder económico, para una vez alcanzado el poder político, modificar la estructura económica de la sociedad, contradiciendo así las “leyes” de la historia postuladas por la propia izquierda. Quizás se llevó hasta el extremo el materialismo histórico y la lucha de clases hasta el punto de convertirse en una visión “semideterminista” de la historia en la que ésta puede cambiarse pero sólo siguiendo ciertas “reglas” fijas e inmutables. Una visión de la historia excesivamente materialista en la que las ideas son sólo efecto de las condiciones materiales y no a su vez también causa (como de hecho proclama la dialéctica). Una visión en la que la humanidad pierde casi el control de su propia historia. Quizás el marxismo fue preso de este nuevo “determinismo en las formas” que entró en conflicto con el “libre albedrío en el fondo”. Quizás el marxismo entró en contradicción consigo mismo al afirmar por un lado que nada ocurre al azar y que la economía es el motor de la historia, que las revoluciones son consecuencias “naturales” del devenir histórico, pero al mismo tiempo, por otro lado, saltarse esa regla, forzarla, al intentar de alguna manera acelerar el curso de la historia, pero a la vez sin atreverse a alterar el “guión”.
Quizás no se atrevió a cambiar verdaderamente la historia por no contradecir sus propias teorías sobre la misma, pero al mismo tiempo, no las tuvo en cuenta para iniciar un proceso de cambio histórico que luego fue “autorreprimido”. Quizás asumió (aunque sólo en parte) que la sociedad es como la naturaleza, que es posible entender sus leyes pero no es posible alterarlas, pero al mismo tiempo, y contradictoriamente, intentó saltarse dichas leyes para cambiarlas (aunque sin atreverse a cambiarlas radicalmente). Quizás su base científica que tan útil le fue para comprender la sociedad (como paso previo para poder cambiarla), se convirtió en dogma y le imposibilitó cambiarla radicalmente por su propia renuncia a hacerlo. La dialéctica nos dice que todo cambia, que todo se interrelaciona con todo en ambos sentidos, que las causas pueden ser efectos y viceversa (sobre todo en la sociedad humana). La dialéctica nos permite en primer lugar comprender el mundo para en segundo lugar cambiarlo, nos permite convertir un efecto en causa o una causa en efecto. El materialismo histórico nos proporciona los suficientes conocimientos para comprender la evolución de la historia de la humanidad HASTA EL PRESENTE, pero no nos dice que la historia tenga que ser siempre la misma, no nos impide que intentemos cambiarla para que la economía (causa) pueda convertirse en efecto (pueda ser controlada por la política). El socialismo científico nos da las pistas para poder cambiar la realidad, conociéndola primero para posteriormente cambiar las “reglas”. Y nada nos impide (por lo menos ideológicamente) que el Estado pueda por tanto pasar de ser el efecto de la organización económica de la sociedad (como ha sido hasta ahora) a causa de la misma (donde el Estado interfiera y controle a la economía). Es más, cuando un sistema económico se descontrola por su propia naturaleza intrínsecamente caótica y se convierte en un “animal salvaje” que lo arrasa todo y pone en peligro la propia existencia de la humanidad (como ocurre con el capitalismo), entonces, además, se hace necesario que se convierta en efecto, que pierda su papel de protagonista casi exclusivo de la historia, de motor de ésta, que pase a ser el medio del que se sirve la sociedad, que sirva a la sociedad, en vez de al contrario. Tan es así, que el propio Estado capitalista (que tanto proclama la autorregulación de la economía) interviene drásticamente cuando la “bestia” se descontrola y estallan las crisis cíclicas (como consecuencia de la exteriorización de sus contradicciones internas), socializando las pérdidas cuando la economía va mal (pero privatizando las ganancias cuando va bien). Hay que “domesticar a la bestia”, hay que retomar el control, y para ello hay que primero liberarse de su dominio. Y para ello el papel del Estado tiene que cambiar radicalmente. Y para ello hay que primero cambiar su concepción teórica (que en realidad significa recuperar su razón de ser idealista inicial). El “guión” de la historia debe cambiar radicalmente. Es necesario que el Estado no sea el instrumento de ninguna clase social. Por lo menos hasta que sea posible organizar la sociedad de forma radicalmente alternativa, si es que ello es posible. En las condiciones actuales, es más difícil, y por tanto menos probable, organizar la sociedad al margen del Estado que intentar cambiar la naturaleza de éste.
Lo primero requiere una completa transformación de toda la sociedad, sobre todo de la mentalidad de los individuos, mientras que lo segundo podría conseguirse desarrollando la democracia como más adelante explico. Si puede dudarse sobre la posibilidad de que la sociedad alcance cierto grado de perfección, llámese comunismo o anarquía, de lo que no cabe ninguna duda es que la sociedad actual puede y debe mejorar notablemente. De lo que no cabe ninguna duda es que el interés de la humanidad es que la sociedad cambie radicalmente. No se trata ya sólo de una cuestión de ética, sino que de supervivencia. La cuestión es si dicha mejora puede hacerse mediante un enorme salto cualitativo y cuantitativo repentino o si, por el contrario, sólo puede hacerse gradualmente, ya sea mediante una evolución continua o mediante una sucesión de saltos o incluso mediante ambos. Si analizamos la historia, veremos que normalmente los cambios se han producido por una combinación de saltos importantes y evoluciones graduales. Normalmente los saltos repentinos surgen cuando la evolución de la sociedad ha producido cambios cualitativos y cuantitativos que han provocado dichos saltos en forma de revoluciones.
Éstas han sido realmente consecuencia de cambios graduales y profundos en la sociedad que se estaban gestando desde hacía tiempo y que finalmente “estallan” cuando las contradicciones internas de la sociedad llegan a un punto insostenible.
Como dice Alexander Berkman, La revolución es meramente el punto de ebullición de la evolución. Pero lo que está claro es que la sociedad, como todo en la naturaleza, no puede cambiar bruscamente, necesita tiempo. Si alguna vez es posible alcanzar el comunismo o la anarquía, esto sólo parece posible mediante una transición desde el sistema actual, es decir, mediante el socialismo. Y como ya vimos, el socialismo necesita, por ahora, el Estado. Parece muy poco probable, implantar de golpe un comunismo libertario con individuos educados en el capitalismo, aunque tampoco se puede descartar taxativamente. Todo lo que postulamos está sujeto a verificación en la práctica. Pero esto no impide, ni elude la necesidad, de hacer el ejercicio teórico de postular. Por consiguiente, si parece muy difícil, por ahora, prescindir del Estado, entonces se impone cambiarlo radicalmente. El Estado debe ejercer de árbitro de la sociedad, debe servir a la sociedad y dejar de servirse de ella. Además, la izquierda no necesita de un árbitro parcial para imponerse, tiene suficientes argumentos para convencer a la población de sus postulados, pero necesita que éstos lleguen a la gente. Haciendo un símil futbolístico, “necesitamos un árbitro imparcial porque tenemos confianza en nuestras posibilidades de ganar el partido, pero no podemos ganarlo si el árbitro ayuda descaradamente al equipo contrincante o si las reglas del juego le favorecen porque son injustas”. Quizás el error de fondo del marxismo, fue renunciar “oficialmente” al idealismo, a la utopía, como forma de demostrar su “fidelidad” al materialismo, a la realidad, al método científico, aunque, contradictoriamente, se aspirara a una sociedad más justa y se “evitara” dicho idealismo asumiendo que una sociedad sin clases era el destino casi “inevitable” de la humanidad. Quizás su error fue aspirar sólo a acelerar la historia, partiendo de la hipótesis de que el destino de la sociedad no puede cambiarse (determinismo). Quizás su error fue sustituir el idealismo por la combinación de materialismo y determinismo. Quizás su error fue dejarse llevar por el movimiento del péndulo de una concepción puramente idealista (donde se obvia el mundo material), como rechazo a la hipocresía de la ideología burguesa imperante, a otra puramente materialista (donde el mundo material lo es todo y las ideas no son nada sin él).
Quizás su error fue caer en un relativismo extremo, en el que ideas como justicia o libertad pierden por completo cualquier rasgo de “absoluto”, en el que los valores morales se relativizan por completo hasta el punto de dejar de ser referencias independientes de la cultura, es decir del espacio (del país) y del tiempo (del momento histórico), como forma de protección frente a la hipocresía burguesa “disfrazada” de absolutismo. Quizás su error fue renunciar a los ideales y sustituirlos por los intereses, como forma de distanciarse una vez más del discurso hipócrita de la burguesía, que “camuflaba” sus intereses materiales con los ideales del conjunto de la sociedad.
Quizás su error fue no llegar a un equilibrio entre materialismo e idealismo, entre la necesidad de tener en cuenta la realidad de la que se parte y la necesidad de fijarse objetivos que puedan parecer más o menos utópicos, más o menos ambiciosos, sin que dicho idealismo tenga por que ser incompatible con el enfoque científico. La “ciencia revolucionaria” no es una ciencia cualquiera en la que sólo se desea conocer la realidad, sino que además se pretende cambiarla. La izquierda pretende además de conocer las leyes de la sociedad, cambiarlas. El ser humano puede cambiar su historia, puede ser dueño de su destino. Quizás el marxismo renunció, en el fondo, a la posibilidad de ser dueños de nuestro propio destino, al renunciar a los ideales como “faros” a los que dirigirse. A pesar de que el propio Marx dijera: Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, en condiciones elegidas por ellos, sino en condiciones siempre ya dadas y heredadas del pasado. Quizás el marxismo dio excesiva relevancia a las condiciones heredadas del pasado hasta el extremo de no sólo condicionar el futuro (como indudablemente hacen) sino que determinarlo por completo. Quizás el marxismo, en su afán de dar la importancia “olvidada” a las principales causas de la evolución de la sociedad, llegó al extremo de no sólo decir que dichas causas eran las principales sino que las únicas.
La lucha de clases no sólo “recupera” el protagonismo premeditadamente “olvidado” por la historia “oficial” pre-marxista sino que pasa a ser prácticamente el único parámetro en el marxismo. Éste fue quizás, en mi opinión, el principal error del marxismo: convertir la lucha de clases en la única dimensión que explica la sociedad, en vez de conformarse con decir que es, con diferencia, la principal (lo que ya de por sí suponía un notable avance). El error fue pasar al otro extremo, fue dejarse llevar por el movimiento del péndulo hacia el lado opuesto. De no existir la lucha de clases se pasó a considerar que sólo había lucha de clases. El problema con el marxismo (o con cierta interpretación del mismo) es que ha llevado sus postulados (que en mi opinión son básicamente correctos) hasta extremos exacerbados. Así como el anarquismo peca de exceso de idealismo, el marxismo quizás peca de defecto del mismo. Y lo mismo puede decirse respecto del realismo pero al revés. Así como el marxismo peca de exceso de realismo, el anarquismo peca de defecto del mismo. En mi opinión, si los postulados defendidos por estas dos grandes ideologías se “reequilibraran”, avanzaríamos en el sentido de obtener una teoría revolucionaria más sólida, avanzaríamos en su posible “integración”. A pesar de todo esto, no cabe duda que el marxismo también puede y debe contribuir enormemente a la reconstrucción de una gran teoría revolucionaria para el siglo XXI. La revolución del siglo XXI tampoco podrá prescindir del marxismo.
Decir que el Estado debe ser siempre inevitablemente el instrumento de la clase dominante es tanto como confundir el “ser” (la realidad actual) con el “debe ser” (la utopía o la posible realidad del futuro). Y no olvidemos que la izquierda aspira a que el “ser” se convierta en el “debe ser”. Es tanto como decir, por ejemplo, que dado que un juez es una persona, y las personas como tales no son nunca imparciales, entonces el juez tampoco puede serlo en su práctica profesional. Pero si asumimos este razonamiento, entonces asumimos que la Justicia nunca puede ser imparcial y por tanto que nunca puede ser justa. Estamos en el fondo renunciando al propio concepto de Justicia. Sin embargo, si consideramos que el juez debe aplicar leyes que, aunque hayan sido redactadas por personas físicas, personas distintas que él, son leyes que están por “encima” de las personas concretas, en el sentido de que recogen las normas sociales del conjunto de las personas (de la sociedad en conjunto, en una sociedad verdaderamente democrática), entonces la posible parcialidad de la persona que ejerce de juez puede verse superada por la imparcialidad del juez (impersonal), del profesional. Esto es tanto como separar la persona del profesional, o como decir que las personas somos capaces de ser en ciertos momentos imparciales (de aplicar criterios profesionales en contra de los personales). Esto es tanto como decir también que existe un ente llamado sociedad que está por encima de la persona, al que debe servir el profesional del Estado. Esto es tanto como decir que hay que aspirar a que los profesionales que escriben las leyes y los profesionales que las interpretan, se comporten como tales profesionales. De la misma manera en que dentro de la propia izquierda se cuestiona cada vez más la naturaleza socialista de los Estados que se llamaron socialistas en el pasado siglo XX, es decir que no hay que renunciar al concepto teórico del socialismo por sus experiencias prácticas fracasadas o desvirtuadas, lo mismo puede decirse del concepto de Estado. De la misma manera en que podemos decir que la revolución proletaria fue traicionada y por tanto no hay que renunciar a sus ideales (porque a pesar de todo, tenía ideales), lo mismo puede decirse de la revolución burguesa y por tanto tampoco hay que renunciar a los ideales de ésta, más aun, cuando en ambos casos, los ideales eran en el fondo prácticamente los mismos, a saber, la emancipación de la sociedad.
Ideales que han existido a lo largo de casi toda la historia de la humanidad (en cuanto ésta se hizo “civilizada”), a pesar de los cambios en el sistema económico-político.
Aunque indudablemente ideales como la Justicia dependen del sistema, las ideas dependen de las condiciones materiales, también es cierto que siempre ha permanecido la idea de que la sociedad no es justa, de que unos pocos privilegiados viven a costa de una mayoría más o menos explotada. La idea de la necesaria emancipación no ha dependido tanto de la forma concreta que tomaba la explotación, si bien es cierto que el grado de explotación o su “camuflaje” sí ha influenciado, sino que sobre todo del simple hecho de la existencia de explotación. No todas las ideas cambian con la forma que toma la sociedad porque dichos cambios de forma no se traducen en cambios de fondo, a pesar de que los cambios de forma intenten ocultar la continuidad en el fondo. Hay ideas que dependen de la forma y otras del fondo. Por consiguiente, si bien es cierto, tal como afirma el materialismo histórico, que la estructura económico-política de una sociedad influye notablemente en muchas ideas, también es cierto que hay otras ideas (ciertos ideales) que no dependen tanto de dicha estructura porque dependen de una “superestructura”, de unas premisas, de un “guión”, que permanecen con el cambio de estructura. Mientras haya explotación existirá el ideal de emancipación, mientras haya privilegios existirá el ideal de igualdad, mientras haya abusos existirá el ideal de justicia, mientras haya coerción existirá el ideal de libertad, mientras haya violencia existirá el ideal de paz. Si bien es cierto que el sistema ideológico dominante (el que sustenta a la clase minoritaria dominante de turno) influye notablemente en la forma de pensar de las personas, también es cierto que éstas siempre tienen cierto “margen de maniobra” que le impide al sistema controlar por completo a las personas. Si esto no fuera así, no serían posibles los avances sociales. Como resultado de las contradicciones internas de la sociedad, como resultado del conflicto de intereses, de la lucha de clases, también existe una lucha de ideologías. No existe una ideología única aunque sí existe una ideología dominante que intenta imponerse sobre el resto como forma de garantizar el orden social que beneficia a la minoría dominante. Renunciar a los ideales equivale a no ver la continuidad en el fondo y dejarse engañar por los aparentes cambios de forma. Renunciar a los ideales es renunciar a cambiar el mundo, tanto si dicha renuncia consiste en dejarse engañar para pensar que ya se han alcanzado como si consiste en sustituirlos por los simples intereses, es la victoria ideológica del enemigo. Los ideales son necesarios para cambiar las cosas. Sin ideales no hay verdaderos cambios. Los ideales están por encima de los simples intereses, equivalen a los intereses del conjunto de la humanidad. Los ideales son los intereses vistos con una perspectiva más amplia y global. Los ideales son los intereses generales. Los ideales nos hacen más humanos, en el mejor sentido de la palabra. Sólo los ideales pueden salvar a la humanidad de su propia autoextinción.
Los ideales son los que posibilitaron que personas, como Marx o Engels o Lenin o Trotsky o Bakunin o Kropotkin, no pertenecientes al proletariado, defendieran los intereses del proletariado, y por extensión, de la humanidad en su conjunto. Los ideales son los que me han impulsado a mí, como a tantos otros, a implicarme, a escribir. Que haya habido gente hipócrita que bajo los ideales haya escondido simples intereses materiales, que bajo el “disfraz” del interés general hayan defendido el interés particular, no significa que haya que renunciar a los ideales. Como tampoco hay que renunciar a la ciencia por el mal uso que se haga de ella. El mal uso de un concepto teórico no debe significar necesariamente la renuncia a dicho concepto, no hay que luchar contra el concepto si éste no es en sí incorrecto o aberrante, hay que luchar por una buena (o distinta) aplicación práctica del mismo. Lo mismo se puede decir del concepto de Estado o del concepto de democracia. ¿Debemos renunciar al Estado ideal?. ¿Debemos asumir que la única aplicación práctica posible del Estado es la que ha existido hasta ahora?. Proudhon decía que El objetivo supremo del Estado es la libertad, colectiva e individual. ¿Debemos renunciar a dicho objetivo?. ¿Debemos asumir que es imposible alcanzarlo?.
En una verdadera democracia (en la que debe existir, entre otras cosas, el mandato imperativo, la responsabilidad ante el pueblo, la revocabilidad de los cargos y unas normas claras y rotundas que obliguen a que se impongan los criterios profesionales sobre los personales), los profesionales que escriben las leyes deben hacerlo de acuerdo con los verdaderos deseos del pueblo. En este tipo de democracia es muy poco probable (o por lo menos es mucho más difícil) que se impongan los criterios de una minoría sobre los de la mayoría, es mucho más probable que las leyes sean realmente (no sólo en la teoría) el reflejo de los intereses del CONJUNTO de la sociedad (en vez de los de una minoría). En definitiva, en una democracia auténtica es muy poco probable que exista una minoría dominante. En una auténtica democracia (por ahora utópica), con el tiempo, desaparece la clase minoritaria dominante porque se legisla y se gobierna en beneficio del conjunto de la sociedad y ésta no lo hace para beneficiar o perjudicar a ninguna minoría, lo que beneficia a la mayoría también lo hace a las minorías, en todo caso el “perjuicio” provocado sobre ciertas minorías sería “sólo” dejar de tener privilegios, sería la tendencia a igualar las distintas clases sociales. A diferencia de los sistemas existentes hasta ahora, donde la clase minoritaria dominante perjudica claramente a la mayoría dominada (explotándola, utilizándola, viviendo de ella), una verdadera democracia beneficia a la mayoría de la sociedad al tiempo que respeta a las minorías (en todo caso, la única falta de “respeto” consistiría en quitar privilegios a ciertas minorías, privilegios que nunca debieron existir). El matiz es clave, en un caso se perjudica (se aliena) claramente a la mayoría de la población y en el otro se deja de privilegiar a una minoría. En una verdadera democracia no se sustituye una minoría privilegiada por otra, simplemente se elimina en la práctica el concepto de minoría dominante, o dicho de otro modo la clase dominante es la que debe dominar, es decir, la mayoritaria.
Democracia y minoría dominante son incompatibles. Democracia implica la tendencia a la igualdad de facto, a la igualdad social, a la eliminación de los privilegios.
En una verdadera democracia la mayoría domina el Estado de forma “natural”, de forma indirecta, automáticamente, no necesita las mismas “trampas” ni la misma concepción del Estado que las minorías que pretenden dominarlo, no necesita un Estado “parcial”.
El Estado, aun siendo un ente compuesto por personas físicas, debe tener una naturaleza “impersonal”, debe ser “profesional”. Dicho de otro modo, el Estado debe ser “imparcial”, debe ser el reflejo de la sociedad “idealizada” (en la que no hay clases). El Estado debe ser nada más y nada menos que el “instrumento técnico” de la democracia de un país. Hay que distinguir entre el Estado y el poder político (jefe de Estado, parlamentarios, gobierno, etc.). Mientras el primero debe ser estrictamente “técnico” o “profesional” y libre de ideologías y por tanto de la dominación de cualquier clase social (si entendemos que la democracia no es una ideología sino que una metodología), el segundo (que en realidad es un subconjunto del Estado en su cúspide, un interlocutor entre el pueblo y el propio Estado) tendrá cierta ideología y por tanto no será “imparcial”, usará los instrumentos del primero para sus fines políticos concretos. El poder político debe encargarse del “qué hacer” y el Estado del “cómo hacerlo”. El primero debe mandar (en nombre del pueblo) al segundo hacer cosas pero sin preocuparse (ni inmiscuirse) en cómo el segundo las hace. El Estado debe ser apolítico, su funcionamiento debe ser estrictamente “técnico” y debe proporcionar las “herramientas” necesarias para que el gobierno de turno (elegido por el pueblo) aplique sus políticas. El Estado debe ser independiente del gobierno. Un cambio de gobierno sólo debería implicar la sustitución de unos pocos cargos públicos en las más altas instancias (muy cercanas a los ministros, como los secretarios de Estado) pero nada más. Se trata de separar claramente la parte “técnica” del Estado (la mayor parte de éste) de la parte política (su cúpula). Esto no significa que la estructura del Estado no pueda alterarse, pero esto debería hacerlo normalmente el propio Estado de manera autónoma sin depender del gobierno de turno (de acuerdo con sus necesidades de mejorar el cumplimiento de los mandatos “técnicos” del poder político), y en el caso de necesitarse cambios menos “técnicos” o que tengan que ver con las “reglas del juego democrático” entonces dichos cambios deberían hacerse de manera análoga a cómo se hacen los cambios constitucionales (es decir, con la participación directa del pueblo). De esta manera el pueblo determina “qué debe hacerse” (poder político) pero no se preocupa de “cómo hacerlo” (el Estado “técnico”). El Estado es presionado por el poder político para hacer las cosas mandadas por el pueblo de la forma más eficiente posible. El Estado “técnico” es controlado por el poder político (controlado a su vez por el pueblo) pero éste respeta su autonomía. La clave de la eficiencia es el control. El pueblo, en última instancia, debe tener siempre el control.
El Estado ideal se compondría por tanto de tres capas diferenciadas pero relacionadas, independientes pero mutuamente controladas: una parte política en su cúpula cuyo objetivo es hacer cumplir el mandato del pueblo (en esta parte tendríamos a los políticos, elegidos todos por el pueblo); una parte gestora o “técnica” de dirección y organización de la sociedad para cumplir las decisiones tomadas por la parte política (aquí tendríamos los funcionarios), en la que tendríamos el poder judicial, los cuerpos de seguridad (ambos deberían irse reduciendo notablemente a medida que la sociedad sea cada vez más justa y libre) y la administración general; y finalmente, en una sociedad socialista donde los medios de producción pertenecen a todo el mundo, es decir, al Estado, el resto de la sociedad organizada en empresas de los sectores primario, secundario y terciario (los trabajadores), es decir, una parte productiva. Hacia dicho Estado ideal deberían dirigirse todos los esfuerzos de la izquierda, en espera y sin descartar en el futuro, que la sociedad pueda organizarse de manera radicalmente distinta. En una sociedad socialista no hay que olvidar que el Estado somos todos, los políticos, los funcionarios y los trabajadores, aunque normalmente por Estado entendemos sólo aquellas partes a las que pertenecen los políticos y los funcionarios. Cada uno sirve a la sociedad según su función (los políticos representan al pueblo, los funcionarios dirigen y organizan la sociedad, los trabajadores ejecutan los trabajos necesarios) y cada uno se sirve de ella casi de la misma manera. Los políticos son los administradores de la sociedad (sus funciones deberían tender a administrar las decisiones tomadas, siempre que sea posible, directamente por el propio pueblo), los funcionarios sus gestores y los trabajadores sus ejecutores. En el Estado ideal, las partes política y funcionarial son mínimas y están controladas en todo momento por un lado por los trabajadores para rendir cuentas de su gestión o administración a éstos, y por otro lado, al pueblo entero para rendir cuentas a la sociedad en general. El poder reside en todo momento en el pueblo mediante mecanismos de control entre las distintas partes del Estado y mediante la participación lo más directa posible del pueblo en todos los asuntos públicos así como en la elección de todos los cargos políticos (tanto los más cercanos al ámbito local como los más lejanos, tanto en las posiciones de más abajo en la jerarquía como en las posiciones de más arriba). En el Estado ideal, la descentralización se lleva al límite de lo posible, se procura que los asuntos sean gestionados y discutidos en ámbitos lo más locales posibles, lo más próximos posibles al ciudadano, se maximiza el poder de los municipios o regiones y se minimiza el poder central. Éste sólo se encarga de una mínima coordinación y de proteger a todos los ciudadanos para que tengan los mismos derechos y deberes en todas partes. Se uniformizan los derechos básicos pero se diversifica la administración de la sociedad. Se centralizan los derechos humanos, junto con los mecanismos que los garantizan, pero se descentraliza la administración de la sociedad para hacerla más próxima al ciudadano de a pie. En el momento en que los derechos humanos se uniformicen en todo el planeta, en el momento en que se apliquen para todos los seres humanos por igual, en el momento en que el Estado ideal se “imponga” en todos los países (y esto sólo podrá ocurrir poco a poco), la humanidad estará en el umbral de la federación mundial. El Estado de cada país cedería sus atribuciones al Estado mundial. La sociedad se organizaría a escala planetaria mediante un Estado mundial que centralizaría los derechos y deberes básicos de todos los ciudadanos del planeta, que centralizaría todas aquellas actividades que requieren una centralización y una visión global a escala planetaria (política medioambiental, política económica, etc.) y al mismo tiempo, delegaría la gestión de la sociedad a organismos muy próximos al ciudadano. En esta sociedad futura (organismos como la ONU o la Unión Europea, fenómenos como la globalización económica y cultural, así como adelantos tecnológicos como los modernos medios de transporte y comunicación apuntan a que dicha sociedad no está tan lejos como podría parecer a primera vista) la humanidad se organizaría de tal manera que existiría UN Estado mundial, una federación mundial, y Estados nacionales reducidos a la mínima expresión (incluso quizás podrían hasta desaparecer) que servirían de meros intermediarios entre el Estado mundial y la provincia o municipio. Llevada al extremo, dicha sociedad futura pivotaría sobre dos instituciones básicas: el municipio y el Estado mundial. Las fronteras nacionales desaparecerían. Tendríamos un planeta organizado en municipios más o menos autónomos y coordinados por un Estado cuyo ámbito de actuación sería todo el planeta Tierra. Municipios que podrían unirse o separarse en función de lo que decidan sus poblaciones, pero que siempre deberían garantizar los derechos humanos, que siempre deberían someterse a ciertas directrices generales por el bien de la humanidad en su conjunto. Estado mundial que se encargaría de legislar leyes básicas válidas para todos los seres humanos, sin importar su lugar de residencia, que se encargaría de la coordinación y planificación de la economía a escala planetaria, distribuyendo el trabajo entre las distintas zonas del planeta en función de sus recursos y garantizando la distribución de los productos necesarios y de la riqueza entre todos los habitantes de la Tierra, así como los mismos derechos laborales en todas partes, que se encargaría de mantener el orden social (pero al desaparecer las injusticias, al desaparecer las fronteras nacionales, al haber una sola policía y un solo ejército, al desaparecer la posibilidad de guerras porque ya no hay países, los esfuerzos y recursos necesarios para mantener el orden serían reducidos al mínimo necesario), etc. Puestos a soñar, si la humanidad fuera capaz de llegar a organizarse de esa manera, entonces la explotación, la guerra, las desigualdades, el hambre, pasarían al baúl de los recuerdos. Realmente la humanidad pasaría de la pubertad a la edad adulta. Realmente la humanidad, y la Tierra con ella, se aseguraría un futuro de prosperidad y felicidad, casi inimaginable en nuestros días. Como se ve, dado que la humanidad puede evolucionar de tal manera que aunque desaparezcan los Estados nacionales surja un Estado mundial como extensión de aquellos, es imperativo no descartar el concepto de Estado, es necesario intentar mejorarlo por si acaso finalmente no puede prescindirse de él por completo. Si intentamos mejorar el Estado tal como lo conocemos hoy, no sólo mejoramos la sociedad en el presente sino que además abonamos el terreno para un futuro seguro para la humanidad. Si somos capaces de organizar a muchos millones de personas de tal manera que se compagine la libertad con la eficiencia, de tal manera que encontremos formas eficaces de verdadera democracia, tanto para grupos pequeños de personas, como para grandes grupos, entonces aseguramos el futuro de la sociedad. Pero retrocedamos un poco en el tiempo y sigamos elucubrando sobre el Estado ideal de un país. En dicho Estado ideal, la representatividad está reducida a su mínima expresión y tiene mecanismos seguros y eficaces para impedir que los políticos defiendan intereses distintos que los del pueblo, no hay grandes diferencias de salarios ni de condiciones laborales (los políticos, los funcionarios y los trabajadores tienen condiciones laborales parecidas, en todo caso para fomentar ciertos trabajos se les darían ciertas ventajas, pero no necesariamente económicas). El Estado ideal se basa en dar preponderancia a la libertad sobre la autoridad, en la división efectiva de poderes y en su verdadero control mutuo. Dicho Estado ideal evoluciona constantemente porque en el momento en que hay verdadera libertad la humanidad acelera su evolución, todo es cuestionable, todo se discute, nada es tabú, aumentan los cerebros que pueden trabajar conjuntamente, y por tanto, aumentan las posibilidades de tender hacia la perfección. La creatividad es hija de la libertad. Y a mayor creatividad mayor progreso, mayor probabilidad de encontrar soluciones a los problemas. En dicho Estado ideal no hay límites artificiales al progreso, todo lo que se pueda hacer se hará, toda idea puede ser probada o experimentada, incluso el Estado mismo no es intocable, él mismo se cuestiona. En definitiva, el Estado ideal está al servicio de la sociedad, de la mayoría de la población, en vez de al revés. En el momento en que la sociedad decida que el Estado es incompatible con el progreso, en el momento en que sea un obstáculo para el perfeccionamiento de la sociedad, ésta lo eliminará sin contemplaciones. Lo esencial es que la sociedad sea dueña de su propio destino. Lo esencial es retomar el camino de la evolución para ir acelerándola progresivamente y sobre todo para impedir que vuelvan a producirse paradas o retrocesos. Y para ello es preciso partir de las condiciones actuales, aunque sean hostiles. El pasado y el presente no los hemos elegido los hombres y mujeres de la actualidad, pero el futuro sí depende también (aunque no exclusivamente) de nosotros. Partiendo de las condiciones actuales, que no hemos podido evitar, debemos construir caminos que nos lleven hacia un mejor futuro. Dichos caminos no podemos elegirlos por completo pero tenemos cierto margen de maniobra que debemos explotar al máximo. La evolución entre dos situaciones sólo puede producirse “uniéndolas”, es decir, sólo es posible construir un mejor futuro partiendo de la realidad inicial. Y es imprescindible diversificar al máximo posible todas las posibilidades, es imprescindible intentar plantear distintos caminos posibles para aumentar las posibilidades de llegar a buen destino o por lo menos de iniciar la marcha. Renunciar al Estado ideal equivale a desechar un posible camino, quizás el más probable o factible, hacia una sociedad mejor. Cuanto más claro tengamos cuál es el Estado ideal, más claro tendremos cuan alejado está el Estado actual de él, más concienciados estaremos de la necesidad de mejorarlo.
La naturaleza estrictamente “técnica” del Estado, su “profesionalización”, su “despolitización”, junto con un poder político fiel al mandato del pueblo (en una democracia auténtica), garantizarían la independencia del Estado respecto de cualquier clase social, posibilitarían su naturaleza “impersonal” y “neutral”. A su vez, el funcionamiento interno del Estado debería ser estrictamente democrático, como en cualquier otro organismo donde tenga que haber convivencia obligatoria, eligiéndose los máximos responsables de las distintas áreas o departamentos de forma democrática por los propios funcionarios. El funcionamiento interno democrático del Estado garantizaría por un lado su mejor funcionamiento (se elegirían los responsables más capaces, se impondría la transparencia, etc.) y por otro lado, el espíritu democrático de sus profesionales y por tanto del Estado mismo. Si el Estado debe ser el instrumento técnico de la democracia de la sociedad, ¿qué mejor manera de garantizar su “fidelidad” a la democracia que aplicarla en su propio funcionamiento interno?. La democracia es “contagiosa”, cuanto más se propague por la sociedad, más se asegura su futuro y más se mejora su presente. Y el Estado es la organización más importante de un país, debe fomentar la democracia dando ejemplo, siendo la “vanguardia democrática” de la sociedad. Finalmente, para evitar que el Estado se sitúe por encima de la sociedad, para minimizar el burocratismo, además de la democracia y del control directo del pueblo, los funcionarios deben tener condiciones laborales similares al resto de trabajadores.
Que haya habido una aplicación práctica aberrante y distorsionada del Estado no significa que haya que renunciar al propio concepto de Estado como instrumento democrático del conjunto de la sociedad, libre de la dominación de cualquier clase social. Que haya habido un Estado corrompido como consecuencia de una falsa democracia, no significa que no pueda aspirarse a un Estado mejor en una mejor democracia. De la misma manera en que no hay que renunciar a la verdadera democracia, a la democracia “utópica”, tampoco hay que renunciar al Estado “utópico” libre de la dominación de cualquier clase. No hay que renunciar a la utopía y ésta debe servir de “faro” al que dirigirse, al que aproximarse. De la misma manera en que la existencia de una Justicia injusta no debe implicar “liquidar” la propia Justicia y renunciar a su existencia, ni debe implicar sustituirla por otra Justicia parcial a nuestros intereses (y por tanto también injusta, aunque nos beneficie), sino que de lo que se trata es de corregir dicha Justicia para que sea lo que debe ser, es decir justa, es decir imparcial; lo mismo puede decirse del Estado, lo que hay que hacer es reivindicar y conseguir que sea “neutral”, que sea “el árbitro” de la sociedad en su conjunto (o por lo menos intentar minimizar progresivamente su “parcialidad”). Y dicha neutralidad debe ser implementada mediante la puesta en práctica de una verdadera democracia, mediante unas “reglas del juego” justas y prácticas (que no se queden en “papel mojado”), que beneficien al conjunto de la sociedad, a todas las personas sin importar su clase social. En base a dichas “reglas del juego”, los gobiernos de distintas ideologías “harán juego”, aplicarán políticas que evidentemente beneficiarán a unas clases y perjudicarán a otras (aunque en una auténtica democracia la probabilidad de que dichas políticas perjudiquen a la mayoría de la sociedad es muy baja, poco a poco se irá “imponiendo” el interés general, el verdadero). La democracia debe servir para que haya verdadera pluralidad de políticas (para que haya verdadera posibilidad de que accedan al poder partidos de distintas ideologías) y para que dichas políticas las decida el pueblo y se hagan con su consentimiento y control. La democracia debe establecer la forma de hacer las cosas (“el cómo”), no las cosas que hay que hacer (“el qué”), pero por supuesto, siempre con los límites de los derechos humanos y de no transgredir las “reglas del juego”, de respetarlas, o en todo caso de cambiarlas con el consentimiento del propio pueblo, es decir las propias “reglas del juego” deben establecer la forma de cambiarlas.
Quizás sea utópico pensar que el Estado pueda estar libre de la dominación de cualquier clase social, pero la izquierda no debe nunca renunciar a la utopía, ésta es consustancial a ella. Si la izquierda aspira a una sociedad utópica sin clases (y sin Estado), ¿por qué no aspirar primero a la existencia de un Estado “imparcial” en espera de su disolución (si es que ésta se produce, si es que es posible)?. ¿No es más utópico pensar que la sociedad moderna podrá organizarse en algún momento sin la presencia de un Estado, que pensar que es posible conseguir un Estado libre de cualquier dominación clasista y auténticamente democrático?. Siguiendo con nuestro símil futbolístico, ¿no es más utópico pensar que no es necesario un árbitro que aspirar a que sea imparcial?. ¿Es posible un partido de fútbol sin árbitro?. Quizás el error del marxismo fue contraponer a la democracia liberal (o sea la dictadura de la burguesía) la dictadura del proletariado (término usado, a mi juicio, de forma poco hábil, para decir que el Estado debía ser conquistado por el proletariado para sustituir a la burguesía, porque se partía de la hipótesis de que el Estado siempre debe “pertenecer” a una clase social), en vez de la democracia popular, de la verdadera democracia. Quizás el error del marxismo fue usar las mismas “armas” que el enemigo, su misma concepción del mundo, su “imagen especular” (en vez de una concepción verdaderamente alternativa que no sea “invertida” pero a imagen y semejanza de la actual). Quizás su error fue interiorizar la filosofía y el lenguaje del enemigo. Quizás su error fue “cambiar los actores sin aspirar a cambiar el guión de la obra”. Quizás su error fue contraponer una dominación por otra, en vez de contraponer la dominación existente por su liberación. Quizás su error fue usar un “atajo” que se convirtió en “trampa”. Quizás su error fue pensar que se podía cambiar el mundo cambiando simplemente los “actores de la obra”. Quizás su error fue no darse cuenta de que en los medios está el fin, de que tan importante es lo que se hace como la manera en que se hace, de que tan importante es el fondo como la forma, de que la forma puede desvirtuar el fondo. Quizás el error del anarquismo fue pensar que organizándose de otra manera la gente sería automáticamente de otra manera, sin tener en cuenta que los mismos individuos, al margen de la forma concreta en que se organicen, tienden a exteriorizar sus miserias de una u otra manera. Quizás su error fue pensar que era más fácil reconstruir toda la organización social, que intentar primero transformar o mejorar la existente. Quizás su error fue menospreciar el hecho de que la sociedad la hacen las personas más que las instituciones. Quizás su error fue “huir” de la manera de ser de la humanidad eludiendo cualquier forma de organización que haga florecer sus peores características, por ejemplo eliminando toda autoridad. Quizás su error fue “matar moscas a cañonazos”. Evitar el mal uso del poder o de la autoridad, eliminando directamente éstos, con la esperanza de que la sociedad se pueda organizar de forma totalmente horizontal, sin tener en cuenta que precisamente la organización vertical actual de la sociedad también ha surgido como una evolución de la propia sociedad, que el Estado actual no es más que la forma moderna más sofisticada y a gran escala del sentimiento humano de dominación, que simboliza el triunfo de las peores características del ser humano (como el egoísmo) sobre sus mejores (como la solidaridad), que es el resultado social de la evolución de las formas de dominación, que la dominación implica un dominante y un dominado, que no puede haber dominación sin dominados, que es muy difícil explicar la organización actual de la sociedad exclusivamente por el “secuestro” de la misma por unos pocos, que aparte de la obvia mayor responsabilidad de ciertas minorías dominantes, la sociedad es como es porque la mayor parte de la gente que forma parte de ella es como es. Quizás su error fue tener una visión excesivamente optimista del ser humano, en la que la solidaridad es en realidad más fuerte que el egoísmo y está “reprimida” o “contenida” por las instituciones modernas, una visión en la que los individuos son sólo víctimas de las instituciones, de las formas de organización social.
Quizás su error fue convertir al Estado en el “demonio” de la sociedad que debe ser erradicado para conseguir la “redención” de la humanidad. Quizás su error fue llevar al extremo el libre albedrío y pensar que la historia puede acelerarse hasta el punto de saltarse muchas etapas intermedias de golpe, hasta el punto de librarse de todas las condiciones heredadas del pasado. Quizás….…O quizás no. Pero lo que está claro, es que si se ha intentado hacer las cosas de una manera (y en base a una teoría) y no se ha conseguido lo que se buscaba (el resultado práctico no ha sido el deseado o previsto), entonces hay que replantearse la estrategia y cambiarla (o por lo menos hay que cambiar el discurso usado, hay que emplear un lenguaje distinto) e incluso, por qué no, hay que replantearse también la propia teoría.
2) Los errores del pasado
La autocrítica es imprescindible. Los errores que cometió la izquierda hay que identificarlos y analizarlos para corregirlos. Pero lo primero de todo es admitir que se han cometido errores, sin este paso previo no hay nada que hacer. Negar a estas alturas de la historia que se cometieron errores o afirmar que no se consiguieron los objetivos buscados debido exclusivamente a causas ajenas o coyunturales, es simplemente negar la evidencia de la realidad, es el peor favor que se puede hacer a la “causa”. Los errores pueden haberse cometido en las propias teorías y/o en las maneras de intentar llevarlas a la práctica. En mi opinión, los errores históricos de la izquierda han sido a tres niveles.
a) En las teorías
El estudio del pasado mediante la nueva herramienta del materialismo histórico permitió ver que el motor de la historia de la humanidad era la lucha de clases, que la economía era la principal causa (aunque no la única) de dicha lucha, que el modo de producción de una sociedad era determinante en la forma que tomaba ésta (en la estructura política, en la estructura ideológica, etc.). Y en base a dicho análisis del pasado, se extrapoló el futuro posible. Se dedujo que con un nuevo modo de producción (el capitalismo) surgían nuevas clases dominante y dominada y por tanto una nueva lucha de clases. La historia era una continua sustitución de una clase dominante por otra clase emergente que aspiraba a traducir su poder económico en poder político. Una clase era sustituida por otra, pero siempre había una clase dominante. Por tanto, en base a este análisis del pasado (en mi opinión básicamente correcto), se dedujo un posible futuro, se planteó un futuro inevitable como continuidad natural de la historia. Se planteó que el proletariado estaba llamado a ser el sustituto “natural” de la burguesía (aunque como siempre mediante una lucha de clases, la conquista del poder político nunca se producía por sí sola). Pero, en este caso, había un detalle importante que quizás no se consideró suficientemente: que el proletariado (el pueblo) era la clase mayoritaria y que era una clase explotada sin ningún poder económico. Nunca antes en la historia una minoría dominante explotadora fue sustituida por una mayoría explotada (recordemos que el ascenso al poder de la burguesía supuso la sustitución de una minoría dominante, la aristocracia, por otra minoría emergente, la propia burguesía). El principal error teórico del marxismo fue pensar que el proletariado debía tomar el poder de la misma forma en que lo hizo la burguesía, sin tener en cuenta dichas características diferenciadoras CLAVES entre ambas clases (o infravalorando el carácter clave de tales diferencias). Por un lado, al ser la clase mayoritaria, es mucho más difícil la existencia de intereses comunes que en una minoría (es decir, una minoría tiene más desarrollada su conciencia de clase que una mayoría), así como su coordinación y su delegación o representación. Por otro lado, a diferencia de las clases dominantes previamente existentes en la historia, el proletariado es la clase oprimida, no es una clase emergente que adquiere poder económico y aspira al poder político, simplemente aspira a su emancipación, no aspira a ninguna dominación, no tiene ambición de poder.
Es decir, a nivel teórico, el error fue doble: no considerar la distinta naturaleza del proletariado respecto de la burguesía (clase mayoritaria vs. clase minoritaria) y además no considerar que el interés del proletariado era completamente distinto del de cualquier minoría que aspira a ser dominante (clase explotada vs. clase explotadora y emergente). Una minoría que tiene ambición de dominación sólo puede acceder al poder “por la fuerza” (por ser minoría), sólo puede aspirar a que el Estado sea “parcial”, necesita que sea parcial para que la parcialidad le beneficie, o dicho de otro modo, aspira a sustituir a la clase dominante previa pero necesita que el sistema no cambie en esencia, necesita que siga existiendo el concepto de clase dominante (“aspira sólo a cambiar los actores pero necesita mantener el guión de la obra”). El ascenso al poder de la burguesía fue en realidad la simple sustitución de la aristocracia por ella misma, ascenso provocado y sustentado por un nuevo sistema de producción, por el poder económico de la incipiente burguesía. Fue “un cambio de actores disfrazado de un cambio de guión”. Y aquí está uno de los resquicios que pueden ser utilizados en su contra, ese aparente “cambio de guión” para enmascarar un simple “cambio de actores”. Al hacer “un cambio de guión” (aunque aparente), abrieron la “caja de Pandora”. Camuflaron una simple sustitución de una minoría dominante por otra con el “disfraz” de la emancipación de la sociedad. Al usar palabras como democracia o libertad o igualdad o fraternidad, “cavaron su propia tumba” (ideológicamente hablando), crearon antecedente para que algún día ellos mismos sean expulsados de su nueva situación de privilegio usando su mismo discurso, su mismo “disfraz”, pero practicándolo en la realidad hasta las últimas consecuencias.
Abrieron la posibilidad de la emancipación definitiva de la humanidad. El problema es que esta contradicción interna, esta “autotrampa” no ha sido explotada ni usada por la izquierda con todo el potencial que tiene. Pero sobre esto volveremos un poco más adelante.
Por consiguiente, dada la distinta naturaleza de la clase proletaria y dado su distinto interés, su forma de acceder al poder no podía ser la misma que la de la burguesía (o de cualquier otra clase dominante que la precedió). Una minoría que aspira al poder por ambición tiene a su favor varios factores (a diferencia de la clase mayoritaria): al ser minoría puede coordinarse mucho mejor, al tener intereses comunes claros y muy coincidentes (una clase minoritaria es normalmente una clase más homogénea) puede “autorrepresentarse” mejor (cualquier subconjunto de dicha minoría puede acceder al poder político en nombre de ésta sin el peligro de que traicione sus intereses y por tanto los del resto de su clase), al moverle intereses de ambición y afán de lucro, en definitiva, al desear ser dominante, tiene más empuje, es más agresiva (la ambición es un “motor” muy potente), al ser una clase que ya está corrompida no hay peligro de que se corrompa y traicione sus ideales (porque realmente no tiene ideales, sólo tiene intereses), al ostentar ya un poder real económico (a diferencia del proletariado cuyo único poder es “el tamaño”, es decir un poder “potencial”, que en ciertos momentos es real cuando se produce su unión pero que en otros desaparece cuando dicha unión se debilita) tiene medio camino hecho.
Es decir, como demuestra la historia, el ascenso al poder político por parte de una nueva minoría con poder económico emergente es casi un proceso “natural” de la sociedad. Por consiguiente, el error fundamental fue pensar que el acceso al poder del proletariado (del pueblo) era simplemente el acceso al poder de una nueva clase, como hasta entonces, cuando en realidad se trataba de la emancipación del conjunto de la sociedad, fenómeno prácticamente nuevo en la historia de la humanidad. Se trata por tanto de un error de apreciación de la situación histórica, se extrapoló el pasado para prever un futuro (incluso para construirlo) sin considerar suficientemente importantes cambios “cualitativos”. Si bien es cierto que a lo largo de la historia ha habido muchos episodios de estallidos sociales, de rebeliones, episodios silenciados en su mayoría por la historia “oficial”, también es cierto que éstos han supuesto más bien la resistencia a someterse a las nuevas formas de dominación social que representaban los Estados modernos. Por ejemplo, las revueltas de las ciudades/comunas europeas por mantener sus federaciones libres frente a las tendencias centralizadoras de los Estados emergentes. Eran más bien movimientos sociales por la recuperación de formas de organización social perdidas, por la oposición a las nuevas formas impuestas. Se trataba sobre todo de movimientos de resistencia más que de emancipación.
Mención aparte merecen aquellas teorías que despreciando la realidad actual (e incluso basándose en una concepción del ser humano demasiado optimista) plantean objetivos excesivamente utópicos. Planteamientos de “intelectuales” alejados de la calle, propios de “tertulias de salón”, que lejos de aportar algo, lo único que han conseguido es dividir a la clase trabajadora, a la izquierda, o incluso peor, restar credibilidad a los postulados de la izquierda transformadora pero realista. Como decía Lenin en La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo: El medio más seguro de desacreditar una nueva idea política (y no solamente política) y de perjudicarla consiste en llevarla hasta el absurdo so pretexto de defenderla. Pues toda verdad, si se la hace “exorbitante” (como decía Dietzgen padre), si se la exagera y se extiende más allá de los límites en los que es realmente aplicable, puede ser llevada al absurdo y, en las condiciones señaladas, se convierte de manera infalible en un absurdo. No es tan malo plantear objetivos “mega-utópicos”, lo malo es plantearlos considerando que pueden alcanzarse a corto plazo. No es malo aspirar a un mundo ideal y radicalmente distinto, lo malo es plantearlo como algo que debe alcanzarse sin ninguna etapa intermedia, lo malo es aspirar a todo o a nada, lo malo es plantear que o se consigue cambiar radicalmente el mundo ahora o mejor no cambiarlo. Lo malo es plantear cosas sin concretarlas o sin explicar cómo alcanzarlas porque entonces las ideas nunca dejarán de ser ilusiones, las utopías serán sólo sueños inalcanzables. Lo peligroso es plantear una teoría sin concretar cómo llevarla a la práctica porque entonces los postulados de dicha teoría más bien suenan a “cantos de sirenas”. Tan importante es fijarse objetivos como traducirlos a la realidad y fijar posibles caminos para alcanzarlos. No es suficiente con hacer meras declaraciones de intenciones. La diferencia entre una teoría revolucionaria seria y una nueva “religión” que postule sobre un mundo mejor, es que en este último caso sus postulados son meros “mandamientos”. Una teoría revolucionaria debe, además de plantearse un horizonte, además de fijarse unos objetivos más o menos utópicos, indicar una o varias estrategias para alcanzarlos. Los mandamientos son insuficientes para cambiar el mundo (como las religiones han demostrado con creces a lo largo de la historia). Una teoría que aspire seriamente a cambiar el mundo debe preocuparse tanto por los aspectos puramente teóricos como por los aspectos prácticos, debe aspirar a llevar a la práctica sus postulados, debe preocuparse por cómo aplicar sus ideas en la realidad. Plantear cosas irrealizables en el momento actual y plantear el dilema de eso o nada, se traduce en nada. No se puede pretender cambiar el mundo radicalmente de la noche a la mañana. Para cambiar el mundo hay que tener en cuenta el factor tiempo, todo necesita más o menos tiempo, cuanto más utópico sea un objetivo más tiempo se necesitará para alcanzarlo (si es que alguna vez se alcanza), y no podrá alcanzarse si no se alcanzan previamente objetivos menos utópicos. Siempre hay que considerar la realidad actual para poder cambiarla, de lo contrario se cae en un “revolucionarismo de salón” que no consigue nada en la práctica, más bien obstaculizar la verdadera revolución. No se puede luchar globalmente a largo plazo contra el sistema sin luchas concretas a corto y medio plazo. Como dice Alexander Berkman en su libro El ABC del Comunismo Libertario, al hablar del papel de los sindicatos: La abolición del orden capitalista con su gobierno y su ley sería la única defensa real de los intereses de los trabajadores. Y mientras que el sindicato se esté preparando para eso, también se ocuparía de las necesidades inmediatas de los trabajadores, la mejora de las condiciones presentes, en cuanto esto es posible dentro del capitalismo. La utopía es también necesaria, pero como todo en la vida, en su justa medida. Se necesita un equilibrio entre realismo e idealismo. Sin el primero no puede iniciarse el largo camino del cambio, y sin el segundo no hay rumbo, no hay destino al que dirigirse, no hay verdadero cambio, sólo hay cambio en las formas pero no en el fondo. “Si uno está con los pies demasiado pegados en la tierra, si sólo mira el terreno circundante, acaba por no ver más allá de sus propias huellas, también hay que levantar la vista para ver el horizonte al que dirigirse.” Como dijo Bakunin, Es soñando con lo imposible que el hombre ha realizado siempre lo posible. Los que se han conformado con lo que les parecía posible no han avanzado nunca de un solo paso. Si se es demasiado realista, si se cae “preso” de la realidad, entonces nunca se tiene el control, nunca se la puede cambiar, más bien nos cambia ella. En la relación dialéctica entre la realidad y los sueños, hay que tener cuidado de no dejarse dominar por ninguno de los dos extremos. Si se es demasiado soñador entonces se pierde el sentido de la realidad, pero si se es demasiado poco soñador entonces se renuncia a cambiarla. En ambos casos la realidad no cambia.
b) En la forma de dar el poder al pueblo
En el segundo nivel, y como consecuencia de los errores teóricos del primer nivel, tendríamos errores en la manera en que se intentó que el proletariado tomara el poder político. La conquista del poder en las revoluciones “marxistas” debería haber supuesto la liberación de éste y no la sustitución de la clase dominante por otra, debería haber supuesto la instauración de un sistema auténticamente democrático. Se usó el mismo método empleado por la burguesía para conquistar el poder (que usó la revolución de las masas agitadas por ella misma) y luego se hizo lo mismo que ella una vez alcanzado el poder, cuando en este segundo paso debería haberse diferenciado claramente la revolución proletaria. La burguesía “frenó” la revolución (una vez conseguido el poder) para usarla en su beneficio, y la “vanguardia proletaria” hizo lo propio poco después de la conquista del poder político (aunque quizás en este caso no para hacerlo en su propio beneficio, al menos inicialmente), en vez de continuarla desde el poder, cambiando el propio poder y cambiando todo el sistema de “arriba a abajo” y de “abajo a arriba”. En todo caso, podría haberse comprendido un periodo transitorio para “afianzar” el poder, para defenderse de las agresiones externas e internas, pero dicho periodo transitorio debería haber desaparecido con la desaparición de dichas agresiones.
A pesar de la principal diferencia entre la revolución proletaria rusa de Octubre de 1917 y las revoluciones burguesas, consistente en que en el primer caso se pretendía, además de conquistar el poder político, cambiar el sistema económico (del capitalismo al socialismo), el método empleado fue sustancialmente el mismo. La clara diferencia de objetivos (emancipación del conjunto de la sociedad, eliminación de la explotación y sustitución del sistema económico por uno nuevo) no fue correspondida por una clara diferencia de métodos. Si bien es cierto que en los comienzos del nuevo Estado soviético se utilizaron métodos mucho más democráticos que hacían participar a las masas desde abajo, en la democracia de los soviets, también es cierto que rápidamente los soviets pasaron a estar bajo el control de una élite que fue tomando excesivo protagonismo y que fue progresivamente suplantando a las masas. En definitiva, se siguió miméticamente el mismo patrón de comportamiento que en las revoluciones burguesas porque se interiorizó la concepción burguesa del Estado y de la sociedad. Dado que la izquierda marxista, el partido bolchevique, no se dio cuenta de (o menospreció) la diferente naturaleza de la clase proletaria ni de la diferente naturaleza de los intereses que la movían, no se dio cuenta de la necesidad de usar diferentes estrategias para acceder al poder (o para afianzarlo) y se limitó a usar las mismas estrategias que las clases que la precedieron. “Se usó un vehículo diseñado para otro tipo de viaje y para otro tipo de pilotos”. Y el resultado, como es bien sabido, no fue en realidad el acceso al poder del proletariado sino la creación de una nueva clase dominante que en representación del proletariado usó el poder para en algunos casos beneficiar a éste pero en otros casos a ella misma. A lo largo de este trabajo, en el fondo, lo que propugno es que la izquierda use “el vehículo adecuado para el viaje que desea hacer”, que no es ni más ni menos que la emancipación de la sociedad, no la sustitución de un sistema por otro similar pero de diferente aspecto, no un cambio de forma, sino que un cambio de fondo, sino que un sistema EN ESENCIA distinto (“queremos cambiar el guión de la obra, no sólo sus actores”). Y dicho “vehículo” no puede ser otro que la DEMOCRACIA, la verdadera democracia (el poder del pueblo). La clase mayoritaria no necesita un Estado “parcial” para dominarlo, su fuerza, que es la mayoría, se impondrá indirectamente en cuanto el Estado sea “imparcial”, es decir democrático. El proletariado no necesita tomar el poder político “por la fuerza”. Le basta la fuerza de la razón, no necesita la razón de la fuerza. Su fuerza reside en su naturaleza mayoritaria y en sus postulados justos y legítimos, en la lógica aplastante de que una sociedad sólo puede sobrevivir a largo plazo si vela por el bienestar de la mayoría de la misma, en la lógica aplastante de que sólo puede haber paz si hay justicia. Querer reprimir explícitamente al contrincante, en el fondo, denota falta de confianza en las propias posibilidades de vencerlo en igualdad de condiciones. Los postulados de la izquierda pueden vencer fácilmente a los postulados de la derecha en cuanto se den las mínimas condiciones para que ambos puedan ser oídos en igualdad de condiciones por el pueblo, en cuanto la prensa sea libre, en cuanto exista verdadera libertad de expresión, en cuanto haya verdadera democracia. La izquierda no necesita las mismas “trampas” para “imponerse”, tiene a su favor la legitimidad y veracidad de sus postulados y el hecho de que defiende los intereses de la inmensa mayoría del pueblo. El verdadero acceso al “poder” del pueblo es la democracia. Por supuesto, la verdadera democracia, no la que la burguesía ha “montado”, pero tampoco la de los autoerigidos representantes del proletariado que se niegan a poner sus cargos a disposición del pueblo, que han sustituido una situación que debió ser transitoria en “eterna”. ¿Qué hubiera ocurrido si tras el triunfo de las revoluciones y pasado cierto periodo transitorio, se hubiera construido una auténtica democracia (en la que la nueva clase dirigente hubiera puesto su cargo a disposición del pueblo mediante elecciones directas al final del proceso democratizador)?.
c) En la forma de defender las ideas
La izquierda se equivocó en el lenguaje empleado en la guerra ideológica contra la ideología de la clase dominante, es decir, contra la ideología burguesa. Frente al concepto burgués de democracia liberal la izquierda marxista usó la idea de dictadura del proletariado. En vez de centrarse en desenmascarar y denunciar ante el pueblo a la primera llamándola dictadura burguesa, se “autoinculpó” llamando a la democracia popular dictadura del proletariado (recordemos que el término "dictadura", traducido del alemán, en realidad denotaba "hegemonía"). En realidad, probablemente, lo que se quería expresar era la aspiración a que el proletariado (el conjunto del pueblo) tuviera la hegemonía que le correspondía como clase mayoritaria.
Para el marxismo, el Estado es igual a una dictadura de clase, incluso la llamada democracia liberal se considera la dictadura de la burguesía. Por tanto, al usarse el término dictadura del proletariado, probablemente, se quería expresar el hecho de que el Estado debía ser dominado por el proletariado (por el pueblo) en vez de por la burguesía. Pero esta insistencia en la idea de hegemonía no era realmente necesaria.
Una vez que el Estado se librara de la hegemonía de cualquier minoría dominante y fuera realmente democrático, el proletariado hubiera sido la clase hegemónica por su naturaleza mayoritaria (la democracia representa la hegemonía de la mayoría, a veces se le llama incluso la dictadura de la mayoría). No era necesario insistir en esto. En este caso la hegemonía no había que “forzarla” porque con una democracia verdadera vendría automáticamente, indirectamente. Pero no sólo se cometió el error de insistir en la cuestión de la hegemonía sino que también se cometió el error de defenderla con un lenguaje poco hábil. Es decir, la izquierda se “autodemonizó” mientras que permitió que el enemigo se “autosantificara”. Se puso a la misma “altura intelectual” que el enemigo, asumió su concepción del mundo, de la sociedad, pero al mismo tiempo fue menos hábil que él en el uso del lenguaje (en su afán de distanciarse de la hipocresía del discurso burgués). La izquierda asumió la concepción burguesa de la sociedad, del Estado, de la democracia, y aspiró sólo a sustituir a la burguesía, aspiró a sustituir el Estado burgués por el Estado proletario, la democracia burguesa (denominada democracia liberal) por la democracia proletaria (autodenominada dictadura del proletariado). La izquierda debería haber contrapuesto la verdadera democracia o democracia popular a la falsa democracia o democracia liberal.
El término dictadura del proletariado, uno de los conceptos más polémicos y ambiguos del marxismo, ha sido fuente de intensos debates, de tergiversaciones, de múltiples interpretaciones (a veces contrapuestas: interpretación autoritaria vs. interpretación democrática del término original hegemonía). No hay más que recordar que Marx planteó la dictadura del proletariado como el régimen necesario liderado por la clase obrera para sustituir a la burguesía y evitar la resistencia de ésta a los cambios encaminados a la implantación de una sociedad socialista, pero no especificó la forma concreta que debía tomar dicho régimen porque, fiel a su enfoque científico, esperaba que las experiencias prácticas mostrarían el camino a tomar. Por ejemplo, tras la experiencia de la Comuna de París, Marx concluyó que el proletariado no sólo debía conquistar el Estado burgués sino que además debía destruirlo, debía cambiarlo radicalmente, a través de las comunas, consejos o soviets. Según la interpretación marxista de dicha experiencia, la dictadura del proletariado se refería a la verdadera democracia de base, a lo que en algunos sectores del marxismo moderno se llama ahora democracia obrera (una forma implícita de reconocer lo inadecuado e inhábil del término original dictadura del proletariado). Sin embargo, Engels puntualizó que la forma de la dictadura del proletariado era la república democrática, como expresó claramente en Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891: Está absolutamente fuera de duda que nuestro partido y la clase obrera sólo pueden llegar a la dominación bajo la forma de la república democrática. Esta última es incluso la forma específica de la dictadura del proletariado, como lo ha mostrado ya la Gran Revolución francesa. Sin embargo, Lenin interpretó esta afirmación diciendo que la República democrática es el acceso más próximo a la dictadura del proletariado (El Estado y la Revolución). Pero además, Lenin decía que la dictadura del proletariado era en realidad una democracia para los proletarios y una dictadura para los burgueses (justo al contrario que en las democracias burguesas): […] período de transición del capitalismo al comunismo, al período de derrocamiento de la burguesía y de completa destrucción de ésta. En realidad, este período es inevitablemente un período de lucha de clases de un encarnizamiento sin precedentes, en que ésta reviste formas agudas nunca vistas, y, por consiguiente, el Estado de este período debe ser inevitablemente un Estado democrático de una manera nueva (para los proletarios y los desposeídos en general) y dictatorial de una manera nueva (contra la burguesía) (El Estado y la Revolución). Para Lenin, la dictadura del proletariado debía significar una democracia para los obreros y una dictadura contra la burguesía (como así hubiera sido indudablemente e indirectamente en una auténtica democracia, en la dictadura de la mayoría), propugnaba elecciones libres y democráticas y revocabilidad de todos los funcionarios, pero para él, además, la burguesía debía ser temporalmente y explícitamente reprimida de forma violenta por el nuevo Estado proletario dirigido por una vanguardia: Educando al Partido obrero, el marxismo educa a la vanguardia del proletariado, vanguardia capaz de tomar el Poder y de conducir a todo el pueblo al socialismo, de dirigir y organizar el nuevo régimen, de ser el maestro, el dirigente, el jefe de todos los trabajadores y explotados en la obra de construir su propia vida social sin burguesía y contra la burguesía. […] Pero la dictadura del proletariado, es decir, la organización de la vanguardia de los oprimidos en clase dominante para aplastar a los opresores, no puede conducir tan sólo a la simple ampliación de la democracia. A la par con la enorme ampliación del democratismo, que por vez primera se convierte en un democratismo para los pobres, en un democratismo para el pueblo, y no en un democratismo para los ricos, la dictadura del proletariado implica una serie de restricciones puestas a la libertad de los opresores, de los explotadores, de los capitalistas. Debemos reprimir a éstos, para liberar a la humanidad de la esclavitud asalariada, hay que vencer por la fuerza su resistencia, y es evidente que allí donde hay represión, donde hay violencia no hay libertad ni hay democracia.(El Estado y la Revolución). Lenin apostaba, por un lado, por la razón de la fuerza en vez de por la fuerza de la razón, en vez de contar con la fuerza inherente del proletariado, como era su naturaleza mayoritaria (o incluso aun admitiendo que no era todavía la clase mayoritaria en Rusia, con la fuerza de sus razones, con su capacidad de convencer al resto de masas explotadas, con su capacidad de representación y liderazgo de la mayoría), y por otro lado, por la necesidad de una vanguardia (el partido bolchevique) que representara al proletariado y que a su vez representara al pueblo en su conjunto.
De esta manera, se dejó la puerta ideológica abierta (se permitió una interpretación peligrosa) a la implantación de una dictadura pura y dura (no sólo transitoria), que con el tiempo, degeneró en la dictadura de una clase burócrata minoritaria. Justo lo contrario que el mismo Lenin (y por supuesto Marx) buscaba, como demuestran sus comentarios acerca de la experiencia de la Comuna de París: Precisamente sobre el ejemplo de la Comuna, Marx puso de manifiesto que bajo el socialismo los funcionarios dejan de ser "burócratas", dejan de ser "funcionarios", dejan de serlo a medida que se implanta, además de la elegibilidad, la amovilidad en todo momento, y, además de esto, los sueldos equiparados al salario medio de un obrero, y, además de esto, la sustitución de las instituciones parlamentarias por "instituciones de trabajo, es decir, que dictan leyes y las ejecutan". (El Estado y la Revolución). O como demuestran sus comentarios cuando critica a Kautsky: Kautsky no comprendió, en absoluto, la diferencia entre el parlamentarismo burgués, que asocia la democracia (no para el pueblo ) al burocratismo (contra el pueblo ),y el democratismo proletario, que toma inmediatamente medidas para cortar de raíz el burocratismo y que estará en condiciones de llevar estas medidas hasta el final, hasta la completa destrucción del burocratismo, hasta la implantación completa de la democracia para el pueblo. (El Estado y la Revolución). En vez de apostar por una auténtica democracia, en la que, al ser la burguesía minoritaria, no era necesario reprimirla explícitamente puesto que la mayoría se impondría inevitablemente, Lenin apostó por una dictadura de una vanguardia (por la dictadura del proletariado dirigido por una vanguardia) que representaba al pueblo y que por tanto lo suplantaba. En vez de centrarse en implantar una verdadera democracia y en la forma de defenderla de sus enemigos (es decir, de la burguesía fundamentalmente), se impuso la filosofía de “atacar preventivamente” a la burguesía, pero con el inconveniente de que al reprimir a ésta, simultáneamente, se suplantaba al pueblo y por tanto no se cambiaba el sistema, simplemente se cambiaban los “actores” e incluso se cambiaba a peor “el guión”. En vez de conseguir más democracia que la democracia burguesa, en vez de mejorarla, en vez de desarrollarla hacia una auténtica democracia, se retrocedía hacia una dictadura. Fue casi peor el remedio que la enfermedad, porque no se usó el remedio adecuado. En mi opinión, éste fue su principal error. No previó, hasta casi el final de su vida, que esta apuesta entrañaba un peligro muy probable y claro de sustitución de la dictadura burguesa por una dictadura de una nueva minoría dominante. No se dio cuenta de que el concepto dictadura de una vanguardia iba en realidad contra la mayoría, contra el pueblo, y que conducía inevitablemente hacia el burocratismo que tanto quería evitar. Poco antes de morir, a pesar de su enfermedad, Lenin inició una campaña contra la burocracia, que ya mostraba claros signos de degeneración, y especialmente contra su máximo representante Stalin. Aunque, aparentemente, en ningún momento Lenin se dio cuenta que él mismo, sin quererlo, había contribuido a dicho peligro por su concepción de la dictadura del proletariado y por su concepción de un partido fuertemente centralizado y disciplinado. Él explicaba la degeneración burocrática exclusivamente por la influencia del antiguo orden capitalista burgués así como por el aislamiento de la revolución en un país campesino, atrasado y analfabeto.
En la última carta dirigida al congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, al que no pudo acudir debido a su enfermedad, Lenin advertía sobre el peligro de Stalin en los siguientes términos: El camarada Stalin, al ascender a secretario general, ha concentrado en sus manos un poder inmenso, y no estoy convencido de que sepa siempre utilizarlo con la suficiente prudencia. Y en la posdata de su Testamento, Lenin recomendaba la destitución de Stalin como secretario general porque es demasiado brusco y este defecto, plenamente tolerable en nuestro medio, se hace intolerable en el cargo de secretario general, y aconsejaba su sustitución por una persona que sea más tolerante, más leal, más correcto y más atento con los camaradas, menos caprichoso, etc. ¿Qué mejor prueba del enorme poder de la élite que dirigía la revolución rusa?. Una revolución donde incluso el “padre” de la misma, convertido casi en su “zar”, deja en testamento sus recomendaciones de quién no debe sucederle. Para Lenin el problema era sobre todo que Stalin no era la persona adecuada. El problema no era tanto la enorme acumulación de poder en pocas manos, sino sobre todo la persona que lo había acumulado. El simple hecho de las interminables polémicas entre “comunistas”, entre las fracciones estalinista y trotskista, basadas en lo que dijo tal o cual persona del partido bolchevique, habla por sí solo del método revolucionario sustentado en una excesiva personificación. Personificación que posteriormente derivó en el culto a la personalidad, culto que en el fondo ya existía en cierta medida en el marxismo para con el mismo Marx (quien por cierto huía del término marxista). El concepto de dictadura del proletariado traducido a dictadura de la vanguardia del proletariado, contenía el germen, la contradicción interna, que provocó, pasado poco tiempo, la degeneración del “nuevo” sistema. La dictadura del proletariado que debió significar con el tiempo la dictadura de la mayoría, es decir, la auténtica democracia, fue “liquidada” por la dictadura de su vanguardia, es decir, por una dictadura. La dictadura del proletariado que fue pensada originalmente como un régimen TRANSITORIO donde la democracia era ejercida por el proletariado y el campesinado (a través de los soviets) y donde la burguesía era temporalmente excluida de la misma, degeneró en la dictadura permanente de una élite en contra del pueblo en su conjunto. Las restricciones de las libertades, pensadas inicialmente como una medida transitoria contra la burguesía para evitar que ésta impidiera los avances democráticos, se extendieron a todo el pueblo indefinidamente. La experiencia de la Comuna de París, dicho sea de paso que hay distintas interpretaciones sobre las lecciones que proporcionó, para los marxistas mostraba la forma concreta que debía tomar la dictadura del proletariado (como afirma Engels en la introducción de La Guerra Civil en Francia: Últimamente las palabras "dictadura del proletariado" han vuelto a sumir en santo terror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!) y para los anarquistas era una experiencia claramente libertaria, en realidad, en mi opinión, enseñaba que la manera de combatir el Estado burgués basado en su falsa democracia liberal era sustituyéndolo por una auténtica democracia, por una democracia popular, en la que el pueblo (la mayoría) tenía la hegemonía que le correspondía y por tanto el Estado se democratizaba por completo (desde “abajo a arriba”). La cuestión clave residía en cómo implantar una verdadera democracia en la que el pueblo tuviera el verdadero poder (la hegemonía o dictadura del proletariado) y en cómo evitar que la minoría dominante anterior (la burguesía) dejara de serlo, en cómo evitar su resistencia a los cambios democráticos, en cómo “reprimirla” sin liquidar o menguar la propia democracia. Aquí estaba la clave. Lenin apostó por liquidar (o “amputar”) la propia democracia para reprimir a la burguesía y de esta manera también se acabó reprimiendo al pueblo, usó un “atajo” que se convirtió en “trampa”. Lenin se equivocó (error aprovechado y llevado al extremo por su sucesor Stalin para traicionar el espíritu inicial del marxismo y del leninismo). El contexto histórico desde luego fue determinante para su grave error, pero también hay que reconocer que el “germen” de su error ya había “echado raíces”. Porque Marx y Engels, a su vez, aun no sabiendo la forma que debía tomar el concepto de dictadura del proletariado se equivocaron también en el uso del término “dictadura”, se equivocaron incluso en la insistencia de la cuestión de la hegemonía, como ya comenté anteriormente. El uso del concepto hegemonía y además su traducción como dictadura posibilitó múltiples interpretaciones (algunas de ellas muy peligrosas y que precisamente fueron las que se impusieron finalmente), interpretaciones que ambos intelectuales tenían que haber restringido y aclarado mucho más de lo que hicieron. Pecaron de falta de previsión en la posibilidad de tergiversación de algunos de sus postulados, tenían que haber dejado las cosas más claras, tenían que haber hecho un ejercicio de “autotergiversación” para “cerrar todos los flancos” posibles, para evitar lo que en la historia tantas veces ha ocurrido con tantas ideas: su distorsión o mala interpretación. Su prudencia científica (o quizás su ambigüedad calculada, quién sabe) les jugó una mala pasada. Como no tenían suficientes datos prácticos para determinar la forma concreta que debía tomar la dictadura del proletariado (a pesar de ciertos intentos, como cuando Marx y Engels la asociaban a la Comuna de París, o como cuando Engels la asociaba a la república democrática), no sólo no pudieron especificar en qué debía consistir, sino que, además, y lo peor, es que no dijeron tampoco en qué NO debía consistir. Dejaron la puerta abierta a múltiples interpretaciones (algunas de ellas muy peligrosas) de algunas de sus ideas. Y éste fue, quizás, su principal error.
Como se ve, Marx y Engels fueron interpretados de múltiples maneras (como era inevitable por la forma en que expresaron algunas de sus ideas), Lenin fue a su vez interpretado de múltiples maneras (porque él mismo decía cosas aparentemente contradictorias, como por ejemplo, propugnar por un lado democracia y por otro represión por la fuerza de la burguesía por la vanguardia del pueblo), …, y el resultado final fue la sustitución de un régimen deleznable por un nuevo régimen que degeneró dando lugar a la barbarie del estalinismo (un régimen aún más cruel, a pesar de ciertos importantes logros, en particular, un crecimiento económico sin parangón en la historia). Pero éste no surgió de la nada, “el terreno estaba abonado para que germinaran las peores hierbas”, no se puede achacar exclusivamente a Stalin la causa del colapso de la URSS, de la degeneración de las revoluciones “marxistas” (aunque no cabe duda que contribuyó enormemente). No se produjo un solo error ni fue una única traición, se sucedieron una cadena de errores. Errores de personas bienintencionadas que fueron aprovechados por personas malintencionadas. No se puede explicar la degeneración del nuevo régimen soviético por causas exclusivamente coyunturales (aunque no cabe duda que el retraso de la revolución en Europa, que el acoso del nuevo régimen en forma de una guerra civil, que las consecuencias de la primera guerra mundial y que el acuciante atraso de Rusia influyeron notablemente). Coyuntura, por cierto, en parte previsible. La mayor parte de lo que ocurrió después de la toma del poder por los bolcheviques ya se esperaba. Ya se sabía que la burguesía reaccionaría violentamente, ya se sabía que la burguesía internacional no se iba a quedar de brazos cruzados. Era muy probable la posibilidad de una guerra civil. Por esto se planteaba la represión por la fuerza, la dictadura del proletariado. La única previsión que no se cumplió fue la extensión de la revolución internacional, en particular, no se previó que fracasaría en Alemania (y no prever esta posibilidad también fue un error). Y esto fue un duro revés que desde luego creó enormes dificultades. No cabe duda también que, como indica Ted Grant en su libro De la Revolución a la contrarrevolución: El terrible atraso de Rusia, junto al aislamiento de la revolución, empezó a pesar como una losa sobre los hombros de la clase obrera soviética. La guerra civil, el hambre y el agotamiento físico de los trabajadores provocaron la apatía política y dieron lugar a deformaciones burocráticas crecientes en el Estado y el partido. El contexto influyó mucho, esto es evidente. Pero no es tan evidente que explique por sí solo las deformaciones burocráticas crecientes en el Estado y el partido. No se puede asegurar tan tajantemente, como hace Ted Grant en su libro, que la degeneración burocrática de la Revolución Rusa no surgió de ningún fallo teórico del bolchevismo, sino de su acuciante atraso. No se puede echar toda la culpa a las dificultades (muchas de ellas bastante previsibles) y a la apatía política de la clase obrera soviética (lógica y previsible también). Algo habrá influido también la gestión de la élite que dirigía a las masas, algo habrá influido el método empleado para hacer las cosas, algo habrá tenido que ver el partido que dirigía la revolución. Y quizás no sólo habrán influido, sino que probablemente incluso fueron decisivos. Como decía el propio Lenin, La actitud de un partido político ante sus errores es uno de los criterios más importantes y más seguros para juzgar la seriedad de ese partido y el cumplimiento efectivo de sus deberes hacia su clase y hacia las masas trabajadoras.
Reconocer abiertamente los errores, poner al descubierto sus causas, analizar la situación que los ha engendrado y discutir atentamente los medios de corregirlos: eso es lo que caracteriza a un partido serio; en eso consiste el cumplimiento de sus deberes […]. Negarse a intentar buscar TODAS las posibles causas de la degeneración burocrática, descartar de ante mano (sin suficiente argumentación) ciertas posibles causas, negarse siquiera a investigarlas, es negarse a buscar y reconocer los errores, es negarse a contribuir a evitar su repetición, es el peor favor que se puede hacer a la causa. A pesar de todas las dificultades que padecía la revolución bolchevique, que una figura como Stalin, que no destacaba precisamente por su nivel intelectual, ni por su capacidad de liderazgo, fuera capaz de tomar el control del partido y del Estado por sí solo sin la ayuda de una burocracia emergente es inverosímil (y esto lo reconoce Ted Grant en su libro). Si Stalin consiguió imponerse es porque el aparato burocrático del partido le allanó el camino, es porque la democracia, incluso antes de su consagración definitiva como nuevo “líder”, ya flaqueaba, es porque la disciplina férrea (propugnada por Lenin) fue poco a poco imponiéndose (en un contexto difícil donde la autodefensa imponía medidas contundentes y extraordinarias) hasta extremos muy peligrosos, es porque el poder fluía de arriba a abajo y no al revés. En definitiva, no puede explicarse que en un régimen auténticamente democrático donde las masas tuvieran el verdadero poder, un nuevo dirigente mediocre consiguiera imponerse, máxime cuando reconocidos líderes como Lenin o Trotsky ya advertían del peligro de Stalin. Esto sólo puede explicarse realmente por el hecho de que el país estaba ya controlado, antes de ser Stalin su nuevo dirigente, por una élite que marcaba el curso de los acontecimientos, élite que incluso escapaba al control de su todavía líder, Lenin, y que era cada vez más controlada por el que iba a ser su nuevo líder, Stalin. En cuanto los mejores elementos de dicha élite desaparecieron de la misma y fueron sustituidos por una nueva remesa, por una nueva camarilla liderada por un “viejo bolchevique” dispuesta a usurpar el poder en su propio beneficio y en el de la nueva casta que le apoyaba (una burocracia nutrida de muchos funcionarios ex-zaritas), los acontecimientos se precipitaron y el régimen degeneró inexorablemente. Cuando el método revolucionario da mucho poder (casi todo) a unas personas concretas, a una vanguardia, se posibilita la traición a los ideales revolucionarios iniciales cuando dichas personas no tienen la integridad o la intención de las personas originales que establecieron dicho método. Cuando se insta al pueblo a confiar disciplinadamente en una vanguardia, que además le ha demostrado suficientemente su fidelidad en el pasado reciente, el pueblo no evita que dicha vanguardia degenere, no puede discernir, más que con el tiempo, si los cambios en dicha vanguardia le benefician o le perjudican. Si a esto añadimos el cansancio derivado de una dura guerra civil, entonces el pueblo se resigna y se deja llevar por los acontecimientos. En el momento en que el pueblo pierde el control de la situación, en el momento en que no hay verdadera democracia, el pueblo ha perdido el poder, la revolución ha fracasado. En el momento en que se establecen medidas excepcionales, aunque se planteen como transitorias, que dan la espalda al pueblo, en el momento en que la revolución se hace a pesar del pueblo en vez de gracias a él, en el momento en que la vanguardia del proletariado se queda casi sin proletariado (porque una parte importante ha perecido en la guerra o por desnutrición, o porque se desvanece su conciencia de clase al ser sustituido en muchas fábricas por el campesinado) y se sitúa por encima del pueblo (formado mayoritariamente por un campesinado en parte hostil o no suficientemente favorable) para mantenerse a toda costa en el poder (recurriendo a la cada vez más férrea disciplina), en ese momento, la revolución ya no tiene sentido, ha perdido su razón de ser, se sientan las bases para una dictadura pura y dura, no la del proletariado, sino la de la vanguardia y su partido. ¿Cómo puede ser que un partido como el bolchevique que, según explica Ted Grant en su libro, contaba inicialmente con la mayoría de la población (de la mayor parte del proletariado y de gran parte del campesinado), tuviera que recurrir a la prohibición del resto de partidos como medida de “protección” de la revolución?. Cuando la “vanguardia” del pueblo tiene que recurrir a prohibir otros partidos, a prohibir incluso las fracciones dentro del único partido legal, a imponer la disciplina férrea en todos los ámbitos de la sociedad, es que algo falla en la revolución, es que la vanguardia no confía en sus posibilidades de liderazgo ni en el apoyo popular. Cuando se utiliza la disciplina no tanto para hacer más efectiva la acción conjunta de las masas, sino que para eliminar a los adversarios políticos, que se suponen carecer de apoyo popular, es que algo no cuadra. Es que la revolución ya ha fracasado porque las masas ya no son partícipes y se han convertido casi en obstáculo. No es posible una revolución en la que el pueblo no sea el protagonista. La revolución no sólo consiste en el acceso inicial al poder del pueblo sino que también en su permanencia. Poco después del acceso al poder del partido bolchevique, impulsado por las duras condiciones del momento histórico, pero también como consecuencia de su filosofía revolucionaria (o de algunas de sus premisas), y muy a su pesar, el leninismo (y en parte el marxismo), sentó, desgraciadamente, las bases para que posteriormente emergiera el estalinismo. El partido bolchevique entró en una dinámica imparable de asentar el poder casi a cualquier precio, incluso renunciando al apoyo popular, renunciando a que el pueblo tuviera voz. Se impuso la jerarquía, la disciplina de arriba a abajo y por tanto la democracia inicial de los soviets fue desbordada por los acontecimientos. La urgencia de defender el nuevo régimen a toda costa contra los enemigos internos y externos liquidó el propio régimen soviético.
Se impuso un estado de excepción que se convirtió posteriormente en “regla”, que no tuvo marcha atrás. Dicho de forma dialéctica, las contradicciones internas del marxismo y del leninismo “catalizadas” por las circunstancias, provocaron que algunas de sus peores y más peligrosas tendencias afloraran y se amplificaran dando lugar al estalinismo. Como proclama la dialéctica, las peores tendencias de dichas ideologías se impusieron hasta extremos insospechados e imprevistos (quizás por falta de previsión). El estalinismo, que traicionaba los ideales del marxismo- leninismo, se nutrió de él, se aprovechó de sus errores. Descontextualizó algunos de sus métodos, peligrosos métodos pensados para circunstancias extraordinarias, extremas y transitorias, para perpetuarlos indefinidamente, aunque la situación para la que fueron planteados dejara de existir. Los seres humanos somos dialécticos también, no podemos impedir caer presos de las contradicciones. Todos somos más o menos contradictorios y nuestras ideas también. Todos podemos pasar de un extremo al otro rompiendo el imprescindible equilibrio, podemos incluso traicionarnos a nosotros mismos. Es difícil que en el análisis de cualquier ideología o en el análisis de la actuación o ideas de cualquier persona, no afloren contradicciones, a no ser que dicho análisis se “auto reprima”. Las contradicciones existen por doquier, en la naturaleza, en la sociedad, en las ideologías, en las personas. Podremos ser más
o menos coherentes, pero nunca somos perfectos, siempre tenemos algo de incoherencia. Y más aún cuando estamos inmersos en un contexto tan complejo como por ejemplo una revolución o una guerra. Marx, Engels, Lenin o Trotsky mostraron un nivel de coherencia y de honestidad muy superior a la media, pero esto no les exime de haber cometido errores. Es fácil criticar tranquilamente postrado en un despacho las actuaciones de personas que hicieron historia “nadando contracorriente”. Siempre es más fácil analizar la historia que hacerla. Siempre es más fácil ser espectador que protagonista. De esto no cabe duda. Pero esto no impide, es más, es un deber, intentar analizarla, intentar encontrar los fallos de aquellos que hicieron historia. Es el mejor tributo que se les puede rendir. Ellos harían lo mismo y de hecho hicieron lo mismo en sus vidas. Se negaron a aceptar los dogmas y apostaron por la rebeldía intelectual. Apostaron por usar la razón para analizar. Apostaron por el pensamiento libre y crítico, por la independencia de espíritu. Pero por supuesto sin partir de cero.
Nunca el pensamiento parte de cero. Se trata de basarse en las ideas preexistentes pero no de forma acrítica. Se trata de posibilitar el avance de las ideas, estudiándolas, analizándolas, criticándolas, para enriquecerlas. Si se aceptan las ideas tal cual y se evita a toda costa su replanteamiento, a pesar de que las experiencias reales basadas en ellas lo reclamen imperiosamente, se imposibilita el avance intelectual de la humanidad.
Establecer un método que dependa de unas pocas personas y esperar que éstas hagan siempre un buen uso de él es pecar de ingenuos. Es estar “al filo de la navaja”. Es “jugar con fuego”. Porque efectivamente, Marx, Engels, Lenin o Trotsky pecaron de ingenuos al pensar que sus sucesores o las personas que iban a llevar a la práctica sus ideas iban a interpretar la idea de la dictadura del proletariado de la misma manera que ellos. No previeron la muy alta posibilidad de que alguien aprovechara esa ingenuidad, traducida a un lenguaje muy peligroso, para traicionar los ideales revolucionarios. Se equivocaron en el método empleado para llevar a cabo la revolución al no prever esta posibilidad. En definitiva, el concepto de la dictadura del proletariado facilitó enormemente la traición a la revolución, facilitó la sustitución de un régimen revolucionario por un totalitarismo burocrático, facilitó la sustitución de la vanguardia del proletariado por una nueva casta burocrática que no sólo no representaba al pueblo ni al proletariado sino que actuaba en contra de él y que finalmente abrazó el capitalismo abiertamente cuando el régimen “soviético” colapsó definitivamente. El concepto teórico de dictadura del proletariado se convirtió en la práctica en dictadura burocrática (así como el centralismo democrático del partido bolchevique se convirtió en centralismo burocrático) e impidió el desarrollo del verdadero socialismo que fue sustituido por un capitalismo de Estado (o un “semisocialismo”) que finalmente se convirtió en capitalismo puro y duro. Dicho en términos dialécticos, la cantidad se convirtió en calidad, se produjo un peligroso cambio cualitativo. El exceso de disciplina convirtió la dictadura del proletariado en dictadura burocrática y el centralismo democrático en centralismo burocrático.
La disciplina pasó del umbral por debajo del cual es beneficiosa para convertirse en perjudicial, pasó de ser un “atajo” a convertirse en una “trampa”. La forma de hacer la revolución imposibilitó ésta, la forma desvirtuó el fondo. Y esta forma errónea de hacer la revolución, de transformar radicalmente la sociedad, provino, entre otras cosas, de una forma inadecuada de defender las ideas, lo que provocó la distorsión de éstas. La falta de concreción, las aparentes contradicciones y la falta de claridad en el lenguaje se pagaron a un precio muy caro. Cabe preguntarse si no era inevitable, tarde o pronto, la degeneración de los regímenes basados en el confuso y ambiguo concepto de dictadura del proletariado, aun suponiendo la más democrática interpretación del mismo. Así como cuando uno juega con fuego puede acabar quemándose, la izquierda también acabó “quemándose”. El uso irresponsable e indiscriminado de la palabra dictadura provocó finalmente la destrucción de la democracia del incipiente Estado soviético, así como el abuso del término disciplina liquidó la democracia interna del partido bolchevique. El uso y abuso de un lenguaje muy peligroso facilitó la aniquilación de la Revolución.
Este lenguaje equivocado (junto con experiencias prácticas basadas en una interpretación tergiversada, equivocada, desproporcionada o interesada del mismo) fue un grave error estratégico que aún estamos pagando en la actualidad. La dictadura burguesa “disfrazada” de democracia liberal fue sustituida por la dictadura del proletariado sin ningún “disfraz”, por una dictadura “desnuda” y en muchos aspectos más implacable que la que sustituyó, en vez de haber sido sustituida por una auténtica democracia donde el pueblo (el proletariado) hubiera tenido el verdadero poder. Se renunció a concienciar al pueblo sobre su verdadero poder, se renunció a darle voz y protagonismo en su emancipación, se impuso “desde arriba” su supuesta liberación, se le suplantó en vez de liderarlo. El concepto de “vanguardia proletaria” se impuso (más allá del acceso al poder) y provocó la creación de una nueva clase dominante que decía actuar en nombre del pueblo pero que no confiaba en él (ni en las propias posibilidades de dicha “vanguardia” para convencerlo). La falta de confianza de dicha supuesta “vanguardia del proletariado” en su capacidad de liderazgo fue suplida por la imposición. En definitiva, los ideales de la revolución proletaria fueron traicionados y los regímenes que se suponían estar del lado del pueblo degeneraron en regímenes burocráticos, donde se sustituyó la burguesía por una nueva clase dirigente que acabó corrompiéndose a sí misma (a pesar de ciertos logros importantes), y finalmente cayeron estrepitosamente sin que el pueblo hiciera nada para impedirlo (más bien al contrario). La “agresividad” usada en las revoluciones para acceder al poder fue relevada por una nueva “agresividad” para mantenerlo a toda costa, aun a costa de los principios por los que se accedió al poder.
Se dio prioridad absoluta a afianzar el “nuevo” sistema, pero desde la perspectiva de la “vanguardia obrera”, es decir, el poder desde “arriba”, en vez de crear un sistema verdaderamente nuevo, en vez de afianzarlo en las bases, en el pueblo (lo que por otro lado hubiera sido más seguro para su continuidad). Se hizo depender el sistema de una élite y cuando ésta “falló” (lo cual no era nada improbable) el sistema se colapsó, el sistema no “echó raíces” en el pueblo y se perdió una oportunidad histórica única para avanzar hacia la verdadera emancipación de la humanidad, para avanzar hacia la auténtica democracia.
La apuesta por la dictadura del proletariado (al margen de interpretaciones, tanto si significaba realmente lo que aparentaba significar como si no) fue un estrepitoso fracaso que, con la perspectiva del tiempo, era bastante previsible. Este grave error estratégico ha permitido que en la actualidad mucha gente asocie izquierda transformadora con dictadura, con “antidemocracia”, con “antipopular”. Ha facilitado la labor de falsa conciencia del sistema burgués, ha dado argumentos al enemigo para permitirle engañar aún más al pueblo. Incluso hoy en día mucha gente de la izquierda desprecia la palabra democracia porque la asocia a la versión burguesa de ésta, sin ni siquiera plantearse la posibilidad de que haya otros modelos de democracia, sin darse cuenta de que en realidad la izquierda defiende la idea de democracia, en el verdadero sentido de la palabra (la hegemonía de la mayoría), permitiendo así que la burguesía se apropie de dicha palabra, permitiendo que democracia sea sinónimo de la versión burguesa de la misma. Y lo mismo puede decirse de otros conceptos como libertad o Estado. De esta manera la izquierda “le ha hecho el juego” a la derecha, sin quererlo, le ha hecho el mejor favor que podía hacerle. La izquierda ha permitido que la derecha se apropie de sus ideas, de su discurso (incluso se ven, y se vieron, nombres de partidos de derecha o de extrema derecha apropiándose de palabras tradicionalmente de la izquierda como popular o democracia o incluso socialista). Esto ha hecho mucho daño porque, por un lado, ha provocado que la gente piense que no hay alternativas (o que las que se plantean son peores, porque son “peor vendidas” o porque los antecedentes históricos de sistemas “alternativos” son peores, además de fracasados), y por otro lado, ha hecho que la gente pierda la esperanza en un mundo mejor porque aquellos conceptos tan “bellos” que le han “vendido” han perdido todo su “contenido” por la forma en que se han aplicado (en las democracias liberales). Es decir, este grave error ha provocado desilusión y escepticismo en la gente corriente, y de paso, ha facilitado el pensamiento único burgués. ¿Qué mejor manera de facilitar el pensamiento único del enemigo que rechazar los conceptos teóricos por la aplicación práctica que hace éste de los mismos, que asumir que la ÚNICA aplicación práctica de un concepto teórico es la que hace el enemigo?. ¿Qué mejor manera de dar a una teoría el rango de “única posible” cuando se la rechaza al confundir ésta con su aplicación práctica tergiversada y se plantean teorías “alternativas” que suenan irrealizables (al menos a corto plazo)?.
La forma de combatir la hipocresía del discurso burgués no debe ser “ensuciando” nuestro discurso sino que “desenmascarando” el del enemigo, haciendo contrastar la teoría con la práctica pero sin renunciar a la primera, aspirando a que de verdad la teoría se aplique en la práctica. Si ellos hablan de democracia, nosotros debemos decir que también la queremos pero al mismo tiempo debemos argumentar porqué en realidad aún no la tenemos, en vez de despreciarla. Nosotros debemos decir que queremos más democracia. Y lo mismo puede decirse del Estado, de la libertad y de tantos otros conceptos. La hipocresía del discurso burgués hay que combatirla usando sus mismos conceptos y exigiendo que se cumplan en la práctica, y no renunciando a los mismos conceptos. Debemos usar su propio discurso contra ellos mismos, debemos adelantarles “por la izquierda” (nunca mejor dicho), debemos poner en evidencia su hipocresía por sus propias contradicciones (entre sus propias ideas y sobre todo entre su discurso y su práctica, entre lo que dicen y lo que hacen). Debemos hacerles caer en su propia trampa y forzarles a que hagan en la práctica lo que predican en la teoría. Si ellos dicen que son democráticos, forcémosles a que lo sean de verdad en la práctica, forcémosles a desarrollar la democracia, aunque partamos de su modelo de democracia, forcémosles a aplicar los postulados de su proclamada democracia liberal, forcémosles a aplicar la separación de poderes o la elegibilidad de todos los cargos públicos, pongámosles en evidencia ante el pueblo para que no tengan más remedio que ir aplicando lo que predican, para que la libertad vaya ganando terreno, para que la evolución sea inevitable.
En definitiva, la burguesía ha usado el lenguaje de forma más inteligente que la izquierda, ha enmascarado sus intereses materiales con un discurso teórico idealista y sugerente (difícil de rechazar) y la izquierda ha combatido este discurso de manera equivocada cayendo en una trampa “lingüística” ( e ideológica) que ha pagado muy caro. La izquierda, el marxismo, no ha sabido usar la “caja de Pandora” ideológica que abrió la burguesía, se ha conformado con “cambiar los actores en vez de seguir cambiando el guión, en vez de continuar el cambio de guión o llevarlo a escena”, en vez de usar los propios conceptos que usó la burguesía para justificar sus intereses materiales (como libertad, igualdad, fraternidad, democracia) y llevarlos hasta la realidad hasta las últimas consecuencias. Y no sólo eso, sino que ha permitido que la burguesía cierre dicha “caja de Pandora” o por lo menos que ella controle lo que sale de ella. Es necesario que dicha caja se vuelva a abrir y se saque de ella todo lo que hay, que no es ni más ni menos que un “cambio de guión” continuo y profundo, un “cambio de guión” radical. Dicha caja representaba la posibilidad de “cambiar el guión” ilimitadamente y de eso se trata, de recuperar el “salto” que representó abrirla para seguir avanzando.
Pero además de todo lo anterior, nunca hay que olvidar que la izquierda defiende los intereses de la mayoría, y si quiere llegar al pueblo es IMPRESCINDIBLE usar un lenguaje que éste pueda comprender. La izquierda debe evitar el clasismo intelectual, el elitismo intelectual, esa actitud tan extendida entre ciertos “intelectuales” de negarse a debatir directamente con gente corriente, esa actitud de superioridad que muchas veces, en realidad, denota falta de confianza en las propias posibilidades de explicar o convencer, esa actitud distante y despreciativa hacia el “común de los mortales”, esa actitud orgullosa rebosante de pedantería y alejada de cualquier atisbo de humildad. Como decía Charles Chaplin, Todos somos aficionados: en nuestra corta vida no tenemos tiempo para otra cosa. Ese clasismo intelectual que hace que mucha gente juzgue unas ideas en función de quién las postula, que considera un escrito (por ejemplo publicándolo o no, o dándole mayor o menor importancia) por quién lo firma. Ese elitismo intelectual que obstaculiza la “democratización” de las ideas, el debate de las ideas extendido a todo el pueblo, que impide la aportación de nuevas ideas porque unos pocos “privilegiados” pretenden tener el “don” de estar “iluminados”, que antepone el conocimiento adquirido en los libros o en las tertulias de café de los “intelectuales” al conocimiento adquirido por un simple trabajador en su día a día “pegándose” con la realidad que sufre la mayoría de la población. Ese “intelectualismo” que da menos importancia a lo que se dice que a la forma de decirlo, que convierte el lenguaje como fin en sí mismo de lucimiento personal, aun a riesgo de perder eficacia en la transmisión de ideas, primando la complejidad, el exhibicionismo lingüístico, sobre la sencillez, disfrazando la simplicidad de ideas con un lenguaje premeditadamente sofisticado. Pedantería que tantas veces no es más que el “escudo” de la ignorancia “ilustrada”. El auténtico mérito consiste en ser capaces de explicar ideas aparentemente complejas de forma sencilla y no al revés. La izquierda debe transmitir sus ideas de forma eficaz, usando un lenguaje que la gente corriente entienda, debe esforzarse por que cualquier persona con un mínimo de inteligencia sea capaz de comprender lo que se le expone, debe impedir que el ciudadano de a pie no entienda lo que se le explica y tenga que recurrir a la fe, debe esforzarse por que las ideas no sean “patrimonio” de nadie, debe esforzarse por compartir conocimientos, debe fomentar la participación activa de todos los ciudadanos para que todo el mundo aporte sus ideas sin miedo al ridículo.
Cuando uno lee Trabajo asalariado y Capital, el resumen “popular” que hizo Marx de El Capital (aunque inicialmente fue publicado con anterioridad a su obra magna, Engels lo reeditó tras la muerte de Marx) para que los trabajadores de su época pudieran comprender sus importantes descubrimientos sobre el capitalismo, no puede dejar de pensar si realmente los obreros de su época fueron capaces de entender las ideas que el filósofo intentaba explicar. Si ya en nuestros días, personas con formación (aunque no económica) tenemos ciertas dificultades para entenderlas, ¿cómo personas prácticamente analfabetas pudieron comprender lo que se les decía?. Los obreros sólo podían comprender que se pasaban la vida trabajando y que su existencia era miserable, que mientras ellos eran cada vez más pobres, sus amos eran cada vez más ricos. Incluso probablemente no necesitaban comprender mucho más sobre las razones de la necesidad de cambiar la sociedad. Pero deberían haber comprendido mínimamente la forma en que se quería cambiar ésta, deberían haber sido partícipes más activos de la revolución. Frente a las ideas expuestas por Marx, sólo pudieron pensar que aunque no las entendían, parecían hablar de su emancipación, pero nada más. Tuvieron que depositar su confianza, su fe prácticamente “ciega”, en una vanguardia intelectual para su liberación de sus miserables vidas. Y ahí radicó quizás el principal problema, pusieron su emancipación en manos de “cuatro” líderes (de los cuales algunos de ellos indudablemente lucharon ejemplarmente por el pueblo, pero otros no, como es inevitable siempre). Dicha vanguardia intelectual cayó en el error del culto a las ideas (el dogmatismo) y, lo que es peor, a las personas. Muchas veces los debates “ideológicos” se limitaban a discutir sobre lo que dijo tal o cual persona (generalmente ya muerta, claro), al “palabra de”, se instauró un “integrismo ideológico” consistente en despreciar argumentos por no corresponder con la interpretación “oficial” y “ortodoxa” de los postulados de tal o cual personaje histórico. Se sustituyó el pensamiento libre y crítico por una nueva “religión”, y como en toda religión, se produjo la típica “inquisición”, la típica “caza de brujas” de los elementos “sacrílegos”. Los postulados de aquellos ideólogos que tanto criticaban a la religión por ser el opio del pueblo, se convirtieron en los nuevos “mandamientos” de la nueva “religión”. Dicha vanguardia intelectual tuvo excesivo protagonismo en la revolución, hasta el punto de llegar al extremo de no sólo dirigir al pueblo sino que de suplantarlo y finalmente traicionarlo. Era cuestión de tiempo (poco) que la revolución fuera traicionada, el método empleado y sobre todo la excesiva personificación lo hacían inevitable. Culto a la personalidad, tendencia natural de la humanidad, explotada y fomentada por aquellos “líderes” que anteponen sus intereses personales a cualquier otro, que la utilizan como “disfraz” para enmascarar la traición a los verdaderos ideales de aquellas personas a las que dicen rendir tanto culto. Culto a la personalidad también presente en nuestros días. ¡Cuántos artículos o escritos se ven donde sus autores repiten como loros los postulados de tal o cual ideólogo pasado y diciendo lo genial que era sin atreverse a la más mínima crítica, como si sus postulados fueran perfectos e inmaculados, como si no hubieran existido experiencias prácticas fracasadas en base a dichas ideas “perfectas”, como si esos mismos ideólogos no fueran acérrimos defensores del pensamiento libre y crítico que tanto obvian sus “defensores”!. El caldo de cultivo de la degeneración de las revoluciones “marxistas” estaba impregnado en las propias entrañas de las mismas (en algunas partes de su ideología y en la manera de hacer las cosas). En nombre de la “Revolución” llegaron las censuras, las prohibiciones, las deportaciones, las ejecuciones. Es decir, llegó la contrarrevolución. La misma élite que posibilitó la revolución ejerció la contrarrevolución en cuanto las personas que formaban parte de dicha élite fueron otras. El germen de la contrarrevolución estaba en el seno de la misma revolución (como proclama la dialéctica), en el método empleado, en la posibilidad de redirigir la represión por la fuerza de la burguesía (propugnada por Lenin) hacia los líderes revolucionarios que no se sometían a la nueva élite que traicionaba la Revolución de Octubre. Éste es el peligro del método empleado, el peligro de que las “armas peligrosas” sean mal empleadas y se vuelvan contra uno mismo. El peligro de que las “armas” sean monopolizadas por una élite sin control, que las use de una u otra manera, contra unos u otros. El peligro de que unas pocas personas decidan por sí mismas cómo emplear dichas “armas”. El peligro de que decidan por sí mismas qué es revolucionario y qué es contrarrevolucionario. El peligro de que el curso de los acontecimientos esté en unas pocas manos. Ninguna revolución debe depender de la fe, de personas concretas, esta dependencia es la garantía de su fracaso tarde o pronto. Las masas deben comprender realmente los motivos de su emancipación, deben participar activamente en ella, deben ser lideradas pero nunca suplantadas. Si cada ciudadano es en primer lugar capaz de comprender la necesidad y posibilidad de cambiar las cosas y en segundo lugar capaz de involucrarse personalmente en cambiarlas, entonces la probabilidad de éxito de cualquier revolución se dispara. Sin embargo, si los ciudadanos se mueven guiados por la fe en ciertos líderes, en cuanto fallan éstos (como suele ser bastante habitual, Rumbo a la Democracia: Los errores de la izquierda
tarde o pronto), la revolución fracasa. La mayor garantía de éxito de cualquier empresa social es la implicación del conjunto de personas involucradas en la misma y dicha implicación no es posible sin la motivación y sin la comprensión. No hay nada más contrarrevolucionario que el culto de cualquier tipo (a las ideas y sobre todo a las personas). Y no hay nada más revolucionario que la auténtica libertad (especialmente la libertad de pensamiento y de expresión). Sin un método donde la libertad sea la protagonista, no es posible la revolución. La libertad no debe ser vista como caos, la auténtica libertad no es lo mismo que el libertinaje. La libertad no es incompatible con la organización, con la unidad de acción. Es más, sin libertad no hay verdadera unión, sólo hay una unión aparente y “forzada”, “artificial”, que en cualquier momento se resquebraja, en cuanto el “pegamento” usado para conseguirla deja de ser efectivo (véase el ejemplo de tantos partidos que de la noche a la mañana pasan de aparentar ser muy cohesionados e invencibles a desaparecer o hundirse irremediablemente, véase el ejemplo de cómo se disolvió en muy poco tiempo la URSS, en cuanto el “pegamento” artificial de la disciplina férrea, de la represión, desapareció o incluso disminuyó ligeramente). La verdadera unión debe sustentarse en el compromiso personal adquirido en base a la decisión libre, y no en base a la disciplina férrea o al miedo. La unión basada en la libertad es más difícil de obtener, requiere más tiempo para conseguirla, requiere más trabajo y paciencia, pero también es más segura, es más duradera en el tiempo, es más eficaz. Una unión basada en la libertad es más sólida que una basada en la pura disciplina o represión porque en el primer caso se actúa por convencimiento personal, se actúa movido por la motivación, se actúa con iniciativa. La auténtica libertad debe permitir que los procesos revolucionarios se hagan sin límites, se hagan con el protagonismo del pueblo. La libertad, junto con su “hermana gemela” la democracia (la auténtica), evita la degeneración de todo proceso revolucionario. La revolución no consiste sólo en la conquista del poder político por parte del pueblo sino que sobre todo en la transformación de la sociedad en una más libre y justa. En este sentido la revolución no tiene por que ser necesariamente violenta y brusca. No hay que tener la visión de un solo tipo de revolución posible. No es posible que el pueblo mejore sus condiciones de vida materiales (a largo plazo) sin libertad ni justicia. Y no es posible alcanzar la libertad sin usarla (sabiamente mezclada con una mínima e imprescindible disciplina).
Los ideales son necesarios para mejorar las condiciones de vida materiales, no hay que renunciar a ellos. La verdadera emancipación del conjunto de la sociedad sólo podrá producirse cuando los ideales de justicia (es decir, igualdad) y libertad se lleven a la práctica hasta sus últimas consecuencias (esto no significa que puedan alcanzarse de la noche a la mañana). En este aspecto, las revoluciones burguesas eran más ambiciosas y revolucionarias (ideológicamente hablando), por esto la traición de la burguesía a sus propios ideales iniciales fue aún mayor (y sobre todo más hipócrita). Hay que retomar dichos ideales y llevarlos realmente a la práctica. Éste era inicialmente el papel del proletariado: continuar la revolución que la burguesía inició para posteriormente pararla una vez alcanzados sus intereses de clase. La revolución proletaria tenía como objetivo fundamental continuar la revolución burguesa, retomando sus ideales y llevándolos a la realidad hasta las últimas consecuencias, para conseguir la verdadera emancipación de TODA la sociedad.
El lector podría preguntarse ¿por qué por un lado se dice en este trabajo que por el hecho de que el Estado haya sido aplicado en la práctica de forma aberrante no significa que haya que renunciar al Estado “ideal” o que no hay que renunciar al concepto teórico del socialismo por sus experiencias prácticas fracasadas o desvirtuadas y sin embargo, por otro lado, no se dice lo mismo con respecto a la dictadura del proletariado?. El Estado no parece prescindible en la sociedad actual (no hay ningún país que se organice al margen de él en el presente), ni siquiera parece posible organizar la sociedad sin él a corto/medio plazo (y esto, los que postulaban el concepto de la dictadura del proletariado, lo tenían muy en mente). Sin embargo, la dictadura del proletariado es totalmente prescindible (no existe en la mayoría de países en la actualidad, y la mayoría de los países que la implantaron en el pasado, la abandonaron en cuanto pudieron elegir). Por tanto, es imperativo aspirar a mejorar lo imprescindible pero puede renunciarse a mejorar lo prescindible. O dicho de otra forma, es más urgente aspirar a mejorar lo que es menos prescindible. Es más, la dictadura del proletariado implica otra aplicación práctica aberrante del concepto de Estado (en algunos aspectos aún más aberrante que el Estado burgués). Es un modelo de Estado que ya en la teoría parece problemático, supone sustituir una aberración práctica de un concepto teóricamente y aparentemente correcto por un modelo teórico ya de por sí incorrecto. Supone el traspaso a la teoría de una aberración práctica sustituida por otra. El Estado burgués que en teoría es aceptable (puesto que en teoría es un Estado “imparcial” al servicio de toda la sociedad) pero que en la práctica es inaceptable (porque en la práctica es un Estado al servicio de la burguesía) es sustituido por el Estado proletario que ya es inaceptable en la propia teoría porque reconoce directamente (desde luego de forma menos hipócrita, eso es bien cierto) que está al servicio del proletariado y porque éste es representado por una vanguardia que se autoerige en benefactora del pueblo. En el primer caso se trata de un error en la puesta en práctica y en el segundo caso se trata de un error teórico (puesto que asume el error práctico del primer caso en su propia teoría). Desde el punto de vista teórico o conceptual no existe ninguna razón para que el Estado deba aplicarse siempre de forma aberrante en la práctica, y si se analiza el concepto teórico de socialismo, se verá que, aunque los países que se autodenominaron como tales tuvieron algunos elementos característicos de él (la propiedad pública de los medios de producción), otras características del socialismo no se cumplieron o se cumplieron muy insuficientemente (el control democrático de los medios de producción o la tendencia a la disminución de las desigualdades sociales). Por el contrario, el concepto de dictadura del proletariado es en sí mismo aberrante o erróneo desde el punto de vista teórico, como he intentado explicar a lo largo de este trabajo. Sí parece posible, al menos no parece haber ningún impedimento sobre el papel, conseguir una aplicación práctica del Estado lo más cercana posible al ideal, pero parece inevitable la degeneración de la aplicación práctica del concepto dictadura del proletariado. Ésta no es sólo prescindible (a diferencia del Estado) sino que además constituye un obstáculo para la implantación del verdadero socialismo. El problema es que el Estado o el socialismo tienen unas concepciones ideales a las que se puede y se debe tender, pero la dictadura del proletariado, en su afán por huir de los idealismos, en su afán por aceptar la realidad sin más, aspira a modificar ésta sustituyendo simplemente un error por otro (e incluso agravándolo). La diferencia entre Estado, socialismo y dictadura del proletariado es que en este último caso el propio concepto teórico es un problema. De una teoría aparentemente correcta se pueden conseguir buenos resultados prácticos o no, pero de una teoría ya de por sí incorrecta es inevitable conseguir malos resultados prácticos. Como dice Alexander Berkman en El ABC del Comunismo Libertario: Por su misma naturaleza una dictadura está limitada a un pequeño número de personas. Cuantas menos sean, tanto más fuerte y más unificada es la dictadura. La realidad es que la dictadura se encuentra siempre en las manos de una persona, el hombre fuerte, cuya voluntad fuerza siempre al consentimiento de sus codictadores nominales. No puede ser de otra forma, y así ocurrió con los bolcheviques. Aunque también es cierto que para Alexander Berkman, lo mismo puede decirse del concepto de Estado. Para él, como para cualquier anarquista, el Estado es también un concepto teórico incorrecto del que nunca podrá conseguirse una aplicación práctica que no sea mala.
Sin embargo, para el marxismo o el anarquismo el Estado es un concepto teórico incorrecto porque su aplicación práctica lo ha demostrado. Es decir, ambas ideologías han llegado a dicha conclusión, no razonando exclusivamente en la teoría, sino que contrastando ésta con la práctica, pero, y aquí está su error en mi opinión, asumiendo que la única aplicación práctica del mismo es la que ha habido hasta ahora. Ambas corrientes no han sido capaces de demostrar en el campo de la teoría que el concepto de Estado es por naturaleza incorrecto. Hay que tener en cuenta que muchas aplicaciones prácticas de las ideas sólo tienen en común con sus correspondientes conceptos teóricos el nombre. De hecho, la mayoría de las ideas de la humanidad han sido aplicadas en la práctica de forma totalmente distorsionada, parece que la principal especialidad del ser humano es convertir en la práctica en negro lo que en la teoría era blanco. ¿O es que tiene algo que ver, por ejemplo, lo que predicaba Jesucristo con las prácticas de la iglesia llamada cristiana?. Si asumimos que un concepto teórico es incorrecto por su aplicación práctica, entonces probablemente la mayoría de los conceptos, sino todos, son incorrectos. Sin embargo, si ya en la teoría, se llega a la conclusión de que un concepto es incorrecto entonces nunca podrá aplicarse con buenos resultados en la práctica. En un caso no es casi necesario llegar a la práctica, es fácil prever los resultados prácticos, y en el otro es necesario intentar llevarlo a la práctica, y su fracaso no garantiza la incorrección teórica. También podríamos decir que la aplicación práctica fracasada de la anarquía en el pasado o en los momentos breves de la historia reciente demostrarían que es un concepto teórico incorrecto. ¿El hecho de que la anarquía “primitiva” no haya sido capaz de evitar ser sustituida por el Estado hace que sea una teoría incorrecta?. Si asumimos que una cosa es la teoría y otra la práctica, y que una aplicación práctica errada de un concepto teórico no tiene por que significar que éste es incorrecto, entonces de la misma manera en que la anarquía no puede considerarse como una teoría incorrecta, tampoco puede afirmarse de otros conceptos como Estado o socialismo. Si no somos capaces de concluir que el Estado es inevitablemente un concepto erróneo sin recurrir a comparar su teoría con su práctica, entonces tampoco podemos afirmar que la anarquía es imposible porque en un momento dado de la historia no pudo sobrevivir o porque aún no se haya alcanzado en una sociedad moderna. Puede afirmarse con certeza que un concepto es erróneo cuando razonando en la propia teoría se llega a la conclusión de que ese concepto es por naturaleza, por definición, incorrecto, cuando “navegando en el propio mar de la teoría se llega inevitablemente a mal puerto”. En cualquier otro caso una aplicación práctica problemática no significa necesariamente una teoría mala. Esto sólo puede afirmarse con rotundidad cuando para aplicar el concepto teórico a la práctica se han seguido a rajatabla TODOS sus postulados. Por ejemplo, si al aplicar la teoría del socialismo, se hubieran aplicado todos sus postulados, y no sólo algunos de ellos, entonces su experiencia fracasada demostraría irremisiblemente lo erróneo de dicha teoría. Si en la aplicación práctica del socialismo no se ha cumplido el control democrático de los trabajadores, entonces el socialismo sólo se ha aplicado en parte y por tanto no puede descartarse por completo por su experiencia fracasada. En mi opinión, la dictadura del proletariado, a diferencia del socialismo, del comunismo, de la anarquía e incluso del Estado (y en esto discrepo del marxismo y del anarquismo), es, por definición, un concepto erróneo. Es inevitable, es imposible, una aplicación práctica de la dictadura del proletariado que no derive en una dictadura como la que ocurrió en la URSS. Podrá tener distintas caras, pero siempre derivará en la dictadura de una minoría en contra del pueblo, no puede ser de otra forma. Dictadura y proletariado o pueblo son conceptos totalmente antagónicos. Dictadura del proletariado es un contrasentido teórico que no lleva a nada bueno en la práctica, significa en realidad dictadura contra el proletariado en nombre del proletariado.
3) La necesidad del cambio en las ideas y en las estrategias
En todo caso, al margen de si el lector está de acuerdo o no con estas opiniones que intentan aportar un “granito de arena” al necesario debate en la izquierda para su resurgimiento, lo que sí está claro es que es imprescindible este debate para que se produzca dicho resurgimiento. Y este debate debe ser abierto, sincero, valiente y sin ningún límite, hay que replantearse hasta lo que parece incuestionable, hay que perder el miedo a criticar lo que parece que incluso dentro de la propia izquierda son “verdades intocables”. Es preferible decir tonterías, que a lo mejor no lo son tanto o que si en efecto lo son pueden ser fácilmente rebatidas, que quedarse callado por miedo al ridículo e impedir que se pueda aportar algo. Si uno acepta sin más los dogmas y se queda callado entonces no ayuda a que la izquierda pueda renacer algún día, es el peor favor que se le puede hacer. Además, ser de izquierdas no es sólo defender unas ideas (ajenas y que muchas veces ni se comprenden realmente), es sobre todo una actitud ante todas las cosas de la vida (incluida la política). Es una apuesta personal por el pensamiento crítico y libre sin el que es imposible cambiar la realidad.
Por un lado, siempre es imprescindible actualizar y refinar las teorías en base a los éxitos o fracasos de las experiencias prácticas. Como decía Trotsky, Los grandes acontecimientos someten infaliblemente a prueba las ideas, las organizaciones y los hombres. Hay que huir de los dogmatismos. Hay que aplicar el método científico. Es decir, la teoría nunca debe ser estática, debe ser dinámica, debe evolucionar, debe ser “realimentada” por la práctica, ésta es la que “manda”. En este punto quizás sería necesario integrar las distintas corrientes ideológicas de la izquierda en una teoría general que recoja lo mejor de cada una de ellas, en base a las experiencias prácticas. Quizás nos haga falta un nuevo “ismo” (que podríamos llamar “democratismo”, por ser, en mi opinión, el desarrollo de la democracia la clave de la evolución de la sociedad) que integre al socialismo, al comunismo, al marxismo, al anarquismo. Quizás nos haga falta una “hoja de ruta” general que integre los “mapas parciales”, que nos dé una visión de conjunto. Así como la ciencia física busca su particular “santo grial” en forma de una teoría general unificadora que explique el mundo físico en su conjunto, quizás también estemos en un momento histórico en el que la izquierda necesite encontrar también su particular “santo grial”, es decir, su teoría general unificadora, una teoría general que nos proporcione una visión de conjunto sobre la evolución de la sociedad y su posible mejora. Esta “teoría general de la sociedad” debería construirse mediante la evolución de las teorías que intentan explicar su historia (el materialismo histórico, la ley del desarrollo desigual y combinado, etc.), mediante la aportación de las distintas teorías que intentan explicar cómo puede mejorar en el futuro (el socialismo, el comunismo, el anarquismo, etc.), y mediante la aportación del conocimiento adquirido en las experiencias prácticas de la historia más reciente de los intentos de mejorarla (es decir, la imprescindible “realimentación” de la práctica). Hay que continuar el trabajo que los principales ideólogos de la izquierda iniciaron ya en el siglo XIX (e incluso antes). Hay que recoger el legado de la Ilustración, del socialismo, del marxismo, del anarquismo, etc. Hay que tomar el relevo del trabajo iniciado pero mejorando el método de trabajo, corrigiendo la forma de trabajar, en particular, no perdiendo nunca de vista la realidad, la práctica, y promocionando la interdisciplinariedad, es decir, la colaboración entre las distintas corrientes teóricas, hay que “encajar las piezas del puzzle”, hay que romper los “compartimentos estancos”. En definitiva, es imprescindible el equilibrio entre teoría y práctica y una mentalidad abierta e interdisciplinaria.
Y por otro lado, hay que probar nuevas formas de hacer las cosas en vez de empeñarse en seguir haciéndolas de la misma manera. Hay que dar oportunidad a “otros caminos”. Como dice el filósofo marxista Domenico Losurdo, Los procesos revolucionarios son procesos de aprendizaje. Cambiar el mundo es una ardua (pero no imposible) labor que debe hacerse paso a paso, no se puede hacer de la noche a la mañana, requiere de un trabajo continuo y planificado a corto, medio y largo plazo, y a su vez, requiere de un proceso de cambio CONTINUO de estrategia. Hay que hacerlo por etapas progresivamente utópicas, hay que empezar por objetivos menos utópicos para proseguir con objetivos cada vez más utópicos, requiere de una “jerarquía de utopías” que deben alcanzarse en cierto orden secuencial en el tiempo. Pero esto no quiere decir que el camino a recorrer tenga que tener siempre las mismas etapas, ni que no puedan saltarse algunas de éstas, ni que el camino deba recorrerse siempre a la misma velocidad. Simplemente significa que cambiar el mundo equivale a recorrer un largo camino y esto debe hacerse por etapas sucesivas, pero dicho camino no tiene por que ser el mismo en todos los casos (en todos los países o en todos los momentos históricos), puede ser más o menos largo, puede tener unas etapas u otras, puede recorrerse más o menos rápido, pero nunca puede recorrerse de golpe, siempre llevará más o menos tiempo. Y además, recorrer un camino desconocido siempre requiere una adaptación permanente al terreno para evitar los obstáculos imprevistos que van surgiendo.
Primero intentemos formar un Estado verdaderamente democrático y libre de la dominación de cualquier clase social y después ya veremos si es posible, deseable o necesario abolirlo, o ya veremos si se extingue por sí mismo. Primero intentemos mejorar el Estado (mejorando la democracia) antes que reproducir sus vicios o sustituirlos por otros o renunciar a un Estado sin vicios o al propio Estado. Y para ello, la izquierda debe esforzarse en desenmascarar al Estado burgués actual, es decir, en hacer ver al pueblo la naturaleza parcial del Estado al servicio de la minoría dominante en vez de al servicio de la sociedad. Y esto debe hacerlo la izquierda especialmente, aunque no exclusivamente, en los momentos de crisis que es cuando el propio Estado muestra su verdadero rostro. Y al mismo tiempo, la izquierda debe reivindicar un Estado neutral que esté al servicio del conjunto de la sociedad, es decir, un Estado realmente democrático. No sirve de nada denunciar un Estado burgués si luego se reivindica un Estado parcial a otros intereses, la verdadera alternativa al Estado burgués actual no es un Estado proletario sino un Estado auténticamente democrático. Y a la vez que intentamos cambiar la naturaleza del Estado, ¿por qué no ir organizando poco a poco a la sociedad de manera alternativa?. Si finalmente no es posible conseguir un Estado neutral, ¿por qué no ir construyendo, en la medida de lo posible, su sustituto, en vez de esperar a que sea abolido o extinguido?. Por ejemplo, se podría ir organizando a la gente a nivel local, a nivel vecinal, a nivel laboral. Se podría ir acostumbrando a la gente a acudir a asambleas vecinales o municipales (en aquellos municipios que no sean demasiado grandes) para discutir sobre los asuntos de interés cercano, para ir practicando la democracia directa, aunque dichas asambleas sean informales. Se debe reactivar el anarcosindicalismo que tan buenos resultados dio en el pasado, que consiguió poner en jaque al Estado burgués. Si alguna vez queremos sustituir al Estado centralizado (organizado desde arriba) o si queremos que evolucione hacia una progresiva descentralización (además de democratizarlo), ¿por qué no ir acostumbrando a la gente a nuevas formas de hacer las cosas, a involucrarse en sus asuntos sin depender de nadie?, ¿por qué no ir construyendo los “andamios” de una nueva sociedad?. La mejor garantía de que, cuando sea necesario, se pueda sustituir el modelo de Estado actual (si no da más de sí y no puede conducir a una sociedad mejor) es ir construyendo en paralelo un nuevo modelo, para que así la transición a una sociedad radicalmente distinta sea menos traumática, sea más rápida, para que tenga más posibilidades de éxito. Intentar por un lado que el Estado, tal cual es en la actualidad, mejore notablemente, y simultáneamente por otro lado, ir creando nuevas formas de organización basadas en el federalismo o en la autogestión, no debe ser visto como estrategias incompatibles, ambas se complementan. Hay que “atacar” al sistema actual por todos los frentes posibles, hay que ir acorralándolo por todos los flancos.
Hay que ir sembrando el terreno para recoger frutos. Si aspiramos a una sociedad organizada de forma radicalmente democrática en la que cada ciudadano participe de forma cada vez más activa, debemos ir haciéndolo participar poco a poco. La democracia debe ir echando raíces en las bases para que éstas vayan presionando hacia arriba.
Y en cualquier caso, estemos siempre abiertos a cuestionar (y en su caso a corregir) nuestras propias ideas o estrategias para adaptarnos a la práctica. No olvidemos que los principales ideólogos de la historia de la izquierda huían ellos mismos de los dogmatismos, sabían rectificar sus ideas y reconocerlo en público, eran los primeros en reivindicar el pensamiento crítico y libre, tan imprescindible en todo proceso revolucionario, recordaban constantemente la necesidad de adaptar sus postulados al espacio (al país del que se trate) y al tiempo (al momento histórico), aplicaban siempre el método de pensamiento dialéctico. No importa tanto si se equivocaron o no (en algunas cosas quizás no, pero en otras quizás sí), por supuesto que importa en la medida que permita mejorar la lucha revolucionaria, pero lo que de verdad importa es la esperanza que transmitieron de poder cambiar las cosas, es la puerta que abrieron a una posible emancipación definitiva de la humanidad. Si ellos siguieran vivos, probablemente serían los primeros en denunciar las muchas degeneraciones y tergiversaciones que ha habido de sus postulados, serían los primeros en cambiar sus propias teorías para mejorarlas y adaptarlas a los cambios de la sociedad, serían los más fervientes defensores de cambios de estrategias para llevarlas a la práctica de forma más eficaz. “Serían” porque “fueron”, porque lo hicieron en sus vidas. Ese es su auténtico legado: su espíritu de lucha, de aprender, de comprender el mundo para mejorarlo, de aplicar métodos basados en la razón, en el método científico, para hacer más efectiva la lucha revolucionaria, su forma de hacer las cosas, su compromiso, su apuesta por la verdad y por la libertad auténtica. Como decía Plutarco, La verdadera libertad es sujetarse a las leyes de la razón. No hay más que recordar la broma que les hacia Marx a sus amigos marxistas cuando les decía: Yo no soy marxista. No hay más que recordar lo que decía Lenin en Las tesis de abril: No queremos que las masas simplemente acepten nuestra palabra. No somos charlatanes. Queremos que las masas superen sus errores a través de la experiencia. Hay que retomar las indudables aportaciones de Marx, de Engels, de Proudhon, de Bakunin, de Lenin, de Trotsky, de Rosa Luxemburgo, de Kropotkin, de Voltaire, de Rousseau, de …, pero siempre de forma crítica, reconociendo las importantes aportaciones de todos ellos (a pesar de sus discrepancias) pero también reconociendo sus equivocaciones o sus contradicciones, intentando corregirlas, sin resistirse a la inevitable evolución del pensamiento (como nos enseña el método dialéctico: todo fluye, todo cambia, nada permanece), sin caer nunca en el culto a las personas o a las ideas y por tanto sin caer en el sectarismo, que tanto daño hace, principal obstáculo para la unidad de acción de la izquierda. Pero sobre todo, hay que tomar ejemplo de las actitudes de todos estos hombres y mujeres que, a pesar de sus errores, de sus imperfecciones, de sus miserias, mostraron una gran capacidad de pensamiento y una muy noble actitud de superación y de servicio a la humanidad en general, tanto en el campo teórico como, en algunos casos, en el práctico. Todos ellos representan el auténtico espíritu de evolución, de cambio, de mejora, de lucha, que puede llevarnos a la tan deseada emancipación de nuestra especie.
4) La nueva estrategia: el desarrollo democrático
Una vez identificados los errores se impone corregirlos. No sirve de nada analizar si luego en base a dicho análisis no se intentan aportar soluciones. Se trata de aprender las lecciones que los aciertos y sobre todo los errores nos proporcionan.
Tan importante es lo que se hace como la manera en que se hace, dependiendo de la forma se puede tergiversar el fondo. Como decía Gandhi, El fin está contenido en los medios como el árbol en su semilla; de un medio injusto no puede resultar un fin justo.
La revolución está tanto en el fin como en el medio de alcanzarlo. No puede llevarse a cabo un fin revolucionario sin un medio revolucionario, sin una nueva manera de hacer las cosas. No puede conseguirse un mundo nuevo con los viejos métodos de siempre, con éstos sólo se consigue cambiar el aspecto del mismo pero no su esencia. Un objetivo revolucionario no se puede conseguir sin una herramienta revolucionaria. La democracia auténtica debe ser la herramienta que permita la revolución de la sociedad porque ella misma es a su vez revolucionaria. En realidad, la verdadera revolución consiste en cambiar radicalmente la manera de hacer las cosas, y la democracia verdadera es la más revolucionaria de todas las formas de hacer las cosas. Tan es así que prácticamente aún no se ha intentado en la historia de la humanidad (si exceptuamos la época anterior a la “civilización” en que se aplicaba una democracia más o menos directa en ciertas tribus “primitivas” o ciertas experiencias posteriores como la de las ciudades/comunas federadas libremente en la edad media europea).
La interdependencia dialéctica entre el fin y los medios está perfectamente ilustrada en los versos de Ferdinand Lasalle:
No muestres sólo el fin, muestra también la ruta, Pues el fin y el camino tan unidos se hallan Que uno en otro se cambian, Y cada nueva ruta descubre nuevo fin.
La democracia verdadera es la auténtica “herramienta” de transformación social.
Si queremos cambiar la sociedad, primero debemos proveernos de la “herramienta” adecuada para hacerlo, y dicha “herramienta” sólo puede ser la DEMOCRACIA (con mayúsculas). Quizás hasta ahora “se ha intentado talar el árbol sin contar con las herramientas adecuadas, a pelo, o con las herramientas del enemigo que no están diseñadas para ello”. “Primero construyamos el hacha adecuada y luego talemos el árbol”. No caigamos en el error (como ya hicimos) de usar el “hacha” del enemigo porque se puede volver contra nosotros. En todo caso, “partamos de su hacha para perfeccionarla y conseguir talar el árbol.” La izquierda tiene argumentos más que suficientes para convencer al pueblo de sus postulados, para transformar la sociedad CONTANDO con la mayoría de ésta, pero necesita de la verdadera democracia para que dichos postulados puedan ser oídos por el pueblo (en las “democracias liberales” actuales esto no es posible).
Entre la ruptura brusca y violenta con el sistema capitalista sustentado en la democracia liberal (en una democracia limitada y falsa que en realidad es la forma más sofisticada que tiene la clase dominante de engañar al pueblo para mantener el control de la sociedad) y un falso reformismo consistente en “cambiar todo para no cambiar nada”, en cambios aparentes que esconden una continuidad en lo esencial (cuando no un retroceso), existe una tercera vía, un término intermedio, que consiste en usar las propias contradicciones y resquicios de la democracia liberal para “conquistarla” por vías pacíficas y democráticas, para cambiarla desde dentro, para hacerla evolucionar hacia una auténtica democracia mediante una sucesión CONTINUA de reformas profundas y verdaderas de las “reglas del juego”, de su Constitución. Es necesario forzar la EVOLUCIÓN de la democracia liberal a la democracia popular, es decir, a la auténtica democracia (el poder del pueblo),a la “democracia del proletariado” (en vez de su sustitución inmediata y brusca por la “dictadura del proletariado”). La izquierda debe aspirar a una democracia plena en todos los ámbitos de la sociedad (“desde arriba a abajo y viceversa”). Hay que forzar la evolución CONTINUA de la sociedad (actualmente estancada o en retroceso). En primer lugar, desarrollando notablemente la democracia, haciendo evolucionar el Estado burgués hacia una Estado plenamente y verdaderamente democrático. Y a continuación, impidiendo que el proceso evolutivo se detenga e incluso acelerándolo cuando los obstáculos iniciales sean superados, hay que ir tendiendo progresivamente hacia una sociedad anarquista o comunista o como se quiera llamar, pero siempre de acuerdo con los deseos del propio pueblo. Inevitablemente, en cuanto la libertad vaya en aumento, en cuanto el pueblo sea dueño de su propio destino, la sociedad aspirará a mejorar de forma ilimitada, el pueblo querrá cada vez ser más libre, aspirará a una sociedad cada vez más justa. “En cuanto el camino esté despejado de obstáculos, en cuanto la presa se rompa, el agua fluirá libremente hasta donde ya no pueda seguir más”. Lo más importante es que el pueblo tome el control de su destino. Hay que probar otros “caminos” alternativos, hay que intentar nuevas estrategias. Ésta es una de las reglas de oro de cualquier lucha. Recordemos que el mismo Lenin (que si algún mérito indiscutible tiene es el de haber posibilitado, gracias a una elaborada táctica y estrategia política, que tuviera lugar la revolución proletaria en un país que estaba atrasado y que no era precisamente el “idóneo” para dicho tipo de revolución) propugnaba el uso de las “armas legales” combinada con las “ilegales” (en un contexto donde no sólo no había libertad sino que además había represión violenta), como expresaba en La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo (auténtico “manual” de estrategia política revolucionaria): Venciendo dificultades inauditas, los bolcheviques desplazaron a los mencheviques, cuyo papel como agentes burgueses en el movimiento obrero fue admirablemente comprendido después de 1905 por toda la burguesía y a los cuales, por eso mismo, sostenía de mil maneras contra los bolcheviques. Pero éstos no hubieran logrado nunca desplazarles si no hubiesen aplicado una táctica acertada, combinando la labor ilegal con la utilización obligatoria de las “posibilidades legales”. Mientras haya “posibilidades legales”, hay posibilidad de cambiar el sistema desde dentro, y normalmente siempre hay alguna “posibilidad” o “resquicio” legal al que agarrarse. O se cambia el sistema desde dentro o se le derroca desde fuera. Pero incluso la segunda opción no puede existir sin la primera, ésta es una de las principales enseñanzas de la revolución bolchevique.
Siempre es necesario primero (o simultáneamente) intentar cambiar el sistema desde dentro, es imprescindible acudir a donde están las masas sin esperar a que éstas acudan a nosotros. La revolución rusa triunfó (en cuanto a que se consiguió derrocar el sistema anterior) no por casualidad, sino por la labor constante de una vanguardia que “sembró” pacientemente el terreno, labor realizada también desde dentro del propio sistema. Cada experiencia histórica nos enseña mucho tanto por sus aciertos como por sus errores. En el caso de la revolución rusa sus aciertos tuvieron que ver más con el éxito alcanzado en organizar el movimiento obrero alrededor de una organización fuerte que posibilitó su acceso al poder, aunque también dicha organización (su degeneración) posibilitó la contrarrevolución en cuanto la élite del partido bolchevique cambió. Hay que retomar las enseñanzas de dicha experiencia para volver a organizar al proletariado alrededor de una organización fuerte y unida pero evitando los problemas que hubo y adaptándose a los tiempos actuales. Pero también hay que retomar las enseñanzas de otros movimientos proletarios que de distinta manera consiguieron importantes éxitos, por el ejemplo el anarcosindicalismo español. Se trata de combinar distintas estrategias, de no depender de una sola, de atacar al “castillo” por todas partes.
La izquierda debe ser ACTIVA y denunciar en TODOS los frentes posibles los defectos de las “democracias” actuales (ver mi anterior artículo Los defectos de nuestra “democracia”), debe esforzarse por deslegitimar al sistema actual, y al mismo tiempo, debe ir creando una sociedad nueva dentro de sus organizaciones populares. La izquierda no sólo debe preparar el terreno a una posible futura revolución sino que también debe ir forzando cambios en el presente. La izquierda no debe agarrarse a la idea de que una revolución vendrá en el futuro y debe iniciar una revolución tranquila pero continua, paso a paso. Debe forzar cambios en la sociedad sin esperar a que se dé el contexto social favorable a un estallido popular (aunque también debe estar preparada por si esto ocurre). Para cambiar la sociedad no se puede depender de una sola vía, no se puede depender exclusivamente de que el pueblo se rebele movido por la desesperación, es imprescindible probar distintas estrategias que deben complementarse. Hay que hacer una labor de acoso CONTINUO al sistema actual. Tampoco hay que descartar la vía de las reformas, siempre que éstas sean verdaderas, siempre que no sean simples cortinas de humo y siempre que nunca se renuncie a más. Tampoco se puede tener la estrategia de renegar de los cambios continuos pero moderados en espera de que en algún momento se puedan hacer cambios radicales y bruscos. La reforma no tiene por que ser vista como contrapuesta a la revolución. El simple hecho de iniciar un proceso continuo de reformas puede facilitar la revolución siempre que dichas reformas sean verdaderas y permitan el debate, el replanteamiento del sistema. Hay que desbloquear la situación actual en la que no se avanza y simplemente se espera a que en algún momento estalle el sistema para iniciar el avance, porque a lo mejor el sistema no estalla. No se puede esperar eternamente a que el capitalismo colapse por sí mismo porque quizás no lo haga. El capitalismo ya ha demostrado en numerosas ocasiones su capacidad de readaptación y supervivencia. La izquierda tiene que tomar la iniciativa. No debe permitir que la iniciativa la lleve la derecha o sus acólitos. La revolución es un largo proceso con muchos hitos, siendo el acceso al poder uno de los más importantes, pero no el único. La revolución es el proceso de transformación de la sociedad, tiene diversas etapas pero éstas no tienen por que ser siempre las mismas.
Toda revolución necesita ser preparada con mucha antelación mediante una labor de concienciación, organización y movilización de las masas, implica en cierto momento el acceso al poder del pueblo (y esto no tiene por que hacerse siempre de la misma forma, no tiene por que ser siempre violento, pero básicamente se traduce en un cambio importante en el sistema político) y prosigue transformando la sociedad radicalmente (esta tercera fase es realmente la más larga y la que podemos llamar en sentido estricto la revolución social). En este sentido una sucesión continua de reformas auténticas equivale a la revolución. Lo importante es conseguir que la sociedad avance, que mejore notablemente, ya sea “de golpe” o “progresivamente”. Incluso si esto implica que el poder actual tenga que ir cediendo gradualmente para sobrevivir, ya es en sí un triunfo. Si se inicia una dinámica de mejoras sociales entonces es muy probable que el pueblo no se contente con migajas, en cuanto vea que la situación se desbloquea y que es posible ir construyendo una sociedad más justa y libre entonces forzará la situación, ya sea obligando a los partidos políticos actuales a readaptarse a sus demandas, ya sea forzando la aparición en la escena política de nuevos partidos que realmente defiendan sus intereses. En definitiva, lo primordial es desbloquear la situación actual, momento histórico en el que no sólo la sociedad no avanza sino en el que ciertos logros conquistados en el pasado con enormes sacrificios corren peligro. Sin descuidar nunca la teoría, la izquierda debe dar prioridad a la práctica, debe estar siempre en permanente contacto directo con la realidad, escuchando al pueblo, es decir, a los trabajadores, a los desfavorecidos, a la población en general (e incluso a los privilegiados, para tener una visión global y fiel a la realidad de la sociedad que pretende mejorar). Debe incitar a los trabajadores a asociarse en cooperativas, en empresas democráticas de titularidad conjunta, formando, asesorando y apoyando lo máximo posible (en base a otras experiencias, empezando por las de las propias organizaciones populares de la izquierda). Hay que ir construyendo poco a poco realidades alternativas a las actuales, pasando de las palabras, de la teoría (pero sin nunca descuidar ésta, imprescindible primer paso) a los hechos, a la práctica. Hay que ir experimentando nuevas formas de organización social, hay que ir poco a poco aplicando las teorías propugnadas (especialmente interesantes son las ideas del anarquismo en cuanto a las formas de organización tendentes a maximizar la libertad y minimizar la jerarquía, a dar el máximo protagonismo a las bases, el poder desde abajo) de forma limitada y controlada, aprendiendo de dichas experiencias para ir refinando las teorías. Las organizaciones populares de la izquierda deben servir de “conejillos de indias” en el proceso de desarrollo de formas alternativas de hacer las cosas, de organización basada en modelos avanzados de democracia, como la democracia directa o la democracia participativa o la democracia deliberativa. Las organizaciones populares de la izquierda deben representar la “avanzadilla”, la “quinta columna” de la nueva sociedad que se pretende crear. En ellas deben hacerse experimentos sociales a pequeña “escala” que luego puedan ser “exportados” progresivamente a la sociedad.
Las organizaciones de la izquierda deben ser los “laboratorios” de experimentación social donde las teorías puedan ser probadas. Por ejemplo, si se puede tener dudas sobre la viabilidad de ciertos postulados del anarquismo, ¿qué mejor lugar para probarlos que las organizaciones populares de la izquierda donde la burguesía no puede obstaculizar su puesta en práctica?. Bakunin, por ejemplo, sostuvo que la organización de los sectores de comercio, su federación en la Internacional y su representación en las Cámaras de Trabajo, no sólo crean una gran academia, en la que los trabajadores de la Internacional, combinando la teoría y la práctica, pueden y deben estudiar la ciencia económica, sino que también tengan en sí mismos los gérmenes vivos del nuevo orden social, que es el de sustituir el mundo burgués. Se trata de crear no sólo las ideas sino también los hechos del futuro mismo.
La izquierda debe liderar a las masas formándolas, concienciándolas, asesorándolas, apoyándolas, dirigiéndolas, pero NUNCA debe suplantarlas.
Debe ayudarlas a autoemanciparse, no debe caer en el error de infravalorarlas y de pensar que nunca podrán hacerlo por sí solas. En todo caso, si no tienen aún la capacidad suficiente para hacerlo, lo que debe hacer la izquierda es posibilitar que tengan dicha capacidad, nunca debe caer en el error de hacerlo por ellas. Y para esto es imprescindible una labor de concienciación y formación de las masas así como el establecimiento de una auténtica democracia que por un lado posibilite dicha concienciación masiva (mediante una verdadera libertad de expresión) y que por otro lado dé el verdadero poder al pueblo para que pueda emanciparse por sí mismo.
Cuanto más desarrollada esté la democracia, menor probabilidad de que el pueblo sea suplantado (ya sea por los “políticos” de la “democracia liberal” que aun siendo elegidos directamente por el pueblo en realidad sirven a los intereses de una clase minoritaria dominante, ya sea por la clase burocrática dirigente de la “dictadura del proletariado” que se autoerige en representante del pueblo y que bajo la excusa de servirlo acaba sirviéndose de él, acaba convirtiéndose en una nueva minoría dominante). La izquierda debe hacer una labor de “integración” de las distintas clases sociales para conseguir una “alianza” de todas las clases explotadas.
Debe hacerles ver más lo que les une (el hecho de que son explotadas) que lo que les separa (la forma concreta y el grado de explotación, dependiendo del sector económico). Frente al concepto de dictadura del proletariado, debe usarse el concepto de democracia popular. Frente a la aparente compleja división actual de las clases sociales (complejización fomentada por la burguesía para dividir a los trabajadores), la izquierda debe hacer ver a la gente que en realidad hay dos grandes clases sociales, la clase social explotadora (los capitalistas) y la explotada (los trabajadores asalariados). Sigue siendo válida la afirmación de Marx en el Manifiesto Comunista: Hoy y cada vez más abiertamente, toda la sociedad tiende a separarse, en dos grandes grupos enemigos, en dos grandes clases antagónicas: la burguesía y el proletariado. La izquierda debe concienciar sobre la dualidad existente en la sociedad entre una minoría que la controla (que no trabaja) y una mayoría dominada (que trabaja). Hay que recuperar el concepto de pueblo, o dicho de otro modo, hay que ampliar el concepto de proletariado para asimilarlo al anterior. A lo largo de la historia la composición en clases sociales ha ido cambiando en las formas, pero en el fondo, se mantiene el concepto de pueblo controlado y explotado por una minoría. Cambian las formas pero se mantiene el fondo. Los cambios en las formas no deben impedir seguir viendo la continuidad en lo esencial. Frente a la labor de la derecha de dividir al pueblo basándose en las diferencias aparentes, en las formas, la izquierda debe unirlo basándose en las características comunes, en el fondo. La izquierda debe concienciar a TODOS los trabajadores (obreros manuales y mentales, en la fábrica, en la oficina y en el comercio, en la ciudad y en el campo, en el sector primario, en el secundario y en el terciario, en los sectores más tradicionales y en los más nuevos, en el sector privado y en el público, etc.) de sus intereses comunes. Debe hacerles ver que la lucha común es por la sustitución del sistema actual por uno más lógico, racional y justo. Debe hacerles ver que sólo es posible tener una vida mejor si el sistema capitalista desaparece, que no es posible mejorar (a largo plazo) las condiciones de vida más que aboliendo el capitalismo. Que el sistema económico basado en la apropiación por unos pocos del trabajo de la mayoría conduce inevitablemente a la alienación de ésta.
Que la raíz de todos los males del sistema actual (la raíz “técnica”) es el sistema capitalista y su falsa “democracia”. Que los parches no arreglan los problemas de fondo, e incluso, con el tiempo, los agravan. Pero además de concienciar a los trabajadores sobre sus intereses comunes y antagónicos a los de la clase capitalista, la izquierda debe recordarle siempre al pueblo, a la clase trabajadora, que la sociedad no puede funcionar sin ella, que el poder efectivo es del pueblo. La izquierda debe concienciar insistentemente al pueblo sobre su verdadero poder. Ningún gobierno ni sistema puede funcionar sin el apoyo, explícito o implícito, consciente o inconsciente, del pueblo en su conjunto, y de la clase trabajadora en particular. Como decía Alexander Berkman, Incluso el poder de los gobiernos más fuertes se evapora como el humo en el momento en que el pueblo rehúsa reconocer su autoridad, inclinarse ante él y le niega su apoyo. La izquierda debe fomentar la unidad de TODOS los trabajadores y a la vez su autoemancipación mediante organizaciones políticas y sindicales donde la democracia radical permita que las bases tengan el control de las mismas. Los sindicatos pueden y deben organizarse de tal manera que la solidaridad entre los trabajadores de distintos sectores o profesiones permitan aumentar notablemente la eficacia de las huelgas.
Sólo cuando la clase trabajadora recupere el protagonismo y su verdadera unidad de acción (sustentadas en la conciencia de clase, en la solidaridad y en la verdadera democracia), será posible cambiar el sistema. La izquierda debe hacer una ardua labor de concienciación masiva para combatir el conformismo y la pasividad, para cambiar el pensamiento general de que “esto es lo que hay”, de que “siempre ha sido así y siempre será así”. Hay que combatir la idea de que el anarquismo o el comunismo son imposibles. Simplemente basta con recurrir a la historia para combatirla. La memoria histórica es el sustento del despertar del pueblo. La izquierda debe redescubrir la historia ante el pueblo, debe recuperar la historia silenciada, debe recuperar para la memoria colectiva aquellos episodios en los que se intentó (y en algunos casos se logró) cambiar las cosas, aquellas épocas en las que la anarquía o el comunismo eran las formas habituales de convivencia. La izquierda debe llegar a la gente “despertando” sus mejores sentimientos y sus mejores cualidades mentales como seres humanos, es decir, apelando al corazón y a la razón.
Debe hacer ver al pueblo que hay alternativas al sistema actual, que es posible y necesario cambiarlo. Y para esto, es imprescindible usar un lenguaje sencillo, directo, concreto y asequible al ciudadano medio, al trabajador, a toda la población. Y asimismo, la izquierda debe potenciar la libre difusión de ideas, facilitando el acceso del ciudadano medio a todo tipo de ideas, no sólo a las ideas afines sino que también a las opuestas, para que sea el propio ciudadano quien pueda contrastar las distintas visiones o filosofías, para que cada ciudadano pueda moldear su pensamiento de la forma más libre posible. Es especialmente importante facilitar al ciudadano de a pie el acceso a ideas alternativas organizándolas de manera eficiente en documentos accesibles gratuitamente (por un lado documentos introductorios que le permitan tomar contacto de manera resumida, breve, amena y cómoda con las principales ideas, y por otro lado, documentos de referencia que le permitan profundizar en las ideas expuestas en los primeros documentos). Es imprescindible hacer una exhaustiva labor de recopilación y selección de documentación para evitar desbordarlo de un abrumador exceso de información caótica y mal organizada. Tras una larga y dura jornada laboral, el trabajador no tiene tiempo ni ganas de leer libros complejos, de leer multitud de literatura dispersa. Por tanto, hay que facilitarle el acceso a la información, al conocimiento, primando la calidad sobre la cantidad, intentando que tenga que dedicar el mínimo tiempo posible y que tenga que esforzarse poco. Es imprescindible que las ideas se le presenten de forma sencilla y escueta. Es necesario dar a conocer por un lado las ideas del marxismo, del anarquismo, del socialismo, del comunismo, de la socialdemocracia, …, y por otro lado las ideas del liberalismo, del conservadurismo, del capitalismo, …, porque la mejor manera de que el pueblo sea protagonista de su emancipación es que él mismo esté lo mejor informado y concienciado posible. La mejor manera de que cada ciudadano elija libremente entre las distintas ideologías políticas es conociéndolas todas en igualdad de condiciones, es rompiendo el monopolio del sistema para que pueda acceder por fin también a ideas “prohibidas” o “non gratas”, pero sin caer en el error de a su vez “prohibir” o evitar el acceso a las ideas del enemigo. La mejor manera de que el pueblo se convenza de que los postulados de la izquierda son justos y veraces, de que representan los intereses de la mayoría de la sociedad, de que representan los mejores ideales de la humanidad en su conjunto, es que los pueda conocer de primera mano y que los pueda contrastar libremente y sin limitaciones con los de la ideología burguesa dominante. Pero sin olvidar que hay que contrastar también las ideas con los hechos, con la práctica. La izquierda debe ayudar también al ciudadano a distinguir entre lo que se proclama de palabra y lo que realmente se hace. Debe ayudarle a desenmascarar la hipocresía, la retórica, las falacias. Debe hacer ver al ciudadano que no hay que dejarse engañar por las apariencias o por los discursos. La mejor manera de que el pueblo se emancipe a sí mismo es que se conciencie por sí mismo de la necesidad de su emancipación (lo cual no impide facilitarle dicha labor de concienciación), es que piense por sí mismo. La izquierda debe fomentar el análisis, el debate libre, la confrontación sana, abierta, ilimitada y sincera de las distintas ideologías. En definitiva, debe potenciar el pensamiento crítico, debe fomentar la libertad en general (especialmente la libertad de expresión y de pensamiento), como mejor garantía de que el pueblo protagonice su emancipación.
Debe crearse un frente unitario internacional de izquierdas (que a su vez aglutine a los frentes unitarios de izquierdas nacionales o locales) que consiga una verdadera unión sustentada en el respeto escrupuloso de todas sus corrientes, en la priorización de sus objetivos comunes y en la democracia radical (tanto en las ideas defendidas como en la forma de defenderlas, tanto en sus postulados como en su funcionamiento interno). La única manera de combatir el capitalismo es de manera global. El capitalismo trasciende fronteras, la globalización económica no debe plantear ninguna duda sobre el carácter internacional del actual sistema económico- político (a pesar de que este carácter internacional se traduzca de distintas maneras en los distintos países, debido a sus peculiaridades particulares). Sin dicho carácter mundial, el capitalismo no existiría porque es consustancial a él. El capitalismo sólo será definitivamente superado cuando el socialismo se imponga en la mayor parte de países del mundo, pero esto deberá producirse gradualmente, el socialismo empezará poco a poco a imponerse en diversos países e irá cundiendo el ejemplo, se producirá un efecto dominó a escala planetaria (por esto la burguesía quiere evitar a toda costa el triunfo del socialismo, y de la democracia verdadera que es la única que puede posibilitarlo, en cualquier país). En la medida en que el socialismo de dichos países consiga, por un lado, una sociedad más justa (y esto sólo es posible con una auténtica democracia, en particular, extendiendo la democracia al ámbito de la economía, como decía Trotsky, La economía necesita la democracia como el ser humano necesita el oxígeno o como decía Bakunin, Socialismo sin Libertad es Esclavitud; Libertad sin Socialismo es Barbarie) y, por otro lado, sobrevivir inicialmente con el capitalismo internacional, consiguiendo que los productos producidos por él puedan competir en el mercado internacional, el socialismo triunfará sobre el capitalismo inexorablemente. El socialismo sólo podrá triunfar en la medida en que consiga compatibilizar justicia social con competitividad, ética con eficiencia, en la medida en que la aplicación de la democracia, hasta las últimas consecuencias, consiga mayor igualdad social y a la vez mayor eficiencia de la economía, mayor productividad. Y a este respecto, tenemos una clara ventaja ahora con respecto a la época de Marx, tenemos una serie de experiencias prácticas reales que nos deben dar importantes lecciones. Los intentos de aplicar el socialismo que han existido en el pasado reciente deben proporcionarnos interesantes aportaciones (tanto por sus errores como por sus aciertos) para intentarlo de nuevo. Muy optimista había que ser para pensar que en el primer intento las cosas saldrían bien. Cuando se intenta hacer algo nuevo en base a una teoría que no ha sido aún probada en la práctica, es lógico que los experimentos no funcionen a la primera (y sino que se lo pregunten a cualquier científico). Pero lo que está claro, es que la “guerra” contra el capitalismo es internacional, y este hecho histórico objetivo requiere una estrategia internacional (adaptada a cada país) dirigida por una organización internacional, es imprescindible una visión global, una coordinación mundial. La izquierda debe recuperar el internacionalismo. No hay que olvidar que la solidaridad internacional de la clase obrera evitó que el capital internacional ahogara la revolución rusa de 1917 (la presión de los obreros, especialmente en Gran Bretaña, sobre sus respectivos gobiernos limitó mucho la ayuda de éstos al ejército blanco contrarrevolucionario). Es imprescindible recuperar la solidaridad internacional obrera como mejor antídoto contra la contrarrevolución. En este sentido, hay que aprovechar los medios modernos de comunicación (especialmente los más libres como Internet) para fomentar la conciencia de clase y la unidad proletaria internacional. Pero además, la izquierda tiene que ser ejemplar en sus comportamientos para tener credibilidad. La izquierda no puede pretender alcanzar la democracia si no la aplica, si no es coherente y no da ejemplo. Además de ejemplarmente democrático, dicho frente unitario tiene que tener una organización muy eficiente, tiene que estar muy bien estructurado para que su funcionamiento sea viable y pueda realmente llevar a cabo su ambiciosa labor de liderar y forzar cambios en la sociedad. Tan importante es una unión éticamente aceptable como una unión eficaz en su funcionamiento, sin lo uno no es posible lo otro. En este sentido, la izquierda también tiene mucho que aprender de las experiencias prácticas del pasado. Se trata de encontrar alguna fórmula que permita compaginar democracia y eficiencia, llegar a un equilibrio entre el extremo de una organización disciplinada y homogénea que posibilita la eficacia mediante una unidad de acción e ideológica bien definida pero que como inconveniente puede degenerar en una dictadura de la élite de un partido (como así ocurrió con el modelo leninista de partido que degeneró bajo la batuta de Stalin) y el otro extremo de una organización con tantos intereses distintos (a veces incluso contrapuestos) que se debilita su capacidad de acción, llevando al límite el sectarismo y conduciendo inevitablemente a las escisiones (como así ocurrió en el pasado tantas veces). Se trata de hacer un gran esfuerzo por ver más lo que une que lo que separa, por evitar que ciertas diferencias secundarias impidan la unidad de acción en base a los puntos de coincidencia primarios. Se trata de ponerse de acuerdo en los objetivos comunes irrenunciables, en los principios filosóficos y teóricos sobre los que construir la unidad (el objetivo básico fundamental sería la transformación de la sociedad actual en una sociedad más justa, más igualitaria, el rechazo del modelo actual de la sociedad), pero a su vez, de admitir las discrepancias sobre la manera de alcanzar dichos objetivos, de tal manera que la democracia interna de la organización permita discutir con plena libertad sobre las posibles estrategias a emplear, decidir cuáles emplear para cierto periodo de tiempo y para cierto ámbito geográfico, y a continuación, acatar disciplinadamente las decisiones adoptadas democráticamente para conseguir llevarlas a cabo de forma eficaz. Disciplina para con los principios básicos y para con las decisiones adoptadas y democracia para decidir las estrategias a usar en el espacio y en el tiempo, así como para la elección de todos los cargos de la organización. Nada debe ser intocable pero no todo debe ser igualmente tocable.
Las estrategias deben cambiar con más frecuencia que los principios (y ciertos principios, como el objetivo elemental de buscar una sociedad más justa, de no conformarse con el modelo actual, o como el uso de la democracia en toda organización humana, deberían ser intocables). Se trata de llegar a un equilibrio entre libertad y disciplina, entre ética y eficiencia. Sin cierta disciplina es imposible la acción conjunta y coordinada, pero con demasiada disciplina se traicionan los principios fundamentales. Recurrir a una disciplina férrea puede ser a corto plazo un “atajo” que posibilite la acción inmediata, pero se puede convertir en “trampa” a largo plazo al provocar burocratismo e inmovilismo. El uso de la democracia puede ser más lento pero también es más seguro (además de más ético y ejemplar). Se tarda más en convencer que en imponer, pero es más difícil que una organización democrática degenere o acabe traicionando los ideales iniciales. Es esencial que haya una comunicación fluida y bidireccional entre la dirección de una organización y sus bases.
La izquierda debe hacer un enorme esfuerzo por encontrar el tipo de organización que posibilite llegar a dicho equilibrio “disciplina-democracia”. Y para ello es necesario tener una visión más a largo plazo. Es casi preferible desperdiciar la ocasión de hacer una revolución que hacerla de manera rápida, improvisada o en base a métodos peligrosos como el recurso fácil a la disciplina férrea. Es más contraproducente hacer una revolución mal hecha que no hacerla (sobre todo cuando se consigue llegar al poder pero no se consigue mantenerlo o no se consigue la posterior transformación de la sociedad). En la actualidad, muchos de los problemas que tiene la izquierda para volver a intentar liderar cambios en la sociedad se deben al “lastre” de los errores cometidos en el pasado. Aunque también es cierto que pocas veces en la historia se dan las circunstancias favorables para que pueda producirse una revolución. El deber de la izquierda es estar preparada para dichas ocasiones, es “preparar el terreno”, para que dichas condiciones históricas objetivas sean aprovechadas para culminar un cambio profundo en la sociedad. No hay revolución posible si no se da cierto contexto social y si no existe una organización preparada para servir de catalizador de la misma. Asimismo, toda revolución, para que no fracase, para que sea una verdadera revolución social, debe preparar a las masas con suficiente tiempo de antelación, debe concienciarlas, debe fomentar su cambio de actitud. La transformación de la sociedad requiere de una labor de transformación de cada individuo. La revolución individual es la semilla de la revolución social (ver mi artículo La rebelión individual). Una sociedad nueva sólo puede surgir con una actitud nueva de la mayor parte de los individuos que la conforman. Cualquier revolución que no se vea acompañada de una nueva forma de pensar y de actuar de los individuos, significa tan sólo un cambio de formas pero no de fondo. No puede surgir una sociedad libre si las personas no aprenden a pensar y actuar en libertad. La verdadera revolución social implica, entre otras cosas, y sobre todo, un cambio de mentalidad generalizado. Y esto necesita mucho tiempo (aunque probablemente menos del que pueda parecer a primera vista). El proceso de transformación radical de la sociedad no puede ser visto con una perspectiva temporal ceñida exclusivamente al futuro inmediato, debe ser visto con una perspectiva temporal muy amplia, también a largo plazo. La sociedad no puede cambiar de la noche a la mañana, su transformación requiere recorrer un largo camino que sólo puede hacerse por etapas y con una visión amplia del mismo. Cualquier “mal paso” dado se paga muy caro, produce importantes paradas o retrocesos. Los “atajos” se pagan muy caros, se convierten en “trampas” muy peligrosas, como la historia ha demostrado sin ninguna duda. Con esto en mente, la izquierda no puede caer en la precipitación. La izquierda debe reorganizarse sin pausa pero sin prisas. “Para recorrer el camino habrá que proveerse de las botas adecuadas, tan importante es no echarse a andar precipitadamente antes de tener el calzado adecuado como no esperar eternamente a que aparezca el calzado mágico perfecto, hay que echarse a andar cuando el calzado sea mínimamente adecuado y sobre la marcha habrá que ir perfeccionándolo para que la marcha mejore”. La reunificación es uno de los retos más importantes de la izquierda en el siglo XXI. A este respecto, es importante retomar el modelo que planteó Lenin basado en el centralismo democrático y analizar las causas de su degeneración en la dictadura del Comité Central, en el centralismo burocrático. Asimismo se deben estudiar otros modelos contrapuestos de organización que también resultaron exitosos, por ejemplo, el del sindicato anarquista español CNT.
Se trata de estudiar los éxitos y fracasos de las distintas experiencias. Hay mucho que aprender de las experiencias históricas. Tenemos ahora un importante legado de experiencias prácticas que nos pueden enseñar muchas lecciones. Debe complementarse la organización de los trabajadores en partidos con su organización en sindicatos y los métodos usados en uno de dichos tipos de organización no tienen por que ser incompatibles con el otro tipo. Es necesario encontrar un modelo de partido/sindicato que compagine el modelo centralista y el modelo federal, que posibilite la unidad de acción pero que evite la liquidación o degeneración de la democracia interna. Sin embargo, es deseable ir tendiendo progresivamente hacia un modelo lo más descentralizado posible donde la élite sea cada vez menos protagonista, donde la jerarquía vaya desapareciendo, donde las bases sean las que marquen las pautas, donde el poder fluya de abajo hacia arriba (en vez de al revés), donde los delegados electos sólo sean ejecutores y coordinadores de las decisiones tomadas en asambleas de base mediante la democracia directa. En la medida que las circunstancias lo vayan permitiendo, siempre que no se resienta la unidad de acción y la imprescindible coordinación, incluso partiendo inicialmente de un modelo más o menos centralista, se debe ir avanzando hacia un modelo federal o confederal (especialmente interesantes son las ideas propugnadas por el anarquismo para la organización de las masas). Especialmente importante es evitar los personalismos, antesala de los liderazgos excesivos, que en el pasado desembocaron tantas veces en los sectarismos. Es muy importante combatir el pensamiento de grupo con el pensamiento libre y crítico. Toda organización social debe tener en cuenta los conocimientos actuales de psicología y sociología para evitar degeneraciones peligrosas. Se debe ir tendiendo hacia organizaciones horizontales. Se debe descentralizar lo máximo posible siempre que no se sacrifique la coordinación. Hay que compaginar descentralización y coordinación. No debe descartarse nada de ante mano, no tienen por que considerarse los distintos modelos incompatibles. Se trata de ir probando distintos modelos, incluso se puede intentar combinar modelos aparentemente contrapuestos. La experiencia debe ir perfilando el tipo de organización que consiga llegar al equilibrio necesario entre libertad y unidad de acción, entre ética y eficacia. Cuando la izquierda (es decir las masas organizadas) haya sido capaz de organizarse eficientemente bajo los principios de la verdadera democracia, es cuando realmente será posible “exportar” dicho modelo de democracia al conjunto de la sociedad. Sólo con una izquierda verdaderamente unida (y por tanto fuerte), verdaderamente comprometida con cambiar el sistema y capaz de hacerlo por su propia experiencia, será posible ir rumbo a la democracia, será posible desbloquear el desarrollo democrático, como paso previo imprescindible para transformar la sociedad.
La unificación de la izquierda debe implicar la integración, en la medida de lo posible, de sus ideologías, de sus distintas estrategias revolucionarias. La izquierda debe superar sus diferencias, debe desprenderse de los sectarismos, de los “integrismos” ideológicos (consistentes en ver al que discrepa como un agente de la contrarrevolución). El arribismo, el oportunismo, las “quintas columnas de la burguesía” deben ser puestos en evidencia a través del debate, de la razón, de la democracia, de la libertad. Nunca deben usarse los métodos del enemigo porque al asumir sus métodos nos convertimos en ellos. Hay que dar el protagonismo a las bases, ellas sabrán discernir los que están de su parte de los que realmente no lo están. Como dijo el propio Lenin, La clase obrera es más revolucionaria que el partido más revolucionario. Hay que combatir el Estado burgués con todas las armas posibles, en todos los frentes. En el terreno político (alrededor de un partido o coalición de partidos lo más amplia posible), en el terreno laboral (con sindicatos independientes del poder político y donde los obreros lleven la voz cantante, quizás el modelo del anarcosindicalismo sea el más apropiado), en el terreno social (haciendo participar al pueblo en asambleas vecinales, recuperando los viejos métodos del activismo callejero, manifestaciones, octavillas,…, y combinándolos con los nuevos métodos que brindan las nuevas tecnologías como Internet), en el terreno cultural (conciertos, exposiciones, actividades lúdicas alternativas de todo tipo que den la oportunidad de expresarse con plena libertad a todos aquellos que no pueden hacerlo por vías oficiales, …), en el terreno económico (creando o ayudando a crear modelos económicos alternativos a pequeña escala, como empresas autogestionadas o cooperativas), etc. Combinar la lucha política (en los parlamentos cuando sea posible, en los tribunales, en las instituciones nacionales o supranacionales) con la lucha sindical (no hay que olvidar el enorme poder revolucionario de la huelga general).
Combinar la lucha desde dentro del sistema y desde fuera. Combinar el reformismo con el revolucionarismo. En resumen, para luchar contra un enemigo muy poderoso es ineludible usar TODAS las armas y estrategias posibles SIMULTÁNEAMENTE. Y es imprescindible adoptar una actitud abierta y flexible para mejorar y cambiar las estrategias en función de las circunstancias y de los resultados prácticos. Evidentemente, la gente de hoy no es la de hace medio siglo, el sistema ha hecho muy bien su trabajo de domesticar a las masas. Éstas no podrán ser movilizadas hasta que no se las vuelva a “despertar”. Éste es uno de los principales y más urgentes retos de la izquierda del siglo XXI. El “despertar” del pueblo llevará cierto tiempo, por esto no se puede depender sólo de las masas para ir empezando a acosar al sistema, hay que empezar haciéndolo ya desde “arriba” mientras se va sembrando “abajo”, animando al pueblo a ir asumiendo el protagonismo perdido, dándole ejemplo, empezando la lucha en las instituciones. La lucha debe ser global, las luchas parciales deben complementarse, no se puede depender de una sola estrategia.
Por supuesto, no hay que caer en la ingenuidad de pensar que la burguesía se va a quedar de brazos cruzados para ver cómo pierde el poder o el control. No hay más que recordar las experiencias prácticas del pasado para ver cómo reacciona cuando incluso siguiendo “sus propias reglas del juego” alguien intenta ir más allá de lo que está dispuesta a consentir. El caso del Chile de Salvador Allende es prácticamente inédito en la historia de la humanidad: el intento de hacer la revolución pacíficamente y partiendo de un sistema diseñado para controlar al pueblo bajo el disfraz de una “democracia”. Allende lo dijo muy claro cuando llegó al poder: Nosotros vamos a hacer una democracia auténtica porque va a participar el pueblo y no una minoría como hasta ahora. El caso chileno es muy interesante porque puede considerarse como un caso intermedio, como una vía alternativa a las revoluciones “clásicas” marxista o anarquista. Al igual que en el caso de las revoluciones basadas en el concepto de dictadura del proletariado, se consiguió alcanzar exitosamente el poder político a gran escala (en todo un país), en este caso pacíficamente. Y esto es muy interesante por doble motivo, en primer lugar por el ahorro en vidas humanas y en segundo lugar porque al usarse métodos no condenables no pueden desvirtuarse tan fácilmente sus causas como cuando hay violencia. Los métodos violentos usados en muchas revoluciones han servido de fácil excusa a la burguesía para desprestigiar las ideas que buscaban llevar a la práctica dichos métodos. Y al igual que las revoluciones anarquistas, el nuevo sistema implantado no colapsó por sí mismo, no degeneró por sí mismo (quizás porque no tuvo tiempo suficiente, aunque tuvo mucho más tiempo que las revoluciones anarquistas pero mucho menos que la dictadura del proletariado).
Tuvo que ser reprimido exteriormente y directamente, lo cual mantiene la esperanza de que con suficientes medios para defenderlo, de que aprendiendo de los errores que se cometieron (para defenderlo sobre todo) pueda ser posible volver a intentarlo.
Como el nuevo sistema implantado no tuvo la oportunidad de funcionar, no tuvo suficiente tiempo para ser probado, no sabemos si puede funcionar (aunque empezó a funcionar bien, los problemas que empezaron a surgir cierto tiempo después del acceso al poder de Allende se debieron fundamentalmente a las presiones continuas de la burguesía con el apoyo de países externos, Estados Unidos sobre todo, presiones que fueron “in crescendo” hasta su culminación en el golpe de estado) y por tanto es posible que funcione (a diferencia de la dictadura del proletariado que colapsó o degeneró por sí misma, aunque también influyeron factores externos). Los éxitos y fracasos de la experiencia chilena deben proporcionarnos las lecciones necesarias para que sea un antecedente y no un caso aislado, olvidado e imposible de repetirse. Debemos aprender de sus éxitos (la manera en que se alcanzó el poder, la integridad de la figura de un político dispuesto a servir al pueblo hasta el final, la manera en que usando las propias armas legales del enemigo se empezó a cambiar el sistema radicalmente desde dentro), pero también debemos aprender de sus errores (la excesiva dependencia del proceso revolucionario de una sola figura, la falta de reacción para defenderse de la inminente agresión que en forma de golpe de estado acabó finalmente con dicha experiencia, la falta de comunicación y colaboración entre “arriba y abajo”, entre el poder político en la cumbre y el poder popular en las bases). El pueblo debe involucrarse para conquistar el poder político pacífica y democráticamente, pero también debe participar activamente en el cambio del sistema (una vez alcanzado el poder político) y en la defensa de la democracia ante las inevitables agresiones de quiénes se oponen a ella. La democracia debe “echar raíces” en las bases para su propia supervivencia. ¿Qué hubiera ocurrido si el pueblo chileno hubiera salido en masa a defender a su presidente en el palacio de la Moneda?. Ningún sistema político puede estar ajeno a la contestación popular. El pueblo debe ser consciente de que no puede depender de ningún líder, de que debe involucrarse activamente en su emancipación. Los líderes deben dirigir los cambios pero no deben ser sus únicos protagonistas, deben ser apoyados desde las bases y a su vez deben apoyarse en ellas. Los procesos revolucionarios no deben depender de unas pocas personas.
La instauración de la verdadera democracia sólo podrá ocurrir con la participación activa del conjunto del pueblo en TODAS sus etapas (en su conquista, en su desarrollo y en su defensa). Es especialmente importante desarrollar una teoría que posibilite la defensa EFECTIVA de la democracia, que posibilite la transformación segura de la democracia liberal en una auténtica democracia, pero sin liquidar el propio proceso democratizador, he aquí otro gran reto de la izquierda del siglo XXI. Y para ello es imprescindible analizar las distintas experiencias históricas detenidamente porque en ellas puede estar la solución a este reto clave (en particular, la Comuna de París junto con la revolución española, la revolución rusa y la experiencia chilena son casos significativos y representativos de las distintas formas en que se ha intentado cambiar a fondo el sistema, constituyen tres modelos distintos, de los cuales, cada uno de ellos puede enseñarnos importantes cuestiones para encontrar la “fórmula mágica” que nos permita establecer definitivamente la Democracia). La gran revolución francesa de 1789 enseñó que la revolución política no es suficiente, que debe ser acompañada por la revolución social, que es necesario además transformar el sistema económico de la sociedad para conseguir llevar a la práctica la libertad, la igualdad y la fraternidad. Enseñó que no es suficiente con la declaración de intenciones, que no hay que dejarse engañar por los discursos. La revolución rusa de 1917 enseñó que es posible que el proletariado alcance el poder político si se organiza adecuadamente y si se establece una clara estrategia revolucionaria, pero que es necesaria la democracia auténtica para evitar que el pueblo pierda el poder, que sólo es posible mantener el control mediante la democracia, que no se debe dejar en manos de una élite la revolución. Las experiencias de la Comuna de París de 1871 y la revolución española de 1936 han demostrado que no es posible la revolución social sin la conquista del poder político para su posterior transformación, que la revolución social necesita la revolución política, que es imprescindible luchar de forma organizada y coordinada contra un enemigo altamente organizado. La experiencia del Chile de Salvador Allende ha demostrado que es posible alcanzar el poder político desde el sistema diseñado por la burguesía, que es posible cambiar el sistema desde dentro, que es posible desarrollar la democracia liberal hacia una auténtica democracia, pero que es imprescindible también saber defender ésta para no perderla, que es imprescindible hacer participar activamente al pueblo en todas las etapas de democratización de la sociedad. El mayo francés de 1968 ha demostrado que el pueblo sigue anhelando la libertad y la igualdad, pero que sin organización es imposible cambiar el sistema, que es imprescindible que las masas se organicen desde abajo, que no se puede confiar en la mayoría de las organizaciones existentes en la actualidad. La revolución alemana de 1918 y sobre todo las políticas aplicadas por los llamados gobiernos “socialistas” o “socialdemócratas” en la actualidad y en las últimas décadas, han demostrado, sin ninguna duda, que la “socialdemocracia” es el principal y más eficaz sustento del capitalismo, al contener a las clases trabajadoras haciéndoles creer que defiende sus intereses y creándoles falsas expectativas con su supuesto “reformismo”, y al mismo tiempo, al defender realmente cada vez más los intereses del gran capital y la burguesía, como demuestra el hecho de que el sistema capitalista se hace cada vez más agresivo, como demuestra el hecho de que los derechos de los trabajadores, que tanto sacrificio y esfuerzo costaron lograr en el pasado, han sufrido grandes retrocesos, especialmente bajo gobiernos supuestamente de izquierdas, como demuestra el hecho de que frente a las crisis del capitalismo, los gobiernos acuden en masa a ayudar al gran capital o a la banca mientras a los trabajadores se les contiene con ayudas simbólicas, superficiales y en algunos casos ridículas, en el mejor de los casos. La socialdemocracia no sólo no ha posibilitado el avance gradual hacia el socialismo (como de hecho proclama su “ideología”), sino que ha supuesto el afianzamiento del capitalismo. Afianzamiento sustentado en una sabia e inteligente política basada en ceder mínimamente para evitar el recuestionamiento del sistema capitalista cuando no hay más remedio y en volver a tomar la iniciativa contra el proletariado en cuanto las circunstancias lo permiten de nuevo. La burguesía, representada por la socialdemocracia, su más eficaz aliada, ha aprendido a “no tirar demasiado de la cuerda para no romperla”. Como decía, las experiencias históricas nos pueden proporcionar importantes lecciones y antecedentes. Las experiencias prácticas de democracia obrera (autogestión) sustentadas en los consejos o comunas o soviets (en particular las que tuvieron lugar en los inicios de la URSS, en España y en Yugoslavia) pueden proporcionar importantes conocimientos sobre cómo aplicar la democracia en el ámbito de la economía. Indudablemente, no tiene por que valer la misma solución en todos los países. Recordemos que la estrategia revolucionaria debe adaptarse al tiempo (al momento histórico) y al espacio (al país). Pero, indudablemente también, como ya he dicho, dado que el sistema actual tiene claros rasgos comunes en la mayor parte de países, dado el carácter internacional del modelo económico-político-social, sí es posible encontrar algunas líneas generales de actuación válidas para la mayor parte de países en la actualidad (aunque adaptándolas a cada situación concreta). Dicha “fórmula mágica” debe posibilitar que la Democracia se alcance a su vez democráticamente pero a la vez debe evitar los obstáculos que la burguesía impone para alcanzarla (y aquí juega un papel fundamental el papel del ejército, de la fuerza militar, como último resorte del poder de una minoría dominante que intenta evitar perder su control de la sociedad). El ejército burgués debe transformarse en el ejército del pueblo, en un ejército al servicio de la democracia, del conjunto de la sociedad. Trotsky lo decía muy claro en Primeras lecciones de España: La dominación de la burguesía, es decir, el mantenimiento de la propiedad privada de los medios de producción, es inconcebible sin la ayuda de las fuerzas armadas. El cuerpo de oficiales constituye la guardia del gran capital. Sin él, la burguesía no podría mantenerse ni un solo día. Toda transición hacia la verdadera democracia, deberá hacerse tomando simultáneamente varias medidas de defensa del proceso democratizador: 1) transformar el ejército para evitar que éste se convierta en el principal obstáculo de dicha transición mediante la renovación completa de su cúpula por una nueva cúpula fiel al gobierno y a la democracia y quizás, simultáneamente, mediante la renovación de su funcionamiento interno implantando cierto grado de democracia dentro del mismo (elegibilidad de los jefes); 2) la creación de un ejército popular de “reserva” transitorio que complemente al ejército “oficial”; 3) la concienciación del pueblo sobre el proceso democratizador a través de los medios de comunicación, fomentando el libre debate, la participación ciudadana, la libertad de prensa, la libertad de expresión, combatiendo las falacias de la burguesía enfrentándose a ella abiertamente mediante debates públicos donde se la pueda poner en evidencia ante el pueblo, usando la fuerza de la razón en vez de la razón de la fuerza (si tenemos razón, no debemos temer el enfrentamiento ideológico respetuoso, libre y en igualdad de condiciones); 4) el fomento de la solidaridad internacional mediante la participación en todos los foros internacionales posibles, invitando a organismos internacionales de reconocido prestigio a ser testigos de los cambios producidos en el país, denunciando en todos los foros posibles los intentos de evitar el proceso democratizador, creando alternativas a los organismos internacionales oficiales y propugnando cambios en los oficiales para conseguir que sean verdaderamente democráticos, fomentando la colaboración entre países y sobre todo entre organizaciones populares, exportando las ideas de la revolución internacionalmente; 5) la movilización del pueblo para la defensa activa (pacífica) de la democracia, desarrollando toda una serie de métodos de presión, de resistencia, que posibiliten que el pueblo en su conjunto inste al ejército o a la burguesía a respetar la democracia. Es esencial que durante el proceso democratizador se conciencie al pueblo sobre su verdadero poder. La clase trabajadora debe ser consciente del enorme poder de la huelga general. Se trata de dar el máximo protagonismo posible al pueblo, se trata de despertarlo. Se trata de defender la democracia con todas las “armas” posibles, dando preponderancia a los métodos pacíficos basados en la participación MASIVA de la población, en su movilización llegado el momento crítico de defenderla, en el uso de la fuerza de la mayoría del pueblo. Esta cuestión de la defensa de la Democracia es quizás la clave para conseguir una transición segura y pacífica a la misma. Ya no se trata sólo de saber cómo alcanzar el poder político, sino también de cómo mantenerlo, de cómo defenderlo cuando se alcance. No nos sirve de nada alcanzarlo, si luego no podemos ejercerlo o no podemos defenderlo. Todo el esfuerzo y sacrifico ejercido para alcanzarlo es inútil si luego no somos capaces de mantenerlo. Mucho del desánimo actual para volver a intentar alcanzarlo se debe al hecho de que en el pasado no se supo mantenerlo. La izquierda debe centrarse no sólo en cómo alcanzar la democracia sino que también en la cuestión de la defensa popular de la democracia para que, una vez alcanzada ésta, el esfuerzo no haya resultado en vano.
Conclusiones
Los errores de la izquierda fueron ideológicos (por la extrapolación directa del pasado al presente y al futuro sin tener en cuenta ciertos cambios “cualitativos” fundamentales) y estratégicos (en la estrategia usada para dar el poder al pueblo, en la forma de luchar contra la ideología de la minoría dominante, en el lenguaje usado, en el hecho de combatir las ideas burguesas en vez de usarlas contra la propia burguesía, en vez de forzar a ésta a practicar lo que predica so pena de ponerse en evidencia ante el pueblo, y en el hecho de usar muchas veces un lenguaje inasequible a la mayor parte de los ciudadanos corrientes). Tanto el marxismo como el anarquismo pecan de haber llevado algunos de sus postulados a extremos exacerbados. En ambos casos se renuncia a la posibilidad de cambiar la naturaleza del Estado, se considera que siempre ha sido y será el instrumento de la clase dominante. En ambos casos se asume la concepción burguesa del mismo (pero trasladando a la teoría su aplicación práctica distorsionada). En el marxismo se aspira sólo a sustituir a la burguesía, se aspira a sustituir el Estado burgués por el Estado proletario, en espera de que se extinga con el tiempo, mientras que en el anarquismo se “corta por lo sano” y se postula su abolición directa e inmediata. En ambos casos, se renuncia a mejorar la democracia representativa. En el anarquismo se postula sustituirla por la democracia directa (mediante una descentralización radical de la sociedad) mientras que en el marxismo se apuesta por la dictadura del proletariado. El anarquismo peca de excesivamente idealista y el marxismo de excesivamente realista. Mientras en el primero se subestiman las condiciones heredadas del pasado que limitan el libre albedrío, que de alguna manera predeterminan el futuro, en el segundo, por el contrario, se sobrevaloran y se cae en el determinismo. Los principales errores del marxismo fueron: asumir la concepción burguesa de la sociedad, tener una visión excesivamente determinista de la historia, es decir, asumir que las leyes de la sociedad descubiertas son fijas e inmutables, su renuncia al idealismo, a la utopía, la apuesta por la dictadura del proletariado (el uso de un lenguaje con peligrosas interpretaciones, a veces contrapuestas), caer en un excesivo materialismo, tener una visión unidimensional de la sociedad y del Estado (la lucha de clases como única dimensión), caer en una excesiva personificación, cierto elitismo intelectual, ante sala del culto a las personas y a las ideas. Los principales errores del anarquismo fueron: postular que es necesario abolir el Estado como condición ineludible para hacer la revolución sin concretar suficientemente cómo hacer la transición desde el sistema actual a la anarquía, no preocuparse demasiado por teorizar una estrategia revolucionaria para acelerar la historia, es decir, no tener un programa revolucionario concreto, dar excesiva importancia al Estado como “símbolo” de todos los males de la sociedad, tener una visión demasiado optimista del ser humano, no considerar suficientemente la situación actual, infravalorar al enemigo (la burguesía o la minoría dominante de turno). Pero a pesar de sus errores, tanto el marxismo como el anarquismo pueden y deben aportar mucho a una reformulación global de la teoría revolucionaria del siglo XXI. Del marxismo debe tomarse fundamentalmente su enfoque científico, su riguroso (y hasta ahora insuperable) análisis del capitalismo, es decir, su detallada explicación del sistema de explotación actual, el materialismo histórico como teoría más plausible acerca de la evolución de la sociedad hasta el momento (aunque “moderándolo” para tener en cuenta otros factores, reconsiderando que la lucha de clases es el principal motor de la historia, pero no el único), sus teorías para hacer la transición del capitalismo al comunismo pasando por el socialismo (aunque sustituyendo el concepto de dictadura del proletariado por el de democracia popular), sus tácticas y estrategias revolucionarias. Del anarquismo debe tomarse su ambición, su apuesta decidida por cambiar radicalmente la sociedad, por atajar los males de la sociedad de raíz, su oposición a toda autoridad y liderazgo, su apuesta decidida por la libertad, sus interesantes métodos de organización social horizontal (autogestión y federalismo), sus interesantes métodos de acción directa, su filosofía en general por una completa emancipación del individuo y de la sociedad. El marxismo y el anarquismo están “pidiendo a gritos” su integración en una nueva teoría que aglutine lo mejor de cada uno de ellos. De hecho, a pesar de ciertas diferencias importantes, también tienen muchas ideas comunes, además de un objetivo común, es más lo que les une que lo que les separa. Es un deber de todo izquierdista auténtico buscar caminos de conexión entre las dos principales corrientes de la izquierda. Resaltar las diferencias frente a las coincidencias es el mejor servicio que se le puede hacer a la burguesía. Es ineludible integrar las ideologías de la izquierda para conseguir también la ansiada e imprescindible unificación de la izquierda. Pero entendiendo la integración no como la simple suma o resta de sus postulados, no como la imposición de una sobre la otra, sino como la reconstrucción de una nueva teoría sobre las bases de las anteriores teniendo en cuenta las lecciones prácticas que nos ha dado la historia. Su integración puede ser “forzada” o bien puede ser consecuencia de su evolución independiente. Puede ser el resultado de refinar ambas teorías por separado. El anarquismo se puede acercar al marxismo y a su vez el marxismo puede acercarse al anarquismo. “Reequilibrar” cada una de ellas puede conducir a su fusión. La nueva teoría revolucionaria deberá tener en cuenta al anarquismo, al marxismo y también al reformismo, sin descuidar nunca las grandes ideas de la Ilustración. El cambio de la sociedad va a necesitar las tres ramas de la izquierda. Combinándolas cuidadosamente podemos llegar a tener una teoría revolucionaria en la que se consiga el imprescindible equilibrio entre realismo e idealismo, entre disciplina y libertad, entre programa y espontaneidad, entre fines y medios, entre ética y eficiencia. Una teoría en la que se especifiquen varias posibles “hojas de ruta” con sus hitos correspondientes a corto, medio y largo plazo. Pero una teoría sometida siempre a la práctica, la experiencia es la que manda. Es imposible encontrar una “fórmula mágica” en la que todo esté calculado de ante mano, las circunstancias (que dependen del lugar y del momento) son imprevisibles y mandan, pero es necesario intentar encontrar líneas generales de actuación, planes de acción.
La dificultad (o imposibilidad) de encontrar dicha “fórmula” no debe impedir intentar buscarla. Cuanto más planificado esté todo mejor. La improvisación, aun siendo inevitable, es uno de los peores enemigos de la revolución. Para reiniciar el camino del cambio, habrá que “arrancar” con el reformismo, “poner la marcha” del marxismo y finalmente “acelerar” con el anarquismo, a la vez que combinar los distintos métodos de los tres a lo largo del camino.
Como suele decirse, se aprende más de los errores que de los aciertos. Los graves errores cometidos sólo pueden y deben servir para darnos más fuerzas en el siguiente capítulo de la larga guerra de la humanidad por su emancipación. Además el contexto histórico es determinante y quizás lo que se hizo en su momento era necesario o inevitable hacerlo. Ante un Estado agresivamente y descaradamente parcial era lógica una reacción opuesta aunque “especular” de que sólo era posible luchar contra él “cambiando sólo los actores y no el guión”, es decir, conquistándolo, o bien eliminándolo directamente (ya se sabe, el clásico movimiento del péndulo). Pero dado que el contexto histórico cambia, también hay que cambiar la forma de hacer las cosas. Ante un Estado aparentemente imparcial (el peligro es precisamente que su verdadera naturaleza parcial ahora está más “camuflada”) no puede contraponerse un Estado parcial, “no vende” ante el pueblo, hay que desenmascarar su verdadera naturaleza y hay que aspirar a que sea realmente lo que aparenta ser. Asimismo, plantear su inmediata destrucción no convence al pueblo porque éste está demasiado acostumbrado a su presencia. Por ahora, no asume la sociedad sin él. Sólo con el tiempo podrá convencerse de su posible abolición o sustitución. Por el momento, al pueblo sólo le resulta creíble su transformación. Tampoco se trata de mentir al pueblo con “cuentos de hadas”. Si hay alguna posibilidad, y en mi opinión la hay, de mejorar el Estado para avanzar hacia una sociedad más libre y justa, entonces hay que explotar al máximo dicha posibilidad, hay que quemar todos los cartuchos disponibles antes de agotarlos. Y si además dicha posibilidad convence más al pueblo, entonces mejor que mejor porque entonces es más probable que se lleve a cabo exitosamente.
La democracia representativa tiene aún mucho margen para ser mejorada (ver mi anterior artículo El desarrollo de la democracia). Lo importante es empezar a andar, ya habrá tiempo sobre la marcha de enseñar al pueblo que la marcha no tiene por que detenerse. ¿Qué mejor manera de convencerle de que es posible una sociedad mejor que ir mejorándola poco a poco?. ¿Qué mejor manera de enseñarle que el Estado no es inmutable, de que quizás no es imprescindible a largo plazo, que consiguiendo que cambie a corto y medio plazo?. ¿Qué mejor manera de que la utopía deje de serlo consiguiendo mejoras concretas a corto plazo y sobre todo consiguiendo que la gente se convenza de que es posible, además de necesario, mejorar notablemente la sociedad?. Lo importante es reiniciar el camino y que el pueblo sea dueño de su destino. Lo verdaderamente importante es que el pueblo se conciencie de su poder, de que sólo podrá mejorarse la sociedad si se convence de ello y lo lleva a la práctica.
Que se hayan cometido ciertos errores no significa que haya que desechar toda la teoría o que haya que tirar por tierra toda la experiencia adquirida en las luchas populares. Simplemente significa que hay que ir perfeccionando la lucha para hacerla más efectiva, para conseguir que algún día dé los frutos deseados. No se trata de hacer borrón y cuenta nueva, se trata de borrar sólo aquellas partes que se hicieron mal para que el “conjunto de la obra” (de la obra revolucionaria) mejore. Se trata de tener en cuenta los resultados prácticos para ir refinando las teorías y las estrategias, para mantener lo bueno o correcto de ellas y eliminar lo malo o incorrecto de ellas, además de para adaptarse a los tiempos. En cualquier disciplina científica el avance se produce normalmente (aunque no siempre) pasito a pasito, no se desecha toda una teoría de golpe sino que se retoca alguna de sus partes. Pero siempre la práctica debe ser considerada, la práctica es el “motor” de la evolución teórica. De lo mismo se trata en la “ciencia” de la lucha revolucionaria. Aunque esta ”ciencia” se distingue de las demás ciencias por un factor clave: no sólo pretende conocer la realidad sino que sobre todo pretende cambiarla. La “ciencia” revolucionaria comparte con el resto de las ciencias “clásicas” el objetivo básico de comprender las leyes del universo objeto de estudio (en este caso la sociedad humana), así como el método basado en el contraste de la práctica con la teoría para ir depurando ésta, pero se diferencia de todas las demás en cuanto a que pretende cambiar también dichas leyes. En la “ciencia” revolucionaria no sólo se observa la realidad de forma pasiva sino que además se interacciona con ella de forma activa. Por esto, dicha “ciencia” revolucionaria no debe caer nunca en el determinismo, debe considerar la realidad actual y pasada de la que se parte, pero no sólo no tiene por que asumir que las leyes descubiertas son inmutables, sino que además debe aspirar a cambiarlas, aunque de una forma realista. Es una “ciencia” que fluctúa entre el aparente “determinismo” de la evolución de la sociedad hasta la actualidad y el supuesto “libre albedrío” de lo que puede deparar el futuro. El ser humano tiene cierto margen de libertad, de maniobra, que le puede hacer dueño de su destino. La humanidad puede y debe ser dueña de su destino. Como decía Allende, La historia es nuestra y la hacen los pueblos. La “ciencia” revolucionaria pretende cambiar el futuro pero debe basarse en el presente y en el pasado. Es una “ciencia” que requiere estudiar el pasado y actuar en el presente, pero que también requiere prever el futuro. Y esto último requiere de mucha imaginación y de mucho riesgo. La “ciencia” revolucionaria, más que ninguna otra ciencia, está condenada a cometer muchos errores, y por esto mismo, requiere, más que ninguna otra, una constante reformulación de sus postulados.
No es posible alcanzar un fin revolucionario sin un método revolucionario. Y no es posible evitar la degeneración de cualquier revolución, si se deja ésta en manos de una élite. Ésta debe dirigir a las masas pero nunca debe suplantarlas. Ninguna revolución debe depender de unas pocas personas. Sólo la auténtica democracia puede impedir la degeneración de la revolución. El pueblo debe participar activamente en todas sus etapas. El pueblo debe tener siempre la última palabra, debe tener el control durante todo el proceso de emancipación. Nadie debe suplantarlo y autoerigirse en su benefactor. Es inevitable, y necesario, cierto liderazgo, pero éste debe ser limitado y transitorio. La vanguardia que lidere al pueblo debe hacer participar directamente a éste, debe protegerse de ella misma (de que se transforme en una nueva minoría dominante), recurriendo al pueblo en todo momento para que éste no pierda en ningún momento el control. Y nunca debe pretender tener el monopolio de su liderazgo, debe ganárselo frente al pueblo compitiendo en igualdad de condiciones con otras organizaciones o partidos. Nunca podrá alcanzarse la verdadera democracia en un régimen de partido único. El monopolio es incompatible con la democracia. Desgraciadamente, el liderazgo es una necesidad para el hombre del presente (de esto se ha encargado el sistema vigente basado en la dominación). No se puede pretender que los trabajadores, que el pueblo, acostumbrado a siglos de sumisión a la autoridad, acostumbrado a comportarse como “ovejas” conducidas por su “pastor”, pueda prescindir del liderazgo repentinamente. Pero dicha necesidad de liderazgo debe ser combatida, debe ir desapareciendo progresivamente. La mejor garantía de evitar la traición o degeneración de la revolución, es que poco a poco el pueblo vaya prescindiendo de los liderazgos. El pueblo debe emanciparse por sí mismo, aunque inicialmente necesite un “empujón”. La verdadera revolución consiste en la eliminación gradual de toda autoridad, de todo liderazgo. Consiste en la construcción de un mundo basado en la responsabilidad compartida de todos los seres humanos, en la eliminación progresiva de las jerarquías verticales, en la “horizontalización” de la sociedad, en su descentralización. La autogestión debe ir extendiéndose por la sociedad. El objetivo, a largo plazo, debe ser, si no la extinción, por lo menos la minimización de la autoridad, la extinción de todo tipo de dominación, la desaparición de todo tipo de explotación. El fin es conseguir una sociedad libre y justa en la que todos los seres humanos tengan las mismas oportunidades de desarrollarse plenamente como personas, en la que todos tengan las mismas posibilidades de ser felices. Una sociedad en la que el destino no esté casi determinado por las condiciones iniciales de existencia, en la que la familia, la situación económica, o el lugar no condicionen el futuro de una persona. Una sociedad en la que el futuro de cada individuo le pertenezca, en la que tenga libertad real para elegirlo. Una sociedad construida sobre los pilares básicos de la libertad y la igualdad.
No puede haber la una sin la otra. Pero esto no podrá conseguirse en poco tiempo. Es imprescindible tener ciertas “hojas de ruta” con metas concretas a corto, medio y largo plazo. La democracia debe ser la que nos permita ir avanzando hacia dicha sociedad utópica. Debe ser el “vehículo” que nos permita llegar a ella. Debe ser la “herramienta” que permita ir descentralizando el poder en la sociedad, su distribución equitativa entre todas las personas que la conforman. El desarrollo de la democracia debe permitir pasar de una situación como la actual en la que el poder está concentrado en muy pocas manos, a una situación en la que dicho poder esté en la totalidad de la sociedad. Sólo cuando se llegue a esta fase, la humanidad podrá emanciparse a sí misma, mientras, sólo podrá aspirar a mejorar sus condiciones de vida, a ciertas emancipaciones parciales. Sin embargo, aunque llevará tiempo llegar a la sociedad totalmente emancipada (si es que alguna vez se llega), urge reiniciar este largo camino cuanto antes. Estamos en un momento crítico de nuestra historia en el que nuestro futuro no está asegurado. Por primera vez, podemos autodestruirnos, podemos destruir nuestro planeta. Ya no se trata sólo de la lucha por una sociedad mejor, se trata de la lucha por su supervivencia. Como dijo Kropotkin, La igualdad en las relaciones mutuas, y la solidaridad que de ella resulta necesariamente: he ahí el arma más poderosa del mundo animal en su lucha por la existencia. La humanidad en el presente tiene grandes retos de los que depende su futuro. En particular, queda por ver cómo es posible compaginar la realidad de una economía cada vez más centralizada, que por tanto fomenta la concentración del poder económico y político, que fomenta la autoridad, con la tan deseada descentralización de la sociedad para que el poder esté lo más distribuido posible. Es decir, queda por ver cómo conciliar tendencias opuestas de centralización y federación, de autoridad y libertad. Queda por ver si es posible que la política esté por encima de la economía. Si la humanidad desea ser dueña de su destino, si desea que éste no esté en manos de unos pocos, debe buscar soluciones teóricas y prácticas para que la economía se ponga al servicio del conjunto de la humanidad. En cualquier caso, ya sea en una sociedad cada vez más centralizada, ya sea en una sociedad cada vez más descentralizada, la única manera de que la libertad tenga más preponderancia que la autoridad (los dos principios contrapuestos en los que se basa todo sistema político, como decía Proudhon), es desarrollando la democracia en general, por un lado, mejorando notablemente la democracia representativa (necesaria en una sociedad centralizada) y haciéndola evolucionar hacia una democracia participativa o deliberativa, y por otro lado, desarrollando la democracia directa (cuyo ámbito natural de existencia sería una sociedad descentralizada). No sabemos si la sociedad evolucionará hacia mayor o menor centralización, existen tendencias contrapuestas, por lo que es imperativo estar preparado para todos los futuros posibles. No podemos cerrarnos ningún camino tan sólo porque no nos guste, la realidad nos superará, el destino no tendrá por que ser el que más deseemos (aunque nuestro deber, nuestra responsabilidad, es intentar que sea el mejor posible). No sabemos siquiera si a lo mejor en la sociedad futura convivirán partes donde impere la centralización y partes donde impere el principio federativo. Pero en cualquier caso, la mejor manera de que la libertad supere a la autoridad, la mejor manera de acotar ésta al mínimo posible, es mediante la auténtica democracia. El gran reto de la humanidad es el desarrollo de la democracia.
Como decía Proudhon, El problema político, reducido a su más sencilla expresión, consiste en hallar el equilibrio entre dos elementos contrarios, la autoridad y la libertad, y yo extendería esta afirmación a cualquier tipo de problema. El problema del futuro de la humanidad consiste en hallar el equilibrio entre la centralización y la descentralización, entre la economía y la política, entre el individuo y la sociedad, entre las ideas y las acciones. El problema del futuro de la izquierda reside, como ya dije, en hallar el equilibrio entre teoría y práctica, entre libertad y disciplina, entre realismo e idealismo. La consecución del equilibrio supone la salida de la crisis de cualquier sistema o problema, en el caso que nos concierne puede suponer la salida de la crisis de la izquierda. La clave está en el equilibrio. Pero no hay que confundir el equilibrio con la igualación, no se trata de que las fuerzas opuestas estén equiparadas, se trata de encontrar la situación en la que dando prioridad a una de ellas (a la ideal o más benefactora), el sistema o problema de que se trate se estabilice, es decir, llegue un momento en que la correlación de dichas fuerzas no produzca bruscos cambios. La forma de saber cuándo la sociedad llega al equilibrio es viendo si ésta se estabiliza, es viendo si no hay el peligro de que se produzcan grandes convulsiones. Una sociedad donde se producen guerras, donde la amenaza de autodestrucción está a la orden del día, donde a periodos de crecimiento económico importantes suceden de repente grandes crisis, donde la violencia es cada vez más generalizada, donde en vez de disminuir los problemas aumentan (tanto porque los viejos no se resuelven sino que por el contrario se agravan, como por la aparición de nuevos retos que no se solucionan),…, es una sociedad que está muy lejos de haber llegado al equilibrio.
Cuanto más profundos y/o frecuentes sean los altibajos mayor desequilibrio. ¿Y qué nos enseña la naturaleza?. Que cualquier sistema que no está en equilibrio está condenado a desaparecer o a transformarse radicalmente. Equilibrio y existencia son en este aspecto casi sinónimos. Cuanto más en equilibrio esté un sistema, o cuanto más “sólido” sea el equilibrio en el que se sustenta, mayor probabilidad de existencia, o dicho de otra manera, mayor duración de su existencia. Un sistema sólo puede existir durante cierto tiempo si durante éste tiene cierto equilibrio y cuanto mayor sea éste más tiempo durará. El objetivo fundamental de la sociedad, y de la izquierda en particular, como vanguardia de la misma, es llegar al equilibrio que garantice la supervivencia de nuestra especie, que maximice la probabilidad de que la humanidad sobreviva. Y la sociedad sólo tiene futuro si el bienestar de la mayoría supera el de la minoría y a su vez si es posible compatibilizar el bienestar de la sociedad con el de cada individuo, o por lo menos con el de la mayoría de los individuos que conforman la sociedad. La humanidad sólo podrá garantizar su supervivencia como especie cuando logre que la inmensa mayoría de los seres humanos alcancen un mínimo grado de bienestar material y espiritual. Es decir, cuando el poder o la riqueza se distribuyan lo más equitativamente posible, cuando unos pocos dejen de acaparar lo que pertenece a todos, cuando los resultados del trabajo y del esfuerzo de todos sean disfrutados por todos. Pero esto no podrá ocurrir si todos no tienen la posibilidad de determinar el destino de la sociedad, es decir, sin la democracia llevada hasta sus últimas consecuencias y aplicada en todos los ámbitos de la vida social, en particular en la economía también. El conjunto de la sociedad no puede tener futuro si no es dueña en conjunto de su propio destino, si éste depende de una minoría irresponsable.
La democracia debe garantizar que la sociedad sea dueña de su propio destino, debe evitar que éste sea controlado exclusivamente por cualquier minoría. El futuro de la humanidad debe ser responsabilidad de toda ella. Toda ella debe participar en su construcción, y esto sólo es posible con la democracia. No sabemos, nadie puede saberlo, sólo la experiencia nos lo dirá, si la sociedad moderna del futuro podrá funcionar bajo el régimen del socialismo, del comunismo, del anarquismo, o de cualquier otro “ismo” que pueda surgir, no sabemos si es posible sustituir el capitalismo por completo, no sabemos ni siquiera si a lo mejor será necesario combinar varios de estos sistemas, quizás el sistema económico del futuro llegue a un equilibrio entre capitalismo y socialismo, pero lo que sí sabemos con certeza es que así como la sociedad ha cambiado a lo largo de la historia, puede y debe cambiar en el futuro. Lo que sí podemos saber con certeza es que la humanidad sólo podrá alcanzar cierto grado de perfección, que sólo será posible alcanzar la sociedad ideal, que sólo será posible mejorarla notablemente, si el conjunto de la sociedad alcanza cierto grado mínimo de libertad, si la libertad deja de ser formal para convertirse en real, si va acompañada por la igualdad real. Sólo será posible saber qué “ismo” funciona si hay opción de probar e ir refinando las distintas opciones, si la humanidad tiene la suficiente libertad para experimentar y probar distintas formas de organizarse. Sólo es posible recorrer el camino del progreso si se tiene el vehículo adecuado. Y este vehículo sólo puede ser aquel que dé el máximo protagonismo al conjunto de todos los ciudadanos. Este vehículo se llama democracia.
En el terreno político, el desarrollo de la democracia debe ser la nueva estrategia de la izquierda en el siglo XXI. La democracia verdadera debe permitir cambiar la sociedad mediante la participación directa de ésta (como es por otro lado obvio, aunque esta obviedad no se tuvo siempre en cuenta en su día), debe ser la herramienta de transformación de la sociedad. La causa democrática es fácil de ser aceptada por el pueblo y por tanto puede convertirse en el “catalizador” del renacimiento de la izquierda si ésta sabe abanderarla adecuadamente. De hecho, parece que la nueva estrategia de la izquierda del siglo XXI ya está en marcha (aunque no sin dificultades) y empieza a dar sus primeros frutos en ciertos países de Latinoamérica. Países que han iniciado una nueva revolución pacífica (a pesar de ciertos brotes de violencia provocados por las clases privilegiadas que se oponen a los cambios) y democrática. Estrategia consistente en reformas constitucionales que posibiliten las mejoras que sus sociedades reclaman con tanta urgencia, es decir, en el desarrollo de la democracia como herramienta de transformación social. Pero la estrategia en el terreno político debe combinarse con estrategias en otros terrenos, especialmente en el sindical. Hay que recuperar el poder de movilización de la clase trabajadora. De ésta depende el funcionamiento de la sociedad en su conjunto. La huelga general puede poner en jaque, como ya hizo en el pasado, al Estado burgués. Hay que combinar la lucha legal con la ilegal, desde dentro del sistema y desde fuera de él. Hay que combinar el reformismo con la revolución, pero siempre que las reformas sean verdaderas, sin dejarse engañar por el falso reformismo, sin hipotecar la verdadera revolución, sin renunciar nunca a ella. El reformismo debe ayudar a la revolución, nunca debe sustituirla. Dependiendo de las circunstancias, del contexto histórico, tiene sentido aplicar una estrategia u otra. La estrategia siempre debe adaptarse al espacio y al tiempo. El reformismo ha servido de freno a la revolución en las épocas revolucionarias pero puede servir de “catalizador” de la revolución en las épocas inmovilistas, como la actual. Dar un paso adelante, aunque pequeño, siempre es mejor que estar parado o retroceder, pero nunca hay que olvidar el destino al que hay que dirigirse, nunca hay que conformarse con lo conseguido hasta la fecha. El simple hecho de dar un paso significa movimiento, debe servir para ir progresivamente acelerando la marcha para no detenerla nunca. Hay que combinar la lucha institucional, “arriba”, con la acción directa, “abajo”. Hay que combatir el capitalismo construyendo poco a poco dentro de él el socialismo, creando alternativas, antecedentes, ejemplos de maneras distintas de hacer las cosas. Pero el socialismo no hay que imponerlo, vendrá con la democracia, cuando el pueblo lo elija como la extensión de la democracia al ámbito económico. El pueblo debe determinar hacia dónde debe ir la sociedad. Sólo es posible que la sociedad cambie si ella misma decide hacerlo. La izquierda sólo debe posibilitar que el pueblo tenga la libertad para elegir su propio destino, debe ayudar a que se emancipe por sí mismo. Hay que atacar al sistema actual también por la retaguardia. Es imprescindible luchar contra el sistema en todos los frentes, es imperativo combinar todas las estrategias posibles, ninguna por sí sola puede acabar con él. La lucha debe ser tanto a nivel local como a nivel internacional. Pero la lucha debe ser ejemplar, debe ser pacífica. Hay también muchas posibilidades de combatir al sistema sin recurrir a la violencia, hay que usar la imaginación. La coherencia es una poderosa aliada. La mejor manera de combatir la ideología burguesa, la manera más eficaz de poner en evidencia a la minoría dominante, es diferenciándose claramente de ella en el fondo y en las formas, es practicando lo que se pregona en la teoría, es dando ejemplo. El pueblo debe usar la fuerza de la razón y no la razón de la fuerza. Y su fuerza consiste en su naturaleza mayoritaria, su fuerza reside en su unión. La clase trabajadora debe ser consciente de su enorme poder. La sociedad no puede funcionar sin los trabajadores. Hay que recuperar el viejo lema de que el pueblo unido jamás será vencido y llevarlo a la práctica para que deje de ser sólo una bella frase. Finalmente, la lucha colectiva debe ser complementada con una lucha individual por cambiar el mundo. Es la responsabilidad de todos y de cada uno.
Referencias bibliográficas
Todas las referencias indicadas pueden obtenerse gratuitamente por Internet introduciendo el título entrecomillado en cualquier buscador. Aunque todas estas referencias son muy interesantes, me he permitido resaltar algunas que recomiendo especialmente.
· El origen del Estado. Antonio Guerrero Torres & Moisés Vacaro Fernández.
· La dialéctica como arma, método, concepción y arte. Iñaki Gil de San Vicente. · Introducción al pensamiento marxista. Néstor Kohan & Claudia Korol.
· Un resumen completo de El capital de Marx. Diego Guerrero.
• El Manifiesto Comunista. Carlos Marx & Federico Engels.
• Trabajo asalariado y capital. Carlos Marx.
· De la autoridad. Federico Engels.
• Del socialismo utópico al socialismo científico. Federico Engels.
· Los bakuninistas en acción. Federico Engels.
· El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Federico Engels. · Sobre Carlos Marx. Federico Engels.
· Discurso ante la tumba de Marx. Federico Engels.
• El Estado y la Revolución. Lenin.
• La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo. Lenin.
· Lenin (la coherencia de su pensamiento). György Lukács.
· La revolución permanente. León Trotsky.
• La revolución traicionada. León Trotsky.
· Qué es el marxismo. Su moral y la nuestra. León Trotsky.
· La revolución española. León Trotsky.
· Lenin y Trotsky, qué defendieron realmente. Ted Grant & Alan Woods.
· De la Revolución a la contrarrevolución. Ted Grant.
· Tesis sobre la lucha de la clase obrera contra el capitalismo. Anton Pannekoek.
· La ley del desarrollo desigual y combinado de la sociedad. George Novack.
· Burocracia y régimen soviético. Ángel-Manuel Abellán.
• Bitácora de la Utopía: Anarquismo para el Siglo XXI. Nelson Méndez & Alfredo Vallota.
• El principio federativo. Proudhon.
• Socialismo sin Estado: Anarquismo. Bakunin.
• El principio del Estado. Bakunin.
• Anarquismo: lo que significa realmente. Emma Goldman.
• El Estado. Pedro Kropotkin.
• La moral anarquista. Pedro Kropotkin.
• La conquista del pan. Pedro Kropotkin.
• La Anarquía. Errico Malatesta.
• El ABC del Comunismo Libertario. Alexander Berkman.
• Autogestión y anarcosindicalismo en la España revolucionaria. Frank Mintz.
• Anarquismo y comunismo. Evgueni Preobrazhenski.